Las clínicas estaban preparadas y por la mañana había empezado la Operación Kelly.
¡Qué extraño era que la llamasen «Kelly»!
Se sentó en la vieja mecedora, en el porche destartalado, y lo dijo otra vez, dejándolo deslizarse por la lengua, pero su sabor no era ya tan punzante y tan dulce como lo había sido una vez, cuando aquel gran médico de Londres se había levantado en las Naciones Unidas para decir que no podía llamarse más que Kelly.
Sin embargo, pensándolo bien, en todo aquello había una gran parte de casualidad. No tenía por qué haber sido necesariamente Kelly. Podía haber sido cualquiera con un D. M.[1] escrito después de su nombre. Podía haber sido Cohen, o Johnson, o Radzonovich, o cualquier otro… cualquier otro de los muchos médicos que había en el mundo.
Se balanceó suavemente en la rechinante mecedora, mientras las tablas del porche demostraban, con sus gruñidos, estar de acuerdo. En la creciente oscuridad se oían también los ruidos de los niños que prolongaban cuanto podían sus juegos, antes de que llegara el momento de entrar en casa y, poco después, de meterse en la cama.
Flotaba un perfume de lilas en el aire frío, y en un rincón del jardín podía ver vagamente el fulgor blanco de una corona nupcial, la misma que Martha Anderson les había dado a Janet y a él hacía tantos años, cuando vinieron a vivir a aquella casa.
Se acercaba un vecino por el sendero. No pudo distinguir quién era, en la oscuridad cada vez más densa del crepúsculo. El hombre lo llamó.
—Buenas noches, Doc —dijo.
—Buenas noches, Hiram —dijo el viejo doctor Kelly, sabiendo de quién se trataba por el sonido de su voz.
El vecino siguió su camino.
El viejo doctor siguió balanceándose suavemente, con las manos cruzadas sobre su abultado estómago. De la cocina le llegaban los ruidos de los cacharros, que Janet fregaba después de la cena. En pocos minutos vendría a sentarse junto a él, y hablarían tranquilamente y en voz baja, como convenía a un viejo matrimonio muy enamorado.
Aunque, a decir verdad, él no debería estar en el porche. La revista médica estaba sobre la mesa de su estudio y él debería estar leyéndola. No había últimamente muchas cosas sobre las que debiera ponerse al día, o quizá era que, tal como empezaban a ir las cosas, no tenía importancia estar al día o no.
Desde luego, siempre harían falta médicos. Siempre habría idiotas que tuvieran accidentes con sus coches o que pelearan a tiros o que se clavaran anzuelos en las manos o que se cayeran de los árboles. Y siempre estarían los niños.
Se balanceó hacia atrás y hacia adelante, y pensó en todos los niños y cómo algunos de ellos habían crecido, convirtiéndose en hombres y mujeres y teniendo niños a su vez. Y pensó en Martha Anderson, la mejor amiga de Janet, y en Con Gilbert, el más grande bribón que jamás pisó la tierra y un desastre con el dinero, y rió aviesamente al recordar todo el dinero que le debía Con Gilbert, que no había pagado una factura en toda su vida.
Pero las cosas eran así. Había quien pagaba y quien nunca lo hacía, y por eso Janet y él vivían en aquella vieja casa, y él conducía un modelo de hacía cinco años, y Janet llevaba a la iglesia el mismo vestido todo el invierno.
Aunque, bien pensado, no importaba. La paga importante no era en dinero.
Había los que pagaban y los que no pagaban. Y había los que vivían y aquellos que se morían, sin importar lo que uno hiciera. Había esperanza para algunos, y otros a los que la esperanza no llegaba. Y había algunos a los que podías decírselo y otros a los que no.
Pero ahora era diferente.
Y todo había empezado allí mismo, en la pequeña ciudad de Millville, poco más de un año antes.
Sentado en la oscuridad, y acompañado del perfume de las lilas, del resplandor blanco de la corona nupcial y del ruido sordo de los niños que se aferraban a sus últimos minutos de juego, lo recordó.
Eran casi las 8,30. Pudo oír la voz de Martha Anderson hablando con la señorita Lane; y ella, él lo sabía, había sido la última.
Se quitó la chaqueta blanca y la dobló, abstraído, agotado, dejándola luego sobre la camilla de reconocimientos.
