I

(Del Diario del general Parks, comandante de las Fuerzas Occidentales Unidas.)

Día 17 de octubre de 2007

Hoy se habló otra vez en el Congreso sobre el nuevo proyecto de armamentos. Lo único que daría buen resultado es destruir todas las armas. Si los políticos supiesen lo que puede hacer la última… Pero no, seguirían hablando sobre el equilibrio de fuerzas. Tengo que charlar con Jons.

Día 24 de octubre

Jons va a convocar para el mes próximo una comisión especial mientras tiene efecto la reunión de las ciencias abstractas. ¡Al diablo con las ciencias abstractas! ¿Qué hay de abstracto en unas ecuaciones que se pueden emplear para liberar energía en cualquier cantidad? Una vez conocido el principio, los imbéciles sabios pueden aumentar infinitamente las posibilidades.

Día 31 de octubre

Cada día un nuevo garbanzo para el puchero. Rumores de inminente aprobación del proyecto Pater. Cómo fabricar un mundo en paz: construir un arma que pueda diezmar a la población y después inventar la imposibilidad de reemplazar a la gente.

Día 12 de diciembre

De nuevo Rhodasia está escupiendo en los zapatos de sus vecinos. No me molestaría en tomar nota de esto de no ser porque Inteligencia cree que Rhodasia se halla a punto de duplicar el Scorcher.

Día 15 de diciembre

Entre la gran marea de escombros burocráticos que hay sobre mi mesa de despacho, yace la prueba de que los rosarianos poseen la fórmula para la fabricación de su propio Scorcher. De cuatro agentes que trataban de, abandonar el país, Inteligencia detuvo a tres. El África negra llegará a ser mucho más negra aún. Los inventores de esta bestia temieron probarla. Teóricamente, libera una reacción que mediante productos químicos avanzará sobre el terreno. ¿Saltará el estrecho de Bering? ¿No será el viento en tal caso un arma de doble filo? No lo sabemos. ¿Nos detendrá tal consideración en su empleo? No.

Una cosa muy buena. No quedará nadie por ahí para blandir el arma en su mano derecha y una bandera en la izquierda.

Día 20 de diciembre

Un popular escritor pacifista acaba de publicar una lista muy pequeña de lugares que podrían ser seguros después de la guerra. Sin desear hacerme el gracioso, me digo esto a mí mismo: partiría mañana para Grecia, pero tengo que estar aquí para oprimir el botón.

II

Jacson de Quío corrió el pequeño cerrojo de los postigos de madera de las persianas de estilo mediterráneo, y abrió ampliamente la ventana al brillante sol. Miró luego hacia las distantes montañas, por encima de las rojizos tejados. Las blancas sábanas de neblina se separaban de los árboles para ascender hacia el sol, aún bajo en el horizonte.

Aspiró una gran bocanada de aire fresco y se inclinó sobre el alféizar de la ventana. Oyó los tambores y tamboriles, pero aún no se veía a ninguna de las personas que tomaban parte en la fiesta de mayo. Luego se volvió y caminó hasta la puerta de la cercana habitación. Allí aplicó el oído a la madera, cubierta por una fina celosía.

Calmosamente, hizo girar el pomo de la puerta y la empujó. Vio que la cama estaba vacía. Calzado con sus sandalias de madera, caminó sobre el enlosado pavimento. Ya estaba a punto de alcanzar la puerta cerrada del cuarto de baño, cuando una almohada alcanzó la parte posterior de su cabeza.

Dio media vuelta con toda rapidez y vio como se cerraba la puerta. Luego sonó la cerradura.

—¡Marya!

Golpeó la puerta repetidas veces con ambas manos, como si quisiera acompañar rítmicamente las carcajadas que sonaban al otro lado.

—¡Abre!

—Ábrela tú mismo, Hércules. Voy a vestirme antes le que sea demasiado tarde. Eso te enseñará a llevarte mis ropas mientras duermo.

La mujer rió de nuevo desde otro lugar de la estancia.

