Harry Vladek era un hombre demasiado corpulento para su Volkswagen, pero era demasiado pobre para cambiarlo y, tal como se estaban desarrollando las cosas, tendría que seguir así durante largo tiempo. Apretó cuidadosamente los frenos. («El cilindro principal pierde como un colador, señor Vladek; ¿de qué serviría entonces ajustar los revestimientos?» Pero el presupuesto era de ciento veintiocho dólares, ¿y de dónde iba a salir aquel dinero?) Se detuvo en el aparcamiento, limpiamente cubierto de grava. Bajó, rozando la puerta por todas partes, con la desconcertante llamada telefónica del doctor Nicholson en la mente, echó un vistazo al coche y se dirigió hacia el edificio escolar.

La Asociación de Maestros y Padres de Familia de la Escuela del Condado de Bingham para Niños Excepcionales celebraba su primera reunión del curso. De entre las veinte personas que ya se hallaban allí, Vladek sólo conocía a la señora Adler, la jefa, o directora, o propietaria de la escuela. Ella era la persona con quien más necesitaba hablar, pensó. ¿Tendría alguna oportunidad de verla en privado? En aquellos momentos se encontraba sentada, al otro lado de la sala, ante su mesa de roble, con una actitud afectada, hablando con tonos bajos y rápidos con una mujer de pelo gris que llevaba un vestido de color canela. ¿Una profesora? Parecía demasiado mayor para ser una madre, aunque su esposa le había dicho que algunos de los chicos parecían tener veinte años o más.

Eran las ocho y media y los padres aún estaban llegando a la escuela, un edificio transformado que antes había sido una gran casa de campo, casi una mansión. La sala de estar aparecía llena de elegantes recuerdos de aquella otra época. Dos lámparas de araña. Intrincadas hojas de parra moldeadas en el enlucido del techo. La chimenea de mármol blanco, moteada de vetas rosadas, inelegantemente ostensible debido a los inadecuados morillos, demasiado baratos y pequeños, que había ahora en su interior. Puertas dobles de roble dorado que daban al hall. Y, a través de ellas, se veía una escalera de incendios de hormigón y acero. Vladek pensó que habrían tenido que destrozar una hermosa escalera de madera para instalar la otra escalera de incendios y mantenerse así dentro de las leyes escolares del Estado.

La gente seguía llegando. Hombres y mujeres que venían solos y, ocasionalmente, alguna pareja. Se preguntó cómo se las arreglarían las parejas para solucionar su problema de vigilar a los niños más pequeños. El subtítulo en la cabecera de las cartas de la escuela decía: «Una institución para niños emocionalmente perturbados y con daños cerebrales, capaces de recibir educación.» El hijo de Harry, Thomas, de nueve años de edad, era uno de los emocionalmente perturbados. Con una sensación de envidia, se preguntó si los niños con el cerebro dañado podrían ser educados por una persona madura razonablemente competente. Thomas no lo podía ser. Los Vladek no habían pasado una sola noche juntos desde que el niño tuvo dos años, de modo que, aquella noche, Margaret estaba en casa, preocupándose sin duda alguna por la llamada telefónica del doctor Nicholson, mientras que Harry representaba a la familia en la Asociación de Maestros y Padres de Familia.

A medida que se fue llenando la sala, comenzaron a escasear las sillas. Una joven pareja se encontraba en el extremo de la fila, cerca de él, buscando un par de sillas vacías.

—Vengan —les dijo—. Yo me cambiaré allí.

La mujer le sonrió amablemente y el hombre expresó las gracias. Animado ante la vista de un cenicero que se encontraba en el asiento vacío frente a él, Harry sacó su paquete de cigarrillos y se lo ofreció, descubriendo que ninguno de ellos fumaba. De todos modos, Harry encendió su cigarrillo, escuchando lo que estaba sucediendo a su alrededor.

Todo el mundo estaba hablando. Una mujer le preguntaba a otra:

—¿Cómo le va la vesícula biliar? ¿Se la van a extirpar después de todo?

Un hombre pesado y calvo le decía a otro hombre pequeño de pobladas patillas:

—Bueno, mi contable me dice que los gastos de enseñanza son médicamente deducibles si la escuela es para psicosomáticos y no sólo para psíquicos. Eso es algo que tenemos que aclarar.

