El teléfono tenía ojos rosados y orejas de conejo. José Silvera volvió a cogerlo, marcando los números disimulados entre las barbas de vinillo. El videófono instalado en el estómago del teléfono-conejo se encendió una vez más y apareció el descomunal autómata conmutador-oso de felpa, que dijo:

—Ya has recibido tu ración diaria de cuento telefónico. Pequeño, por favor, no seas glotón. Cuelga en seguida, o me veré obligado a hablar de ti a Doc Wimby.

Silvera, un hombre corpulento, de anchos hombros, de treinta años recién cumplidos, dejó el teléfono-conejo sobre la mesa-calabaza.

—No soy un muchacho. Soy José Silvera, escritor independiente. Estoy aquí, en la Escuela de la Colina Mecánica de Doc Wimby, como redactor, para escribir una serie de libros educativos y de aventuras para niños. En este instante intentaba telefonear a Willa de Aragon en Ciudad Abandonada número 14. Willa Aragon es una encantadora e ingeniosa escritora a quien conocí recientemente en el planeta Murdstone. Ella desempeñaba aquí, en Jaspar, el empleo de escritora antes de mi llegada, Doc Wimby dice que abandonó el puesto de un modo brusco, para ir a residir a una comuna urbana a algunos cientos de kilómetros de este lugar. El número telefónico de su comuna es Rabuja 6-8091.

El oso mecánico, suspiró.

—Oh, pequeño travieso, está bien, telefonea. Pero sólo una vez. No vayas a decir a Doc Wimby que te consiento estas cosas: creerá que te estropeo.

La pantalla se oscureció, y una vez comenzó a recitar: «Cuento de hadas telefónico número 106, la prestigiosa Escuela de la Colina Mecánica de Doc Wimby, cursos del 1 al 6. Había una vez un rey y una reina a los que sólo les faltaba una cosa en el mundo para ser completamente felices. El rey era joven, apuesto y rico; la reina, de un natural tan bondadoso y gentil como…»

Silvera interrumpió la comunicación y, dejando el auricular en la oreja izquierda del teléfono-conejo, se levantó de la silla-cisne-bote en cuyo respaldo estaba sentado y dio una vuelta por la habitación. El sol de mediodía resplandecía fuera de las ventanas con forma de corazón, desde donde se divisaban altos árboles verdes y onduladas colinas más allá de la hilera de hermosas cabañas que circundaban los alrededores. Se paseó cerca de la rosada máquina de escribir audífona que Doc Wimby había puesto a su disposición, y se inclinó mirando la página inconclusa del capítulo en que trabajaba.

—ABC, ABC —decía la calmosa máquina de escribir rosada—. ¿No sería maravilloso, niños y niñas, aprender el abecedario? ¿Y cómo creéis que empieza? ABC, ABC. ¿Os sentís capaces de repetirlo?

Desconectó la máquina de escribir y se dirigió a la salida, cubierta con unas cortinas.

El teléfono-conejo sonó.

«Eso que suena es el teléfono, niños y niñas. Suena así, y cuando lo hace trae noticias y mensajes importantes. Teléfono. T-e-l-é-f-o-n-o.»

Silvera apartó el auricular de su sitio.

—¿Sí?

En la pantalla apareció un hombre de aspecto serio, bastante alto, con un traje blanco de una sola pieza. Usaba lentillas de color amarillo pálido y fumaba tabaco en una pipa de cerámica.

—Buenos días, José. ¿Ha desayunado?

—No —contestó Silvera—. ¿Cómo puedo hacer una llamada al exterior, Doc Wimby?

Wimby sonrió con seriedad.

—Bien, José, lamento enormemente que nos encontremos tan escasos de espacio y hayamos tenido que alojarle en una de las cabañas-dormitorio de los alumnos del primer curso. Pero lo pasará bien. Las llamamos «cabañas divertidas».

—Sí, lo sé —contestó Silvera—. Anoche pasé dos horas con una de sus computadoras-azafata. Conozco la historia de su escuela, sus objetivos y el número de alumnos. Conozco incluso los planos de todos los pisos, comprendidos los de la planta secreta.

Doc Wimby señaló:

—Aquí no hay nada semejante a una planta secreta, José. La computadora que se lo ha dicho bromeaba. ¿Qué máquina fue?

—No recuerdo —dijo Silvera—. ¿Qué hay de la llamada con el exterior?

—¡Diablos! Preferimos no alentar a nuestros alumnos del primer curso con llamadas afuera. De modo que todos los teléfonos están ajustados para evitarlo. Si su llamada es de suma importancia, puede subir al recinto de los maestros. Allí hay unos teléfonos estupendos y modernos.

—Quiero ponerme en contacto con la señorita Aragon —dijo Silvera—. Cuando mis agentes me proporcionaron este empleo, me dijeron que ella lo había ocupado antes y que de pronto lo dejó.

—Sí, y bastante bruscamente, por cierto. De acuerdo. Conoce a la joven, ¿no?

—Si, la conozco. Creo que se fue para unirse a una comuna.