Jacson sacudió desesperadamente el pomo de la puerta y luego corrió hacia la puerta del vestíbulo. Cerrada. Súbitamente inspirado, se quitó las sandalias; y caminó de puntillas hasta las persianas, cuyo cerrojo deslizó sin ruido. Levantando una de sus esquinas para evitar que crujieran, las abrió casi del todo y se deslizó sobre la estrecha terraza.

Sintió cómo las ásperas desigualdades de estuco tocaban su cuerpo cuando avanzó hasta la ventana. Ella estaba allí, con los pies un poco separados, una rodilla flexionada y la otra pierna recta, firme, con unos fuertes músculos apuntando bajo su piel suave. Las torneadas caderas sostenían con facilidad la estrecha cintura. Los brazos flexionados, acabando de sujetarse el cabello. Canturreaba en tono bajo, entre dientes, sonriendo levemente con la cabeza un poco inclinada.

Con gran cautela, Jacson apoyó una mano sobre el húmedo alféizar para poder saltar.

Sus cuerpos se encontraron ante la puerta, mientras las carcajadas de ambos resonaban por toda la habitación.

—No, Jac. Casi estoy vestida.

—No puedes mirarme de esa manera y escapar así como así, vestida o no.

Ella luchó, pero no lo suficiente para evitar que cayeran juntos sobre el lecho. De nuevo se soltaron sus cabellos, extendiéndose sobre la almohada. No se movió cuando Jacson soltó sus brazos para cerrar las persianas. Después se vengó mordiéndole en una oreja.

Mientras se hallaban tendidos de espaldas, contemplando el techo, medio dormidos, el ruido invadió las calles.

Marya tiró de la sábana sobre la cual se hallaba el cuerpo de Jacson y la enrolló a su cintura. Jacson abandonó rápidamente el lecho para unirse a ella, en la ventana. Los cantos rodados de la calle estaban cubiertos por pétalos de rosas blancas, amarillas y rojas, arrojados por muchachos y muchachas desnudos de aproximadamente quince años de edad, cargados con cestas llenas de flores. Tradicionalmente, el último nacido encabezaba la procesión. Tras ellos avanzaba un grupo de músicos con instrumentos de percusión, tambaleándose borrachos de un lado a otro de la estrecha calle.

Una carreta, cubierta por complicados dibujos florales, seguía de cerca a los músicos, transportando a un hombre rubio y a una mujer sobre un estrado tapizado. Estaban haciendo el amor. En cada rincón de la carreta vigilaba un tecnosacerdote. Delante había otro que se volvía de vez en cuando para animar a la pareja rubia en sus esfuerzos, dedicándoles alguna palabra soez.

La mayor parte del ruido que acompañaba al desfile era producido por la multitud que cantaba y gritaba y bailaba tras la carreta, llenando el aire con sus roncas carcajadas y expresiones vulgares.

Jacson se volvió sintiendo que se apoderaba de él la náusea.

—¡Oh, Jac! —gimió Marya, contemplando aún a la multitud que se acercaba a la próxima curva de la calle.

Jacson se encolerizó una vez más ante la razón de la sinrazón, haciendo extensiva su ira a Marya.

—¿Te agradaría ser mostrada… así, como un animal de concurso?

Marya enrojeció. Abandonó la ventana y reanudó su peinado.

Arrepentido, Jacson se dominó y dijo:

—Lo siento, pero no pienso en la misma forma que vosotros respecto a todo esto, y ya lo sabías cuando me aceptaste.

Señaló hacia el exterior con un dedo y añadió:

—¿Cómo nos puede eso ayudar a tener hijos? Quizá a ellos sí les ayude en algo.

A continuación, Jacson maldijo entre dientes.

Suspirando hondo, como una madre que tratara de explicar la misma cosa a su pequeño hijo por milésima vez, Marya depositó el peine entre las largas púas del cepillo y lo dejó sobre el tocador. Luego tomó asiento en el suelo y apoyó un brazo sobre las rodillas de Jacson.

