En vez de preocuparme, más bien me sentí divertido al tener la evidencia de que yo era un ladrón de lápices y de cajas de cerillas: se me antojó una forma muy inofensiva de distracción. Debido a qué los ladrones de lápices y de cajas de cerillas —la manía parece ser bastante común— no se apropian también de encendedores y de estilográficas, ningún psicólogo ha sido capaz de explicarlo; pero lo cierto es que nunca lo hacen. Otra cosa extraña en relación con ellos, es que, por muy estúpidos y lentos que se muestren en otras ocasiones, son veloces como la luz y tan astutos como las comadrejas en cuanto entran en acción.
—Firme, por favor —diría el botones que llamara a la puerta de mi piso en Hammersmith Hall, y cuando yo me pusiera a revolver, sin mucho ánimo, en mis bolsillos en busca de un lápiz, él me ofrecería el suyo. Entonces, tras garrapatear mi nombre sobre la hoja de papel, yo ejecutaría algún ingenioso juego de manos…, aunque no sé exactamente cómo ni qué debe permanecer oculto, ya que nunca me observé a mí mismo en esa tarea. Todo lo que puedo decir es que él se iría silbando, convencido de que el lápiz habrá vuelto detrás de su oreja, mientras yo me retiraría puertas adentro con la conciencia limpia; y que, al vaciar mis bolsillos antes de irme a dormir, ese trozo de lápiz, repugnante y masticado, se encontraría ahí, extenso como la vida, al lado de otros primorosos trofeos. Lo mismo en lo que se refiere a las cerillas: por la calle, yo detendría a un desconocido, le pediría gentilmente fuego, encendería una cerilla sobre la cajita que él me hubiera ofrecido, y, después de hipnotizarlo (e hipnotizarme) en la creencia de habérsela devuelto, le daría las gracias y me alejaría paseando lentamente. A menudo me pregunto cómo serían los detalles de este incidente en una toma filmada.
Los lápices son baratos, y las cerillas más baratas aún. Mis amigos, al parecer, no se daban cuenta de mis depredaciones, o, por lo menos, nunca me acusaron de ellas; hasta que, en ocasión de una Pascua, hube de ir a Kirtlington, cerca de Oxford, con un tal F. C. C. Borley, un profesor de Wadham que daba clases sobre filosofía moral y era experto en literatura francesa y en vinos.
Borley era más bien joven, de aspecto enfermizo, cabello lacio, y una voz y unas maneras tan desagradables que, literalmente, no tenía un solo amigo en el mundo…, a menos que yo fuese uno, y ninguno de los dos, sin duda, disfrutaba demasiado de la compañía del otro. Sus colegas profesores no podían soportarlo, aun cuando poseía una mente bien provista y precisa, loable lealtad por el College, y no tenía ningún vicio evidente…, excepto vestir como un francés de escenario y estar siempre en lo cierto cuando decía algo. Borley les producía escalofríos, y todos coincidían en que su elección había sido un desastre mayúsculo. Yo le conocí casualmente en un recorrido a pie por Andalucía, donde le cuidé durante una enfermedad porque no encontramos a nadie que pudiera hacerlo; y ahora estaba ayudándole a mecanografiar un libro que escribiera acerca de los clubs de bebedores en las universidades inglesas. Nunca pretendí competir con él en cuanto a conocimientos sobre vinos, ni compartir sus raptos retóricos sobre tal gloriosa cosecha de vino de Oporto —Borley siempre prefería llamarlo «vino de Oporto»—, o sobre el peculiar y elíseo bouquet de este o aquel poco conocido Château. Y, fuera de esto, en realidad yo consideraba el oporto, fundamentalmente, una bebida para enfermos, y me apetecía más un honesto vino tinto español o un civilizado coñac francés. El único tema con respecto al cual yo reivindicaba mi saber, era el del jerez, un vino singularizado por el honor de la alabanza de los Miembros de Wadham y, por lo tanto, pretendía no ser desatendido a la ligera por Borley, aun cuando nada significara para su paladar.
Él tenía un cocinero saboyano, llamado Plessis, cuyos descollantes guisados y cremas y soufflés, si se los bañaba con aquellos refinados vinos, eran muy apreciables. Como no fuese con respecto a Plessis, yo jamás contradecía a Borley, ni dejé de escuchar con íntima atención sus interminables disertaciones sobre comidas, vinos, los clásicos franceses y los hábitos de bebida en el siglo dieciocho. En cambio, él aceptaba de muy buena gana las enmiendas que yo sugería para su libro, en caso de que el estilo, no los hechos, estuviera en cuestión; pero esto sucedía porque yo dejaba intactas sus afectaciones y su perversa puntuación, y todo aquello que otorgaba al libro su desagradable y personal sazón, concentrándome meramente en la supresión de irrelevancias y elevándolo en lo referente a los más delicados puntos gramaticales.