Janet lo estaría esperando para cenar, aunque no diría nada. Janet nunca decía nada. En todos aquellos años nunca le había dicho una sola palabra de reproche, aunque a veces él percibía la desaprobación de Janet por su carácter calmoso, por su benevolencia con enfermos que luego ni siquiera le daban las gracias y mucho menos pagaban las facturas. Su desaprobación, también, por las horas dedicadas al trabajo, por la rapidez con que salía por las noches, cuando hubiera podido hacer esperar al paciente hasta la mañana, cuando hacía su ronda de visitas.
Ella estaría esperándole para cenar, y sabría que Martha había ido a visitarle y le preguntaría cómo estaba. Y ¿qué debía contestarle?
Oyó salir a Martha y también el repiqueteo de los tacones de la señorita Lane en el despacho. Fue lentamente hasta el lavamanos y abrió el grifo, después cogió el jabón.
Oyó abrirse la puerta, pero no volvió la cabeza.
—Doctor —dijo la señorita Lane—, Martha cree que está bien. Dice que usted la está ayudando. ¿Cree usted…?
—¿Qué haría usted? —preguntó él.
—No lo sé —dijo ella.
—¿Operaría sabiendo que no hay esperanza? ¿La enviaría a un especialista sabiendo que no puede ayudarla, sabiendo que no puede pagarlo y que se preocuparía por ello? ¿Le diría que le quedan, quizá, seis meses de vida, para despojarla de ese poco de esperanza y de felicidad que aún conserva?
—Lo siento, doctor.
—No tiene por qué. Me he enfrentado a esto muchas veces. Ningún caso es igual a otro. Cada uno requiere una decisión distinta. Ha sido un día largo y duro…
—Doctor, hay otro ahí fuera.
—¿Otro paciente?
—Un hombre. Acaba de entrar. Su nombre es Harry Herman.
—¿Herman? No conozco a ningún Herman.
—Es un forastero —dijo la señorita Lane—. Quizá acabe de llegar a la ciudad.
—Si fuera así —dijo el doctor— yo lo sabría. Lo oigo todo.
—Quizá esté de paso. Quizá se haya puesto enfermo mientras conducía.
—Bien, mándemelo —dijo el doctor cogiendo una toalla—. Veremos qué le pasa.
La enfermera se dirigió a la puerta.
—Señorita Lane.
—¿Sí?
—Puede usted marcharse a casa. No hay necesidad de que se quede. Ha sido un día muy duro.
Un día duro, pensó. Una fractura, una quemadura, un corte, una hidropesía, una menopausia, un embarazo, dos pélvicos, un sinfín de catarros, un régimen alimenticio, dos denticiones, un pulmón sospechoso, una probable piedra en la vesícula, una cirrosis hepática y Martha Anderson. Y ahora, para terminar, aquel hombre que se llamaba Harry Herman, nombre que nunca había oído antes y que, pensándolo bien, era bastante curioso.
Y el hombre también era curioso, tan alto y delgado, con las orejas pegadas al cráneo y los labios tan finos que no parecían labios.
—¿Doctor? —preguntó, de pie en el umbral.
—Sí —repuso éste, poniéndose otra vez la chaqueta—. Vamos, pase. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No estoy enfermo —dijo el hombre.
—¿Que no está enfermo?
—Pero quisiera hablar con usted. ¿Tiene usted tiempo?
—Sí, naturalmente —repuso el doctor, sabiendo que no tenía tiempo e irritado por aquella intrusión—. Pase y siéntese.
Intentó reconocer el acento, pero no pudo. Centro-europeo, quizá.
—Técnico profesional —dijo el hombre.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el doctor, empezando a intrigarse.
—Le hablaré técnicamente. Le hablaré como profesional.
—¿Es usted médico?
—No exactamente —repuso el hombre—. Aunque usted pueda pensarlo. Lo primero que debo decirle es que soy extranjero.
—Un extranjero —repitió el doctor—. Tenemos muchos por aquí. La mayoría refugiados.
—No es esa lo que quiero decir. No esa clase de extranjero, sino de otro planeta, de otra estrella.
—Pero usted dijo que su nombre era Herman…
—Cuando estés en Roma —replicó el hombre—, haz como lo romanos.
