James Blakeman experimentó una revulsión y volvió a leer la carta. ¿Un grupo así? ¿Y en un momento como aquél? Se levantó y fue hacia la ventana. Desde allí contempló todo el conjunto del atractivo centro de rehabilitación criminal, de dos plantas, un monumento de cemento, ladrillo, acero y cristal. Y sin embargo, aquel grupo venía a destruirlo. No, él no podía permitir tal cosa.

Volvió al escritorio y leyó la lista de nombres.

El senador Guy Reardon, de Mississippi, presidente del Comité de instituciones penales (presentado a reelección); el congresista Hanley Carter, de Iowa, presidente del Comité de la Cámara para la rehabilitación criminal (presentado a reelección); el juez Charles Bonadio, del Tribunal de pleitos de ley común, Pennsylvania (presentado a reelección); el doctor Henry Bellingham, presidente de la Universidad de Michigan; la doctora Gladys Callahan, presidenta de la Universidad femenina de Illinois; el senador Richard Otter, del estado de Kentucky (presentado a reelección); y la lista continuaba por el estilo. Jefes de canales televisivos, presidentes de cadenas de periódicos y revistas. Quince en total, los contrincantes más enconados que podían encontrarse contra el sistema de rehabilitación Tinkerton. ¿Cómo habían conseguido el permiso para efectuar esta visita?

James Blakeman se frotó su maltrecho estómago y se reafirmó su acostumbrada disciplina personal Era hombre habituado a enfrentarse con sus propios problemas, pero comprendió que para éste necesitaba ayuda. Apretó el botón de comunicación, se identificó y pidió que le pusieran con el secretario, para una emergencia.

Sin preámbulos, el secretario dijo:

—Acabo de enterarme de lo de la visita de inspección, Jim. Supongo que me llama por esto.

—Sí. ¿Cómo diablos empezó todo? ¿Quién dio el permiso?

—Nadie. El grupo senatorial lo dispuso todo en secreto y nos envió la noticia con el tiempo justo. Quieren pillarnos desprevenidos.

—Oh, bien… —murmuró Blakeman—. Si no tienen permiso oficial, ¿por qué no nos negamos a la visita?

—Imposible. Personalmente, opino que han elegido este momento esperando precisamente que nos dominase el pánico y no les dejásemos visitar el centro, para luego aplastarnos durante su propaganda electoral. No se retire, Jim, mientras intento hacer algo. ¿Todo normal por el centro?

—Sí. Puedo acompañarles en la visita de inspección rutinaria. No me gusta, pero no veo otra solución.

Se produjo una pausa, y luego el secretario preguntó:

—Jim, ¿verdad que hay cierto peligro en estas visitas? Son un poco arriesgadas, ¿eh?

Blakeman estuvo a punto de negarlo, pero había algo en el tono de voz del secretario que le hizo vacilar.

—Pues… tal vez —repuso lentamente.

—Hum… —gruñó el secretario—. Bueno, le llamaré pronto. Nos queda una hora.

Blakeman apretó el botón desconectador y llamó a sus supervisores. Entraron rápidamente, con expresión preocupada. Blakeman comprendió que la recepcionista ya debía de haberles puesto al corriente de lo que sucedía.

—Supongo —empezó Blakeman— que la mayoría de ustedes saben que viene un grupo a realizar una visita de inspección con vistas a abolir el sistema Tinkerton. Tendremos que ser pacientes con ellos y esforzarnos para hacerles comprender el sistema con todas sus ramificaciones.

Todos se miraron entre sí, frunciendo el ceño. Sabían tan bien como Blakeman que, si perdían las elecciones, el centro sería abolido. El doctor Arnold, el más humorístico del personal de profesionales, exclamó:

—Bueno, podríamos fumigarlos con gas trankton, mientras recorren un corredor de control.

Sonrió, y los demás le imitaron. El doctor Arnold siempre estaba de broma. Pero James Blakeman no sonrió. Por espacio de cinco minutos, alguien ya había pensado dos veces en remedios increíbles.

—Deseaba asegurarme de que estaban ustedes al corriente —manifestó Blakeman—. Avisen a sus subordinados respectivos. Ellos son pocos, por lo que los llevaremos a todos en un solo grupo. De modo que sólo tendremos que molestarnos una sola vez. ¿Alguna pregunta?