—Así es. Precisamente al mediar el capítulo 6 de «Los gemelos mecánicos visitan una dinamo» —dijo Doc Wimby, sonriendo todavía con seriedad. En cuanto al propósito de mi llamada, José, quería comunicarle cuánto me satisface el trabajo que ha hecho en los dos días que lleva aquí. En tan poco tiempo ha terminado dos libros de la colección. Nuestra sección de publicaciones es una parte esencial de nuestra organización. Estoy muy contento de poder contar con alguien de su capacidad. Como sabe, pagábamos sólo 1.500 dólares a la señorita Aragon por cada libro de los gemelos mecánicos. Creo que realmente vale la pena pagar cada centavo de los 500 dólares que sus agentes pidieron más. Esas escenas en que describe la vertiginosa caída en el abismo son maravillosas y brillantes. Y además educativas, que es el objetivo de nuestro departamento en la editorial de la Escuela de la Colina Mecánica. Mostramos a los jóvenes lectores el modo en que funcionan las cosas, entreteniéndolos a la vez.

Silvera dijo:

—¿Y está usted seguro de que la señorita Aragon vive en Ciudad Abandonada número 14?

—Sí. Por lo menos eso es lo que sé —contestó el alto y serio propietario de la escuela—. ¡Ah! Una cosa más, José. En la medida en que su trabajo se lo permita, me agradaría que se diera una vuelta por el baile de esta noche.

—¿Baile?

—Sí; es sábado. Probablemente estuvo tan atareado luchando con la máquina de escribir que perdió toda noción del tiempo. Esta noche es nuestro gran baile de Graduación del tercer curso. También habrá adultos. Y nos divertiremos.

Silvera asintió.

—Si hoy termino Los gemelos mecánicos visitan una fábrica de hot-dogs, quiero comenzar Los gemelos mecánicos visitan un astillero.

—Otro libro, otros 2.000 dólares, ¿eh? —dijo Doc Wimby—. Debe hacer algún hueco en su horario para distraerse. Y que coma bien.

Doc Wimby desapareció de la pantalla del videófono.

Arriba y al lado del caballo-mecedora, un derrengado autómata esmaltado de blanco gritó:

—¿Ves, ves? Mira lo que te dice Doc Wimby, mal chico.

Silvera recogió su túnica y exclamó en voz alta:

—Subiré al recinto de los maestros.

—Presiona un servomecanismo en su cavidad matriz y podrás comerte un sabroso tazón de gachas de soja y tres graciosas barritas que saben a chocolate —le dijo un gordo camarero autómata—. Has revuelto todo mi interior con tu impetuosa impaciencia. A la mayoría de los niños, en el territorio de Rabuja, les gusta que se les meza sobre las rodillas y se les alimente con la cuchara. ¿Cuál es la ventaja de contar con padres que te mimen si uno no se concede algunos lujos? ¡Hum! Creo que hay gachas en mi reflector parabólico y está cayendo pseudomiel en mis resortes de tensión.

—Tómalo como una experiencia más.

Silvera salió de la cabaña.

La muchacha rubia, alta y desnuda, dijo:

—¡José Silvera! ¡Qué coincidencia! Hace pocos minutos un cura te denunciaba por la televisión.

—¿Ah, sí?

—A propósito, soy J. Joanna Hopter, por si has olvidado que nos presentaron el otro día durante tu rápido paseo por la escuela. Yo enseño del 1 al 10.

—¿A los niños de uno a diez años? —preguntó Silvera, de pie en el umbral de la cabaña de la joven.

La pequeña casa de madera se hallaba precisamente a la entrada del recinto de los maestros. Silvera se había detenido en la primera cabaña para preguntar por un teléfono que funcionara. De la cabaña salía vapor, que se arremolinaba en torno a la esbelta joven.

—No. Los números del 1 al 10. Dirijo los reconocimientos en vuestra guardería —se sumergió nuevamente en la espesa niebla—. Hago mucho uso de los títeres. Se ha demostrado que son muy eficaces para la enseñanza y comprensión de los números entre los niños de tres años que provienen de la clase media superior —deslizó un títere en cada mano y los sostuvo a la altura de su pecho—. Aquí están: éste es Uno el Conejo y éste Tres la Abeja.

Silvera señaló el vapor.

—Antes de preguntarte por lo que busco, ¿hay algo que funciona mal ahí dentro?

J. Joanna golpeó su bonita frente con Tres la Abeja.

—Se me olvidó decírtelo cuando llamaste a la puerta. Sí, iba a avisar a nuestra computadora de mantenimiento. Me temo que mi sauna se ha estropeado. ¿Sabes repararla?

—Probablemente —contestó Silvera—. ¿Funciona tu videófono y está en contacto con el exterior?

—Sí, ¿por qué? —la linda muchacha rubia desnuda entró en su cabaña—. Pasa, ¿quieres? Estaba sentada en la satina y de pronto comenzó a salir demasiado vapor. —Se friccionó el vientre húmedo con Uno el Conejo.

—¿Quieres ponerte alguna ropa mientras intento arreglar la sauna? —preguntó Silvera, yendo en pos de ella entre las nubes de vapor.

—Creo que no —respondió la señorita Hopter—. En realidad, es una buena oportunidad para practicar lo que aprendo en las clases de Cuerpo Sin Recelo, a las que asisto por las noches en Ciudad Capital. Allí está la sauna, al lado del anaquel de las casettes.

Grandes remolinos de vapor caliente salían por el estrecho conducto de entrada de color de bronce. Silvera se arrodilló, palpó la unidad de control. Estaba ardiendo.