—Ah… —dijo el doctor, y luego—: ¡Cielos! ¿Quiere decir eso…? Por extranjero, usted entiende…
El otro hombre asintió con expresión feliz.
—De otro planeta. De otra estrella. A muchos años-luz.
—Estoy confundido —dijo el doctor.
Permanecía en pie, mirando al extranjero, y éste le sonreía, un poco indeciso.
—Quizá usted piense —dijo el extranjero— que tengo un aspecto muy humano.
—Eso es exactamente lo que estaba pensando.
—Entonces querría examinarme. Usted conoce el cuerpo humano.
—Tal vez quisiera —repuso el doctor, sin que la idea le gustara en absoluto, con una sonrisa forzada—. Pero el cuerpo humano puede tener a veces una apariencia rara.
—Pero no una apariencia como ésta —dijo el extranjero, mostrándole las manos.
—No —admitió el doctor, atónito—. Es verdad.
Porque la mano consistía tan solo en dos pulgares y un dedo, como si una garra de pájaro hubiera querido convertirse en mano.
—Ni como ésta —añadió el hombre, poniéndose en pie y bajándose los pantalones.
—Tampoco —dijo el médico, más sorprendido que nunca en sus muchos años de práctica.
—Entonces —dijo el hombre, subiéndose los pantalones—. Creo que está usted convencido.
Y volvió a sentarse, cruzando calmosamente las piernas.
—Si quiere decir que lo acepto como un extranjero —dijo el doctor—, supongo que sí. Aunque no es nada fácil.
—Imagino que no. Imagino que será una gran impresión.
El médico se pasó una mano por la frente.
—Una impresión, sí. Pero hay otras cosas que…
—Se refiere al lenguaje, ¿no? —dijo el extranjero—. Y a mi conocimiento de sus costumbres.
—Entre otras cosas, sí, naturalmente.
—Les hemos estudiado. Hemos empleado algún tiempo en ustedes. En todos ustedes, quiero decir…
—Pero usted habla tan bien… como un extranjero bien educado.
—Eso es exactamente lo que soy.
—Claro, claro que lo es —admitió el doctor—. No había pensado en ello.
—No soy ningún orador. Sé muchas palabras, pero las uso incorrectamente, y mi vocabulario se reduce al necesario para una conversación corriente. No me defiendo bien en los asuntos muy técnicos.
El médico fue detrás de su mesa y se sentó. Estaba bastante desconcertado.
—Muy bien —dijo—. Oigamos el resto. Acepto que es usted un extraterrestre. Ahora respóndame a esto: ¿qué hace usted aquí?
Y se asombró de enfrentarse con la situación con tanta calma. Poco después —lo sabía—, cuando tuviera tiempo de pensarlo bien, entonces se llevaría un susto.
—Usted es médico —dijo el extraterrestre—. Usted es un curador de su raza.
—Sí —contestó el doctor—, soy uno de ellos.
—Ustedes trabajan duramente para arreglar lo que está mal. Reparan las indisposiciones de la carne. Retardan la muerte…
—Lo intentamos. Algunas veces no tenemos éxito.
—Ustedes tienen muchas dolencias: el cáncer, los fallos cardíacos, los catarros y muchas otras cosas… no encuentro la palabra.
—Enfermedades.
—Enfermedad. Eso es. Usted sabrá perdonar mis deficiencias al hablar.
—Dejemos a un lado los formulismos —sugirió el médico—. Vayamos a lo que interesa.
—No está bien —dijo el extraterrestre— tener todas esas enfermedades. No resulta agradable. Al contrario, es algo terrible.
—Tenemos menos de las que teníamos hace un tiempo. Hemos eliminado algunas.
—Y por supuesto —dijo el extranjero—, usted se gana la vida con ellas.
—¿Qué es lo que está usted diciendo? —gritó el médico.
—Me disculpará si a veces me equivoco. Un sistema económico es algo difícil de meter en la cabeza.
—Sé lo que quiere decir —gruñó el médico—, pero déjeme decirle, señor…
Pero ¿de qué serviría?, pensó. Aquel ser pensaba lo que muchos humanos.