No había ninguna por hacer, y se marcharon.

La luz del intercomunicador parpadeaba cuando Blakeman volvió a su escritorio. Era el primer ayudante del presidente, que entabló la conversación diciendo:

—¿Puede oírnos alguien?

—No, señor Atkins.

A Blakeman le pareció que el ayudante estaba angustiado.

—Tendrá que permitir la visita, doctor Blakeman. Por lo demás, sólo tengo el deber de destacar la enorme importancia de la situación. Actualmente están en juego las próximas elecciones. Cualquier error por nuestra parte y las perderíamos. Está en juego mucho más que nuestra futura expansión. Todo lo que usted haga será debidamente apreciado por la administración. Si maneja bien la situación, seguramente podrá contrarrestar algunas de las ideas preconcebidas por esos «benefactores de la humanidad». Por lo tanto, le deseamos suerte, Blakeman.

Este respondió cortésmente, pero cuando desconectó la comunicación empezó a meditar. ¿Por qué la primera pregunta respecto al carácter confidencial de la comunicación? Como tenía que dar varias órdenes, dejó de cavilar y continuó telefoneando.

Llamó a la sección de mantenimiento para comprobar la parte doméstica, y al personal del parque para asegurarse de que todo iba bien. Habló con la sección de síntesis, el personal de los corredores de control, el departamento de la administración de neoetidina y la sección de represión. Luego se paseó por su despacho pensando en otras órdenes para el personal y efectuó más llamadas. Después, con media hora de antelación, llamó la recepcionista para anunciar la llegada de los visitantes, que aguardaban ya en el vestíbulo.

Tan pronto como apareció Blakeman, el senador Reardon avanzó hacia él.

—Blakeman, estoy seguro de que ya le han dado instrucciones para que nos enseñe solamente el lado bueno de esta operación que usted dirige, pero le advierto que nos proponemos visitar también todo lo podrido y repugnante. No queremos una visita rutinaria.

Blakeman trató de dominar su ira.

—Nosotros lo enseñamos siempre todo, contestamos a todas las preguntas y no tenemos nada que ocultar.

—No veo —intervino el profesor Oberton— cómo puede justificar un centro basado en las drogas alucinógenas como éste en un momento en que uno de los principales problemas del país es el abuso de drogas y narcóticos.

Hubo un coro de «Sí» y de «Ni yo tampoco» en el grupo.

—Por favor —observó Blakeman, levantando una mano—, no deseo discutir con ustedes. Empecemos la visita y ustedes podrán ir formulando sus preguntas. Los expertos de cada sección explicarán todo lo que aquí se hace —vaciló, pero se vio obligado a añadir—: y creo que cuando hayamos terminado, todos ustedes tendrán una idea mucho mejor de lo que pasa aquí.

Tan pronto como lo dijo comprendió que había sido una equivocación. Vio los rostros de expresión pétrea, que sólo mostraban hostilidad.

Un ayudante se acercó a Blakeman.

—Estamos listos, doctor.

—Síganme, por favor —invitó éste, contento de rehuir la tensión que había creado—. Les ruego que formen un solo grupo. En algunas de las zonas podrían estar llevándose a cabo tratamientos sedantes.

—Peligrosas, ¿eh? —exclamó el senador Reardon—. Pensaba que aquí todo iba suave como la seda. Y ahora usted admite que esto es peligroso.

Blakeman frunció el ceño e iba a replicar violentamente, pero el ayudante vino en su ayuda.

—Es importante que recuerden que esto es un centro de rehabilitación criminal, particularmente para individuos que han cometido crímenes en un momento de pasión. No obstante, aquí no hay ninguna de las seguridades normales, como altas tapias, ventanas con barrotes o guardias armados. Nosotros hacemos toda la medicación. Unas zonas son centros médicos, pero no hay nada que lo indique. Por eso hay que tener cuidado en las visitas.

Blakeman les hizo pasar por una puerta doble.

—Esta es la zona de recepción, donde los pacientes son interrogados por primera vez. Fíjense en la ausencia de escritorios y de todo cuanto podría recordar un consultorio. Hemos intentado que esto parezca más bien un salón confortable.