—¿Sabes, Jac? No acabo de entenderte. Te quiero y confío en ti, pero tu amargura y esa rebeldía que exteriorizas en casi todo a veces son excesivas. Espera…

Marya apoyó dos dedos sobre los labios de Jacson y añadió:

—Lo sé. Aguantaste el ritual de la boda en la iglesia. También me alegro de que eso haya terminado. Pero en realidad no crees en nada. Ni siquiera en la simple diversión… y aceptas la fiesta de mayo por lo que vale. Eso no te impide hacer lo que quieras con tu vida, ¿verdad?

—¡Sí!

Jacson se puso en pie y comenzó a pasear por la estancia. Luego, dijo:

—Este es el quinto año. Esperamos cuatro porque cada quinta fiesta de mayo el Pater permite que se haga el amor. ¿Crees que los hombres se han convertido en pecadores solamente en estos últimos quince años de historia y que por eso han sido castigados con la esterilidad? Yo no lo creo. Este es el sexagésimo quinquenio. En los tres últimos no han nacido niños. El hombre no puede haber cambiado mucho desde que nacimos.

Una vez más, Jacson pareció dominarse y murmuró:

—Lo siento.

—Yo no sé nada sobre eso, Jac. Pero hemos hecho lo que pudimos por el Pater y ahora debemos hacerlo por nosotros. Y aún nos quedan cuatro meses más para intentar tener hijos.

—Lo sé. Lo siento mucho.

La joven le atrajo hacia sí y le besó.

—Está bien, Marya. Es día de fiesta. Vístete y daremos un paseo hasta la plaza.

Jacson sonrió intentando dar la sensación de haberlo olvidado todo, pero aún daba vueltas a las mismas cosas en su mente. Año 2307. Él y Marya tenían cinco quinquenios, veinticinco años de edad. Los más jóvenes tenían tres quinquenios. Tendría que charlar con Stephan, su viejo amigo. Al menos ellos no esperarían a que el último hombre caminase decrépito hacia su tumba. Y en cuanto a Marya y los tecnosacerdotes

No quiso ni siquiera acabar de pensarlo.

III

(Del Diario del general Parks.)

Día 21 de diciembre de 2007

Esto podría ser. Acabo de recibir una orden de aspecto inocente para un entrenamiento de guerra hemisférica a toda escala. Probablemente una especie de gambito para desorientar a los africanos. El Scorcher podría fabricarse en un taller de juguetes teniendo a mano la fórmula. Hay por allí alguien que nos odia. Quizá los peces gordos sepan lo que se está guisando. Esta vez todo el mundo ha de meterse en el lío, le guste o no.

El mismo día

Ha sucedido. Se ha aprobado el proyecto Pater. El Control de Fertilidad Universal Obligatoria entrará en vigor mañana. Generaciones de niños en germen han obligado al Gobierno a hacerlo así, pero ahora será un despilfarro…, a menos que dispongamos también de un control de la muerte. Si pasado mañana anda por ahí alguna mujer con un óvulo por fecundar, seré el primer sorprendido.

Día 24 de diciembre

Esta vez hay verdadera prisa. Faltan cinco minutos para apretar el botón. Que Dios ayude a los supervivientes, si los hay. En la otra vida (debe haber una, ya que ésta no lo es), creo que llevaré pancartas: «¡Viva la gente!» «¡Suprimid las fronteras nacionales!» No usaré barba, no mascaré goma, no fumaré DMT, no trataré con psicodélicos, pero lo que la generación del amor aprendió de todas estas cosas servirá como nueva Ley de Derechos y Errores. Hazlitt estaba equivocado. Al hombre no se le puede definir como el «animal que ríe y llora», porque es el animal que crea maravillosos cañones, bazookas impúdicos, misiles, morteros, bombarderos, granadas, bueno… Hazlitt tenía razón a medias, porque el hombre llora.