—Debo señalarle —dijo empezando de nuevo— que la profesión médica es una lucha durísima para vencer esas enfermedades de las que usted habla. Estamos haciendo cuanto podemos para destruir nuestro oficio.
—Eso está bien. Es justamente lo que yo pensaba, pero no encuadraba muy bien con el sentido de los negocios de su mundo. Debo suponer, entonces, que usted no sería contrario a ver destruidas las enfermedades.
—Escuche —dijo por fin el médico, que había tenido ya bastante de todo aquello—, no sé adónde quiere llegar, pero yo tengo hambre y estoy cansado, y si usted pretende estar ahí sentado, elaborando filosofías…
—Filosofías —repitió el extraterrestre—. Oh, no. No son filosofías. Soy práctico. Vengo a ofrecerle la abolición de las enfermedades.
Permanecieron en silencio unos momentos; luego el doctor se revolvió en su asiento con gesto de protesta y dijo:
—Quizá esté equivocado, pero me parece haberle oído decir que…
—Tengo un método, un desarrollo, un hallazgo —no encuentro la palabra— que destruirá todas las enfermedades.
—Una vacuna —dijo el doctor.
—Esa es la palabra. Sin embargo, es diferente de la vacuna en que usted piensa.
—¿Para el cáncer?
El extraterrestre asintió:
—Cáncer y catarros comunes y todo lo demás. Cualquier cosa.
—¿Para el corazón?
—También. No hace el efecto de una vacuna, sino que fortalece el cuerpo y lo deja en buen estado. Es como ajustar un motor hasta que queda como nuevo. El motor se deteriorará con el tiempo, pero funcionará hasta que esté completamente inservible.
El médico lanzó al extraterrestre una mirada dura:
—Señor —le dijo—, ésta no es la clase de cosas con las que se puede bromear.
—No estoy bromeando —replicó el extraterrestre.
—Y esa vacuna… ¿Funcionará en los seres humanos? ¿Y no tiene efectos secundarios?
—Estoy seguro de que funcionará. Hemos estudiado vuestro… vuestro… el modo en que trabaja vuestro cuerpo.
—Metabolismo es la palabra.
—Gracias —dijo el extraterrestre.
—¿Y el precio?
—No hay precio. Os la regalamos.
—¿Completamente gratis? Pero seguramente habrá un…
—Gratis, completamente gratis. Sin ningún compromiso.
Y levantándose, sacó una caja plana del bolsillo y se aproximó al escritorio. Entonces apretó uno de los lados y la caja se abrió. Dentro había unas porciones de algo semejante a la gasa, pero no estaba hecha de tejido.
El médico se aproximó y extendió la mano hacia la caja.
—¿Puedo? —dijo.
—Ciertamente. Pero toque solamente la parte superior.
El médico sacó delicadamente una de aquellas porciones y la puso sobre la mesa, luego pasó un dedo por la superficie. Había líquido en ella. Podía sentirlo al oprimir un poco aquella sustancia.
Le dio la vuelta. El otro lado era áspero y rugoso, como una boca cuajada de pequeños y acerados dientes.
—Se aplica la parte áspera al cuerpo del paciente —dijo el extraterrestre— y ésta se adhiere a él, se convierte en una parte de él. El cuerpo absorbe la vacuna y el resto del parche cae.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo —repuso el extraterrestre.
El médico cogió aquella especie de parche entre dos dedos cautelosos y volvió a ponerlo en la caja.
Entonces miró al extraterrestre.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Por qué nos lo quieren dar?
—¿No lo sabe? ¿Verdaderamente no lo sabe?
—No.
De pronto, los ojos del extraterrestre parecieron viejos y cansados, y dijo:
—Lo sabrán dentro de un millón de años.
—Yo no —replicó el médico.
—Dentro de un millón de años ustedes harán lo mismo, pero será algo diferente. Y entonces alguien les preguntará, y no sabrán contestar más que lo que yo sé contestar ahora.
Si se trataba de un reproche, era un reproche muy suave. El médico trató de saber si lo era. Luego dejó a un lado la cuestión.
—¿Puede decirme lo que hay en eso? —preguntó, señalando los parches.
—Le podría dar la fórmula descriptiva, pero está en nuestros términos, de forma que resultaría inútil.
—¿Se ofenderá si hago pruebas con estos parches?