—Pásame un par de esos títeres.

Cuando la joven lo hizo, Silvera los usó a manera de guantes, quitó la tapa y apretó los botones de control.

—Una simple sobrecarga que obstruye el cierre posterior —dijo, incorporándose y devolviendo los títeres.

—Has manchado de grasa a Nueve el Cerdito; pero te estoy muy agradecida.

Sonrió y cepilló su largo cabello con un títere de carey.

El vapor se fue haciendo cada vez menos denso.

—¿Dijiste que alguien me ha denunciado por televisión?

—Sí, el noticiario del mediodía mostró un trozo de película de ese cura guerrillero. Lo conoces, ¿verdad? el hermano Armour, de la Iglesia de la Luz Oculta.

—Sí, he visto un retrato suyo en el noticiario de ayer. Está escondido y el Cuerpo de Seguridad de Jaspar lo busca. El mes pasado arrojó un gato en la Casa del Parlamento en Ciudad Capital, como protesta contra la política del gobierno. ¿Como es que me conoce?

La linda rubia se encogió de hombros.

—Sólo mostraron algunos minutos de uno de sus sermones clandestinos. Ya sabes, en las semanas transcurridas desde que se escondió, va apareciendo de sopetón aquí y allí por todo el territorio de Rabuja. Cuenta con muy buenas conexiones para ser un fugitivo.

—¿Me denunció en el aspecto moral?

Silvera fue hasta la mesa de aluminio sobre la que estaba el videófono.

—Dijo que un montón de bribones filibusteros y aventureros políticos vienen a Rabuja a estafar y explotar al público. Todo apañado por nuestro gobierno, que se compone de oportunistas y timadores prestos al soborno.

—Y yo, ¿qué soy?

—Dijo que un notorio filibustero, mercenario y agitador llamado José Silvera estaba en nuestro planeta vendiendo su talento a los peores elementos y realizando actos de represión.

—¿Yo? —dijo Silvera—. Me pregunto cómo ha conseguido mi nombre ese cura.

—Tú no eres un pirata mercenario, ¿verdad?

—Soy un escritor independiente —dijo Silvera. En realidad estoy aquí para redactar, en el anonimato, algunos libros sobre los gemelos mecánicos. Luego me iré. ¿Qué dice de eso el hermano Armour?

—En cuanto a ti, nada más. Continuó denunciando a los AE. Es la organización de los Asesinos Extraoficiales, un terrorífico grupo de guardia política que el gobierno no puede, o no quiere, detener. Luego denunció a varios grandes magnates locales, hombres como Marco Hayfles, W. Robert Reisberson y Lorenzo Bellglass.

—¿Lorenzo Bellglass? —Silvera se levantó de un salto.

—¿Lo conoces?

—Lorenzo Bellglass me debe 4.000 dólares.

—¿Sí? ¿Por algún antiguo trabajo literario?

—Sí, por dos seriales. Un género aún popular en el planeta Tarragon —explicó Silvera, paseándose—. Bellglass es propietario de una editorial en Tarragon. Se denomina Revistas Baratas Inc. Publica «Detective Barato», y «Amor Barato». Hice cuatro seriales con un personaje central llamado «El Detective Enmascarado». Bellglass sólo me pagó dos.

—El tener un trabajo independiente, sin duda tiene su lado negativo. Estoy contenta de haber elegido la seguridad y el estímulo de la profesión docente.

—¿Por qué está Bellglass en Jaspar?

—Adquirió hace poco una gran casa de verano en las afueras de Ciudad Capital, una especie de mansión laberíntica llamada Moatsworth.

—Tendré que verlo antes de irme de este planeta, y cobrar mi dinero.

—¿Tú siempre cobras?

—Habitualmente sí —dijo Silvera—. Aunque a la larga.

La agradecida rubia, aún desnuda, sonrió.

—Me imagino que un joven tan fuerte y apuesto como tú tendrá pocos problemas.

Silvera devolvió la sonrisa.

—Bueno, ¿y el teléfono?

—Sí, adelante. Te debo por lo menos un favor.

Antes de marcar el número de la Comuna de Ciudad Abandonada, Silvera puso un pie sobre una otomana de hierro forjado.

—¿Llegaste a conocer a Willa de Aragon, cuando estuvo aquí?

—¿A quién?

—A Willa de Aragon. Parece ser que me precedió en este empleo de escritor fantasma.

—¡Oh, sí, ella! —exclamó J. Joanna—. Una chica frágil. No la conocí muy bien. Sólo estuvo aquí unas semanas. Se fue de pronto. ¿Era amiga tuya?

—Sí. Estoy tratando de comunicarme con ella.

La pantalla oval dejó ver a un joven enjuto con un mono a cuadros, sentado en el bordillo roto de la acera próxima a una desvencijada cabina telefónica.

Tenía un grueso catálogo abierto sobre sus rodillas, y tras él se elevaban polvorientos edificios de metal y vidrio. Un aparato monorraíl yacía, destrozado, en la acera de la izquierda.

—Comuna número 14, buenas tardes. ¿Puede usted distinguir la cabeza de la cola?

—¿Qué? —preguntó Silvera.

El muchacho mostró el catálogo.