Una noche, después del café y el coñac, cuando nuestro trabajo en el libro estaba casi terminado, repentinamente puso al descubierto sus baterías.
—Compañero bebedor —dijo; tenía el incordioso hábito de llamar a las personas «compañero bebedor» en la mesa, y «compañero jugador» jugando a las cartas—, tengo un cuervo para desplumar con usted, y, ¿qué momento podría ser más conveniente que éste?
—Exhiba su pájaro —dije; y luego, en una satisfactoria imitación del propio Borley—: Una vez que le hayamos desplumado, chamuscado y destripado como buenos espadilleros, dejando aparte las plumas de la cola para destinarlas a limpiapipas, requeriremos de Plessis que abandone su aposento y se lo dejaremos para que dé expansión a su genio. No me cabe duda de que rellenará la carroña con ciruelas borrachas de agua de rosas, corazones de alcachofas picados, paprika y nabo rallado…, lo cocerá lentamente envuelto en hojas de col, y lo servirá con salsa mousseron picante… ¿Qué vino diremos, compañero bebedor? ¿Maître Corbeau, 1921? ¿O algo de más cuerpo, tal vez?
Pero Borley no estaba dispuesto a que lo desviasen del tema.
—Francamente —continuó, adelantando su puntiaguda barbilla—, va en contra de mi conciencia hacer esta revelación, pero, in vino veritas, sabe usted, ¡usted es un condenado ladrón!
Yo me ruboricé.
—Vaya y cuente sus cucharillas para té de plata alemana, verifique sus cuadros cargados de orlas, envíe a la señora Plessis arriba a que revise mi ropa blanca en busca de sus absurdas corbatas Sulka. No hay un solo objeto de esta casa que yo haya aceptado como obsequio, a excepción de algo de su jerez…, si bien no todo. Su gusto en mueblería y objets d’art es casi tan malo como sus modales o su gramática inglesa.
Él estaba preparado para una rehabilitación de ese tipo, y lo tomó con calma.
—Ayer, amigo Reginald Massie —dijo pomposamente—, usted robó todas las cerillas que yo poseía. Hoy envié a la tienda por otro paquete de una docena de cajitas. Esta noche resta una sola cajita, ésa sobre la repisa de la chimenea… ¡Cielos, ahora también ésa ha desaparecido! Estaba allí hace dos minutos, apuesto mi reputación…, ¡y en ningún momento lo he visto levantarse de su silla! ¡Sin embargo, no ha entrado nadie, así que le ruego que me la entregue!
Temblaba de ira. Yo, atrapado con las manos en la masa, me puse a vaciar los bolsillos de mis pantalones, y aparecieron las cajitas de cerillas; pero, me alegraba verlo, nada más que siete.
—¡Ahí tiene —dije—, cuente! Usted miente; no he tomado la docena entera. ¿Dónde están las otras cinco? Yo creo que usted es un ladrón de cerillas.
—Usted ha sido lo suficientemente cortés como para cambiarse a la hora de la cena —me recordó—. El resto del botín debe de encontrarse en sus pantalones de tenis. ¡Y ahora los lápices!
Exploré en mi bolsillo del pecho, y saqué ocho o nueve.
—Gajes de mi profesión —expliqué con ligereza—. Piense en las molestias que me he tomado para corregir su iletrado inglés, sin mencionar su más que superficial español. He necesitado un puñado completo de lápices. Seguramente estarían nuevamente en su poder antes de que yo me fuese.
—Dígame, ¿cuan a menudo en su vida ha devuelto usted un lápiz que le prestaran, o comprado uno nuevo?
—No puedo decirlo sin detenerme a pensar. Pero una vez, en un puesto de venta de libros en Paddington, recuerdo…
—Sí, infame Massie, puedo imaginar muy bien la escena. Exactamente un momento antes de que el tren partiera, usted pidió al dependiente que le enseñase un lapicero o un portaminas, buscó su monedero, hizo un par de pases y, ¡abracadabra!, se marchó con toda la bandeja sin pagar.
—Jamás en mi vida me apropié de un lapicero o portaminas. Eso sería hurto. Usted me insulta.
—¡Ya es tiempo de que alguien lo haga, compañero bebedor! ¡Qué bribón picapleitos es usted! Convencido de que nadie va a arrastrarlo a la Corte a causa de un lápiz de un penique o de una cajita de cerillas de medio penique, usted pierde todo sentido de la decencia y roba al por mayor. Ahora bien, si usted diera en poner sus codiciosos ojos sobre algo solamente un poco mayor y más valioso, por ejemplo, por ejemplo…, digamos ese sacacorchos…
—¡A mí no me encontrarían muerto con esa monstruosidad victoriana tardía!