—Eso es cierto —le confirmó el hombre pequeño—, pero todo lo que tiene que hacer es conseguir una carta del médico en la que le recomiende esta escuela y envíe al niño aquí.

Una mujer muy joven dijo con convicción:

—El doctor Shields fue muy optimista, señora Clerman. Dice que, sin ninguna duda, la tiroides permitirá que Georgie sea accesible. Y entonces…

Uno hombre de color, con una piel ligeramente parecida al café y que llevaba puesta una camisa hawayana, le decía a una mujer rolliza:

—Realmente nos dio un buen fin de semana. Le tuvieron que dar tres puntos en la cara y rompió mi caña de pescar en tres trozos.

—Se aburren tanto —dijo la mujer—. Mi hija pequeña tiene manía por los lápices de colores, con los que pintarrajea todos los libros. Ya me dirá usted lo que una puede hacer.

Finalmente, y dirigiéndose al hombre joven que estaba sentado a su lado, Harry dijo:

—Me llamo Vladek. Soy el padre de Tommy; está en el grupo de principiantes.

—El nuestro también está ahí —dijo el joven—. Se llama Vern. Tiene seis años y es rubio, como yo. Quizás le haya visto.

Harry no hizo grandes esfuerzos por recordar. En las dos o tres ocasiones en que había acudido para recoger a Tommy después de las clases, no había sido capaz de distinguir a unos chicos de otros en medio del barullo de la salida. Abrigos, pañuelos, sombreros, una niña pequeña que siempre se encerraba en el lavabo y otro niño pequeño que nunca deseaba volver a casa y se pegaba a su profesor.

—¡Oh, sí! —le dijo amablemente.

El joven se presentó a sí mismo y a su esposa. Se llamaban Murray y Celia Logan. Harry se inclinó sobre el hombre para estrecharle la mano a su esposa, y ella le preguntó:

—¿No es usted nuevo por aquí?

—Sí. Tommy está en la escuela desde hace un mes. Nos trasladamos aquí desde Elmira para estar más cerca de él —dudó un momento y añadió—: Tommy tiene nueve años, pero la razón por la que está en el grupo de principiantes es porque la señora Adler creyó que eso le facilitaría la adaptación.

Logan señaló hacia un hombre curtido por el sol, sentado en la primera fila.

—¿Ve a ese hombre con gafas? —preguntó—. Se mudó aquí desde Texas. Desde luego, tiene dinero.

—Debe de ser un lugar muy bonito —dijo Harry en tono interrogativo.

Logan frunció el ceño. Su expresión parecía un tanto nerviosa.

—¿Cómo está su hijo? —preguntó Harry.

—Ese pequeño bribón —comentó Logan—. La semana pasada le conseguí otra copia del disco de My Fair Lady. Creo que ya ha utilizado cuatro o cinco, y va de un lado a otro cantando. ¿Pero mirarle a uno? No, nada de eso.

—El mío no habla —dijo Harry.

—El nuestro habla —informó la señora Logan prudentemente—, pero no con todo el mundo. Es como una pared.

—Ya sé —dijo Harry, y se atrevió a hacer la siguiente pregunta—: ¿Ha… ha mejorado desde que está en la escuela?

Murray Logan apretó los labios.

—Yo diría que sí. Sigue mojando la cama, pero la vida se desarrolla mucho más suavemente en algunos aspectos. Ya sabe, no espera uno ningún avance espectacular. Pero todo marcha con más suavidad, día tras día, en las pequeñas cosas. Desde luego, hay momentos de retroceso.

Harry asintió, pensando en siete años de retrocesos y en dos años de creciente preocupación y extrañeza ante aquello.

—La señora Adler me dijo que, por ejemplo, un brote especial de destructividad puede significar algo así como una tendencia constante en la terapia del lenguaje. De ese modo, el niño lucha contra ella y termina por estallar en alguna otra dirección.

—Eso es cierto —admitió Logan—, pero lo que yo quiero decir… ¡Oh! Están empezando.

