En aquellos años estábamos ebrios de felicidad. Todo el mundo lo estaba, especialmente la gente joven. Fueron los primeros años del Redescubrimiento del Hombre, cuando la Instrumentalidad ahondó en sus olvidados tesoros, reconstruyendo las antiguas culturas, los viejos lenguajes, e incluso los anacrónicos males. La pesadilla de la perfección había conducido a nuestros antepasados al borde del suicidio. Ahora, bajo la jefatura del Señor Jestocost y la Señora Alice More, las antiguas civilizaciones se alzaban como en otros tiempos las grandes masas de tierra del fondo de los océanos.

Yo fui el primer hombre en pegar un sello a una carta, después de dieciséis mil años. Yo llevé a Virginia a escuchar el primer recital de piano. Juntos contemplamos en la videomáquina cuando desencadenaron el cólera en Tasmania, y vimos a los tasmanianos bailar por las calles, ahora que ya no estaban protegidos. Por doquier, todo era excitante. Por doquier, los hombres y las mujeres trabajaban con la mejor voluntad para edificar un mundo imperfecto.

Estuve en un hospital y salí francés. Naturalmente, recordaba mi vida anterior; la recordaba, pero no me importaba. Virginia también era francesa, y teníamos ante nosotros muchos años, como frutas maduras colgando en un huerto de veranos perpetuos. No sabíamos cuándo moriríamos. Antiguamente, hubiese podido irme a la cama, pensando: «El gobierno me ha concedido cuatrocientos años de vida. A partir de ahora, trescientos setenta y cuatro; entonces dejarán de inyectarme el estrún y moriré.» Ahora sabía que sucedería algo. Que podía suceder cualquier cosa. Habían detenido los aparatos de seguridad. Las enfermedades se multiplicaban libremente. Con suerte, esperanza y amor, podría vivir mil años. O morirme mañana. Era libre.

Disfrutábamos de todos los instantes del día.

Virginia y yo adquirimos el primer periódico francés que aparecía desde que cayó el Mundo Más Antiguo. Nos deleitamos con las noticias, y hasta con los anuncios. Era difícil reconstruir parte de las culturas. Era difícil hablar de comidas de las que sólo perduraban los nombres, pero los homúnculos y las máquinas trabajaban incansablemente, ahondando y ahondando, manteniendo la superficie de la Tierra llena de bastantes novedades como para llenar los corazones de esperanzas. Sabíamos que todo esto se debía a una creencia prefabricada, aunque no era así exactamente. Sabíamos que cuando las enfermedades hubieran matado al número determinado por las estadísticas, volverían a retraerse; que cuando el índice de accidentes fuese demasiado elevado, terminarían sin que supiésemos por qué. Sabíamos que por encima de todo y de todos, la Instrumentalidad vigilaba. Teníamos confianza en que él Señor Jestocost y la Señora Alice More jugarían con nosotros como amigos, sin utilizarnos como víctimas de su juego.

Tomemos, por ejemplo, a Virginia. Antes se llamaba Menerima, que representaba el sonido en clave de su número de nacimiento. Era pequeña, algo regordeta, compacta; tenía la cabeza cubierta de rizos castaños; sus ojos eran de un pardo tan intenso y tan rico que se necesitaba la luz solar, y ella bizqueaba entonces, para dejar ver los tesoros de sus pupilas. Yo la había conocido bien, pero nunca la había conocido. La había visto a menudo, pero nunca la había visto en mi corazón hasta que nos reunimos fuera del hospital, después de volvernos franceses.

Me encantó hallar a una vieja amistad y empezar a hablar en la Antigua Lengua Común, pero las palabras se atascaban, y cuando quise hablar, no fue ya Menerima, sino alguien de una belleza antigua, rara, extraña…; alguien que había surgido en los últimos días desde los exuberantes mundos del pasado. Sólo acerté a balbucir:

—¿Cómo te llamas ahora? —y lo dije en francés.

Je m’appelle Virginie —repuso ella en la misma lengua.

Mirarla y enamorarme fue todo uno. Había en ella algo poderoso, algo salvaje, envuelto, oculto por su ternura y la juventud de su esplendoroso cuerpo. Era como si el destino me hablara desde unos ojos pardos, ojos que ciertamente me interrogaban, tal como ambos inquiríamos las noticias del mundo.

—¿Me permites? —tartamudeé, ofreciéndole mi brazo, tal como había aprendido durante las horas de hipnopedia.

Se colgó de mi brazo y nos alejamos del hospital.

Yo susurré una tonada que vino a mi mente, junto con la antigua lengua francesa.

Ella me apretó el brazo y me sonrió.

—¿Qué es? —me preguntó—. ¿O no lo sabes?

Las palabras subían con facilidad a mis labios, y canté muy quedamente, musitando junto a sus rizos, medio cantando, medio murmurando la popular canción que habían vertido en mi memoria junto con los conocimientos del Redescubrimiento del Hombre:

Ella no era la mujer que buscaba,

la vi por casualidad.

No hablaba el francés de Francia,

sino el de la Martinica.

No era rica, no era elegante,

tenía un aspecto tentador,

y nada más…

De pronto, me fue imposible proseguir.

—Por lo visto he olvidado el resto. Se llamaba Macumba y se refiere a una maravillosa isla antigua que los franceses de otros tiempos llamaban Martinica…

—Sé dónde está —exclamó ella. Poseía mis mismos recuerdos—. ¡Se puede ver desde Tierrapuerto!

Era una súbita vuelta al mundo que habíamos conocido. Tierrapuerto estaba en su pedestal, a dieciocho kilómetros de altura, en el borde oriental del pequeño continente. En lo más alto del mismo, los Señores de la Instrumentalidad trabajaban entre máquinas que ya carecían de significado. Allí, las naves susurraban sus viajes a las estrellas. Yo había visto fotos, pero nunca había estado allí. En realidad, no había conocido a nadie que hubiera pisado Tierrapuerto. ¿Por qué? Tal vez no nos hubiesen recibido bien, y en cambio podía verlo a través de las imágenes de la videomáquina. Para Menerima, la pequeña y dulce Menerima, haber estado allí era peligroso. Esto me hizo pensar que en el Antiguo Mundo Perfecto las cosas no eran tan fáciles o sencillas como parecía.

Virginia, la nueva Menerima, trató de expresarse en nuestra antigua lengua común, pero desistió y dijo en francés:

—Mi tía —con ello significaba una amiga mayor, puesto que hacía miles de años que nadie tenía tías—, era una creyente. Y me llevó a Abba-dingo. Para conseguir suerte y santidad.

Mi antiguo yo se sintió un poco ofuscado; y mi yo francés se sintió inquieto por el hecho de que la joven hubiese hecho algo desusado, incluso antes de que la humanidad se convirtiese a lo inusitado. El Abba-dingo era una computadora muy anticuada, que se hallaba a medio camino de la columna de Tierra-puerto. Los homúnculos la trataban como a un dios, y la gente iba allí a veces. Hacerlo era tedioso y vulgar.

O lo había sido. Ahora todo era diferente.

—¿Cómo era? —inquirí, tratando de no mostrar mi enojo.

Ella rió levemente, pero en su risa había una nota estridente que me estremeció. Si la antigua Menerima había tenido sus secretos, ¿qué haría la nueva Virginia? Casi odié al destino que me obligaba a amarla, que me hacía sentir que el contacto de su mano en mi brazo era un eslabón entre la eternidad y yo.

Me sonrió en lugar de responder a mi pregunta. El camino de superficie estaba en reparación; continuamos por una rampa por debajo del nivel del Metro más elevado, por donde estaba permitido andar a las personas verdaderas, los homínidos y los homúnculos.

No me gustaba aquella sensación; desde mi lugar de nacimiento, jamás había hecho un viaje de más de veinte minutos. La rampa parecía segura. Aquellos días había pocos homínidos, hombres de las estrellas que (aunque pertenecientes a la raza humana) habían sido cambiados para adaptarlos a las condiciones de un millar de mundos. Los homúnculos eran moralmente repulsivos, aunque muchos parecían hermosos; creados a partir de animales, y dorados de forma humanoide, se ocupaban de las pesadas tareas de trabajar con máquinas, que repugnaban a cualquier hombre auténtico. Se susurraba que algunos habían incluso procreado con personas, y yo no quería que Virginia estuviera expuesta a la presencia de tales seres.