IV

La plaza estaba abarrotada de gente de la ciudad y otros isleños, que iban de puesto en puesto comprando duplicados de los sagrados iconos, gardenias, helados y limonada. Con tres veces la altura de un hombre y un espesor equivalente a la longitud de un brazo, los dos brillantes y antiguos artefactos se alzaban sobre sus amplias bases con tres rebordes desgastados por las bocas de los adoradores. En sus cimas aparecían unos redondeados conos que señalaban hacia el cielo.

Stephan de Samos, amigo de Jacson desde sus días a bordo del Zambak, cuando embarcaban cobre en Chipre y Creta, había traído a su novia, Tatiana, a Quío, para su primer Período Sagrado.

—Jac, mira cómo están fabricadas esas cosas. Los Antiguos debieron disponer de herramientas y conocimientos que jamás hemos soñado.

Jacson había dominado su mal humor durante toda la mañana. Como electricista, sospechaba que los conocimientos para construir aquellos iconos se habían desarrollado por las mismas razones que propiciaban el desarrollo de la electricidad: su utilidad para el hombre. Respondió:

—Sabes que hablar así es una blasfemia, amigo. Los sacerdotes dicen que la Gran Parte fue destruida por una ola de la Nueva Luz, por Pater, como castigo, ya que los Antiguos eran hombres malos y envilecidos. Además, sugieres que esos iconos eran herramientas y eso no tiene sentido. Los Antiguos no eran gigantes.

Stephan había adquirido el hábito de aguijonear a Jacson con una mezcla de sabiduría convencional y declaraciones tópicas. Trabajaba muy bien con las manos, pero cuando era preciso ir más allá de dar forma al metal al rojo que sostenía entre sus tenazas, se sentía totalmente perdido.

Había aprendido a confiar en la intuición de Jacson. Así era como habían descubierto los talleres bajo los escombros de Nicosia y aprendido a fabricar alambre. También en otros tiempos lo habían reunido y almacenado para tender líneas eléctricas, buscándolo en ciudades abandonadas.

Estaba a punto de comenzar la consagración quincenal de los iconos. El Gran Tecnosacerdote y su séquito avanzaron pomposamente hacia el estrado mientras los acólitos hacían oscilar sus incensarios. Marya y Tatiana lucharon por abrirse paso entre la multitud.

—Ahí vienen las chicas, Stephan. Cuando lleguen aquí diles que se reúnan más tarde con nosotros. Tengo que charlar contigo.

Stephan decidió que perdería el tiempo si intentaba persuadir a su amigo para que se quedase allí a contemplar la ceremonia. Tristemente, observó a las dos jóvenes que se aproximaban sosteniendo en alto las baratijas que habían comprado. Se movían sus labios, pero sus palabras quedaban ahogadas por el ensordecedor bramar de la multitud.

V

El ruido de las festividades quedaba muy atenuado entre los espesos muros de la taberna. Eligieron una de las mesas situadas bajo los arcos de la convertida mezquita. Tomaron asiento lejos del mostrador. Pidieron raki, que luego vertieron en vasos con agua. Bebieron el lechoso líquido, pidieron más, y esperaron hasta que el anciano que les servía se retiró tras el mostrador.

—Steph, ¿qué vais a hacer Tatiana y tú?

—¿Hacer? Bueno, regresaremos a Samos después del festival. Hemos alquilado una casa cerca del puerto hasta que veamos…

—Hasta que veáis que no tenéis hijos. ¿Y entonces…?

—Entonces decidiremos. ¿Qué quieres decir con todo eso?

—Lo siguiente: sabéis muy bien que no tendréis hijos y que ellos decidirán por vosotros. ¡Y entonces será demasiado tarde!

—No sabemos lo que puede ocurrir. Al menos yo no lo sé, ni tú tampoco. Puede que en este quinto año…

—Este quinquenio será igual a los tres últimos. Sé muy bien que es más fácil pensar o creer que las cosas son de otra manera. Incluso la promesa de unos pocos meses con Marya es mejor que nada.

El camarero les sirvió unas copas de khave. Stephan se llevó la suya a los labios y miró a su amigo con ojos brillantes. Cuando hubo vaciado la copa la colocó boca abajo sobre la mesa.