—El nombre de esto es ¿De modo que va usted a fundar una Comuna?, con la apostilla Aquí está todo lo que usted necesita saber. Además lleva una guía profusamente ilustrada de la Vida Comunal rural y de Ciudad Abandonada. No comprendo los epígrafes de las profusas ilustraciones. Hace sólo seis días que resido aquí. Me encargaron del teléfono.

—Yo escribí un libro como ése, pero en otro planeta, donde las condiciones de subsistencia eran diferentes —dijo Silvera—. Quiero hablar con Willa de Aragon. Ella también es nueva en la Comuna.

—¿Con quién?

—Willa de Aragon.

—¿Es ése su verdadero nombre?

—Sí.

—Entonces no debe de ser el que usa aquí. Descríbamela.

—Es alta, morena, retozona, de piel intensamente bronceada y aspecto ligeramente febril.

El joven delgado dio una palmada a su catálogo, lo cerró y negó con la cabeza.

—No. Hubiera advertido a cualquier chica de esas características. En materia de mujeres, todo lo que tenemos por aquí es una mayoría de chicas gordas y una vieja con un tatuaje en el brazo derecho más arriba del codo. Pero seguro que no tenemos morenas febriles y retozonas.

—¿Está seguro?

—Bueno, soy nuevo; pero creo que las conozco a todas.

—Pregunte.

—Todo lo que puedo hacer es llamarla por el sistema público de localización que han instalado en las calles.

—Hágalo.

—Un segundo.

—Se puso de pie y, cuidadosamente, depositó el libro sobre la desnivelada acera y desapareció de la vista.

—Febril y retozana —dijo el títere de carey en la mano de J. Joanna—. Yo, yo.

Silvera echó una mirada a la chica desnuda.

—Eres la primera mujer ventrílocua que conozco.

El joven delgado retomó a la pantalla, diciendo:

—Nadie responde. Lo que supongo…

Su imagen fue difuminándose hasta desaparecer por completo.

Silvera pulsó nuevamente el número de la Comuna, pero sólo vio una masa negra. Lo intentó dos veces más, y dejó el teléfono.

—¡Tonto! —dijo la rubia—. Se cansaría y volvió a mudarse.

Silvera añadió:

—Creo que iré a Ciudad Capital y veré de llegar a Ciudad Abandonada número 14 en un tranvía aéreo.

—¿Inmediatamente?

Silvera la miró a la cara.

—Depende.

—Aquí serás bien acogido por todo el tiempo que desees. Quizá yo pueda consolarte, ¿sabes?

—Bueno; pero tendrás que deshacerte de esos títeres.

Silvera se encontraba a tres manzanas de la estación de tranvías aéreos de Ciudad Capital, cuando media docena de Asesinos Extraoficiales decidió cumplir su trabajo. Estaba atravesando una tupida alameda con bajos árboles ornamentales de mal gusto, cuando atacaron los vigilantes AE. A un lado de la alameda embaldosada de mosaicos había un café al aire libre montado en círculo alrededor de una pista artificial de patinaje preparada para todas las estaciones. Dos camareros con trajes negros se deslizaban por el hielo en el momento en que Silvera pasó cerca. Se movía también una pareja negra, y una delgada muchacha rubia se desencajaba dibujando figuras en forma de ocho. De la opaca bóveda que albergaba la cocina automática, salieron de repente seis hombres patinando. Vestían túnicas grises hasta los tobillos, con dos aberturas ovaladas para los ojos. Silvera se quedó mirando.

La joven se detuvo en medio de un ocho e insinuó el gesto de un grito que ahogó con su delgado puño apoyado en su boca prometedora. Los somnolientos parroquianos, diseminados en torno de mesas blancas, dejaron de comer. Algunos se pusieron de pie, otros se echaron atrás de sus asientos.

—¡Muerte a los débiles! —gritó el asesino jefe, y sacó de uno de sus bolsillos una pistola desintegradora.

De la mesa cercana a Silvera, un hombre obeso de ralo cabello rojo, que había comido solo, saltó de su silla gritando:

—¡Los AE, los AE!

Se lanzó debajo de su pequeña mesa, y quiso alcanzar un par de cortos patines para hielo.

—Puedo huir a través del hielo, huir de ellos. —Trataba de desenredar los cordones de sus patines—. ¡Maldición! ¡Qué momento más oportuno para que estas malditas cuerdas se hagan un lío!

Al advertir la presencia de Silvera añadió:

—Oiga, joven. Abrigo la certeza de estar a punto de ser víctima de un atentado criminal del ala derecha radical. Quiero escapar de ellos por el hielo. La cosa es que no puedo desenredar estos patines. Tendría que haber comido con ellos puestos. Pero me dije que era estúpido comer con los patines en los pies. ¿Puede echarme una mano…?

Dos lanzarrayos centellearon, y Silvera se escudó tras la baja pared de piedra que rodeaba aquel restaurante. Algo estalló en su cabeza, y el dolor le punzó en el lado izquierdo del cráneo durante un instante. Todavía hecho un ovillo en su refugio, oyó el frenar de cuchillas de patines en el hielo, y luego una ráfaga sobre el corto muro que lo cubría.

—¡Los AE han sido vengados! —gritó el jefe de los asesinos.