Aún se cogía a mi brazo. Cuando íbamos descendiendo por la rampa hacia el atestado pasadizo, liberé el brazo y lo puse sobre sus hombros, acercándola más hacia mí. Había bastante luz, y suministraba más claridad que el día que habíamos dejado detrás; pero era una luz rara y preñada de peligros. En los viejos tiempos, habría dado media vuelta, yéndome a casa en vez de exponerme a la presencia de aquellos seres. Ahora, en este momento, no podía separarme de mi huevo amor, y temía que si regresaba a mi apartamento de la torre, ella se iría al suyo. Además, ser francés añadía un poco de encanto al peligro.

La gente del tránsito parecía vulgar. Había muchas máquinas, unas en forma humana y otras no. No vi ni a un solo homínido. Otras personas, que yo sabía eran homúnculos porque nos cedían el paso por la derecha, no parecían diferentes de los humanos a simple vista. Una chica bellísima me dirigió una mirada que no me gustó… picante, provocativa, inteligente, pasado el límite de la coquetería. Sospeché que era de origen perruno. Entre los homúnculos, las gente-perro son las más dadas a tomarse tales libertades. Incluso hubo un filósofo hombre-perro que una vez grabó una cinta arguyendo que puesto que los perros son los amigos del hombre más antiguos, tienen derecho a estar más cerca del hombre que cualquier otro ser. Cuando vi la cinta, me pareció divertido que un perro se hubiese convertido en un Sócrates. Pero allí, en el subterráneo, no estuve tan seguro. ¿Qué haría si uno de ellos se mostraba insolente? ¿Matarle? Eso significaría un roce con la ley y una entrevista con los subcomisionados de la Instrumentalidad.

Virginia no se dio cuenta de nada.

No había contestado a mi pregunta, y, en cambio, ella me las formulaba respecto a aquel subterráneo. Yo sólo había estado allí una vez, de pequeño, pero era halagador oír su voz murmurando a mi oído.

Y entonces ocurrió.

Al principio creí que era un hombre, con la silueta distorsionada por un truco de la luz. Cuando se aproximó, vi que no lo era. Medía más de un metro de hombro a hombro. Unas feas cicatrices en su frente indicaban el sitio donde habían arrancado los cuernos de su cráneo. Era un homúnculo, obviamente derivado de una res. Francamente, ignoraba que los dejasen tan mal formados.

Y estaba borracho.

Al acercarse, capté el zumbido de su mente.

«No son personas, no son homínidos, no son de los nuestros… Entonces, ¿qué hacen aquí? Las palabras que piensan me confunden.»

Nunca había leído por telepatía en francés.

Aquello no me gustaba nada. Para aquel ser, hablar era común, pero sólo algunos homúnculos eran telépatas: los que ejercían tareas especiales, como en Ahondamiento, donde sólo podían darse instrucciones por telepatía.

Virginia se pegó a mí.

—Somos hombres verdaderos —pensé en Lengua Común—. Has de dejarnos pasar.

No hubo respuesta, sino un rugido. No sé dónde se había emborrachado, ni con qué, pero no captó mi mensaje.

Pude ver cómo sus pensamientos se transformaban en pánico, desvalimiento, odio. Luego embistió, casi bailando hacia nosotros, como queriendo aplastarnos.

Mi mente le enfocó y le ordené detenerse.

No sirvió de nada.

Lleno de horror, comprendí que se lo había ordenado en francés.

Virginia chilló.

El hombre-toro estaba sobre nosotros.

En el último instante, giró, pasó por nuestro lado ciegamente y profirió un mugido que llenó el enorme pasadizo. Echó a correr.

Sin soltar a Virginia, me volví para ver qué le había hecho desviarse de nosotros.

Lo que vi fue enormemente raro.

Nuestras figuras corrían pasadizo abajo, alejándose de nosotros: mi capa púrpura revoloteando en el aire sosegado, en tanto corría mi imagen. El vestido dorado de Virginia flotaba a sus espaldas, mientras corría conmigo. Las imágenes eran perfectas y el hombre-toro las perseguía.

Di otra vez media vuelta, muy asombrado. Nos habían dicho que los salvavidas ya no nos protegerían.

Una joven estaba muy quieta junto a un muro. Casi la confundí con una estatua. Pero me habló.

—No os acerquéis. Soy una gata. Fue bastante fácil engañarle. Será mejor que regreséis a la superficie.

—Gracias, gracias —murmuré—. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué importa? No soy una persona.

—Sólo deseaba darte las gracias —insistí, un poco ofendido.

Mientras le hablaba, vi que era una chica bellísima, tan brillante como una llama. Su piel era clara, del color de la leche, y su cabello, más fino que el de cualquier ser humano, era del color anaranjado de una gata persa.

—Me llamo C’mell —dijo ella—, y trabajo en Tierra-puerto.

Esto nos detuvo a Virginia y a mí. Los hombres-gato estaban por debajo de nosotros, pero Tierra-puerto se hallaba por encima, y había que respetarlo. ¿Qué era C’mell?

Sonrió y su sonrisa estuvo más dirigida a mí que a Virginia. Pregonaba todo un mundo de conocimientos voluptuosos. Yo sabía que no intentaba coquetear conmigo, pues era su forma natural de ser. Tal vez fuese la única clase de sonrisa que conocía.

—No os preocupéis por los formulismos. Y será mejor que subáis por aquí. Oigo que vuelve.

Di media vuelta para ver al hombre-toro. No le vi.

—Subid aquí —urgió C’mell—. Son unas escaleras de emergencia y volveréis a la superficie. Yo puedo impedir que os siga. ¿Habláis francés?

—Sí. ¿Cómo sabes…?

—Vamos —nos apremió—. Lamento haberlo preguntado. ¡De prisa!

Entré por una puertecita. Una escalera de caracol iba hasta la superficie. No estaba a la altura de nuestra dignidad utilizar escaleras, pero C’mell nos apremiaba, y no podía impedirlo. Me despedí de la gata y arrastré a Virginia detrás de mí.

Nos detuvimos en la superficie.

—Fue horrible, ¿verdad? —jadeó Virginia.

—Ahora estamos a salvo.

—No es la seguridad. Me refería a la suciedad, la contaminación. ¡Tener que hablar con ésa…!

A Virginia le parecía que C’mell era peor que el hombre-toro borracho.

—Lo triste es —añadió, intuyendo mi reserva—, que volverás a verla.

—Eh, ¿cómo lo sabes?

—No lo sé. Lo adivino. Y es una buena premonición, muy buena. Al fin y al cabo, yo estuve en el Abba-dingo.

—Te ruego, querida, que me expliques qué sucedió allí.

Sacudió la cabeza calladamente y echó a andar calle abajo. No pude hacer otra cosa que seguirla. Y esto me irritó un poco.

—¿Cómo fue la experiencia? —insistí.

—Nada, nada —dijo con tono de dignidad herida—. Fue una larga escalada. La vieja me obligó a acompañarla. Resultó que la máquina no hablaba aquel día, de modo que obtuvimos permiso para bajar por un pozo y regresar por el camino rodante. Un día perdido.

Hablaba mirando al frente, no a mí, como si el recuerdo la apenara.

De pronto, me miró. Sus ojos pardos sondearon los míos como queriendo penetrar en mi alma. (Alma. Una palabra francesa, sin equivalente en la Antigua Lengua Común.) Se ablandó y me suplicó:

—No nos entristezcamos en el nuevo día. Seamos leales con nuestras nuevas personalidades, Paul. Hagamos algo realmente francés, si eso hemos de ser.

—¡Un café! —grité—. Necesitamos un café. Y sé dónde hay uno.

—¿Dónde?

—Dos subterráneos encima. Donde salen las máquinas y donde se ve a los homúnculos asomados al borde.

La idea de los homúnculos asomados chocó a mi nuevo yo, como algo divertido, aunque el antiguo yo los había tomado como algo tan corriente como nubes; ventanas o mesas. Claro, los homúnculos poseían sentimientos; no eran personas exactamente, puesto que se formaban a partir de animales, pero parecían humanos y podían hablar. Un francés como era mi nuevo yo tenía que encontrar todo esto pintoresco. Más que pintoresco; romántico.