Vladek asintió, apagó el cigarrillo y, sin darse cuenta, volvió a encender otro. Su estómago volvía a estar contraído sobre sí mismo. Estaba asombrado ante aquellos otros padres que parecían sentirse tan seguros y poco afectados. ¿Acaso no les ocurría a ellos lo mismo que les sucedía a él y a Margaret? Había transcurrido mucho tiempo desde que los dos sintieron por última vez el mundo de una forma confortable a su alrededor, incluso sin la presión del doctor Nicholson, que trataba de hacerles tomar una decisión. Hizo un esfuerzo para reclinarse en la silla y aparecer tan tranquilo como los demás.

La señora Adler estaba golpeando suavemente la mesa con una regla.

—Creo que ya están aquí todos los que tenían que venir —dijo.

Se inclinó sobre la mesa y esperó a que se hiciera el silencio en la sala. Era una mujer de estatura baja, morena, algo rolliza, y sorprendentemente bonita. No tenía, en modo alguno, el aspecto de una profesional competente. Su aspecto era tan diferente al papel que representaba que, de hecho, el corazón de Harry se había hundido cuando, como culminación de su correspondencia sobre la admisión de Tommy, hicieron el largo viaje desde Elmira para mantener la entrevista. Había esperado ver a una señora de pelo gris acerado, con gafas sin aros, una especie de Valkiria con bata blanca, como la enfermera que había permanecido retorciéndose con un Tommy que no hacía más que gritar, mientras esperaba que el supositorio le tranquilizara para realizar su primer examen; le parecía que tenía que ser una desmelenada y vieja impostora, aunque no sabía por qué. De todos modos, esperaba ver a cualquier otra persona, excepto a aquella mujer joven y bonita. Otro camino cerrado, pensó entonces, lleno de desesperación. Otro, después de cientos de caminos cerrados con los que ya se había encontrado. Primero fue el «esperemos a que madure». Pero no lo hizo. Después llegó el «tenemos que reconciliarnos con la voluntad de Dios». Pero eso es algo que, en el fondo, no se desea. Después, le dieron las medicinas, tres veces al día, durante tres meses. Y no se consiguió ningún resultado. Más tarde vino la persecución, durante seis meses, de la Clínica de Guía Infantil, para terminar por descubrir que sólo se trataba de unas cartas con encabezamiento y de un médico que actuaba en circuito y que no tenía tiempo para nada. Después, tras cuatro terribles y llorosas semanas en busca de ayuda, vino la Escuela Estatal de Entrenamiento, para descubrir que tenía una lista de espera de ocho años. Más tarde, la escuela privada de custodia, para darse cuenta de que costaba cinco mil quinientos dólares al año… ¡Y sin tratamiento médico!…, ¿y de dónde se pueden sacar cinco mil quinientos dólares al año? Y, durante todo ese tiempo, la gente advirtiéndole constantemente, como si uno no lo supiera ya:

—¡Date prisa! ¡Haz algo! ¡Cógelo a tiempo! ¡Está en la fase crítica! ¡Cualquier demora será fatal!

Y, finalmente, aquella pequeña mujer de suave mirada. ¿Cómo podía ella hacer algo?

Ella le demostró rápidamente cómo. Interrogó incisivamente tanto a Harry como a Margaret; se volvió después hacia Tommy, comportándose como una loca en aquella misma sala, actuando como una picaruela, para terminar transformando su actitud loca en un juego. Al cabo de tres minutos, el niño estaba experimentando felizmente con un indestructible armario Victrola, y la señora Adler les estaba diciendo a los Vladek:

—No esperen una cura milagrosa. No existe ninguna. Pero se podrán alcanzar mejoras. Eso sí. Y creo que podemos ayudar a Tommy.

Quizás lo había conseguido, pensó Vladek con crudeza. Quizás estaba ayudando a todo el mundo en todo lo que podía.

Mientras tanto, la señora Adler había recibido rápida y agradablemente a los padres, sugiriéndoles que se quedaran a tomar café para conocerse entre sí, y presentando a la presidenta de la Asociación de Maestros y Padres de Familia, una tal señora Rose, alta, con el pelo prematuramente gris y aspecto de ejecutivo.