—Estaría disgustado si no lo hiciese —repuso el extraterrestre—. No espero de usted confianza ciega. Sería tonto hacerlo.
Cerró la caja y la dejó cerca del médico, luego se puso en pie y se encaminó a la puerta.
El médico se puso en pie rápidamente.
—¡Espere un minuto! —dijo.
—Le veré a usted dentro de una o dos semanas —dijo el extraterrestre.
Y salió, cerrando la puerta tras de sí.
El médico se dejó caer en la silla y miró la caja.
Se inclinó hacia ella y la tocó. Estaba allí. Oprimió uno de los lados y la tapa se levantó. Los parches estaban allí dentro.
Trató de abrirse camino hasta la cordura, hacia la tierra firme y sólida, hacia un apropiado —y humano— punto de vista.
—¡Bah! ¡Basura! —dijo.
Pero no era basura. Él lo sabía muy bien.
Luchó consigo mismo aquella noche, tras la puerta cerrada del estudio, mientras oía, apagados, los ruidos de la cocina en la que Janet recogía las cosas de la cena.
Y la primera batalla fue en el frente de la credibilidad.
Había dicho al hombre que estaba de acuerdo en que era un extraterrestre, y la evidencia de ello era suficiente. Aun así era todo tan increíble… en todas y cada una de sus partes, que resultaba difícil de asimilar.
Y lo más duro de todo era pensar que aquel extranjero, quienquiera que fuese, había acudido, de entre todos los médicos de la Tierra, al doctor Jason Kelly, un insignificante médico de una insignificante ciudad.
Se preguntó si no sería un engaño, y concluyó luego que no podía serlo, puesto que aquellos tres dedos de la mano y lo demás que había visto eran cosas difíciles de simular. Y todo el asunto, de haber sido un engaño, resultaba tan estúpido y cruel que carecía de sentido. Además, nadie lo odiaba tanto para tomarse tantas molestias. E incluso tratándose de un odio de grandes proporciones, dudaba que en Millville hubiese alguien con imaginación para todo aquello.
Así que lo único positivo y práctico que podía hacer era asumir que aquel hombre era realmente un extraterrestre y que los parches eran de fiar.
Y partiendo de esto, había sólo un camino: probar los parches.
Se levantó de la silla y empezó a dar vueltas por la habitación.
Martha Anderson, se dijo, Martha Anderson tenía cáncer. Estaba sentenciada y no había nada en el mundo de los hombres ni en sus conocimientos que pudiera salvarla. La cirugía en este caso era una locura, pues probablemente no sobreviviría. E incluso si lo hacía, su caso estaba demasiado avanzado. El germen corrosivo había avanzado tanto que estaría desperdigado por todo su cuerpo. No había esperanza para ella.
Pero no podía decidirse a hacerlo, porque era la mejor amiga de Janet, y porque era vieja y pobre, y cada uno de sus instintos se oponía violentamente a usarla como animal de prueba.
Si se hubiera tratado de Con Gilbert. A Con sí hubiera podido hacérselo. Al fin y al cabo no era más que lo que el viejo bergante le había estado haciendo a él. Pero Con era demasiado mezquino para estar realmente enfermo. A pesar de todas sus quejas estaba tan sano como un cerdo.
A pesar de lo que el extraterrestre había dicho sobre los efectos secundarios, uno no podía estar nunca seguro. Había dicho que estudiaban el metabolismo humano, y aun así, aunque el extraterrestre lo hubiera asegurado, parecía imposible.
La respuesta, él lo sabía, estaba allí, dispuesta para él en cualquier momento que la deseara. Estaba arrinconada al fondo de su cerebro y él sabía que estaba allí, aunque pretendiera lo contrario, pero la mantuvo arrinconada y no la trajo a la luz.
Pero después de una hora de dar vueltas y de estrujarse el cerebro se rindió y dejó salir la respuesta.
Estaba muy calmado mientras se subía una manga y abría la caja. Y siguió con su actitud de cirujano eficiente cuando sacó uno de los parches y lo pegó en su brazo.
Pero su mano temblaba cuando se bajó la manga para que Janet no viera el parche y empezará a hacerle un montón de preguntas sobre lo que le había ocurrido en el brazo.