—Pero si son adorables —exclamó, pensando evidentemente lo mismo que yo—. ¿Cómo se llama el café?

—El Gato Grasiento —respondí.

El Gato Grasiento. ¿Cómo podía saber que aquello nos llevaría a una pesadilla entre aguas encrespadas, y a unos vientos que gritaban? ¿Cómo podía suponer que esto tenía algo que ver con el bulevar Alfa Ralfa?

De haberlo sabido, ninguna fuerza del mundo me habría arrastrado hasta allí.

Antes que nosotros, ya habían llegado al café otros franceses.

Un camarero, con un poblado bigote, tomó nota del pedido. Le miré atentamente para ver si se trataba de un homúnculo licenciado, con permiso para trabajar entre personas, por ser sus servicios indispensables, pero no era así. Era una máquina pura, aunque su voz estaba matizada de acento parisino, y sus constructores le habían dado la costumbre de pasarse el dorso de la mano por el bigote, fijándole unas gotas de sudor sobre la frente, debajo del borde del cabello.

Mam’selle? M’sieur? ¿Cerveza? ¿Café? Vino tinto el mes próximo. El sol saldrá al cuarto después de la hora y después de media hora. A la hora menos veinte lloverá cinco minutos, de modo que podrán disfrutar de estos parasoles. Soy natural de Alsacia. Pueden hablar conmigo en francés o alemán.

—Es igual —murmuró Virginia—. Tú decides, Paul.

—Cerveza, por favor —pedí—. Cerveza blanca.

—Ciertamente, m’sieur —se inclinó el camarero.

Se alejó, revoloteándole el paño sobre el brazo.

—Ojalá lloviera ahora —exclamó Virginia entornando los párpados bajo el sol—. Nunca he visto una verdadera lluvia.

—Ten paciencia, cariño.

—¿Qué es alemán, Paul? —inquirió afanosamente.

—Otro idioma, otra cultura. Leí que el año próximo renacerá. Pero ¿no te gusta ser francesa?

—Me encanta. Es mucho mejor que ser un número. Pero, Paul… —calló, con los ojos llenos de perplejidad.

—¿Sí, querida?

—Paul —repitió, y la pronunciación de mi nombre fue un grito de esperanza en alguna profundidad de su mente, más allá de mi nuevo yo, más allá de mi antiguo yo, más allá de la voluntad de los Señores que nos moldeaban. Le cogí la mano.

—Dime, cariño.

—Paul —dijo casi sollozando—, Paul, ¿por qué sucede todo tan de prisa? Este es nuestro primer día, y los dos sabemos ya que podemos pasar juntos toda la vida. Hay algo sobre un matrimonio, aunque ignoro qué es, y se supone que hemos de buscar a un sacerdote, y esto no lo entiendo, Paul. ¡Oh, Paul, Paul! ¿Por qué todo sucede tan de prisa? Quiero amarte. Te amo. Pero no quieres estar hecha para amarte. Deseo que el amor sea real.

A medida que hablaba, las lágrimas caían de sus ojos, aunque su voz sonaba firme.

—No tienes que preocuparte. Estoy seguro de que los Señores de la Instrumentalidad lo han programado todo bien.

Al oír esto, estalló en llanto, fuerte e incontenible. Nunca había visto llorar a una persona mayor. Era algo extraño, aterrador.

Un hombre sentado a la mesa contigua se me acercó, aunque apenas le miré.

—Querida —traté de razonar™, querida, nosotros no podemos hacer nada…

—Oh, Paul, permite que te deje, para poder ser tuya. Deja que me vaya unos días, unas semanas o unos años. Luego, si… si vuelvo, sabrás que soy yo, por mi voluntad, y no un programa ordenado por una computadora. ¡Por favor, Paul, por favor! —En un tono distinto de voz añadió—: ¿Qué es Dios, Paul? Nos han dado palabras para hablar, pero no nos han enseñado su significado.

—Yo puedo llevarla a Dios —murmuró el otro individuo.

—¿Quién es usted? —pregunté airadamente—. ¿Y por qué se entromete?

No era ésta la clase de lenguaje que usábamos cuando nos expresábamos en nuestra Antigua Lengua Común; al darnos un lenguaje nuevo también nos dieron otro carácter.

El desconocido conservó la cortesía; también era francés, pero conservaba la calma.

—Me llamo Maximilien Macht, y era creyente.

Virginia levantó los ojos. Se enjugó el rostro distraídamente mientras contemplaba a Maximilien. Este era alto, delgado, de rostro bronceado. (¿Cómo se había bronceado tan pronto?) Tenía el pelo rojizo y un bigote casi tan poblado como el del camarero-robot.

—Usted preguntó por Dios, mam’selle —continuó el francés—; Dios está donde estuvo siempre: a nuestro alrededor, dentro de nosotros.

Era una declaración rara en labios de un hombre de aspecto mundano. Me levanté para decirle adiós.

—Eres muy amable, Paul —se me adelantó Virginia—. Dale una silla.

Había una nota cálida en su voz.

El camarero-robot volvió con dos jarras cónicas de cristal. Dentro había un líquido dorado con una capa de espuma encima. Nunca había visto ni bebido cerveza, pero conocía exactamente su gusto. Puse un dinero imaginario en la bandeja, recibí un cambio imaginario y le di al camarero una propina imaginaria. La Instrumentalidad todavía no había inventado la forma de tener diversas clases de monedas para las nuevas culturas, y, naturalmente, no era posible pagar con dinero real la comida o la bebida. Son dos cosas gratis.

La máquina se pasó la mano por el bigote, usó el paño (a cuadros rojos y blancos) para secarse el sudor de la frente y miró inquisitivamente a Machi.

¿M’sieur se sentará aquí?

—Sí.

—¿Le sirvo aquí?

—¿Por qué no? —repuso Macht—. Si estos señores lo permiten.

—Muy bien —asintió el robot, pasándose el dorso de la mano por el bigote. Luego corrió al interior del bar.

Mientras tanto, Virginia no había apartado los ojos de Macht.

—¿Es usted un creyente? —le preguntó—. ¿Y lo sigue siendo, a pesar de ser francés como nosotros? ¿Cómo sabe que lo es? ¿Por qué amo a Paul? ¿Controlan los Señores con sus máquinas todo lo que hacemos y nos sucede? Yo quiero ser yo. ¿Sabe cómo es posible ser yo?

—No usted, mam’selle —replicó Macht—, que sería demasiado honor. Pero estoy aprendiendo a ser yo mismo. Mire —añadió, volviéndose a mí—, hace dos semanas que soy francés, y sé qué parte de mí soy yo mismo, y cuánto me han añadido mediante el procedimiento de concedernos de nuevo un lenguaje y el peligro.

El camarero volvió con una pequeña jarra que se sostenía sobre una especie de tallo, de modo que parecía una miniatura de Tierrapuerto. Contenía un líquido lechoso.

—¡A su salud! —exclamó el francés, levantando su vaso.

Virginia le miró como a punto de volver a llorar. Cuando Macht y yo bebimos, ella se sonó la nariz y guardó el pañuelo. Era la primera vez que veía a una persona sonarse la nariz, pero me pareció muy ajustado a nuestra nueva cultura.

Macht nos sonrió a los dos, como iniciando un discurso. Salió el sol, a tiempo, circundándole con un halo y dándole el aspecto de un santo… o un demonio.

Pero fue Virginia la que habló primero.

—¿Estuvo usted allí?

—Sí —repuso en voz baja, enarcando ligeramente las cejas.

—¿Consiguió alguna palabra? —insistió ella.

—Sí —el francés parecía triste, un poco turbado.

—¿Qué dijo?

Por toda respuesta, Macht meneó la cabeza como si se tratara de cosas imposibles de mencionar en público.

Yo deseaba interrumpir aquella charla, averiguar de qué se trataba.

—¡Pero le dijo algo! —volvió a adelantárseme Virginia.

—Sí —concedió Macht.

—¿Era importante?

Mam’selle, no hablemos de esto.