—Como ésta es la primera reunión del curso —dijo—, no hay acta anterior que leer. Así es que pasaremos a los informes del comité de trabajo. ¿Qué hay del problema del transporte, señor Baer?

El hombre que se levantó era viejo. Tenía más de sesenta años. Harry se preguntó qué se podría sentir al ver coronada la propia vida con un niño llegado a última hora y retrasado mental. Mostraba todos los signos externos del éxito: un traje de cuatrocientos dólares, un reloj de pulsera electrónico, un gran anillo de oro. Con un ligero acento germánico, dijo:

—Me entrevisté con el consejo escolar del distrito y no se mostraron muy dispuestos a cooperar. Mi abogado investigó la cuestión y el problema se puede reducir a una sola palabra. Lo que dice la ley es que el consejo escolar puede, y ésa es la palabra en cuestión, puede, reembolsar a los padres de los niños subnormales los gastos de transporte a escuelas privadas. Como comprenderán, no se trata de que tienen que, sino de que pueden…, o pueden no hacerlo. Me dijeron que no deseaban gastar el dinero. Tienen la impresión de que todos nosotros somos ricos.

Por la sala se extendieron unas ligeras sonrisas.

—Así pues, mi abogado acordó una entrevista y aparecimos ante el consejo en pleno y presentamos el caso… No nos importaba el reembolso de los gastos; lo único que buscábamos era un autobús, algo que pudiera aliviar un poco las molestias del transporte. La contestación fue negativa.

Se encogió de hombros y permaneció de pie, mirando a la señora Rose, que dijo:

—Gracias, señor Baer. ¿Tiene alguien alguna sugerencia que hacer?

—Hay que hacer presión sobre ellos —dijo con enojo una mujer—. Todos nosotros somos electores.

—Publicidad —dijo un hombre—, eso es lo que hay que hacer. El principio está perfectamente claro en la ley. Se supone que un niño por el que se pagan impuestos debe recibir el mismo servicio que otro cualquiera por el que también se pagan impuestos. Debemos escribir cartas a los periódicos.

—Esperen un momento —dijo el señor Baer—. Creo que las cartas no solucionarán nada, pero yo soy propietario de una empresa de relaciones públicas. Pediré a mis empleados que saquen un poco de tiempo de mis especialidades alimenticias para dedicárselo al problema de la escuela. Ellos pueden utilizar sus propios conocimientos técnicos; saben cómo hacerlo; son expertos.

Esta proposición fue discutida, secundada y aprobada, mientras Murray Logan murmuraba a Vladek:

—Lleva lo de la mayonesa Marijane Garlic. Tiene una hija de doce años en muy mala situación a la que la señora Adler ayudó en sus antiguas clases privadas. Él fue quien le compró a ella este edificio, junto con otros padres.

Harry Vladek estuvo pensando distraídamente en cómo se debía sentir un padre capaz de comprar todo un edificio para una escuela dedicada a ayudar a su hija. Mientras tanto, continuaron exponiéndose los informes del comité. Algo después, y ante el desmayo de Harry, la cuestión pasó al tema de la financiación y se votó una resolución por la que se creaba un fondo para veladas de teatro, al que cada pareja con un niño en la escuela tendría que aportar «por lo menos» la venta de cinco pares de entradas, a sesenta dólares el par. Vamos a aclarar esto inmediatamente, pensó, levantando la mano.

—Me llamo Harry Vladek —dijo cuando se le concedió la palabra—, y soy completamente nuevo aquí, tanto en la escuela como en el condado. Trabajo para una gran compañía de seguros y tuve la suerte suficiente como para que me trasladaran aquí, de modo que mi hijo pudiera acudir a esta escuela. Pero aún no conozco a nadie a quien poder vender esos vales por sesenta dólares el par. Es una gran suma de dinero para la clase de gente que yo frecuento.

—Es una gran suma de dinero para todos nosotros —dijo la señora Rose—. Sin embargo, creo que puede usted vender sus vales. Tenemos que hacerlo. No importa que lo intente con cien personas y noventa y cinco le digan que no, siempre y cuando cinco de ellas acepten.