Mañana, en todas las partes del mundo, la gente se alinearía frente a las clínicas con las mangas subidas y el brazo dispuesto. Y la espera sería corta, pues había poco que hacer. Cada persona pasaría frente al médico y éste pegaría un parche en el brazo de él o de ella, dejando paso al siguiente.
En todo el mundo, pensó el médico, en todos sus recovecos, en cada pequeña aldea; no se descuidaría a nadie. Incluso los pobres, puesto que no costaba nada.
Y uno podría señalar una fecha y decir: «Este fue el día histórico en que acabaron las enfermedades.»
Porque los parches no sólo destruirían las enfermedades presentes, sino que guardarían al hombre de ellas en el futuro.
Y cada veinte años las grandes naves del espacio llegarían a la Tierra transportando cargamentos de parches, y habría otro Día de Vacunación…, pero no para tanta gente, sólo la nueva generación. Porque una vez que una persona era vacunada no había más necesidad de ello. Una vez vacunado podías seguir tu vida.
El médico golpeaba suavemente el suelo con el pie, para mantener el balanceo de la mecedora. Era agradable estar allí, pensó, y mañana sería agradable estar en cualquier parte del mundo. El miedo, filtrado largo tiempo en la vida humana, duraría hasta mañana. Después de mañana, a no ser por los accidentes o la violencia, los hombres confiarían en vivir el plazo de una vida normal. Y, más importante aún, de una vida normal sana.
La noche era silenciosa, pues los niños se habían recogido, abandonando finalmente sus juegos. Estaba cansado. Por fin, pensó, reconocía estar cansado. No había traición ahora, después de tantos años, en decir que estaba cansado.
Dentro de la casa pudo oír el timbre amortiguado del teléfono, y este sonido rompió el ritmo de su balanceo y lo hizo deslizarse hasta el borde de la mecedora.
Los pies de Janet hicieron un ruido suave mientras se aproximaban, ya él le emocionó la dulzura de su voz al contestar.
Ahora, en pocos segundos, ella lo llamaría y tendría que entrar.
Pero no le llamó. Su voz continuó sonando.
Volvió a acomodarse en la mecedora.
Lo había olvidado otra vez.
El teléfono no era un enemigo. Ya no lo dominaba.
Porque Millville había sido la primera. El temor había desaparecido ya de allí. Millville había sido la cobaya, el proyecto piloto.
Martha Anderson había sido la primera de ellos, y luego Ted Carson, que tenía un pulmón sospechoso, y después de ellos el bebé de los Jurgens, cuando se le declaró una neumonía. Y un par de docenas más, hasta que todos los parches se terminaron.
Y el extraterrestre había vuelto.
Y el extraterrestre había dicho:
—No piensen en nosotros como benefactores, ni como superhombres. No somos ninguna de las dos cosas. Piense en mí como en cualquiera que se cruza con usted por la calle.
Y esto había sido —pensó el médico— un intento del extraterrestre para que le comprendieran, un esfuerzo para traducir al idioma humano lo que estaban haciendo.
Pero ¿hubo alguna comprensión? ¿Una comprensión profunda? El médico lo dudaba.
Sin embargo, los extraterrestres se habían comportado de una forma muy semejante a los humanos. Habían bromeado incluso.
Una de las bromas que había hecho el primer extraterrestre se le había quedado grabada en la mente. Había sido una tontería, pero a veces le volvía a la memoria.
La puerta golpeó detrás de Janet cuando ésta salió al porche. Se sentó en la baranda.
—Era Martha Anderson.
El médico se rió para sus adentros. Martha vivía en la misma calle, cinco puertas más arriba, y veía a Janet veinte veces al día, y aún tenía que llamar por teléfono.
—¿Qué quería Martha? —preguntó.
Janet rió.
—Quería un poco de ayuda con sus panecillos.
—¿Con sus famosos panecillos?
—No lograba acordarse de la levadura que necesitan.
El médico rió suavemente:
—Supongo que es con ésos con los que gana el concurso en la feria del condado.
Janet dijo un poco irritada:
—No tiene gracia, Jason. Es fácil olvidarse de una cosa así. Martha hace mucha repostería.
—Sí, supongo que tienes razón.