—¿Por casualidad —inquirió la doctora Callahan— es éste uno de los centros médicos que usted mencionó?

—En efecto —asintió el ayudante, a quien iba dirigida la pregunta—. Aquí administramos una medicación incipiente en forma de gas inodoro. Llega por conductos, en cantidades bien controladas, y pasa por esos pequeños agujeros que ven en el techo, junto con el aire acondicionado. Este gas sólo provoca una leve euforia. El médico que atiende al enfermo también lo aspira, pero, como lo sabe, puede cumplir su tarea sin obstáculos.

—¡Vaya! —refunfuñó el senador Reardon—. ¿Cómo podemos saber que ahora no nos están gaseando ustedes?

—Oh, no, no pueden estar seguros —reconoció Blakeman—, pero tampoco les haría daño alguno. Al fin y al cabo, nosotros también lo aspiraríamos.

—Salgamos de aquí —gritó un representante de televisión—. ¿Qué viene ahora?

Blakeman asintió y los condujo a una amplia estancia provista de pantallas en las paredes.

—Después de ser admitido, al paciente se le destina una habitación. En ésta se aumenta la medicación y…

—Un momento —le atajó el sociólogo, doctor Oberton—. ¿Qué buscan exactamente en el primer interrogatorio? ¿Qué criterio siguen para admitir a un paciente?

—Cuando el paciente llega aquí. Nos limitamos a comprobar lo que ya sabemos. Normalmente, aceptamos a los pacientes que sólo han cometido un crimen con violencia; no aceptamos al tipo de criminal reincidente, aunque ciertas modificaciones del sistema Tinkerton también podrían ayudarles. Aceptamos a los pacientes que al menos experimentan ya alguna sensación de culpa. Y, en realidad, esto les ocurre a la mayoría. Por ejemplo, aquí —oprimió un botón y se iluminó una pantalla, dejando ver a un hombre que estaba sentado en una butaca, en una estancia muy agradable— tenemos a nuestro último paciente.

El grupo se inclinó hacia la pantalla.

—¡Vaya, si es Francis Herdliy! —exclamó el juez Bonadio.

Un poco asustado, el grupo contemplaba la imagen del hombre que últimamente había sido condenado por un sádico crimen contra la hija de un vecino.

—Está bajo sedantes —explicó el ayudante—. El gas trankton se emplea en esta sala en concentraciones altas. Su mente está… tranquila. No piensa en nada. Por el momento, sus ideas están muy diluidas.

—Quiere decir que le han vaciado la mente —masculló el senador Reardon—. Le han convertido en un vegetal. Y hacerle semejante cosa a un ser humano es terrible. En realidad, era mejor matarle. Oh, apague esto. ¡Es… es repulsivo!

Los demás componentes del grupo se estremecieron, asintiendo.

—Déjenos ver algunas otras pantallas —pidió el doctor Oberton—. Deseo ver si todos están igual.

Blakeman fue oprimiendo botón tras botón, y las respectivas pantallas mostraron a los pacientes sentados en cómodos sillones, mirando al vacío, con la misma expresión en todos ellos.

—Vegetales insensibles —rezongó el juez.

—¡Repugnante! —murmuró uno.

—Una afrenta a la dignidad humana —proclamó otro.

—Ya lo sabía —gruñó un tercero.

—Ahora descansan después de la última experiencia —explicó el ayudante—, a fin de prepararse para la siguiente. Este período de tranquilidad es necesario. A medida que transcurre el tiempo, disminuimos la concentración de gas trankton para cada paciente, lo cual les permite reflexionar un poco más sobre su más reciente experiencia. Esto es lo que va fomentando la repugnancia contra el crimen en cada individuo. Como ven, el meollo del sistema Tinkerton es que trata a cada persona por separado, lo cual le induce a someterse al tratamiento individual. Su crimen constituye su propio castigo, para expresarlo de alguna manera. De modo que…

—El gas… ese trankton que emplean —quiso saber el doctor Bellingham—, ¿es venenoso?

—Oh, no. No en la concentración que usamos.

—Pero ustedes emplean diferentes concentraciones.

—Oh, sí. De este modo controlamos la profundidad de la recuperación.