Se volvió a sentar, calculando ya las posibilidades. Bueno, estaba el señor Crine en la oficina. Era un universitario e iba al teatro. Quizás pudiera hacer una rifa en el despacho para colocar otro par. O dos pares. Después, quedarían… por ejemplo el tratante en bienes raíces que les había vendido la casa, el abogado que habían utilizado para legalizar el trato…

Bueno. Se le había explicado que aunque los gastos escolares no eran decididamente nominales (de hecho se trataba de mil ochocientos dólares anuales), no cubrían el coste de cada niño. Alguien tenía que pagar al terapeuta de lenguaje, al terapeuta de baile, al psicólogo que trabajaba todo el tiempo en la escuela, al psiquiatra que trabajaba a horas, y a todos los demás. Y ese alguien también podía ser el señor Crine de la oficina. Y el abogado.

Media hora más tarde, la señora Rose miró a la agenda.

—Parece que eso es todo por esta noche —dijo—. El señor y la señora Perry nos han traído algunas pastas y todos sabemos lo bueno que está el café de la señora Howe. Está todo en el aula de principiantes y esperamos que todos ustedes se quedarán para conocerse entre sí. Se levanta la sesión.

Harry y los Logan se unieron al amable grupo que acudió al aula de principiantes, donde Tommy pasaba las mañanas.

—Ahí está la señorita Hackett —dijo Celia Logan.

Era la profesora de principiantes. Les vio y se acercó a ellos, sonriente. Harry sólo la había visto con una bata que parecía de lona, su blindaje contra la leche achocolatada, los dedos manchados de pintura y los repentinos chorros del rincón del «juego de agua» del aula. Sin llevar aquella bata puesta parecía una mujer elegante, de mediana edad, vestida con un traje de chaqueta verde.

—Estoy muy contenta de que se hayan encontrado ustedes —dijo—. Quería decirles que sus pequeños se entienden bastante bien. Están formando una especie de conspiración contra los demás de la clase. Vern les quita sus juguetes y se los entrega a Tommy.

—¿De veras? —casi gritó Logan.

—Sí, en serio. Creo que está empezando a relacionarse con los demás. Y, señor Vladek, Tommy deja de ponerse el dedo en la boca, a veces durante muchos minutos. Esta misma mañana lo ha hecho por lo menos media docena de veces, sin necesidad de que yo le dijera nada.

—Ya sabe —dijo Harry con excitación— que creía haberme dado cuenta de que estaba superándolo. Pero no podía estar seguro. ¿Está usted completamente segura de lo que me dice?

—Absolutamente —afirmó—. Y le engañé, consiguiendo que dibujara un rostro. Me dirigió esa mirada típicamente suya cuando los demás estaban dibujando; así es que empecé a retirarle el papel. El niño me lo cogió y dibujó en un momento una especie de rostro a lo Picasso. Quería haberlo guardado para mostrárselo a usted y a la señora Vladek, pero Tommy lo cogió y lo desgarró en la forma metódica en que suele hacer las cosas.

—Me gustaría haberlo visto —dijo Vladek.

—Habrá otros. Veo un futuro de verdaderos progresos en sus respectivos hijos —dijo, incluyendo a los Logan en su sonrisa—. Me ocupo por las tardes de un caso privado que resulta realmente difícil. Es un chico de nueve años, como Tommy. No es malo, excepto por una sola cosa. Cree que el pato Donald ha salido para buscarle y llevárselo. Durante dos años, sus padres se las arreglaron para pensar que el chico estaba tratando de embromarles, a pesar de que ya había roto tres televisores. Entonces, decidieron acudir a un psiquiatra y descubrieron la verdad. Perdónenme, quiero hablar con la señora Adler.

Logan sacudió la cabeza y dijo:

—Creo que podríamos estar, mucho peor, Vladek. ¡Vern entregándole algo a otro chico! ¿Qué le parece eso?

—Me agrada —dijo su esposa, con una sonrisa radiante.

—¿Ha oído lo que ha dicho sobre ese otro pobre chico? Cuando escucho algo así… Y después está esa chica de Baer. Siempre pienso que es mucho peor cuando se trata de una niña pequeña por aquello de que a uno le preocupa que alguien se aproveche de ellas. Pero nuestros chicos saldrán adelante, Vladek. Ya ha oído lo que ha dicho la señorita Hackett.