—¡Tenemos que hablar! —exclamó ella—. ¡Es un caso de vida o muerte!

Apretaba tanto los puños que se le blanqueaban los nudillos. Tenía la cerveza delante, sin tocar, calentándose al sol.

—Muy bien —accedió Macht—, usted puede preguntar…, aunque no le aseguro la respuesta.

—¿De qué se trata? —indagué, sin poder dominarme por más tiempo.

Virginia me contempló con sorna, pero incluso su sorna era una sorna de amor, no la fría burla del pasado.

—Por favor, Paul, no lo entenderías. Aguarda un poco. ¿Qué le dijo, señor Macht?

—Que yo, Maximilien Macht, viviría o moriría con una joven de cabellos castaños que ya estaba prometida. Y ni siquiera sé —se apresuró a sonreír—, qué significa «prometida».

—Lo averiguaremos —prometió Virginia—. ¿Cuándo se lo dijo?

—¿A quién os referís? —intervine—. Por favor, ¿de qué habláis?

Macht me miró y bajó la voz al contestar:

—Del Abba-dingo. —Se volvió hacia ella—. La semana pasada.

—De modo que funciona, funciona, funciona… —Virginia estaba muy pálida—. Paul, querido, a mí no me dijo nada. ¡Pero a mi tía sí le dijo algo que no he logrado olvidar!

La sujeté fuertemente por el brazo y traté de sondear sus ojos, pero ella desvió la mirada.

—¿Qué le dijo?

—Paul y Virginia.

—¿Y qué?

Apenas la reconocía. Virginia tenía los labios apretados. No estaba enfadada. Era algo diferente, algo peor. Estaba al borde de la histeria. Supuse que hacía miles de años que no habíamos observado tal fenómeno.

—Paul, comprende este simple hecho, si puedes. La máquina le dio a mi tía nuestros nombres…, pero esto fue hace doce años.

Macht se puso en pie tan de repente que su silla se volcó, y el camarero vino corriendo hacia nosotros.

—Volvamos —propuso Macht.

—¿Adónde?

—Al Abba-dingo.

—¿Por qué ahora? —pregunté.

—¿Dará resultado? —inquirió Virginia. Los dos habíamos hablado al mismo tiempo.

—Siempre lo da —afirmó Macht—, si se va por el lado norte.

—¿Cómo se llega allí? —quiso saber Virginia.

—Sólo hay un camino —Macht frunció el entrecejo—: por el bulevar Alfa Ralfa.

Virginia se puso en pie y yo la imité.

Entonces, al levantarme, me acordé. El bulevar Alfa Ralfa. Era una calle ruinosa que colgaba del cielo, tan débil como la estela de un vapor. Antaño era un camino procesional, por donde descendían los conquistadores y subían los tributos. Pero estaba en ruinas, perdido entre nubes, cerrado para la humanidad desde cien siglos atrás.

—Lo conozco —asentí—. Está en ruinas.

Macht calló, pero me miró como si yo fuese un extraño.

—Vamos —murmuró Virginia, muy pálida.

—Pero ¿por qué? —grité—. ¿Por qué?

—Tonto —observó Virginia—, si no tenemos un dios, al menos tenemos una máquina. Es la única que queda en el mundo que la Instrumentalidad no comprende. Tal vez predice el futuro. Tal vez es una antimáquina. Ciertamente, procede de una época diferente. ¿No lo entiendes, querido? Si dice que somos nosotros, es porque lo somos.

—¿Y si no lo dice?

—Entonces, no lo somos.

Tenía la cara pesarosa.

—¿Qué quieres decir?

—Si no somos nosotros —explicó—, sólo somos muñecos, marionetas, planeados por los Señores. Tú no eres tú ni yo soy yo. Pero si el Abba-dingo, que conocía los nombres de Paul y Virginia doce años antes de que existiéramos como tales…, si el Abba-dingo dice que somos nosotros, no me importará que sea una máquina de profetizar, un dios o un diablo. No me importará porque sabremos la verdad.

¿Qué podía contestar a esto? Macht echó a andar, ella le siguió y yo hice el tercero de la fila india. Abandonamos el sol del Gato Grasiento; pero en el momento de marcharnos empezó a lloviznar. El camarero, por un momento con el aspecto de la máquina que era en realidad, miró directamente al frente. Atravesamos la tapa del subterráneo y bajamos en busca de la veloz pista-exprés.

Cuando salimos, nos hallamos en una región de casas. Todas en ruinas. Los árboles se habían abierto paso entre los edificios. Las flores brotaban en los patios, a través de las puertas abiertas, animando las habitaciones sin techo. ¿Quién necesitaba una casa al aire libre, cuando la población de la Tierra había descendido tanto que las ciudades resultaban cómodas y vacías?

En una ocasión creí divisar una familia de homúnculos, incluyendo a las crías, observándome mientras avanzábamos por el camino de gravilla. Pero tal vez las caras entrevistas en la casa fueran solo fruto de la imaginación.

Macht no dijo nada.

Virginia y yo caminábamos a su lado, cogidos de la mano. Yo habría podido sentirme dichoso con aquella excursión, pero la mano de ella apretaba fuertemente con la mía, y de vez en cuando se mordía el labio inferior. Yo sabía lo que le pasaba: iba en peregrinación. (Peregrinación era una antigua excursión a un lugar poderoso, bueno para el cuerpo y el alma.) No me importaba acompañarles. En realidad, no hubieran podido impedirlo, después de que ella y Macht decidieran irse del café. Pero yo no me lo tomaba en serio. ¿O sí?

¿Qué deseaba Macht?

¿Quién era Macht? ¿Qué pensamientos había aprendido su mente en dos breves semanas? No me fiaba de él. Por primera vez en mi vida me sentía solo. ¿Cómo nos había precedido Macht en el nuevo mundo de aventuras y peligros? Hasta entonces, sólo tenía que pensar en la Instrumentalidad y un protector plenamente armado acudía a mi mente. La telepatía preservaba contra los peligros, cicatrizaba las heridas, nos permitía avanzar durante los ciento cuarenta y seis mil noventa y siete días concedidos a cada uno de nosotros. Ahora todo era diferente. Yo no conocía a aquel individuo, y era en él en quien tenía que confiar, no en los poderes que nos habían escudado y protegido.

Pasamos del camino en ruinas a un bulevar inmenso. El pavimento era tan liso que nada crecía en el mismo, aparte de los lugares donde el viento y el polvo habían depositado al azar pequeñas bolsas de tierra.

Macht se detuvo.

—Ya hemos llegado. El bulevar Alfa Ralfa.

Callamos y contemplamos la avenida de imperios olvidados.

A nuestra izquierda, el bulevar desaparecía en una suave curva. Conducía al sector norte de la ciudad, donde yo había sido educado. Sabía que había otra ciudad más al norte, pero había olvidado su nombre. ¿Por qué debía recordarlo? Seguro que era igual que la mía.

Pero a la derecha…

A la derecha, el bulevar se elevaba bruscamente, como una cuesta. Luego desaparecía entre las nubes, en cuyo borde flotaba la insinuación del desastre. No podía estar seguro, pero tuve la sensación de que todo el bulevar había sido destruido por unas fuerzas inimaginables. Más allá de las nubes residía el Abba-dingo, el lugar donde todas las preguntas eran contestadas.

O eso creíamos.

Virginia se acurrucó contra mí.

—Volvámonos —murmuré—. Nosotros somos gente de ciudad. No sabemos nada de ruinas.

—Puede saber si quiere —replicó Macht™. Intentaba hacerles un favor.

Los dos miramos a Virginia.

Ella levantó la vista hacía mí. En sus ojos pardos se leía una súplica más vieja que el hombre o la mujer, más vieja que la raza humana. Antes de abrir la boca, supe lo que iba a decir. Que tenía que saber.

Macht estaba aplastando distraídamente unas piedras blandas con el pie.