Silvera alzó la vista: un camarero y dos clientes se encontraban arrodillados junto a los restos del hombre pelirrojo. Silvera sacudió la cabeza, flexionó las rodillas y caminó. A los pocos metros, ya recobrado por completo del dolor en la cabeza, reparó en que los patines del hombre muerto estaban liados en el cinturón de su chaqueta. Y había algo en el interior de uno de los patines. Cautelosamente, Silvera lo extrajo. El objeto era una cartera de cuero La abrió por ver quién era el hombre. Antes de dar con el carnet de identidad, vio un trozo de papel color crema, doblado en forma de un cuadrado.

«Usted, Leroy Trinner está cordialmente invitado a un Cóctel Clandestino a beneficio de Verdaderas Causas Liberales», leyó Silvera. «A las seis horas de hoy, en Moatsworth. Su anfitrión es Lorenzo Bellglass. Su santo y seña de admisión individual es: “pan de ayer.” Destruya esta invitación una vez haya aprendido de memoria su santo y seña. No es necesario confirmación.» Silvera dobló la invitación de Leroy Trinner, y se acarició con ella el mentón. Decidió posponer su viaje a la Comuna de Ciudad Abandonada.

El mayordomo susurró:

—¿No es usted uno de los mexicanos?

De pie sobre el puente levadizo que daba a un costado de la casa, Silvera negó con la cabeza.

—«Pan de ayer» —dijo desde la mirilla, del tamaño de los ojos del mayordomo, en la vasta puerta de roble.

—«Pan de ayer» —repitió el mayordomo—. Espere a que compruebe en esta tonta lista.

La puerta chirrió al abrirse unos centímetros.

—¿Está usted absolutamente seguro de que no es uno de los mexicanos?

—Sí, lo estoy —dijo Silvera—. ¿A qué mexicanos se refiere?

—Se supone que forman parte de uno de nuestros grupos minoritarios caracterizados en la fiesta de recolección de fondos de hoy, señor —explicó el mayordomo, un hombrecito redondo y sonrosado—. El señor Bellglass los ha teletransportado desde Barnun. Son muy difíciles de hallar en nuestro sistema planetario. Creo que Barnun es, en realidad, el único planeta que posee mexicanos en cierta cantidad Mexicanos oprimidos, al menos. De nada sirve teletransportar ricos y acomodados mexicanos a una fiesta de recolección de fondos. De todos modos, ninguno de los nuestros se ha presentado. Tenían que venir seis de ellos con su marimba.

—¿Marimba?

—Una especie de instrumento musical. Es lo único que se me dijo, señor —dijo el sonrosado mayordomo, dejándose ver un poco más a medida que se iba abriendo la puerta—. El señor Bellglass piensa que no contribuye a animar una agradable fiesta doméstica el que el grupo oprimido se quede por ahí sin hacer nada. De modo que siempre especifica que deben hacer algo. Música, danza, oratoria, interpretaciones dramáticas. La semana pasada tuvimos leprosos acróbatas, absolutamente de primera clase. «Pan de ayer»; aquí está usted. Pase, señor Trinner.

Por dentro, la casa Moatsworth era todo rampas, galerías y plataformas. Las habitaciones colgaban a diversos niveles y tenían un variado número de paredes.

—¿Y dónde se encuentra nuestro anfitrión?

—Creo, señor, que hallará al señor Bellglass en el almacén de entretenimientos para fiestas, en la parte posterior de la casa —contestó el pequeño, redondo y sonrosado mayordomo—. Está eligiendo algo para divertir a los invitados antes del sermón.

—¿Sermón?

—Sí; estamos orgullosos de tener con nosotros al cura fantasma esta tarde.

—¿El hermano Armour? Pensé que había denunciado a Bellglass.

—Eso fue sólo un subterfugio, señor.

Silvera dejó al mayordomo y subió por una rampa con alfombras doradas. A las seis y media había ya alrededor de doscientos huéspedes, repartidos por los distintos niveles. En la primera habitación de tres paredes, Silvera pasó junto a tres graciosas muchachas que conversaban con un hombre delgado.

Una rubia, pellizcándose distraídamente el pecho izquierdo desnudo, preguntaba al hombre delgado:

—¿Y exactamente, cuánto tiempo ha sufrido usted hambre?

Silvera continuó subiendo y bajando por los múltiples niveles de la casa Moatsworth. De acá para allá, iban deliciosas muchachas y esbeltos jóvenes portando para la colecta cestas de mimbre nuevas y crujientes. Silvera dio a una muchacha de cabello rubio platino, con el pecho desnudo, diez dólares de Leroy Trinner. Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.

—Esto hace ya tres mil dólares en mi pequeña cesta, y la noche está empezando. Gracias, señor.

Una mujer jovial y cincuentona le detuvo al pie de la rampa que conducía al almacén de pasatiempos.

—¿Es usted mexicano?

—No.

—Es moreno y sensual. Diría que es usted el mexicano típico —dijo la jovial mujer—. Pero me parece que es usted por lo menos diez centímetros más alto. ¿Cuál es su historial étnico, de todos modos?

—Tengo una parte marimba.

Silvera trepó por la rampa azul hasta la entrada del almacén de entretenimientos, que tenía cuatro paredes. Empujó la puerta hacia un lado y percibió un aire agradable, cálido y sensual.