Kalo. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿Qué es lo que piensas? —preguntó, apoyando ambos codos sobre el borde de la mesa.

Jacson se inclinó hacia él, ansiosamente, con la tensión reflejada en cada uno de sus rasgos.

—Estoy pensando que jamás habrá más niños.

Se detuvo para dar más significado a sus palabras. Luego añadió:

—A menos que alguien trate de averiguar por qué y qué se puede hacer…

Stephan, con calculados movimientos, puso la copa boca arriba, estudió los dibujos que en ella había con poca satisfacción, y acto seguido apartó a un lado bruscamente copa y plato.

—¿Y qué es lo que podría hacer alguien? —interrogó.

Jacson se echó hacia atrás en su silla, al mismo tiempo que movía un brazo en un ademán de frustración.

—Sólo un loco podría negar que debemos intentarlo. Solamente un loco seguiría escuchando a los tecnosacerdotes, que son asimismo unos locos. O algo mucho peor, ¡embusteros!

—¡Jacson! —exclamó Stephan, oprimiendo un brazo de su amigo y mirando hacia el camarero—. Salgamos de aquí.

Tras dejar algún dinero sobre la mesa, Stephan se encaminó apresuradamente hacia la salida, sosteniendo aún a Jacson por el brazo. Bordearon a los últimos espectadores que llenaban la plaza y penetraron en una estrecha calle que les condujo al mar. Continuaron caminando hasta hallarse lejos del muelle de amarre, y entonces redujeron el paso.

—Está claro que has perdido la cabeza, pero estoy contigo en lo que pienses. Bueno, quizá sean los vínculos de la amistad y todo eso…

Se detuvo y Jacson forzó su rostro en una sonrisa.

Kalo, camarada. Pero te lo advierto, esto implicará más riesgos que una captura por los merodeadores turcos. Cuando termine nuestro período de prueba, si Marya no muestra señales antes de que los tecnosacerdotes se la lleven, nos habremos ido. Si lo deseas te iremos a buscar.

—¿Y adónde iremos?

—Eso puede esperar. Mientras tanto debemos aprender todo lo que podamos. Hacer preguntas, sobre todo a los ancianos. Y a los marineros. Ellos viajan mucho y es posible que sepan cosas que nosotros ignoramos. Comienza a almacenar provisiones por si tenemos que irnos antes de lo previsto.

—¡Estás hablando en serio! Muy bien, así lo haré. Y si es necesario conozco algunos lugares en el continente que pueden ser muy seguros.

Se miraron mutua y fijamente bajo el fuerte sol. El viento soplaba con suavidad y a sus pies resonaba el murmullo de un amistoso océano. Ambos tenían muy en cuenta el peligro que suponía abandonar sus islas sin permiso y también el que presentaban las bandas turcas de la costa.

Pero, después de todo, eran auténticos griegos, y el remoto aroma del temor hizo latir sus corazones con más fuerza; unos corazones que desde hacía mucho tiempo se habían habituado a la seguridad constante. Mientras estrechaban vigorosamente sus manos, ambos lanzaron una sonora carcajada bajo el brillante sol.

VI

—¿Dónde habéis estado?

Tatiana parecía muy joven y llena de temor.

—Paseando. ¿Qué ha sucedido?

La multitud se dispersaba y las personas evitaban mirarse directamente a los ojos.

Marya ocultó el rostro en el pecho de Jacson.

—Ha sido terrible —murmuró.

—Continúa, ¡dinos lo que pasó!

—Se trata de Dimitrios. Le han matado.

—¿Dimitrios? ¡En nombre del Pater! ¿Quién le mató?

—Los acólitos. Dimitrios le chilló a un tecnosacerdote y después le abofeteó.

Tatiana rompió a llorar histéricamente.

—Le destrozaron, pero siguió gritando: «¡Asesinos! ¡Asesinos!», mientras se arrojaban sobre él como locos.