—… Repito: ese sacacorchos, yo tendría un poquitín más de respeto por usted. Mas usted se mantiene firme en su propia mezquina inclinación. En el mundo criminal, on dit, William Sikes, el magistral ladrón, mira con desprecio al innoble ratero y al miserable manipulador. William le desprecia a usted. —Se echó hacia atrás en su silla recargada de adornos, juntó las puntas de sus dedos, y me clavó la mirada malévolamente.
Es una falacia que el buen vino emborrache menos que el vino malo. Borley no se hubiera atrevido a hablarme de esa manera de no haber llevado encima una copa de más de su Pommard especial; y si yo no hubiese ido emparejándolo copa a copa, probablemente habría contenido mi temperamento. Yo le había oído observar una vez, después de una autopsia, en una mesa de bridge en el norte de Oxford: «… Y si el Rey de Corazones llevara puestos un sostén y pantalones rosados, habría sido una Reina. ¡De modo que, compañeros jugadores…!» Mas en esta ocasión no existía el Y si.
Frunciendo el entrecejo, serví otro coñac, lo arrojé sobre la pechera de su camisa, y luego pellizqué su pringosa nariz retorciéndosela hasta que sangró. Hubiera debido recordar que su corazón estaba débil; pero, desde luego, él también debería haberlo recordado.
Borley murió diez días más tarde, tras una serie de ataques cardíacos. Nadie supo del pellizco que retorció su nariz —no es la clase de cosas de que se jacta la víctima—, y, aunque yo creo que Plessis y su esposa conjeturaron, por el coñac que manchaba las ropas de su amo, que indudablemente hubo una gresca, no menearon el asunto. Se beneficiaron inesperadamente con el testamento: un legado de mil libras, libre de derechos de sucesión. A mí, a pesar de mi menosprecio por sus vinos, Borley me dejó «la Peor Parte» de su bodega —una de sus afectaciones consistía en poner con mayúscula casi todas las palabras—, mientras que «la Mejor» se destinaba a la Sala Común de Veteranos de Wadham. Yo fui designado asimismo único ejecutor del testamento, lo que suponía una gran cantidad de trabajo agotador: me echó encima la organización de su funeral y actuar de principal plañidera. El grueso de la herencia recayó en un primo segundo, un tonto oficial de la Fuerza Aérea de Banbury, quien lanzó una ojeada a la casa de Kirtlington, puso una cara cómica, y tomó el próximo tren de regreso. El testamento, debo mencionarlo, era un escrito garrapateado sobre la guarda de un libro de cocina en el último momento; fue aceptado como válido a duras penas, sólo porque la enfermera y el médico testificaron y las intenciones contenidas en él eran bastante claras.
Me sentí en cierto modo culpable con respecto a Borley. Una o dos veces en el curso de las siguientes semanas, me asaltó un insólito remordimiento mientras guardaba subrepticiamente mi caza diaria de lápices y cerillas en el último cajón de mi escritorio. Entonces, un día llegó carta de Dick y Alice Semphill, recordándome que había concertado pasar unas vacaciones con ellos en yate en agosto, y que al Psyche lo hallaría amarrado en Orlton Broad el quince, si me convenía. Escribí en respuesta que me encontraría allí sin falta, acompañado de una docena de borgoñas y claretes de Borley, que, aunque pertenecían a «la Peor Parte» de la bodega, bien valía la pena beberlos; más una o dos botellas de mi propio coñac Fundador Domecq.
El Psyche es una nave cómoda, aunque muy lenta, y los Semphill se alegraron de volver a verme. Ambos son fanáticos de la navegación. Dick es arquitecto, y Alice y yo estuvimos a punto de casarnos cuando éramos menores de edad; aún éramos algo más que amigos. Me parece que eso es todo lo que necesito decir de ellos aquí.
La primera noche, en el bar, exactamente antes de cenar, Bunny Semphill, de ocho años de edad, vio que yo sacaba una botella de Beaujolais y se ofreció a descorcharla. Mas encontró la tarea demasiado dura para él, de manera que tuve que terminarla.
Entretanto desenroscaba el corcho del tirabuzón, empecé a sentir como si me aguijonearan.
—Bunny —pregunté—, ¿de dónde diablos viene esto?
Él me miró fijamente.
—No sé, señor Massie. Lo cogí del estante de detrás de usted.
—Dick —llamé, tratando de no parecer sobresaltado—, ¿dónde has conseguido este sacacorchos con dientes en la agarradera?