Debería entrar, se dijo, y empezar a leer la revista médica. Pero no quería. Era tan agradable estar sentado allí… nada más que estar sentado. Hacía mucho tiempo que no podía sentarse un rato.
Aquello estaba bien para él, por supuesto, porque estaba ya viejo y próximo a la muerte, pero no para un joven médico, uno que hubiese terminado sus estudios y empezara a ejercer. Se hablaba en las Naciones Unidas de urgir a los cuerpos legislativos para que pensaran en la creación de unos subsidios médicos, para mantener viva la profesión. Porque aún se les necesitaba. Incluso con todas las enfermedades acabadas se tenía necesidad de ellos. No era bueno que sus contingentes mermaran, porque habría ocasiones, muchas ocasiones, en que se les necesitaría con urgencia.
Hacía rato que escuchaba pasos en la calle, y ahora éstos se dirigían hacia su verja.
Se enderezó en la silla.
Quizá fuera un paciente que, sabiendo que estaba en casa, venía a verle.
—Mira —dijo Janet bastante sorprendida—, es el señor Gilbert.
Era Con Gilbert, ciertamente.
—Buenas noches, Doc —dijo Con—. Buenas noches, señora Kelly.
—Buenas noches —repuso Janet, poniéndose en pie para marcharse.
—No hace falta que se vaya —le dijo Con.
—Tengo algunas cosas que hacer. Me iba de todas maneras.
Con subió los peldaños y se sentó en la baranda.
—Hermosa noche —declaró.
—Cierto —dijo Kelly.
—La mejor primavera que he visto en mi vida —repuso Con, dando un rodeo a lo que verdaderamente quería decir.
—Estaba pensando —dijo el médico— que las lilas nunca habían olido tan bien.
—Doc —dijo Con—, creo que le debo a usted bastante dinero.
—Me debe algún dinero —convino el médico.
—¿Tiene usted idea de cuánto podría ser?
—Ni la más mínima —le dijo el médico—. Nunca me preocupé por ello.
—Se figuró que era una pérdida de tiempo. Se figuró que nunca le pagaría.
—Algo así —convino el médico.
—Ha estado atendiéndome mucho tiempo —dijo Con.
—Eso es verdad, Con.
—Tengo trescientos aquí. ¿Piensa usted que son suficientes?
—Me debe mucho menos…
—Entonces le diré que nos cobra muy barato. Creo que trescientos son una buena cifra.
—Si usted lo dice… —dijo Kelly.
Con sacó su billetera y extrajo de ella un fajo de billetes que tendió al médico. Kelly lo cogió, lo dobló y lo metió en su bolsillo.
—Gracias, Con —dijo.
Y de pronto sintió algo extraño, como si hubiera algo que él debiese conocer, como si hubiera algo a lo que pudiera aproximarse y que pudiera apresar.
Pero no pudo, aunque lo intentó, saber qué era.
Con se levantó y ando por el porche hacia los peldaños.
—Ya nos veremos —dijo.
—Claro que nos veremos, Con. Y gracias.
Se acomodó en la mecedora, sin balancearse, y escuchó los pasos de Con por el sendero que conducía a la verja y luego por la calle hasta que se extinguieron y reinó otra vez el silencio.
Y, de una vez por todas, tenía que entrar y leer la revista médica.
Aunque, bien pensado, era una tontería. Probablemente no necesitara saber nunca más las cosas que dijera una revista médica.
Kelly puso la revista a un lado y se preguntó qué le pasaba.
Había estado leyendo veinte minutos sin enterarse de nada. No podía repetir una sola palabra de lo que había leído.
Estaba demasiado trastornado, demasiado excitado con la Operación Kelly.
¡Qué extraño sonaba: «Operación Kelly»!
Y lo recordó otra vez, exactamente.
Cómo lo había probado primero en Millville y cómo había ido luego a la asociación médica del condado, y cómo, después de cierta cantidad de burlas y de una buena cantidad de escepticismo, habían quedado convencidos. Y de allí había pasado al estado y a la AMA[2].
Y, finalmente, aquel gran día en las Naciones Unidas, cuando el extraterrestre había aparecido ante los delegados y él mismo había sido presentado. Y aquel gran hombre de Londres levantándose y diciendo que el proyecto no podía llamarse más que Kelly.