—¿Es pues, venenoso en altas concentraciones?

—Bueno…, en altas concentraciones todo es venenoso.

—No quiera jugar conmigo. ¿Mataría con una concentración muy elevada?

—Pues…

—¡Vamos, hable!

—Sí.

—Los miembros del grupo se miraron entre sí significativamente.

—El trankton —explicó Blakeman— sólo deja al paciente en un estado tratable y sugestionable. Más adelante, cuando le aplicamos la neoetidina, arrostra la experiencia. Y entonces…

—¡Pero ustedes emplean un gas letal con estas personas! —arguyó el doctor Bellingham.

—Oh, por favor —suplicó Blakeman—. Ahora mismo están ustedes exhalando un «gas venenoso». El anhídrido carbónico es venenoso en una concentración del diez por ciento.

—Vuelve a burlarse de nosotros, doctor Blakeman, y esto no me gusta. Sigamos con la visita; quiero ver el resto de la institución.

Blakeman dio media vuelta y abrió la marcha hacia la sala de juegos. Los supervisores de la misma explicaron que las respuestas de los pacientes a los juegos y crucigramas constituían una medida de la profundidad del control del trankton. Pasaron a las salas de ejercicios, los comedores, las duchas, las salas equipadas con televisión y las salas de lectura. Y luego fueron al ala de experimentos.

—Como ven, estas salas están almohadilladas. Pero sólo como medida de precaución, ya que ninguno de nuestros pacientes ha sufrido nunca un ataque de violencia, Todo es mental. Nuestros psiquiatras habían primero con el paciente para asegurarse de que está sosegado. Después, le inyectan la neoetidina. Su efecto dura una hora, tras la cual los pacientes vuelven a sus habitaciones. Y nada más.

La última frase de Blakeman se extinguió en medio del silencio general y deseó no haberla pronunciado. El ayudante y el supervisor le miraron asombrados.

—Bien, cuéntenos esta experiencia —pidió lentamente el senador Reardon.

Blakeman le hizo una seña al supervisor.

—Alucinamos al paciente. Este revive su crimen, en todos sus detalles, como si lo estuviese cometiendo. El tiempo se acelera, de forma que todo pasa en tres cuartos de hora, si bien a él le parece que todo ocurre en el tiempo que realmente sucedió.

—¿Cuál es la finalidad de esto? —quiso saber la doctora Callahan, con voz estridente.

El supervisor se sobresaltó y se limitó a mirarla, por lo que fue Blakeman quien respondió:

—Cuando el paciente ha revivido varias veces su crimen, empieza a aborrecerlo. En realidad, aborrece cualquier forma de violencia. De este modo queda rehabilitado permanentemente.

—Es la cosa más terrible que he oído en mi vida —observó el congresista Carter.

—¿Tienen alguna idea del tanto por ciento de éxito que se obtiene con los demás métodos? —preguntó Blakeman rápidamente—. Casi cero para este tipo de criminales. Las cárceles y asilos sólo sirven para endurecerlos más. Con el sistema Tinkerton nosotros conseguimos un cien por cien de éxitos.

Los miembros del grupo no le escuchaban. Estaban estupefactos, meneando la cabeza de acuerdo con sus propios pensamientos.

—¿Cuántas veces les obligan ustedes a hacer un «viaje»? —preguntó el congresista Carter.

—Nosotros no llamamos «viaje» a nuestros experimentos —repuso envaradamente el supervisor.

—No importa cómo los llamen, pero se trata de un «viaje» con una droga alucinógena como cualquier otra… que en nada se diferencia, por ejemplo, del L.S.D. Insisto: ¿cuántos viajes hacen?

—Cuatro experimentos por día —aclaró el supervisor.

—Cuatro al día…

Las cabezas de los miembros del grupo se irguieron, las bocas abiertas, los ojos desorbitados.

—¡Esto es terrible!

—¡Les lavan el cerebro!

—¡Medieval!

—¡Intolerable!

Blakeman levantó la mano.

—Por favor, damas y caballeros. Estos pacientes reviven cuatro veces al día su crimen en forma acelerada. En un período comprendido entre dos semanas y tres meses quedan totalmente rehabilitados. Y no se les perjudica en absoluto. Ni el trankton ni la neoetidina les dañan en modo alguno. Su inteligencia continúa inalterada. Su capacidad y conocimientos siguen intactos. Pueden…

—La neoetidina —le interrumpió el senador Reardon— también es un veneno, ¿verdad?