Dick, ocupado en la cocina mezclando la ensalada, me respondió:
—No sabía que tuviésemos nada así. Yo siempre uso el que llevo en mi cortaplumas.
—Bueno, ¿y qué es esto? —y se lo mostré.
—Nunca lo había visto antes.
Tampoco lo habían visto Alice Semphill ni el capitán Murdoch, militar irlandés de un Cuerpo de Guardias, que era el quinto miembro de la fiesta.
—Parece que hubieras visto un fantasma —dijo Alice—. ¿Qué tiene de extraordinario el sacacorchos, Reggie? ¿Te has topado con él antes?
—Sí; pertenecía al sujeto que me legó el vino. Pero el problema consiste en que no formaba parte del legado. No puedo concebir cómo llegó aquí.
—Debes de haberlo traído por error. Tal vez se metió dentro de una de las cubiertas de las botellas.
—Lo habría visto cuando empacaban las botellas.
—No necesariamente.
—Además, ¿quién lo colocó sobre el estante?
—Probablemente tú mismo. Sabes, Reggie, es que haces un montón de cosas totalmente distraído. Por ejemplo, birlaste todas nuestras cerillas tan pronto como subimos a bordo. No es que me importe que las cojas; pero quiero decir…
—¿A qué te refieres? ¿Me viste coger más de una simple cajita?
—No, honestamente no puedo decir que te vi. Pero yo estaba buscando fuego desesperadamente, y al ver tu impermeable colgado palpé los bolsillos, y sin ninguna duda sonaba…
—Traje conmigo un montón de cerillas. Contribución útil, pensé…
Ella dejó pasar esto con una mueca advertida. Pero el misterio del sacacorchos quedó sin resolver. Yo, sinceramente, esperaba no haberme convertido en un ladrón importante, de acuerdo a los deseos de Borley. Eso podía hacerme acabar en una comisaría… o, en última instancia, en una clínica para cleptómanos. Levanté el sacacorchos, que hubiese reconocido entre un millón. Era un objeto decimonónico, con una agarradera de marfil y un cepillo en uno de sus extremos, supongo que para sacudir las telarañas de las botellas de oporto de 1847.
—¿Quiénes fueron las personas que fletaron el Psyche la semana pasada? —pregunté.
—Los Greenyer-Thom; amigos del cuñado de Dick, George. Él es agente inmobiliario; ella pinta. Viven cerca de Banbury.
—¡Ajá! —dije—. Eso lo explica. Ellos deben de haber estado en la venta de los efectos de Borley. El principal heredero es un primo perteneciente a la Fuerza Aérea, que vive allí.
—Los Greenyer-Thom, son abstemios convencidos ambos —objetó Alice.
—Bebedores secretos —repliqué, volviendo a poner el sacacorchos sobre el estante—. Por eso querían el yate. Es fácil deshacerse de las botellas vacías; basta con dejarlas caer en el agua al amparo de la noche.
Después de la cena, Murdoch me preguntó jocosamente si se le permitía oler el corcho de uno de mis famosos coñacs. Desperté de una profunda y oscura meditación, fui en busca de una botella, y me dispuse a coger el sacacorchos. No estaba sobre el estante. Lancé una penetrante mirada a todos los presentes, y pregunté:
—¿Quién lo ha escondido?
Todos alzaron la vista sorprendidos, mas ninguno habló.
—Lo he puesto nuevamente sobre el estante, y ahora ha desaparecido. ¡Dámelo, Bunny! Estás jugando a un juego peligroso. Estoy desenfrenadamente susceptible respecto de ese sacacorchos.
—Yo no lo he tocado, señor Massie…, que me caiga muerto, yo no he sido… ¡lo juro!
—Palpe los bolsillos de Massie, señora Semphill —invitó Murdoch—. Positivamente están culebreando llenos de sacacorchos.
Dick descubrió un centelleo de pellizca-nariz en mis ojos.
—¡Caballeros, caballeros! —exclamó con tono de advertencia; luego sacó su cortaplumas—. Esto servirá, Reggie —dijo.
Dick es un tipo decente.
Mientras yo descorchaba silenciosamente el coñac, Bunny se apoyó sobre sus manos y rodillas y se puso a buscar en medio de nuestros pies. Después revolvió entre los cojines detrás de nosotros.
—¿No podría estar en uno de sus bolsillos, señor Massie? —preguntó finalmente.
—¡Claro que no! —respondí con acritud—. ¡Y, por el amor de Dios, no molestes, muchacho! Vete a la cubierta si estás aburrido con la conversación de los adultos.
—Yo sólo estaba intentando ayudar.
—Bueno, no lo intentes con tanta insistencia.
Alice se disgustó por la manera en que me descargué con el chico, y acudió en su ayuda.