De repente, Harry se sintió impaciente por volver a casa, junto a su esposa.

—Creo que no me voy a quedar a tomar el café, ¿o esperan que uno se quede?

—No, no, márchese cuando guste.

—Tengo que conducir durante media hora —dijo, en tono de disculpa.

Atravesó junto a las puertas de roble dorado, bajó las feas escaleras de incendios y salió al aparcamiento lleno de grava. La verdadera razón de su marcha era que deseaba llegar a casa antes de que Margaret se fuera a dormir, para contarle lo que le habían dicho sobre que Tommy ya no se llevaba tanto el dedo a la boca. Sólo había transcurrido un mes y ya estaban empezando a pasar cosas, cosas realmente definidas. Y Tommy había dibujado un rostro. Y la señorita Hackett había dicho…

Se detuvo en medio del aparcamiento. Recordó entonces al doctor Nicholson y, además, ¿qué había dicho exactamente la señorita Hackett? ¿Algo sobre una vida normal? ¿No había dicho nada sobre una curación? «Verdaderos progresos», había dicho. Pero progresos, ¿hasta qué punto?

Encendió un cigarrillo, se volvió y regresó junto a los padres, dirigiéndose hacia la señora Adler.

—Señora Adler —pidió—, ¿puedo hablar un momento con usted?

Acudió inmediatamente junto a él, apartándose de los demás, de modo que nadie pudiera escucharles.

—¿Ha disfrutado de la reunión, señor Vladek?

—¡Oh, claro! Quería verla porque debo tomar una decisión. No sé qué hacer. No sé a quién acudir. Me ayudaría mucho saber… bueno, que usted me dijera cuáles son las posibilidades de Tommy.

Ella esperó un momento antes de responder.

—¿Está considerando la posibilidad de comprometerle, señor Vladek? —preguntó ella.

—No, no se trata exactamente de eso. Es que… bien, ¿qué puede decirme, señora Adler? Sé que un mes no es mucho. Pero ¿va a poder ser alguna vez como los demás?

Se dio cuenta de que ella ya había contestado aquella pregunta otras veces, y que no le gustaba hacerlo.

—Como los demás, señor Vladek —dijo, con paciencia—, incluye a algunas personas terribles que, técnicamente, no son subnormales. Nuestro objetivo no consiste en convertir a Tommy en alguien «como los demás». Se trata, simplemente, de ayudarle a convertirse en la mejor clase de persona que pueda llegar a ser.

—Sí, pero ¿qué va a suceder más tarde? Quiero decir, si Margaret y yo… Si… ¿si nos ocurriera algo?

—Simplemente —dijo la señora Adler, que estaba sufriendo—, no hay forma de saberlo, señor Vladek —y añadió amablemente—: Yo no abandonaría las esperanzas. Pero no le puedo decir que espere milagros.

Margaret no estaba dormida. Le estaba esperando en la pequeña sala de estar de la pequeña casa nueva.

—¿Cómo está? —preguntó Vladek, tal y como se habían preguntado el uno al otro durante los últimos siete años cada vez que uno de ellos regresaba a casa.

Ella parecía haber estado llorando, pero se encontraba bastante serena.

—No demasiado mal. Tuve que engañarle para que consintiera en marcharse a la cama. Sin embargo, se tomó bien la medicina glandular. Hasta chupó la cuchara.

—Eso es bueno —observó él.

Le contó después que había dibujado una cara, y la conspiración establecida con el pequeño Vern Logan, y el que hubiera dejado de chuparse el dedo en ocasiones. Pudo sentir lo bien que ella se sintió al escucharle, pero sólo le dijo:

—El doctor Nicholson ha vuelto a llamar.

—¡Le dije que no te molestara!

—No me ha molestado, Harry. Fue muy amable. Le prometí que tú le llamarías.

—Son las once, Margaret. Le llamaré mañana por la mañana.

—No, le dije que lo harías esta noche, sin tener en cuenta la hora. Está esperando y dijo que, para estar seguro, lo hicieras a cobro revertido.