—Paul —manifestó al fin Virginia—, no deseo correr peligros porque sí. Pero repito lo que dije antes. ¿Existe una posibilidad de saber con certeza si nos amamos? ¿Cómo sería nuestra vida si nuestra felicidad, nuestro propio ego, dependiese de un pisotón dado a una máquina o de una voz mecánica que nos hablara cuando dormimos, enseñándonos en francés? Tal vez resultase divertido volver al mundo antiguo. Eso supongo. Sé que tú me otorgas una felicidad que nunca había sospechado que existiera. Si es realmente nuestra, poseemos algo maravilloso y debemos conocerlo. Pero si no es así… —estalló en sollozos.

«Si no es así, será igual», quise decir, pero el rostro enfurruñado de Macht me miró por encima del hombro de Virginia, cuando la atraje hacia mí. No había nada que decir.

La mantuve apretada contra mi pecho.

Por debajo del pie de Macht fluía un reguero de sangre. El polvo lo absorbió.

—Macht, ¿está herido? —le pregunté.

Virginia también le miró.

—No, ¿por qué? —repuso Macht enarcando las cejas.

—La sangre… a sus pies.

—Oh, no es nada —exclamó Macht, mirando al suelo—. Los huevecillos de una clase de antipájaro que ni siquiera vuela.

—¡Basta ya! —grité telepáticamente, empleando la Antigua Lengua Común. Ni siquiera intenté pensar en nuestro nuevo francés.

Macht retrocedió un paso, sorprendido.

De la nada llegó hasta mí un mensaje: «gracias, gracias, muy bien, por favor volved a casa, por favor volved a casa, marchaos, marchaos, hombre malo, hombre malo, hombre malo…»

Un pájaro o un animal me estaba previniendo contra Macht. Pensé un murmullo de agradecimiento y centré mi atención en Macht.

Nos contemplamos mutuamente. ¿Esto era la cultura? ¿Ahora éramos hombres? ¿La libertad siempre incluía la libertad de desconfiar, de temer, de odiar?

No me gustaba en absoluto. Las palabras de crímenes olvidados volvieron a mi memoria: asesinato, homicidio, rapto, locura, violación, robo…

No había conocido nada de todo esto y, no obstante, yo lo sentía en mi interior.

Macht me habló pausadamente. Los dos debíamos proteger nuestras mentes contra la costumbre de leer telepáticamente, ya que los únicos medios de comunicación eran la empatía y el francés.

—¿Cuál es su idea —dijo—, o al menos la de su compañera…?

—La mentira ya ha vuelto al mundo —le interrumpí—, de modo que estamos andando entre las nubes sin ningún motivo, ¿verdad?

—Existe uno —protestó Macht.

Aparté gentilmente a Virginia y cerré mi mente con tanta fuerza que la antitelepatía me pareció una jaqueca.

—Macht —articulé, y en mi voz resonó el gruñido de un animal—, diga por qué nos ha traído aquí o le mataré.

No retrocedió. Se enfrentó conmigo, dispuesto a luchar.

—¿Matarme? ¿Quiere decir, dejarme muerto?

Sus palabras no eran convincentes. Ninguno de los dos sabíamos luchar, aunque él estuviera dispuesto a defenderse y yo a atacar.

Por debajo de la coraza de mis pensamientos penetró una idea animal: «buen hombre buen hombre cógele por el cuello no aire él aaahhh no aire como huevo roto…»

Seguí el consejo sin preocuparme por quién lo enviaba. Fue muy sencillo. Me acerqué a Macht, alargué las manos en torno a su garganta y apreté. Intentó apartar mis manos. Después, quiso darme puntapiés. Lo único que yo hice fue colgarme de su cuello. De haber sido yo un señor o un pre-capitán, habría sabido cómo pelear. Pero no lo era, ni tampoco él.

La lucha terminó cuando un peso quedó súbitamente suspendido entre mis manos.

Sorprendido, lo solté.

Macht estaba inconsciente. ¿Habría muerto? ¿Era eso la muerte?

Imposible, porque se incorporó. Virginia corrió hacia él. Macht se frotó la garganta y exclamó con voz ronca:

—No debió hacerlo.

Esto me envalentonó.

—Diga —le espeté—, diga por qué nos ha traído aquí, o volveré a hacerlo.

Macht sonrió débilmente y apoyó la cabeza en el brazo de Virginia.

—Es miedo —murmuró—. Miedo.

—¿Miedo? —conocía la palabra (peur), mas no su significado. ¿Era una especie de alarma animal o inquietud?

Había estado pensando con la mente abierta; él pensó .

—Pero ¿por qué le gusta? —pregunté.

«Es delicioso», pensó él. «Me pone enfermo, me emociona, me hace vivir. Es como una medicina fuerte, casi tan buena como el estrún. Estuve allí antes. Muy arriba. Tuve mucho miedo. Fue maravilloso, malo y bueno a la vez. Viví un millar de años en una hora. Deseaba más, pero pensé que sería más excitante con otras personas.»

—Ahora le mataré —pronuncié en francés—. Es usted muy… muy… —tuve que buscar la palabra— malvado.

—No —intervino Virginia—, déjale hablar.

Macht pensó para mí, sin molestarse en hablar.

«Esto es lo que los señores y la Instrumentalidad nunca nos han dado. Miedo. Realidad. Nacimos en el estupor y morimos en un sueño. Incluso las subpersonas, los animales, poseen más vida que nosotros. Las máquinas no tienen miedo. Esto éramos nosotros. Máquinas que pensaban ser hombres. Y ahora somos libres.»

Captó la cólera roja en mi mente y cambió de tema.

«No le engaño. Este es el camino hacia el Abba-dingo. Por este lado, siempre da resultado.»

—¡Da resultado! —exclamó Virginia—. Ya oyes lo que dice. ¡Da resultado! Oh, Paul, dice la verdad. ¡Oh, Paul, sigamos!

—De acuerdo —accedí—, sigamos.

Le ayudé a levantarse. Parecía embarazado, como el hombre que ha mostrado algo de lo que se avergüenza.

Anduvimos por la superficie del indestructible bulevar. Resultaba cómodo para los pies.

En lo más profundo de mi mente, el pájaro o animal invisible iba balbuciendo sus pensamientos: «buen hombre buen hombre hazle morir coge agua coge agua…»

No le presté atención mientras avanzaba entre Macht y Virginia. No le presté atención.

Ojalá lo hubiese hecho.

Caminamos largo tiempo.

El proceso era nuevo para nosotros. Había algo exultante en el hecho de saber que nadie nos vigilaba, nada nos protegía, que el aire era libre, moviéndose sin intervención de las máquinas del clima. Vimos muchos pájaros, y cuando dirigí a ellos mis pensamientos, hallé sus mentes sobresaltadas y opacas; eran pájaros naturales, como no los había visto nunca. Virginia me preguntaba sus nombres, y yo, sin saber cómo, les fui aplicando los nombres de aves aprendidos en francés, sin saber si eran sus auténticos nombres o no.

»Maximilien Macht se animó, e incluso entonó una canción, desafinadamente, diciendo que nosotros seguiríamos el camino alto y él el bajo, aunque llegaría a Escocia antes que nosotros. No tenía sentido, pero era agradable. Cuando se adelantaba un poco a Virginia y a mí, yo entonaba variaciones sobre la macumba, y cantaba susurrando las palabras al oído de ella.

Ella no era la mujer que buscaba,

la vi por casualidad,

no hablaba el francés de Francia,

sino el de la Martinica.

Nos sentíamos dichosos por la aventura y la libertad, hasta que sentimos hambre. Entonces empezaron nuestros males.

Virginia se aproximó a un poste, lo golpeó con el puño y pidió:

—¡Aliméntame!

La farola debería haberse abierto, sirviéndonos una cena, o diciéndonos dónde, antes de cien metros, hallaríamos comida. No hizo nada de eso. No hizo nada. Debía de estar estropeada.

Tras esto, empezamos a golpear todos los postes.

El bulevar Alfa Ralfa se había elevado medio kilómetro por encima de la comarca circundante. Los pájaros silvestres volaban por debajo de nosotros. Había menos polvo en el suelo y menos matas de cizaña. La ruta inmensa, sin pilastras debajo, se curvaba como una cinta tendida entre las nubes.

Nos cansamos de golpear los postes, sin encontrar comida ni agua.

Virginia se mostró ansiosa.

—Ahora no serviría de nada regresar. La comida se hallará seguramente al otro lado. Ojalá hubiese traído algo.