—Verdaderamente creo que tiene derecho a preguntarte eso —dijo—. Sobre todo teniendo en cuenta que puedo ver la punta de mi mejor lápiz de dibujo asomando de tu bolsillo del pecho.
—¡No es tuyo, mujer; es mío!
—Permítanme arbitrar en este conflicto —dijo Murdoch—. Yo soy el hombre más imparcial de todo el East Anglia.
—¡Manténgase al margen de esto, Murdoch! —advertí.
—¡Oh, olviden esto, muchachos, por el amor de Dios! —intervino Dick—. Si vamos a reñir por lápices y cerillas en la primera noche de nuestro viaje…
Bajo la influencia del Domecq, que todos alabaron, pronto recobramos el dominio de nosotros mismos… Pero media hora más tarde, cuando habíamos terminado de lavar los platos y nos dirigíamos a cubierta, Bunny me miró con curiosidad.
—¿Quién colgó el sacacorchos de ese garfio? —preguntó—. ¿Ha sido usted?
—El capitán Murdoch posee un intrincado sentido del humor —le dije—, y si estás de acuerdo con él, ¡para!
Mas un tiritón atravesó mi cuerpo, y me quedé abajo a pretexto de coger una bebida suplementaria. La maldita cosa pendía de un garfio sobre la puerta de la cocina. Si yo hubiera estado seguro en cuanto a quién era el verdadero bromista, lo hubiera echado por la borda.
En nombre de la paz, Dick sin duda pidió a los demás que no hicieran comentarios sobre la reaparición del sacacorchos, porque al día siguiente se guardaba un elocuente silencio, que ni siquiera interrumpí yo mismo al pedir prestado el cortaplumas de Dick para descorchar otra botella de clarete. Pero, durante el resto de las vacaciones, tuve el cuidado de revisar mis bolsillos mañana, tarde y noche, a fin de tener la certeza de que había dejado suficiente cantidad dé cerillas y lápices para el uso general. Me alentaba el supersticioso sentimiento de que, si así lo hacía, el sacacorchos permanecería en su garfio. Y tenía razón.
No estoy muy seguro en lo referente a los lugares donde fuimos o a qué tiempo tuvimos; pero guardo clara noción de que, llegado el momento de decir adiós, Alice no pudo resistirse a preguntarme:
—¿Has olvidado tu adornado sacacorchos? Todavía está colgado en el salón.
—No —repliqué—. No es mío, y nunca lo fue. Los Greenyer-Thom lo han dejado aquí. De todos modos, el Psyche puede cargar con un sacacorchos con agarradera de marfil dentada.
—Gracias —dijo Alice burlona—. Pero no creo que Borley lo haya destinado a nosotros.
Esa noche, de regreso en mi piso, descubrí que con la prisa de la partida había olvidado registrarme en busca de cerillas o lápices. Entre la colección del día hallé una caja de tamaño extraordinario de Swan Vestas, claramente rotulada con tinta: John Murdoch; su propiedad; por favor, devolver al Club de Guardias, y el lápiz Koh-I-Noor doble B de Alice, con sus iniciales marcadas a fuego —¿con una aguja al rojo?— en ambos extremos y en el centro. Eso me trastornó. «Bunny debe de haberlo puesto», me tranquilicé. «No puede haber sido Murdoch…, él se fue ayer por la mañana…, y Alice no podría ser tan cruel.»
—Hermoso y fino sacacorchos el que ha traído a su regreso, señor —observó la señora Fiddle, mi asistenta, mientras trajinaba con la sopa.
—Oh, lo he traído, ¿lo he traído? —yo casi aullaba—. ¡Entonces tírelo por la ventana!
Ella me miró con los ojos muy abiertos, llenos de reproche.
—Oh, señor, yo jamás podría hacer una cosa así, señor Massie. No es posible comprar un sacacorchos como ése hoy día.
Me levanté de un salto.
—Entonces tendré que tirarlo yo mismo. ¿Dónde está?
—Sobre el estante de la despensa, cerca de la huevera —respondió resignadamente, recogiendo mi servilleta caída—. Pero me parece un despilfarro horrible.
—¿Dónde dijo usted que estaba? —grité desde la despensa—. No lo veo.
—Vuelva, señor Massie, y tome su sopa mientras está caliente —suplicó—. El sacacorchos puede esperar su turno, ¿no?
No deseaba parecer ridículo, así que regresé y me contuve hasta el postre, y entonces le pedí cortésmente que fuese en busca del objeto.
Tardó un instante, y al volver mostraba asombro.
—Usted está jugando conmigo, señor. Usted ha escondido el sacacorchos; usted sabe que sí.
—Yo no he hecho nada de eso, señora Fiddle.