Lorenzo Bellglass era un hombre bajo, de sesenta y nueve años. Su piel, reseca por el sol, presentaba un color casi marrón; su cabello era blanco y largo y lo recogía en dos trenzas. Una joven rubia le acariciaba la espalda, mientras él se inclinaba hacia un armatoste embalado; la joven le decía al viejo:

—Te portas y actúas como un hombre de diez años más joven, Lorry.

—Me consideras demasiado viejo, Doretta. —El endeble editor continuaba revolviendo el gran paquete—. Aquí no hay más que tocadores de armónica en miniatura, y no es eso Lo que necesito esta noche.

—Lorry, ¿cómo pueden todos esos hombrecitos respirar ahí dentro, cuando cierras la tapa?

—Son endiabladamente autómatas, simpática.

Doretta advirtió la presencia de Silvera, y sus caricias a la espalda del viejo rey de los folletines editoriales se hicieron más lentas.

—Lorry, he aquí a un hombre moreno y bronceado. Alto y apuesto, en el más amplio sentido de la palabra.

—Ahórrate la espantosa descripción y dile que se vaya —dijo Bellglass sin volverse.

—Bellglass —replicó Silvera—, usted me debe 4.000 dólares.

—¡Silvera! —El viejo giró en redondo—. Sí, Doretta, éste es José Silvera, uno de nuestros más brillantes escritores jóvenes. Bien podría ser uno de los mayores escritores del sistema de planetas Barnun. De no ser… porque está excesivamente interesado por el lado económico de las cosas. No piensa lo suficiente en su aspecto estético.

—Yo no he escrito cuatro novelas del Detective Enmascarado por razones estéticas. Quiero esos 4.000 dólares.

—Imposible —dijo Bellglass—. Lo que usted debe hacer, Silvera, es ir a nuestra oficina de contabilidad. Usted sabe dónde está, ¿no? Piso dieciocho del Edificio Barato, en el planeta Tarragon. Véalos, y estoy seguro de que ellos lo arreglarán todo. Sé que se le envió un talón hace mucho, mucho tiempo.

—4.000 dólares ahora.

Algo, detrás de Silvera, chocó con un pianista de hojalata.

—Pan de ayer —dijo una voz áspera. La punta de una pistola se hundió en la espalda de Silvera—. ¡Por el Gran Arcano!, usted es un impostor. Hace menos de una hora oí que el pobre Trinner había sido derribado por los AE, a plena luz del día.

—Sobre el hielo. —Silvera se volvió. El hombre de la pistola de plata era tan alto como él. Más delgado, sonriente, con una túnica azul oscura y con leotardos—. Usted debe de ser el hermano Armour.

—Alabado sea Gruagach —dijo el cura fantasma—. Y usted es el pirata José Silvera.

—Tendré que leer uno de sus libros, señor Silvera —dijo la rubia Doretta—. Parece que todos han oído hablar de usted menos yo.

—Cierra la boca, cerebro de pulga —dijo el viejo Bellglass—. ¿Sospecha usted que Silvera está aquí como agente de los AE, hermano Armour?

—¿Qué otra cosa puedo pensar? ¡Por Horbehutet! Trabaja para Doc Wimby. ¿No me dijo esa dulce Willa Aragon, en la misa que a escondidas celebré el mes pasado, que casi tenía pruebas fehacientes del pacto de Doc Wimby con los Asesinos Extraoficiales?

—Espere —sugirió Silvera.

Se hizo a un lado, distanciándose un poco más de la pistola del cura fantasma. Este movimiento lo situó de espaldas a una orquesta sinfónica de autómatas, todos los músicos vestidos de negro, que alineados en filas muy apretadas sostenían sus instrumentos. Luego añadió:

—¿Conoce a Willa?

—Claro que la conozco. ¡Por Cupnehhat! —dijo el hermano Armour. Apoyó un codo en una máquina de vistas, pero siempre apuntando con la pistola a Silvera—. Supongo que, dado que cogió su empleo tan rápidamente, usted debe de estar de acuerdo con Doc Wimby y sus cohortes conservadoras.

—¿Por eso me denunció usted en la televisión?

—¿Lo ha visto?

—No, pero me lo dijeron.

—Me pregunto cómo lo vio usted. Alguno de mis feligreses me han dicho que se me veía extremadamente verde la cara —dijo el hermano Armour—. Comprenderá que siendo un cura guerrillero no tengo tiempo de maquillarme mucho para salir ante las cámaras.

—Mi informante no hizo mención a su color verde. Mire, Willa y yo trabajamos ahora con los mismos agentes literarios, por eso ocupé yo este empleo cuando ella lo dejó. He tratado de dar con Willa. Me dirigía a Ciudad Abandonada número 14 cuando fui forzado a desviarme.

—No la encontrará allí, por Zabulón.

—Eso es la dirección que Doc Wimby tiene —dijo Silvera, dando otro paso atrás—. Y es la que ella envió a mis agentes.

El hermano Armour sacudió la cabeza.

—Hice un servicio de bendición en Ciudad Abandonada número 14 no hace ni tres días. Willa de Aragon no estaba allí —dijo—. Es más, Silvera: nunca estuvo allí.

Silvera, frunciendo el ceño, preguntó:

—Entonces, ¿dónde está?