Jacson hizo memoria. Dimitrios se había casado hacía cinco años. Como su esposa no le había dado hijos, se la habían llevado. Dimitrios la amaba mucho.

Cuando se alejaban de aquel lugar, Jacson captó la significativa mirada de Stephan, que le decía sin palabras: «¿Te hubieses comportado tú en forma diferente?» Leyó un firme «¡No!» en los negros ojos que se clavaban en los suyos.

VII

El mes de agosto halló a Jacson tan preparado como debía estarlo. Como de costumbre, había trabajado en los tendidos eléctricos de la isla. Guardaba una buena cantidad de provisiones en la desierta costa occidental. Parecía probable que muy pronto fuera a necesitarlas.

Sin embargo, había tenido también tiempo para rehacer la historia del preholocausto, pues pasó unos días con Nikos, un ermitaño que vivía en el extremo oriental de la isla y que anteriormente había sido tecnosacerdote. Por él supo que los hombres sagrados no habían tenido un papel tan importante como se aseguraba en la salvación del archipiélago a la hora del desastre.

Nikos, ya muy anciano, había sido sacerdote en su juventud. Su padre y su abuelo también habían pertenecido a la sagrada orden. Las historias y relatos que se habían transmitido durante generaciones llegaron a Nikos con un alto grado de veracidad. En su familia se apreciaba mucho la verdad, pero nada se le dijo hasta haber sido ordenado.

Por entonces había recibido tanta información de otras fuentes, que se agotó en su esfuerzo por reconciliar los relatos de su padre con la historia enseñada por la Iglesia. Amaba y respetaba a su padre y era hombre devotamente religioso. Tras dudar terriblemente entre el rechazo de las palabras de su padre y el estudio minucioso del santo Manual Técnico, finalmente se decidió por la vida de meditación y la terrible austeridad que aún observaba.

La verdad, tal y como él la había recibido, era incompleta, pero correcta en su alcance. Según su padre, hubo una época en la que los técnicos formaron una jerarquía secular basada en capacidades que nunca estuvieron muy claras para él, mientras que los sacerdotes se formaron en temas relacionados con las almas y moral de los hombres. No se permitía entonces a los sacerdotes tomar esposa. En este aspecto, en cambio, los técnicos eran como los demás hombres.

Llegó la destrucción del resto del mundo, que dejó solamente con vida a Grecia y a unos cuantos supervivientes esparcidos por zonas cercanas del continente, según atestiguaron los ocasionales viajeros que solían llegar a las islas. Comenzaron el terror y el hambre. Los dos estamentos más fuertes de la población eran los educados técnicos, que poseían y retenían la mayor parte de las armas, y las órdenes religiosas.

Ambos unieron sus fuerzas para restablecer una pacífica existencia en las islas. Pero muy pronto se les identificó como una sola institución y no transcurrió mucho tiempo sin que se les llamara tecnosacerdotes.

Los técnicos llevaron con ellos a sus esposas y así establecieron un nuevo precedente. Al cabo de poco tiempo los tecnosacerdotes comenzaron a reclamar a las mujeres que no habían tenido hijos en su matrimonio. Algunas veces, estas mujeres concebían dentro de las iglesias, a pesar de que no lo habían hecho con sus maridos.

El padre de Nikos sugirió que había habido una época en la que una mujer podía dar a luz hasta quince hijos en otros tantos años, aunque él jamás lo había visto. Dijo que la carga de los nacimientos se había hecho tan pesada en aquella época, que el hombre había establecido un pacto con el Pater para reducir los nacimientos hasta que los niños nacieran solamente cada cinco años.

Una vez más, en aquel quinquenio no había nacido ningún niño de Quío. Tras pasar algún tiempo en el puerto, Jacson se enteró de que la misma circunstancia se daba en todas partes. Lamentaba con los demás la ausencia de nueva sangre. Había hecho su servicio obligatorio marítimo en compañía de Stephan a los doce años de edad. Ahora, el hombre más joven de la flota tenía veinte. Prácticamente faltaba toda una generación.