—Sólo están los dos en el apartamento, señor —dijo, frunciendo los labios.
—Correcto, señora Fiddle. Y si usted quiere el sacacorchos para usted, perfectamente, en tanto no lo vuelva a traer aquí. Debería habérselo ofrecido al señor Fiddle, desde luego, antes de hablar de tirarlo por la ventana.
—¿Está usted acusándome de esconderlo con intención de embromarlo, señor Massie?
—¿No me acusó usted a mí de eso, hace sólo un momento?
La estocada fue certera.
—Yo no quise decir nada ofensivo, señor, estoy segura —dijo, desfalleciente.
—Seguro que no. Pero, dígame, señora Fiddle, ¿tiene usted la seguridad de que vio un sacacorchos? ¿Cómo era?
—Con una agarradera de marfil, señor, con una especie de brocha de afeitar en un extremo, y una lámina de plata pequeña y redonda en el otro, con unas iniciales y una fecha.
Eso era demasiado.
—Es ése —murmuré—, pero, doy mi palabra, nunca advertí las iniciales.
—Bueno, mírelo nuevamente, señor Massie, y vea si no tengo razón —dijo; y en seguida, lastimeramente, mientras se retiraba a la cocina llevándose el delantal a los ojos—: ¡Pero usted no debería tomarme el pelo, señor! Yo siempre recibo las cosas tan seriamente desde que murió mi pequeña Shirley.
Le serví una copa, e hicimos las paces.
Al día siguiente, el sacacorchos apareció otra vez en la despensa, en el fondo del cajón de las servilletas. La señora Fiddle lo exhibió triunfalmente.
—Aquí está señor. Ahora vea si yo no tenía razón en lo de las iniciales.
Lo cogí cautelosamente, y ahí estaba la lámina de plata perfectamente nítida. No pude comprender cómo no la había visto. F. C. C. B. - 1928, la plata ligeramente empañada.
—Sí, señor, quedará bien con un buen bruñido.
Yo no veía la forma de salir de esa embarazosa situación, como no fuera ganando crédito de virtual bromista.
—El hecho es —alardeé— que compré esto en Lowestoft para hacerle un regalo al señor Fiddle. Yo no quería que usted lo viera, y por eso puse un poco de misterio en todo el asunto. Deseaba guardarlo hasta su cumpleaños. ¿El primero del mes próximo, no?
—No, señor. El cumpleaños de Fiddle fue el primero del mes pasado. Muy amable de su parte, señor, igualmente estoy segura de que le gustará.
Sin embargo, aún parecía insatisfecha.
—Fiddle no es bebedor de vino ni de bebidas alcohólicas, señor —explicó tras una pausa—, y la cerveza embotellada viene ahora con tapa de rosca.
—¡Qué estupidez de mi parte! De acuerdo, vamos a tirarlo por la ventana, después de todo.
—¡Oh, no, señor! Podría lastimar a alguien que pasara por la calle. Además, es un bonito objeto. Consérvelo para usted mismo, y regale a Fiddle un par de botellas de cerveza fuerte, en cambio. Ha de considerarlo una gran amabilidad, a pesar del retraso. Y yo también, si lo hace, señor Massie.
Esa noche, ya tarde, con un pulcro paquete en la mano, caminé a lo largo del Mall hasta llegar al Hammersmith Bridge. Tan pronto como no hubo nadie cerca, lo arrojé en medio del río. ¡Qué descargo para mi mente! Pero esa noche soñé que un cadáver de aspecto nauseabundo que flotaba en el agua tomaba el paquete al hundirse y me llamaba a gritos para que volviera y recogiese mi propiedad. Emergía chorreando del Támesis; era el propio F. C. C. Borley. Yo giraba y huía chillando hacia Broadway, mas él venía tras de mí.
—¡Es tuyo; tú, maldito ladrón! —vociferaba—. ¡Espera! ¡Te lo daré!
Y después, como tiro de gracia, oía confusamente a través del rumor del tráfico:
—Y la Peor Parte (Arcones K a I), para Reginald Massie.
Esa era la frase que estaba en vigor en su testamento.
Desperté castañeteando los dientes, salté de la cama, encendí todas las luces del piso, y fui a ver si el sacacorchos se encontraba nuevamente en el gancho de la despensa. ¡Gracias a Dios, no estaba!
De nuevo preparé la maleta, y me puse a leer para dormirme.
Por la mañana, cuando la señora Fiddle me traía el té, le comuniqué que me había llamado otro grupo de amigos con yate, en South Devon, y que tomaría el tren de la mañana hacia allá. Le enviaría un cablegrama para hacerle saber de mi regreso y qué hacer con mis cartas. Ello no era nada inusual; frecuentemente yo abandonaba la casa en un impulso súbito.