¿Cómo podía yo pensar en llevar comida? ¿Quién lleva nunca la comida consigo? ¿Por qué motivo, cuando está en todas partes? Mi querida Virginia se mostraba irrazonable, pero yo la amaba aún más por las imperfecciones de su dulce carácter.

Macht continuó golpeando los pilares, las columnas y los postes, en parte para no tener que volver a luchar, y obtuvo un resultado inesperado.

En un momento dado le vi inclinarse hacia el poste de un gran farol para dar el usual, aunque precavido, «pam», y de pronto empezó a chillar como un perro al que le pisan la cola, y empezó a deslizarse hacia arriba a una enorme velocidad. Le oí gritar algo, sin entender las palabras, antes de desaparecer entre las nubes.

Virginia me miró.

—¿Quieres regresar? Macht ha desaparecido. Y yo estoy cansada.

—¿Hablas en serio?

—Claro, querido.

Me eché a reír un poco enojado. Ella había insistido en subir allí, y ahora estaba dispuesta a dar media vuelta y rendirse, sólo para complacerme.

—No importa —mascullé—. Ya no puede estar muy lejos. Sigamos.

—Paul.

Se me acercó. Tenía los pardos ojos nublados, como si intentase leer en mi mente con ellos.

«¿Quieres hablar de este modo?», le pregunté por telepatía.

—No —repuso en francés—. Quiero decir varias cosas. Paul, quiero llegar al Abba-dingo. Lo necesito. Es la mayor necesidad de mi vida. Pero al mismo tiempo no quiero ir. Allí arriba hay algo terrible. Y prefiero tenerte a ti, aunque no sea real, que perderte por completo. Podría ocurrir algo… malo.

—¿Sientes acaso —le pregunté secamente— ese «miedo» del que ha hablado Macht?

—Oh, no, Paul, en absoluto. Esta sensación no es excitante. Parece como si se hubiera roto algo en una máquina…

—¡Escucha! —la interrumpí.

Al frente, muy lejos, por entre las nubes, nos llegó el sonido semejante al gemido de un animal. Y se mezclaban palabras con el sonido. Debía de ser Macht. Creí oír «tened cuidado». Cuando le busqué mentalmente, la distancia era excesiva y tortuosa y me mareé.

—Sigamos, cariño —propuse.

—Sí, Paul —asintió ella, y en su voz había una insondable mezcla de felicidad, resignación y angustia.

Antes de avanzar, la miré atentamente. Era mi chica. El cielo se había vuelto amarillo y aún no habían encendido las luces. Bajo aquel bello cielo amarillo los rizos castaños de Virginia quedaron teñidos de oro, y sus pupilas se confundían con el iris, y su rostro juvenil, como acosado por el destino, parecía más expresivo que cualquier otro semblante humano.

—Tú eres mía —murmuré.

—Sí, Paul —respondió sonriendo alegremente—. ¡Oh, tú lo has dicho! ¡Esto es doblemente magnífico!

Un pájaro nos miró fijamente y echó a volar. Tal vez no aprobaba las tonterías humanas, por lo que se lanzó desde la baranda hacia abajo. Le vi detenerse muy abajo y planear con sus alas inmóviles.

—No somos tan libres como los pájaros, querida —le murmuré a Virginia—, pero sí más que las personas que vivieron hace muchos siglos.

Por toda respuesta me apretó el brazo y sonrió.

—Y ahora —añadí—, vamos en busca de Macht. Abrázame con fuerza. Trataré de golpear aquel poste. Si no obtenemos comida, tal vez consigamos dar una carrera hacia lo alto.

Vi que se asía a mí fuertemente y golpeé el poste.

¿Qué poste? Un instante después, los postes pasaban por nuestro lado a gran velocidad. El suelo bajo nuestros pies parecía firme, pero nos movíamos muy de prisa. Ni en el servicio subterráneo había visto una pista rodante tan veloz. El vestido de Virginia se ahuecaba tanto que crujía con ruidos como el chascar de dedos. Tan pronto salíamos de una nube como entrábamos en otra.

Nos rodeaba un mundo nuevo. Las nubes se extendían abajo y arriba. A retazos brillaba el cielo azul. Estábamos en tierra firme. Los antiguos arquitectos debieron de construir aquel camino con gran inteligencia. Seguimos subiendo cada vez más arriba, sin marearnos.

Otra nube.

Entonces, las cosas empezaron a sucederse tan de prisa, que es más largo describirlas que vivirlas.

Algo oscuro vino hacia mí desde el frente. Sentí un golpe violento en el pecho. Sólo mucho después comprendí que era el brazo de Macht que intentaba agarrarme antes de caer por el borde del bulevar. Después, entramos en otra nube. Antes de poder decirle nada a Virginia sufrí otro choque. El dolor fue terrible. En mi vida había experimentado nada semejante. Por algún motivo desconocido, Virginia había caído por encima de mí, yendo a parar más allá. Ahora estaba tirando de mis manos.

Intenté levantarla para que me soltase, porque su presa me dolía, pero estaba falto de respiración. En lugar de discutir, intenté complacerla. Me arrastré hacia ella. Sólo entonces me di cuenta de que no tenía nada debajo de mis pies: ni puente, ni camino, ni pista rodante… nada.

Estaba al borde del bulevar, sobre el borde arruinado del lado superior. Debajo de mí no había más que algunos cables enrollados y, mucho más abajo, una pequeña cinta que debía ser un río o una carretera.

Habíamos saltado a ciegas a través del gran abismo, y yo había caído a tiempo de chocar con mi pecho contra el borde superior del camino.

El dolor no importaba.

Dentro de un momento acudiría el médico-robot para repararme.

Una mirada a la cara de Virginia me recordó que no había médico-robot, ni mundo, ni Instrumentalidad, nada más que viento y dolor. Ella gritaba. Tardé unos instantes en captar las palabras.

—¡Fue culpa mía, querido, fue culpa mía! ¿Estás muerto?

Ninguno de los dos sabía exactamente qué significaba estar «muerto», porque la gente siempre se iba a la hora señalada, aunque sí sabía que significaba el cese de la vida. Intenté decirle que estaba vivo, pero ella se acercó más a mí y continuó arrastrándome lejos del borde del abismo.

Utilicé mis manos para sentarme.

Ella se arrodilló a mi lado y me cubrió el rostro de besos.

—¿Dónde está Macht? —logré articular al fin.

—No le veo —murmuró ella, mirando atrás.

Intenté mirar a mi vez.

—No te muevas —susurró Virginia—. Volveré a mirar yo.

Valerosamente, fue hacia el borde del bulevar en ruinas. Miró hacia abajo, atisbando por entre las nubes que pasaban junto a nosotros tan rápidamente como el humo succionado por un ventilador.

—¡Ya le veo! —exclamó de pronto—. Oh, qué gracioso. Como un insecto en un museo. Está gateando por los cables.

Esforzándome con las manos y los pies, me aproximé a ella y miré hacia abajo. Allí estaba Macht, un punto móvil a lo largo de un hilo, mientras los pájaros revoloteaban a su alrededor. Parecía un cable poco seguro. Tal vez experimentaba ya todo el «miedo» que necesitaba para ser feliz. Yo necesitaba comida, agua y un médico-robot.

Pero no tenía ninguna de estas cosas.

Luché para levantarme. Virginia quiso ayudarme, pero lo conseguí antes de que llegase a tocarme la manga de la chaqueta.

—Vamos.

—¿Adónde?

—Al Abba-dingo —dije—. Allí arriba puede haber máquinas amigas. Aquí no hay más que frío y viento, y aún no han encendido las luces.

—Pero Macht… —Virginia frunció el ceño.

—Tardará varias horas en llegar hasta aquí. Nosotros ya estaremos de regreso.

Obedeció.

Una vez más continuamos por la izquierda del bulevar. Le ordené que me asiese por la cintura mientras yo iba golpeando los postes, uno a uno. Seguramente debía de haber un aparato reactivador para los pasajeros del camino.

Tuve éxito a la cuarta prueba.

Una vez más, el viento hizo volar nuestras ropas al elevarnos por el bulevar Alfa Ralfa.