—Desearía no haber contestado nunca la carta de ese hijo dé perra —estalló, para después añadir, pidiendo disculpas—: ¿Queda algo de café? No me quedé a tomarlo en la escuela.

Ella había puesto a hervir el agua en cuanto oyó el coche llegar al camino que había junto a la casa, y ahora el café instantáneo ya estaba en la taza. Lo sirvió y dijo:

—Tienes que hablar con él, Harry. Tiene que saberlo esta noche.

—¡Saberlo esta noche! ¡Saberlo esta noche! —dijo, excitado, haciendo gestos; se quemó los labios al tratar de beber el café caliente y dijo—: ¿Qué quieres que haga, Margaret? ¿Cómo puedo tomar una decisión como ésa? Hoy he cogido el teléfono y he llamado al psicólogo de la compañía, y cuando me ha contestado su secretaria he dicho que había marcado un número equivocado. No sabía qué decirle.

—No estoy tratando de presionarte, Harry. Pero tiene que saberlo.

Vladek dejó la taza y encendió su decimoquinto cigarrillo del día. El pequeño comedor (no era eso, era una especie de semialcoba de desayunar que surgía de la diminuta cocina, pero ellos lo llamaban comedor) estaba todo lleno de Tommy. La nueva pintura de la pared donde Tommy había pelado el papel de tazas y cucharas. El picaporte de la cocina, a prueba de los intentos de Tommy. El extraño asiento con orinal, que no correspondía con el resto de las sillas de la cocina, donde Tommy pegaba golpes metódicos con el mango de su cuchara.

—Sé muy bien lo qué me diría mi madre —dijo él—. Habla con el sacerdote. Quizás debiera hacerlo. Pero nunca hemos ido aquí a ningún servicio religioso.

Margaret se sentó y le cogió uno de sus cigarrillos. Era una mujer que aún seguía teniendo buen aspecto. No había engordado ni un kilo desde que naciera Tommy, y normalmente parecía sentirse cansada. Yendo directamente a la cuestión, pero hablando con precaución, dijo:

—Estuvimos de acuerdo, Harry. Me dijiste que hablarías con la señora Adler, y eso lo has hecho. Dijimos que si ella creía que Tommy no se pondría nunca bien, hablaríamos con el doctor Nicholson. Sé que es muy difícil para ti, y también sé que yo no te soy de gran ayuda. Pero no sé qué hacer, y tengo que dejarte la decisión a ti.

Harry miró a su esposa, con una mirada llena de amor y desesperanza y, en aquel mismo instante, sonó el teléfono. Era, desde luego, el doctor Nicholson.

—Aún no he tomado una decisión —dijo Harry Vladek inmediatamente—. Me está usted metiendo demasiada prisa, doctor Nicholson.

La voz distante sonaba serena y segura de sí misma.

—No, señor Vladek, no soy yo quien le está metiendo prisa. El corazón del otro chico se ha desmoronado hace una hora. Por eso son las prisas.

—¿Quiere decir que está muerto? —preguntó Vladek.

—Está ahora en el pulmón artificial, señor Vladek. Lo podemos mantener así por lo menos durante dieciocho horas, quizás durante veinticuatro. El cerebro está perfectamente bien. Estamos obteniendo ondas muy buenas en el osciloscopio. La concordancia de los tejidos con los de su hijo es satisfactoria. Mucho mejor que satisfactoria. A las seis quince de la mañana sale un vuelo del John F. Kennedy y he reservado billete para usted, su esposa y Tommy. Serán recogidos en el aeropuerto. Pueden estar aquí al mediodía; de ese modo, tendremos tiempo. Sólo el tiempo justo, señor Vladek. Ahora, todo depende de usted.

—¡No puedo decidir una cosa así! —gritó furiosamente Vladek—. ¿Es que no lo comprende? No sé cómo podría hacerlo.

—Le comprendo, señor Vladek —dijo la voz distante y, extrañamente, Vladek pensó que, en efecto, le comprendía—. Puedo hacerle una sugerencia. ¿Quiere venir aquí de todos modos? Creo que le sería de una gran ayuda al ver al otro chico, y puede hablar también con sus padres. Sienten que le deben algo, incluso por haber llegado hasta este punto, y quieren agradecérselo.