Saqué un pasaje para Brixham, en donde sabía que había regatas. Además, en la colina que dominaba el puerto vivía un tío mío, solterón: un ex coronel de Infantería de Marina, a quien yo no veía desde hacía años, y cuyo principal interés se dirigía a los moluscos británicos de agua dulce. Intercambiábamos cartas por Navidad, y la suya ponía siempre: «Ven y visita a un viejo solitario.» Pensé: «He aquí mi oportunidad de mostrar un poco de sentimiento familiar; además, es seguro que todas las tabernas estarán llenas a causa de la regata.»
El tío Tim estaba encantado de verme y charlar de sus moluscos y de su reumatismo. Ésa noche me condujo en taxi al Yatch Club para una cena temprana.
—Se te ve deprimido, muchacho —dijo—, y no demasiado bien a pesar de tus vacaciones. Deberías casarte. El hombre no está hecho para vivir solo. El matrimonio te levantaría el ánimo y te daría un motivo para vivir —agregó con tristeza—: Yo lo aplacé demasiado tiempo. Moluscos y matrimonio no van juntos. Los niños hubieran armado un jaleo tremendo con mi acuario y mis vitrinas.
—Oh, ellos crecen —dije con ligereza—. Siete años de paciencia, y tu colección se hubiese encontrado bastante segura.
—Tal vez tengas razón; pero los pobrecitos no podían esperar.
—¿Quiénes? ¿Los niños?
—¡No, no, tonto! ¡Los moluscos!
—Perdone usted, pero ¿por qué no?
—La contaminación de los ríos: esos malditos abonos químicos arrasaron el suelo, ya sabes. Una sistemática masacre de inocentes: especies completas destruidas cada año.
Meneé la cabeza con simpatía.
—Pero no hay nada que te impida a ti el matrimonio, ¿no? —insistió.
—Colecciono cajas de cerillas —respondí, haciendo sonar mis bolsillos sombríamente—. La mía es una de las colecciones más hermosas de Europa. Sería muy poco acertado criar niños en medio de tanto material inflamable, ¿no?
Un rato después, tío Tim, cogiendo el menú, dijo que su reumatismo se fuera al diablo: con nuestro lenguado de Dover y pollo asado, tomaríamos una botella del famoso vino del Rin que el club reservaba, tácitamente, para sus miembros residentes.
—Sé que aprecias los buenos vinos, Reginald —dijo—. No son muchos los jóvenes que lo hacen con todas esas malditas bebidas mezcladas que hay. Ginebra y vermut…, ginebra y tónica…, ginebra y bitter: a eso se está llegando. Inclusive en la Armada. ¡Contaminación llamo yo a eso! —finalizó enigmáticamente—: Especies completas destruidas cada año.
»¿Alguna vez te cruzaste con un joven llamado Borley? —prosiguió—. Un muchacho que conocí en una ocasión aquí en el club. Usaba un sombrero de fieltro y una corbata absurda igual que un francés; dijo que estaba escribiendo un libro. Un cerebro semejante a un sacacorchos… iba girando y girando, y adentro y adentro, y luego, ¡un taponazo!, y vendría algo húmedo. Pero, a pesar de eso, poseía un destacable conocimiento de vinos; y consintió en dar el visto bueno a nuestro vino.
»¡Cielos, muchacho! —gritó tío Tim—. ¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Yo había salido precipitadamente del club, y me encontraba bajando por la cuesta del Mercado de Pescado medio corriendo, medio volando. Las multitudes nocturnas de Fore Street bloqueaban mi camino, pero yo me desviaba y zigzagueaba como una avioneta.
—¡Eh, Reggie, detente! —gritó una mujer casi en mi oído.
La hice a un lado, y me lancé por la estrecha calle, en la que de pronto me hallé firmemente sujeto por la cintura.
—Por el amor de Dios, Reggie, ¿por qué tanta prisa? ¿Has asesinado a alguien?
¡Era Dick Semphill! Dejé de forcejear y lo miré embobado.
—Entremos en ese café, y dinos a Alice y a mí qué es lo que ha ocurrido.
Le seguía, todavía con la boca abierta, y me senté.
—¿Qué diablos estáis haciendo en Brixham? —pregunté en cuanto recuperé la voz.
—La regata, naturalmente —respondió Alice.
—Pero ¿por qué no estáis en Lowestoft?
—No será hasta el mes próximo. Hemos estado aquí desde el viernes. El Psyche aún no se ha destacado, pero todavía hay esperanzas.
—¿Psyche? ¡Pero no es posible que haya navegado desde Suffolk con este tiempo!