Casi nos caímos cuando el bulevar torció a la izquierda. Logré equilibrarme, sólo para virar hacia el otro lado.

Y entonces nos detuvimos. Allí estaba el Abba-dingo.

Un camino alfombrado de objetos blancos: botones, varillas y bolas informes del tamaño de mi cabeza.

Virginia estaba a mi lado, muy callada.

¿Del tamaño de mi cabeza? Aparté un objeto con el pie, y entonces lo supe, lo supe con toda certeza, supe qué era. Era gente. Las partes internas de las personas. Nunca las había visto. Y aquello del suelo, aquello debía de ser una mano. A lo largo del muro había cientos de objetos parecidos.

—Vamos, Virginia —murmuré, intentando hablar con firmeza y ocultando mis pensamientos.

Me siguió sin rechistar. Sentía curiosidad por los objetos del suelo, aunque no pareció reconocerlos.

Por mi parte, estaba contemplando el muro.

Y al final las encontré: las pequeñas puertas del Abba-dingo. Una decía: METEOROLÓGICA. No en la Antigua Lengua Común, ni tampoco en francés, pero aun así pude comprender que tenía algo que ver con el comportamiento del aire. Apoyé mi mano contra la puerta. Esta se volvió translúcida, dejando ver a su través una escritura antigua. También unos números cuyo significado se me escapaba, y por fin:

—Se acerca un tifón.

Mi francés aún ignoraba qué quería decir «se acerca», pero «tifón», era, sin duda, una gran perturbación de la atmósfera. Deja que las máquinas climáticas se ocupen de este asunto, pensé. No tenía nada que ver con nosotros.

—Esto no nos sirve —dije desolado.

—¿Qué quiere decir? —quiso saber ella.

—Que habrá perturbaciones en el aire.

—Oh… Esto no nos incumbe, ¿verdad?

—Claro que no.

Probé la otra puerta, donde ponía COMIDA. Cuando la tocó mi mano se oyó un chasquido dentro del muro, como si vomitara todo el torreón. Se abrió un poco la puerta y surgió un hedor horrible. Luego, la puerta volvió a cerrarse.

La tercera puerta proclamaba AYUDA, y al tocarla no ocurrió nada. Tal vez fuese como un aparato cobrador de impuestos, de los tiempos antiguos. No reaccionó a mi contacto. La cuarta puerta era mayor y estaba parcialmente por abajo. Arriba, el nombre de la puerta era PREDICCIONES. Eso estaba claro para todo el que supiera francés antiguo. El nombre de abajo era más misterioso: INTRODUCE AQUÍ EL PAPEL, decía, y no lo entendí.

Probé con la telepatía. No sucedió nada. El viento silbaba a nuestro alrededor. Algunas bolas de calcio rodaban por el pavimento. Volví a probar, esforzándome por aferrar ideas largo tiempo perdidas. En mi cerebro penetró un alarido que no parecía pertenecer a un ser humano. Eso fue todo.

Tal vez todo aquello me había trastornado. No sentía «miedo», pero estaba inquieto por Virginia.

Ella continuaba mirando al suelo.

—Paul —preguntó—, ¿no es una chaqueta de hombre lo que hay entre esos objetos?

Una vez yo vi un antiguo aparato de rayos X en un museo, por lo que comprendí que aquella chaqueta todavía rodeaba el material que había constituido la estructura interna del hombre. No tenía bola, de modo que estuve seguro de que el hombre estaba muerto. ¿Cómo había ocurrido tal cosa en los viejos tiempos? ¿Por qué dejó que ocurriese tal cosa la Instrumentalidad? Ah, sí, la Instrumentalidad siempre había prohibido este lado de la torre. Tal vez los contraventores habían hallado su castigo de una manera que no podía comprender.

—Mira, Paul —exclamó Virginia—, puedo meter mi mano aquí.

Antes de poder impedirlo, metió la mano en la ranura abierta que decía INTRODUCE AQUÍ EL PAPEL.

Gritó.

Tenía la mano atrapada.

Intenté sacársela de allí, pero ni se movió. Virginia empezó a gemir por el dolor. De pronto, la mano quedó libre.

Unas palabras estaban grabadas a cortes en su piel. Me quité la túnica y le envolví la mano con ella.

Mientras sollozaba a mi lado, aparté de nuevo la túnica de su mano. Entonces vi las palabras.

«Amarás a Paul toda tu vida», afirmaba el escrito.

Virginia permitió que volviera a vendarle la mano y levantó el rostro para besarme.

—Valía la pena —murmuró—. Oh, sí, valía la pena, Paul. Y ahora, intentemos bajar de aquí. Ya lo sabemos todo.

—Estás segura de saberlo todo, ¿verdad? —insistí, besándola a mi vez.

—Naturalmente —sonrió a través de sus lágrimas—. La Instrumentalidad no pudo maquinar esto. ¡Oh, qué aparato tan listo! ¿Es un dios o un diablo, Paul?

Por entonces aún no había estudiado estas dos palabras, de modo que, en lugar de contestar, la acaricié. Dimos media vuelta para marcharnos.

En el último, instante me di cuenta de que yo no había probado en PREDICCIONES.

—Un momento, querida. Permite que rasgue parte de la túnica.

Aguardó con docilidad. Desgarré un fragmento del tamaño de mi mano, y luego recogí uno de los objetos del suelo. Podía ser la parte delantera del brazo. Luego fui a meter la tela en la ranura, pero al dirigirme a la puerta vi que un pájaro enorme estaba posado allí.

Con la mano traté de ahuyentar al pájaro, pero me graznó. Incluso pareció amenazarme con sus chillidos y su afilado pico. No conseguí apartarle.

Probé con la telepatía.

«¡Soy un hombre verdadero! ¡Márchate!»

La obtusa mente del pájaro se limitó a contestarme con un «¡no no no no no!»

Le pegué con tanta fuerza que aleteó hasta el suelo. Luego se enderezó entre los blancos objetos del pavimento y, abriendo las alas, dejó que el viento lo impulsase.

Metí la tela en la ranura, conté hasta veinte, y la retiré.

Las palabras eran claras, pero no entendí el significado.

«Amarás a Virginia veintiún minutos más.»

La dichosa voz de Virginia, tranquilizada por la predicción, pero aún quejumbrosa por el dolor de su mano, me llegó como desde muy lejos.

—¿Qué dice, cariño?

A propósito, dejé que el viento se llevase el escrito. Virginia lo vio volar.

—¡Oh! —exclamó defraudada—. ¡Lo hemos perdido! ¿Qué decía?

—Lo mismo que el tuyo —mentí.

—Pero las palabras, Paul, ¿qué decían?

Con amor, con el corazón roto y tal vez con un poco de «miedo», volví a mentir al susurrarle dulcemente:

—Decía: «Paul siempre amará a Virginia.»

Su sonrisa fue radiante. Su bella figura quedó recortada contra el viento. Una vez más, era la deliciosa Menerima que yo había visto en nuestro bloque cuando éramos niños. Y era algo más también. Era mi nuevo amor de nuestro mundo nuevo. Era mi mademoiselle de la Martinica. El mensaje era estúpido. Ya sabíamos por la ranura de la comida que la máquina estaba estropeada.

—Aquí no hay agua ni comida —rezongué.

En realidad, había un gran charco de agua cenagosa cerca de la barandilla, pero había pasado por encima de los elementos de las estructuras humanas del suelo, y no me atreví a bebería.

Virginia era tan feliz que, a pesar de su mano herida y la falta de agua y de comida, echó a andar vigorosa, alegremente.

«Veintiún minutos —me dije a mí mismo—. Han transcurrido unas seis horas. Si nos quedamos aquí, correremos mil peligros.»

Empecé a descender briosamente por el bulevar Alfa Ralfa. Habíamos hallado el Abba-dingo y seguíamos con vida. No pensaba que estuviese «muerto», ya que esta palabra carecía de significado para mí.

La cuesta era tan pronunciada que trotábamos como corceles. El viento soplaba en nuestras caras con fuerza increíble. Esto era, viento, pero me fijé en la palabra vent sólo cuando hubo terminado todo.

No pudimos divisar toda la torre, sólo el muro al que nos había conducido la corriente de aire. El resto estaba oculto por nubes que pasaban como harapos, envolviendo la pesada estructura.