Un momento de orgullo, se dijo, y trató de sentirlo de nuevo, pero no lo consiguió ni remotamente. Nunca volvería a sentir en su vida aquella clase de orgullo.
Y allí estaba, un simple médico rural otra vez, sentado en su estudio a altas horas de la noche, tratando de leer lo que nunca tenía tiempo de leer.
Aunque ahora esto ya no era cierto. Ahora tenía todo el tiempo que quisiera.
Se inclinó y puso la revista bajo la lámpara. Una vez más se dispuso a leer.
Pero no resultaba.
Volvió a leer un párrafo.
Aquello no marchaba como debiera.
O estaba volviéndose viejo, o sus ojos fallaban, o era completamente estúpido.
Aquélla era la palabra. Aquélla era la clave de lo que había estado buscando en su mente.
¡Estúpido!
Pero, probablemente, no en seguida. Quizá con lentitud. Y no realmente estúpido, sino menos agudo y brillante de lo que había sido, menos rápido para captar el sentido de las cosas. Martha Anderson había olvidado cuánta levadura llevaban aquellos panecillos suyos, que tantos premios habían ganado. Aquello era algo que Martha nunca habría olvidado.
Con había pagado sus facturas, y en la escala de valores a la que Con se había suscrito toda su vida, aquello era una pura estupidez. Lo bueno, lo lógico para Con, ahora que probablemente no iba a necesitar nunca más un médico, habría sido olvidar su deuda. Después de todo no habría sido difícil: había estado olvidándose de ella hasta aquella misma noche…
Y el extraterrestre había dicho algo que, aquella vez, le había parecido una broma.
—No tema —había dicho—, curaremos todas sus enfermedades, incluidas aquellas que usted ni siquiera sospecha.
Y… ¿era la inteligencia una enfermedad?
Era difícil llegar a creerlo.
Pero cuando una raza estaba tan obsesionada con la inteligencia como la del Hombre, ésta podía ser considerada, quizá, como una enfermedad.
Por la forma en que había avanzado en la última mitad del siglo, apilando, unos sobre otros, descubrimientos y tecnologías, por la rapidez con que había corrido, dejando al hombre casi sin aliento, quizá pudiera considerarse una enfermedad.
Ni tan agudo —pensó— ni tan rápido como para captar el significado de un párrafo de terminología médica…, por el contrario, tenía que ir despacio para meterse todo aquello en la cabeza.
¿Era aquello realmente malo?
Algunas de las personas más estúpidas que había conocido —se dijo— eran también las más felices.
Y aunque uno no pudiera extraer de todo esto una defensa de la estupidez, sí que podía aspirar a una humanidad menos acosada.
Puso la revista a un lado y se quedó mirando la luz.
Aquello se dejaría sentir primero en Millville, puesto que Millville había sido el lugar del proyecto piloto. Y de mañana en seis meses se dejaría sentir en todo el mundo.
¿Hasta dónde llegaría aquello?, pensó; ésa era la pregunta vital.
¿Sólo un poco menos agudos?
¿Volverían a la era de los insectos?
¿Volverían a la era de los primates?
No había modo de saberlo…
Y todo lo que debía hacer para detenerlo era coger el teléfono.
Permaneció allí, helado ante la idea de que la Operación Kelly debía detenerse y de que la humanidad, después de tantos años de dolor de miseria y de muerte, debía volver a ellos.
Pero los extraterrestres, pensó, no dejarían que el proceso llegara muy lejos. Quienesquiera que fuesen, los creía gente decente.
Quizá no había existido una comprensión básica, ni una relación entre las mentes, pero sí que había existido una razón: una razón llamada compasión por el ciego y el cojo.
Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si los extraterrestres se proponían detener el poder de autodestrucción en el hombre, aun a costa de reducirlo a la más abyecta estupidez? ¿Cuál era la respuesta? ¿Y si el propósito de todo aquello era rebajar las capacidades del hombre antes de una invasión?
Sentado allí, lo supo.
Supo que, a pesar de todas las objeciones, no había nada que pudiera hacer.
Sabía que no tenía derecho a juzgar un asunto como aquél, que estaba lleno de prejuicios e inclinaciones, pero no podía cambiar.
Había sido médico durante mucho tiempo. No podía parar la Operación Kelly.