—No sé qué es lo que te propones. Ella no irá a los Broads hasta el año próximo. Tú te vendrás aquí en un mes —por lo menos así lo esperamos— y tendremos un período maravilloso. Por cierto, no nos has dicho aún si Oulton Broad te va bien en la decimoquinta.
—¿Dónde está Bunny?
—En la escuela, en Somerset. Murdoch lo recogerá a su vuelta.
—Dick… Alice, creo que estoy perdiendo la razón.
Les conté toda la historia desde el principio, incluso aligerando mi corazón sobre lo de las cajas de cerillas. Ambos se sentían totalmente incómodos al término de mi relato.
Alice dijo:
—Evidentemente, ha sido un sueño; mas no puedo dilucidar con precisión en qué punto comienza y dónde acaba. Escucha: llamaré al Yatch Club y averiguaré si tu tío Tim se encuentra aún allí.
Trajeron el teléfono a nuestra mesa. Un rato después, la oí que decía:
—¿Está seguro? ¿Desde el martes? ¿En cama con reumatismo? Oh, lo siento. No, ningún mensaje. Muchas gracias.
Colgó el receptor.
—No es tan malo, Reggie —dijo—. No has abandonado a tu tío. En realidad, en el Yatch Club no sirven comidas, y la única bodega que existe allí es la botella personal del Comodoro que guardan bajo el mostrador. Así que tu sueño no termina hasta hace un momento, en que Dick te despertó. Fue algo más que un sueño, indudablemente; una especie de paseo dormido, probablemente debido a la inquietud por ese muchacho, Borley. Suerte que te hemos encontrado. ¿Querrías vaciar tus bolsillos, Reggie, querido? Eso nos indicará cuánto hace que saliste de tu piso.
Obedecí aturdido. Aparecieron ocho cajitas de cerillas de diferentes tipos, siete lápices y, entre otras cosas sueltas, la mitad de vuelta de un billete desde Paddington, y una carta sin sellar dirigida a la propia Alice, escrita en mi piso y confirmando la cita de Oulton Broad.
—Llegaste aquí esta misma tarde —dijo, mostrándome la fecha del billete.
Había también un abultado sobre con todos los documentos relativos a la conclusión de mis asuntos con Borley. Alice se apresuró a observarlos.
—Veo que el vino fue debidamente entregado por ti a la Sala de los Veteranos del Wadham College —dijo—. Y aquí está la factura detallada del funeral en la parroquia de Kirtlington. Oh, y una nota del jefe de escuadra Borley, de Banbury, diciendo que si quisieras algún recuerdo de los efectos personales de su primo antes de que el subastador disponga de ellos, serás muy bien recibido, pero que le hagas el favor de dejárselo saber tan pronto como sea posible. Escribió el jueves; supongo que no le has respondido aún. ¡Caramba, aquí hay una fotocopia del propio testamento! ¡Cuan retorcidamente está escrito! Sí, lleva el testimonio de…
Dick se había mantenido quieto todo ese tiempo. Ahora cogió el testamento y lo leyó.
—Está bien, Reggie —dijo—. No has perdido ningún tornillo y no habrá necesidad de hacerte psicoanalizar. Meramente se te ha aparecido… un fantasma, a quien ha de haberle sido bastante fácil mentir —en seguida espetó—: Zopenco, ¿por qué no te tomaste el trabajo de averiguar si tu amigo Borley era protestante o católico?
—Me tomé una gran cantidad de trabajo, pero nadie lo sabía. Ni siquiera el College me lo pudo decir, así que seguí la línea del menor esfuerzo y lo hice enterrar como protestante.
—Exactamente. ¡Ahí estriba toda la dificultad! ¿Ves ahora por qué en tu sueño te llamaba maldito ladrón?
—No comprendo.
—Vuelve a leer el testamento. ¡Lee en voz alta!
Leí:
—Designo a Reginald Massie para ser mi ejecutor…
… La Mejor Parte de mi Bodega (Arcones A a J) es para la Sala Común de los Veteranos del Wadham College, Oxford. La Peor Parte (Arcones K a I) es para Reginald Massie…
—No para Reginald Massie, tonto; si hubiera querido mencionarte a ti, tenía que haber escrito «el nombrado Reginald Massie». Aquí dice: para las Requeridas Misas[2]. Misas para el reposo de su alma, ¿no entiendes?
La exhumación no se admitió sino gracias a un truco, mas finalmente conseguí que se llevara a cabo. Entonces entregué el vino a la gente de St. Aloysius de Oxford, y ellos acordaron hacer el resto. Y, ante la insistencia de Alice, escribí al jefe de escuadra Borley, solicitándole el sacacorchos como recuerdo. Desde que me lo envió, no he robado una sola caja de cerillas ni un lápiz… que yo sepa, claro…