Tomó asiento en una taberna del puerto que olía a salitre, pescado y sudor de los hombres que le rodeaban. Intercambió con ellos algunas historias y a cada bocado de retsina se iba haciendo más y más locuaz. Las hazañas combinadas de tres siglos de niños y criminales a bordo de los buques mercantes estaban presentes en todos los relatos. Más pronto o más tarde, un descendiente de Homero, que también era de Quío, nacería para unir en una obra épica todas aquellas discordes historias.

Con la cabeza dándole vueltas por los efectos del vino y del heroísmo, Jacson regresó a casa y a Marya por serpenteantes callejas. Marya. El nombre se adhería a su piel. La mujer se había convertido en algo tan importante para él como la misma respiración. La mujer había cambiado la isla de arriba abajo. Antes era un simple conjunto de colinas y rocas, y ahora le parecía una copa de calor mediterráneo.

Pronto tendría que decirle que se iban. A diferencia de él, que había viajado por las islas y conocía a alguien en casi cada región, Marya jamás había dejado su isla, su hogar. Lamentándolo, pensó en ella cuando regresaba a casa por la tarde, después de pasar un día con sus amigas recogiendo lentisco en las colinas y trayendo en su respiración el suave aroma de la savia. Pensó: «Mejor dejar esto que no tener nada.»

Estaba la luna alzándose sobre la tierra cuando llegó a la entrada. Se detuvo repentinamente. En el fondo del jardín, la puerta de la casa se hallaba abierta. La luz se filtraba hacia el exterior. Oyó la voz de Marya, una sola sílaba, dura, áspera, y entonces una sombra bloqueó la luz durante un instante, como si alguien saliera corriendo por la puerta hacia el fondo del jardín. Jacson gritó y echó a correr hacia la sombra que se alejaba. Cuando pasó por delante de la luz oyó su nombre. Luego sus manos se encontraron sobre un par de hombros. Los empujó hacia delante, haciendo que el hombre se arrodillara.

—¡Janaros!

El tecnosacerdote volvió el rostro mientras esbozaba una sonrisa. Jacson añadió:

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Casi ha llegado el tiempo, Jacson. Quiero saber algo acerca de tu mujer.

El tecnosacerdote hablaba lentamente, sin apartar sus ojos del rostro de Jacson.

Con una repentina furia en las venas, Jacson lanzó un violento puntapié al pecho de Janaros. El hombre cayó hacia atrás gruñendo y rodando de costado. Otro golpe cayó de lleno en su cara. Jacson se inclinó y dijo en tono ronco:

—Janaros, si la has tocado, eres hombre muerto.

Se volvió y corrió hacia la casa. Junto a la puerta se encontraba Marya, que lloraba apoyada de espaldas contra la pared.

—Dime qué ha sucedido.

La joven se apartó de la pared y se acercó a él, todavía llorando.

—Dime lo que…

—Nada, querido…

La muchacha sollozó y miró hacia otro lado. Jacson la obligó a mirarle a los ojos. Marya añadió:

—No ha ocurrido nada. Dijo que me tomaría cuando llegara el momento. Quería…, pero le obligué a irse.

Jacson envió a Marya al dormitorio. Aún jadeante, regresó al jardín. Janaros se había puesto en pie y estaba apoyado contra el muro.

—¡Fuera de aquí! —gritó Jacson—. ¡Jamás la volverás a ver!

Y a continuación empujó al tecnosacerdote con tal violencia que casi le derribó de nuevo.

—Lamentarás esto, Jacson. Cuando llegue el momento lo pagarás —dijo, mirándole con ira.

Muy pronto se perdió entre las sombras. Jacson maldijo en voz baja a la luna y las estrellas. Después caminó lentamente hacia la casa. Marya ya se había dormido.

VIII

Las estrellas aún brillaban en el cielo a pesar de que el falso amanecer pintaba de azul oscuro el horizonte. Jacson estaba despierto escuchando los primeros sonidos del despertar de los pájaros. Con cada minuto que iba transcurriendo, aumentaban notablemente las agudas llamadas que quebraban el profundo silencio.