—Usted debe de saber eso —replicó el hermano Armour—. Porque intuyo que usted debe de estar en conexión con Doc Wimby.

Silvera dijo:

—Usted supone que Willa, cuando trabajaba en la escuela, halló información que compromete a Wimby con los AE.

—Por supuesto, y no abrigo ningún género de duda —replicó el cura fantasma—, ya que ella así me lo dijo. Confió en mí porque se percataba de que nuestro gobierno territorial haría muy poco por identificar a los AE.

—Usted sospecha que Willa nunca fue a vivir a una comuna.

—Exactamente, nunca.

—Entonces, o Doc Wimby se deshizo de ella, o la retiene oculta en alguna parte.

—Los AE nunca matan a mujeres —dijo el hermano Armour—. Son viles carniceros, pero tienen su código. No, creo que él tiene prisionera a la pobre; chica.

—¿Dónde?

—Lo más probable es que sea en la Escuela de Doc Wimby.

—En la planta secreta —dijo Silvera.

—¿Qué?

—Hay una planta secreta en la escuela —explicó Silvera—. Una vieja computadora con la que trabé amistad me habló de ella y me mostró algunos planos mientras yo investigaba para escribir un libra. Doc Wimby me dijo que la máquina estaba equivocada.

La pistola bajó un poco.

—No sé si creerle. Quizá usted no sea un repugnante espía y un secuaz de los vigilantes.

—Mientras usted se debate con sus pensamientos —agregó Silvera—, yo regresaré a la escuela y veré si puedo dar con Willa, o, al menos, si puedo seguir su rastro.

—Mejor será que se quede aquí hasta que extendamos nuestras antenas y verifiquemos su historial.

—Eso pondría a prueba mi paciencia —dijo Silvera.

La pistola apuntaba ahora directamente a él otra vez.

—Debo exigirle, por Zabulón, que permanezca aquí.

Silvera se agachó súbitamente y al hacerlo dio un golpe al autómata cimbalista que se hallaba exactamente detrás de él, el cual se tambaleó y cayó con gran estrépito cerca del hermano Armour. Silvera se irguió con rapidez, aferró al primer violín y lo lanzó como un ariete sobre el viejo Bellglass. Luego derribó al arpista y su arpa, a dos cellistas y a un barbudo tocador de oboe. De un salto salvó limpiamente a los vacilantes autómatas, cogió la pistola de plata de la mano del cura y corrió hacia la puerta.

Fuera ya del almacén, Silvera descendió por una rampa y buscó una salida trasera. En un gran patio en pendiente, se topó de nuevo con la joven rubia platino de la colecta.

—Me faltan sólo cinco dólares para los cuatro mil —sonrió.

Silvera amainó la velocidad de sus pasos.

—¿4.000 dólares?

—En este momento cuenta con 3.985 dólares. ¿Me ayudaría?

—¿Por qué no? —tomó la crujiente cesta y se metió todo el dinero en la chaqueta—. El señor Bellglass se alegrará de darle un talón por un total de 4.000 dólares. Dígale que Silvera dijo que está bien.

—¿Está usted seguro…? —preguntó la joven.

Silvera se fue tan apresuradamente, que no oyó más.

J. Joanna Hopter iba vestida completamente de blanco. Silvera bailó con ella por todo el salón. Docenas de chicos de ocho y nueve años bailaban también con oscuros trajes de noche y prendas de baile blancas. Un número igual de padres y maestros, ataviados de manera similar, mariposeaban de un lado a otro. La música rítmica estaba de moda en Jaspat, y se había contratado una banda de veinticuatro ejecutantes para el baile del Tercer Curso. Los integrantes de la orquesta, con excepción del calvo primer saxofonista, se cubrían con disfraces de conejo blanco. El director estaba disfrazado de pato.

Cuando terminó la interpretación musical, el director anunció:

—Es para vuestro viejo maestro un verdadero placer, chicos y chicas, presentaros al fundador de esta estupenda escuela. Aquí está, permítame estrecharle la mano, Doc Wimby.

Una vez iniciados los aplausos, Doc Wimby subió alegremente al escenario giratorio de la banda. Wimby vestía su habitual traje blanco, pero se había puesto una nariz de goma roja y un horrible peluquín amarillo limón.

—Antes de empezar la presentación de algunos de los premios escolares logrados, permítanme una pequeña atracción especial —anticipó el serio-sonriente Wimby—. Porque, así como sé que alumnos y padres ansían conocer quién obtuvo el primer puesto en Conducta, en Memoria o en Cinestesia, sé también que a todos nos divertirá el atrayente juego del morro-rodador —y exhibió un huevo azul.

Silvera se excusó con la bella J. Joanna y rodeó el salón en penumbra. Rápidamente salió fuera y desembocó en un oscuro corredor que conducía a la parte baja. Cerca del primer recodo ya caminaba entre sombras.

—¿Hacia qué porquería subes, vals paralítico?

El que así hablaba era un niño de ojos llorosos, con un desordenado traje de noche, que se hallaba tendido exactamente a sus espaldas sobre el regular embaldosado.

—¿Estás lastimado?

—No; es que esa porquería de John Barleiscorn me ha mareado —respondió el pequeño—. Yo andaba buscando nuevas emociones para salir de mi habitual aburrimiento, y me animé a tomar algo más de una copa en el cuarto de los muchachos.