El cielo estaba rojo por un lado y amarillento por el otro.

Empezaron a caernos encima grandes gotas de agua.

—¡Las máquinas climáticas están estropeadas! —le grité a Virginia.

Quiso contestarme, pero el viento se llevó sus palabras. Repetí mi comentario. Ella asintió con la cabeza, cariñosamente, aunque el viento le azotaba el rostro y los goterones que caían mojaban su atavío dorado. Bah, nada importaba. Se cogió de mi brazo. Me sonrió mientras seguíamos descendiendo, agitando los brazos para impedir una caída. Sus ojos pardos estaban llenos de vida y confianza. Vio que la contemplaba y me besó en la parte superior del brazo sin perder el paso. Era mi chica para la eternidad y lo sabía.

El agua de lo alto, que más adelante supe que se llamaba «lluvia», caía cada vez con más fuerza. De pronto, arrastró a los pájaros. Uno muy grande aleteaba vigorosamente contra el viento aullador y consiguió situarse delante de mi cara, aunque su velocidad aérea era de muchos kilómetros por hora. Graznó ante mí y después se lo llevó el viento. Tan pronto como hubo desaparecido, otro chocó contra mi cuerpo. Lo miré, pero también se lo llevó el aire rápidamente. Sólo capté un eco telepático de su torpemente: «¡no no no no no!»

No… ¿qué?, pensé. No hay que confiar mucho en los consejos de un pájaro.

Virginia volvió a cogerme del brazo para obligarme a parar.

La obedecí.

Al frente teníamos el borde ruinoso del bulevar Alfa Ralfa. Unas nubes amarillentas pasaban por la brecha como peces venenosos en un vagabundeo inexplicable.

Virginia empezó a gritar.

No podía oírla, de modo que me incliné hacia ella. Así, su boca rozaba mi oído.

—¿Dónde está Macht? —gritaba.

Cuidadosamente, la llevé al lado izquierdo del camino, donde la barandilla concedía cierta protección contra el viento feroz y contra el agua de lo alto. Ya no podíamos distinguir nada muy lejos. La obligué a arrodillarse y lo hice a su lado. Las gotas de agua azotaban nuestras espaldas. La luz que nos rodeaba tenía un matiz amarillento, casi negro.

Aún veíamos, pero no mucho.

Deseaba quedarme sentado al amparo de la barandilla, pero ella me dio con el codo. Quería que localizásemos a Macht. Esto se hallaba más allá de mis fuerzas. Si Macht había hallado un refugio estaba a salvo, pero si aún seguía en los cables, el vendaval no tardaría en llevárselo y Maximilien Macht ya no estaría. Habría «muerto» y sus partes interiores se blanquearían en el suelo.

Virginia insistió.

Nos arrastramos hacia el borde.

Llegó un pájaro, como una bala, directamente contra mi cara. Me ladeé. Un ala me rozó el rostro. Me pinchó la mejilla como una aguja al rojo vivo. No sabía que las plumas fuesen tan duras. Todos los pájaros, pensé, deben de tener estropeados sus mecanismos de metal si chocan contra las personas en Alfa Ralfa. No era un modo apropiado de comportarse con las personas.

Al fin llegamos al borde, arrastrándonos sobre el estómago. Intenté hundir las uñas de mi mano izquierda en el material semejante a piedra de la barandilla, pero era muy liso y no ofrecía asidero, aparte de la estría de adorno. Con el brazo derecho rodeaba a Virginia. Arrastrarme de esta manera me resultaba muy penoso, porque aún tenía el cuerpo dolorido por el golpe contra el borde del camino que había sufrido mientras subíamos. Al ver que vacilaba, Virginia continuó avanzando.

No vimos nada.

Nos rodeaba una profunda penumbra.

El viento y el agua nos azotaban como puños.

La túnica de Virginia tiraba de ella como un perro preocupado por su amo. Yo quería hacerla retroceder hacia el amparo de la barandilla, donde podríamos aguardar a que cesara aquella perturbación aérea.

Bruscamente, la luz brilló a nuestro alrededor. Era una demostración eléctrica, que los antiguos llamaban relámpagos. Más adelante descubrí que esto sucede con frecuencia en las zonas que se hallan fuera del alcance de las máquinas climáticas.

La brillante y fugaz luz nos dejó distinguir un rostro blanco que nos miraba. Colgaba de los cables que había un poco más abajo. Tenía la boca abierta, por lo que debía de estar chillando. Nunca supe si su expresión demostraba «miedo» o una gran felicidad. Pero estaba muy excitado. Se apagó la luz brillante y me pareció haber oído el eco de una llamada. Buceé en mi mente telepática sin encontrar nada. Sólo el monótono y apagado «¡no no no no!» de un pájaro obstinado.

Virginia se apretujo contra mí. Después se retorció. Le grité en francés. No pudo oírme.

Entonces, la llamé con mi mente.

Alguien más estaba allí.

La mente de Virginia llameó hacia mí, llena de revulsión.

—¡La joven gata! ¡Va a tocarme!

Volvió a retorcerse. De pronto tuve el brazo derecho libre. Vi el resplandor de una túnica dorada sobre el borde, aun con tan débil luz. Proyecté mi mente y capté su grito:

—¡Paul! ¡Paul! ¡Te amo! ¡Paul…, ayúdame!

Los pensamientos se esfumaron cuando su cuerpo cayó.

El otro ser era C’mell, a la que habíamos conocido en el corredor.

«Vine a buscaros —pensó para sí—. A los pájaros, ella no les importaba.»

«¿Qué tienen que ver con todo esto los pájaros?»

«Tú los salvaste. Tú salvaste a sus crías, cuando el hombre pelirrojo los estaba matando a todos. Todos nosotros estábamos inquietos por lo que nos haríais cuando fueseis libres. Lo descubrimos. Algunos sois malos y matáis otras formas de vida. Otros sois buenos, y las protegéis.»

«¿Esto es ser bueno y malo?», pensé. Tal vez no debí descuidarme. Las personas no tienen por qué saber luchar, pero los homúnculos sí. Se criaron en medio de las batallas y sirvieron a través de las perturbaciones. C’mell, siendo una mujer-gata, me golpeó en la barbilla con un puño como un émbolo. No tenía anestesia, y la única forma (gata o no gata) en que podía llevarme por los cables, en medio del tifón, era manteniéndome inconsciente y relajado.

Me desperté en mi habitación. Me encontraba muy bien. A mi lado estaba el médico-robot.

—Ha sufrido un shock. Ya he hablado con un subcomisario de Instrumentalidad —explicó—, y puedo borrarle los recuerdos del último día, si así lo desea.

Mostraba una expresión complacida.

¿Dónde estaba el vendaval? ¿Y el aire que chocaba como rocas contra nosotros? ¿Y el agua de lo alto que caía al no controlarla ninguna máquina climática? ¿Dónde estaban la túnica dorada y el rostro ansioso y asustado de Maximilien Macht?

Pensé en todo esto, mas el médico-robot, como no era telépata, no lo captó. Le miré fijamente.

—¿Dónde está mi verdadero amor? —grité.

Los robots no pueden burlarse, pero aquél lo intentó.

—¿La joven-gata desnuda con el cabello llameante? Se fue en busca de unas ropas.

Volví a mirarle con fijeza.

Su cerebro-máquina producía unos pensamientos repugnantes.

—Debo añadir, señor, que ustedes, las «personas libres», cambian muy de prisa…

¿Quién discute con una máquina? No valía la pena contestarle.

Pero, ¿y la otra máquina? Veintiún minutos. ¿Cómo funcionaba? ¿Cómo pudo saberlo? Tampoco quise discutir con la otra máquina. Debía de tratarse de un aparato antiguo, muy poderoso… empleado tal vez en las antiguas guerras. No tenía intenciones de averiguarlo. Algunas personas podían llamarlo dios. Yo no le di ningún nombre. No necesitaba el «miedo» ni me proponía volver nunca más al bulevar Alfa Ralfa.

Pero escucha, corazón mío, ¿cómo podrás volver a visitar nunca más el café?

Entró C’mell y el médico-robot se marcho.