—¡Oh, no! —gritó Vladek.

—Todo lo que quieren es que su hijo pueda vivir —siguió diciendo el médico—. No esperan nada más que eso. Le dejarán al niño en custodia… su hijo, y el de ellos. Es un pequeño muy bueno, señor Vladek. Ocho años de edad. Lee maravillosamente. Construye modelos de aeroplanos. Le dejaron montar en su bicicleta porque es muy sensato y digno de confianza, y el accidente no fue por culpa suya. El camión se subió a la acera y le golpeó.

—Eso es como sobornarme —dijo Harry temblando, y añadió con dureza—: Eso es como decirme que puedo cambiar a Tommy por alguien más inteligente y atractivo.

—No quise decir eso, señor Vladek. Sólo quería hacerle saber la clase de chico al que puede usted salvar.

—¡Ni siquiera sabe usted si podrá salir bien la operación!

—No —admitió el médico—. No con absoluta certeza. Le puedo decir que hemos trasplantado animales, incluyendo primates, y cadáveres humanos, y un par de casos terminales; pero tiene usted toda la razón: nunca hemos hecho un trasplante en un cuerpo sano. Ya le he mostrado todas las estadísticas e informes, señor Vladek. Las repasamos todas junto con su propio médico cuando hablamos por primera vez de esa posibilidad, hace ahora ya cinco meses. Este es el primer caso que se nos presenta desde entonces, cuando hay tantas concordancias y existe una verdadera esperanza de éxito. Pero tiene usted toda la razón: aún no se ha probado nada. A menos que nos ayude usted a demostrarlo. Creo que todo funcionará bien. Pero nadie puede estar absolutamente seguro.

Margaret había dejado la cocina, pero Vladek sabía dónde estaba gracias al seco click que escuchó: en el dormitorio, escuchando la conversación por el teléfono supletorio. Finalmente, dijo:

—No se lo puedo decir ahora, doctor Nicholson. Le volveré a llamar dentro de…, dentro de media hora. No puedo hacer otra cosa por el momento.

—Eso está muy bien, señor Vladek. Estaré aquí mismo, a la espera de su llamada.

Harry se sentó y se bebió el resto del café. Tiene uno que ser un experto en una gran cantidad de cosas para ir saliendo adelante, pensó. ¿Qué sabía él sobre trasplantes de cerebro? En un cierto sentido, sabía mucho. Sabía que la cuestión quirúrgica se suponía que estaba muy avanzada, pero que el problema radicaba en el rechazo de los tejidos. Sin embargo, el doctor Nicholson pensaba que eran muy parecidos. Sabía que cada uno de los médicos con los que había hablado, y por ahora ya había hablado con siete, estaban de acuerdo en que, médicamente, existían grandes probabilidades y que cada uno de ellos había desviado cuidadosamente la conversación cuando se llegaba al punto de discutir si era correcto o no. Era él quien tenía que tomar la decisión, y no ellos, a veces sólo a través de sus silencios. Pero ¿quién era él para decidir una cosa así?

Margaret apareció en el umbral de la puerta.

—Harry, vayamos arriba a echarle un vistazo a Tommy.

—¿Acaso se supone que eso me va a facilitar el asesinar a mi hijo? —preguntó con dureza.

—Ya hemos hablado de eso, Harry —dijo ella—, y estuvimos los dos de acuerdo en que no era un asesinato. Sea lo que sea. Sólo creo que Tommy debería estar con nosotros cuando tomáramos la decisión, aun cuando él no sepa lo que estamos decidiendo.

Los dos se encontraban ahora al lado de la gran cuna en la que estaba su hijo, mirando, en la oscurecida luz, los largos y suaves cabellos que caían sobre las gordinflonas mejillas, y los labios apretados alrededor del dedo. Leer. Construir modelos de aeroplanos. Ir en bicicleta. Todo eso en contra de un rápido esbozo de rostro y el ruido ocasional de unos besos cariñosos y tempestuosos.

Vladek permaneció allí durante toda la media hora. Después, tal y como había prometido, se dirigió hacia la cocina, cogió el auricular del teléfono y comenzó a marcar un número.