—Te ayudaré a levantarte.

—No me toque, puerco forastero. Voy a dormirla fuera de aquí.

—De acuerdo.

—¿Aún no han entregado los premios?

—No.

—Estoy listo para recibir una matrícula de honor en Empatía —dijo el pequeño—. ¡Qué porquería de aburrimiento!

—¿Por qué tanto «porquería»?

—Soy demasiado joven para soltar tacos.

Silvera siguió andando.

En un sótano repleto de computadoras, se dirigió sin vacilar hacia una del fondo del salón. Era una gran máquina pasada de moda, abollada y con olor a polvo.

—Buenas tardes, Pop —dijo Silvera, conectando la máquina.

—Hola, José —respondió la vieja computadora—. Me alegra verte nuevamente. En estos días casi todos olvidan a la vieja Pop. Oh, pero supongo que te dije que la última vez fuiste frío conmigo.

—Me gustaría saber más acerca de esa planta secreta.

—Ya. Sé todo lo concerniente al lugar. Yo lo recuerdo, pero tú no: se te ha olvidado. ¿Qué es la vejez, sino recuerdo?

—¿Cómo puedo llegar a la planta secreta?

—Toma por el corredor 18 al salir de aquí. Sigue, descendiendo en línea recta, hasta el pasadizo 46. Allí encontrarás la parte que requiere ingenio. Cuando llegues al repentino final del 46, continúa andando por el refrigerador de agua que mana de la montaña de tu izquierda. Izquierda, no derecha. Tira del segundo botón cuatro veces a la izquierda, seis a la derecha, cinco a la izquierda. Luego rocía el botón de agua, y se abrirá un panel en la pared. Baja la rampa en espiral y estarás en la planta secreta. Fue construida hace veinte años durante una amenaza de guerra. Si necesitas salir de prisa de allí, hay otra puerta falsa en el pasadizo 22 de la planta secreta. Procede del mismo modo que con el refrigerador de agua —añadió la vieja computadora—. Sabes, José, una corazonada me dice que algo sospechoso ocurre allá abajo. Hombres encapuchados. Incluso tienen a una chica encerrada en una salita.

—¿Una chica? ¿Sabes dónde está?

—Claro que sí, José. La tienen en una habitación en cuya puerta pone «Objetos de escritorio y suministros».

—Gracias.

—¿Te marchas? Bien, pero vuelve. No olvides a la vieja Pop.

Silvera partió; cumplió las instrucciones de la computadora, y se encontró en un nivel suplementario bajo el piso. Los pasadizos con paredes de metal estaban débilmente iluminados a ambos lados con luz amarilla. Mientras procuraba localizar «Objetos de escritorio y suministros», dos hombres encapuchados le cortaron el paso.

—¿Quién va? —dijo el primer vigilante, rebuscando con la mano en un bolsillo de la túnica.

—No hay tiempo para eso —dijo Silvera—. Han descubierto a ese maldito hermano Armour.

—¿Armour?

—Sí. Está arriba, en el baile, disfrazado de conejo.

—¡Hijo del diablo! —dijo el segundo vigilante AE—. Pero ¿quién es usted?

—Un nuevo recluta.

—¿Por qué no va usted encapuchado?

—No había mi talla.

El primer hombre dijo:

—Deja de charlar, Virgil, y vamos arriba.

Empuñó su pistola y salió corriendo.

Silvera cogió a Virgil por el brazo.

—Espere. Doc Wimby quiere a la chica, Willa de Aragon. Debo conducirla por el pasadizo de atrás en seguida.

—Aquí está la llave, recluta. Hágalo —dijo el encapuchado Virgil—. Debo apresurarme para alcanzar a mi compañero.

—De acuerdo.

—¡Muerte a los débiles!

—Sí, claro.

Una vez solo, Silvera echó a correr. Halló la puerta indicada en menos de cinco minutos. La abrió, y allí estaba Willa, sentada sobre una gran caja de papel carbón.

—Vámonos.

—José —dijo la morena y ágil joven—, ¿dónde has estado desde que nos vimos en Murdstone el año pasado?

Silvera la levantó y echaron a correr por el pasillo.

Mientras iban en busca de la salida secreta que le había señalado Pop, Silvera dijo a Willa dónde había estado.

Franquearon la puerta de salida y treparon por una rampa con subidas y bajadas en forma de cordillera. Esta los condujo a los bosques de la pendiente, medio kilómetro más arriba de la escuela.

—¿Cómo supiste dónde estaba y la manera de salir de allí? —preguntó Willa, jadeante.

—Principalmente, haciendo amistad con una computadora.

Willa suspiró y se recostó contra un roble. Le sonrió.

—Lamento que esta vez no cobres tus honorarios. Ni yo tampoco.

Silvera introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y, sacando dos talones bancarios, dijo a la joven:

—Aquí están los 6.000 dólares que Doc Wimby te debe, y los 4.000 dólares que me debe a mí. Tenemos que llegar al Banco nocturno de Ciudad Capital y cobrarlos en seguida, Willa.

—¿Cómo los has conseguido, José? —preguntó Willa, tomándole la mano.

—Mientras hacía pesquisas sobre «cómo funcionan las cosas», también trabé amistad con el autómata que extiende los talones.