—Usted ha empleado el adverbio «también» en forma provocativa —le acusó Blakeman—. No, no es un veneno. Ni ejerce efectos secundarios. Oh, sí, después de tomar la dosis se oye un campaneo fuerte en los oídos, que desaparece completamente al cabo de unos segundos.

El doctor Oberton blandió un dedo ante Blakeman.

—¿Ese «campaneo» no significa un daño al cerebro?

—En modo alguno. No en este caso. Es simplemente una manifestación breve e inofensiva de la droga psicotomimética.

Todos los componentes del grupo callaron. Algunos murmuraron entre sí, y el senador Reardon y el juez Bonadio conversaron en voz baja. Blakeman iba a protestar, pero apareció otro ayudante que le llevó aparte.

—Al teléfono, señor. Es el presidente.

Blakeman, muy sorprendido, se hizo repetir el mensaje y luego se volvió hacia el grupo.

—Perdónenme unos instantes. Se ha presentado un asunto urgente.

Se dispuso a marcharse.

—Un momento, Blakeman —le detuvo el senador Reardon—. Por ahora no tiene que atender otro asunto más urgente que éste, créame. Y aún nos quedan bastantes preguntas…

—Formúlenselas a mis ayudantes. Volveré inmediatamente.

Mientras salía, varios miembros del grupo aún pedían que se quedase.

Ya en su despacho, apretó el botón.

—Diga, señor presidente.

El familiar rostro le miró.

—¿Qué tal va la visita de inspección, doctor Blakeman? —le preguntó el presidente.

—No muy bien, señor —Blakeman sacudió la cabeza con pesimismo—. Se muestran tremendamente hostiles y me he dado cuenta de que han venido ya con una decisión adoptada, por lo que puedo hacer muy poco para hacerles cambiar de idea. Ni siquiera escuchan lo que les decimos.

El presidente asintió y meditó brevemente.

—Bien, lo siento. Con los problemas sobre las drogas de nuestra juventud en todo el país, temo que un informe desfavorable de este grupo influiría enormemente sobre nuestros votantes en las urnas. Bien, supongo que usted ya no puede hacer nada. Gracias, doctor Blakeman.

La pantalla se ensombreció.

Blakeman vio cómo se desvanecía en la pantalla aquel semblante de triste expresión e, inesperadamente, surgiendo del pasado, se le apareció otro rostro… otra cara con los mismos ojos sombríos, la misma expresión dolida. Blakeman contempló la fantasmal imagen que flotaba ante él, contuvo la respiración y sintió que se le agarrotaba la garganta.

¿Cuántos años habían transcurrido?

Su padre sólo le había formulado un ruego:

—Hijo, mañana necesitaré tu ayuda en la tienda.

Pero el joven Blakeman estaba demasiado atareado y le negó la ayuda secamente.

Cuando su padre dio media vuelta, le atacó la trombosis. Su padre cayó muerto con la misma expresión dolida en los ojos. La misma expresión dolida que acababa de desvanecerse en la pantalla.

Blakeman luchó por recobrar el aliento y presionó sus puños contra los ojos.

Esta vez ayudaría.

Se irguió, respiró profundamente y salió al pasillo para reunirse con el grupo.

Antes se detuvo delante de la puerta de cristales que le separaba de la sala donde los miembros del grupo estaban discutiendo en voz alta. Alargó la mano hacia el panel de control del gas trankton en la pared y quitó la válvula de seguridad. Con la mano en la manilla de control del flujo, miró de nuevo al interior de la sala, viendo a su ayudante, a su supera visor y a los miembros del grupo… y vaciló. Sí, también ellos morirían.

Sin embargo, el sacrificio no sería demasiado grande, ya que se trataba de hombres devotos a su labor, que ya habían arriesgado la vida en muchas ocasiones.

Vaciló casi otro minuto, sólo el tiempo suficiente para ahuyentar de sus oídos el estrepitoso campaneo, y de pronto giró la palanca hasta su máxima abertura.