De niño, las mañanas como aquélla siempre habían despertado en su interior emociones que le hacían recordar los relatos escuchados en los campos de trabajo. Alrededor de las hogueras, después de cenar, siempre había un anciano que relataba una de las historias sobre un héroe llamado Ulises. El lenguaje empleado no era el de cada día. Era como si alguien estuviera leyendo un libro o construyendo frases como edificios, para que así soportaran el paso del tiempo. Las orgullosas sombras de aquellos días quedaron grabadas en su mente y sus sueños durante años. Esta vez Jacson pensó en por qué aquellos hombres se maldecían y luchaban unos contra otros. Una mujer, Elena. París se la llevó y toda Grecia se alzó en armas para rescatarla. «Y nos arrebatarán a todas nuestras mujeres», pensó.

Escuchó atentamente los nuevos sonidos que se añadían a los primeros entre los árboles. Un pájaro comenzaba a cantar normalmente. Otros le respondieron. Se inició otra vez el aleteo entre las hojas.

De repente Jacson centró su atención en una diferente clase de ruido. Muy suave, pero motivado por movimientos de regularidad poco natural. Se dejó de escuchar durante varios minutos, y entonces Jacson se levantó para aproximarse a la ventana. Apretándose contra la pared, observó el amplio jardín que se extendía más abajo. Un movimiento junto al negro ciprés. Otra vez. Otro movimiento al lado de un alto seto. Cuando Jacson se fue habituando a observar lo que ocurría en la oscuridad, contó hasta ocho hombres.

Había llegado el momento de la decisión. ¡Ahora!

Acariciando la mejilla de Marya con la yema de un dedo, la despertó. Acercó la boca a su oído, sosteniéndola con fuerza para que no hablara. Se vistieron en silencio y después avanzaron hacia la puerta de la terraza.

La puerta del dormitorio se abrió con fuerza y se encendieron las luces. Janaros lanzó una rápida ojeada a la cama y comenzó a dar órdenes.

—¡Registrad la terraza! Tú…, ¿no has visto nada?

—Nada, Santidad.

—Antorchas, registrad los alrededores. Acólitos, haced lo mismo con las habitaciones.

Hubo unos momentos de febril actividad. Los hombres se llamaban unos a otros y sonaban las pesadas botas en las escaleras.

—Aquí no hay nadie, Santidad. Han debido de avisarles.

—¿Quién? Vosotros mismos no lo supisteis hasta hace una hora.

Janaros empujó con el pie una silla, que se deslizó hasta el centro de la estancia, y tomó asiento en ella.

—Dejad aquí dos hombres. Id directamente al puerto y cuidad de que nadie se haga a la vela hasta que hayáis registrado personalmente cada uno de los caiques.

Sonaron las pesadas botas alejándose de la casa. Janaros gritó desde la ventana cuando el pequeño grupo avanzaba hacia la carretera:

—Sois responsables de ellos, no lo olvidéis.

Sin contestar, el jefe del grupo apuró el paso arrastrando tras sí a los hombres, que maldecían en voz baja.

Janaros, pensativamente, se tocó la herida de la mejilla y estudió la habitación. Su vista se posó durante un momento en la cama y luego se elevó al techo. Escuchó con atención, pero sólo pudo identificar con seguridad el ruido que hacían sus propios hombres.

Una leve sospecha comenzó a tomar forma en su mente, y con gran cautela caminó hasta la terraza. Apagó las luces. Una vez en la terraza se detuvo, escuchó de nuevo y avanzó ceñido a la pared para observar los aleros del edificio. Llegó hasta la balaustrada y otra vez se detuvo extendiendo el cuello para mirar hacia el inclinado tejado. Oyó demasiado tarde el movimiento, tras él, en las enredaderas. Un brazo se cerró sobre su garganta y le arrastró. Apenas había sacado el cuchillo de la vaina, cuando sintió que una mano se apoderaba de él y lo hundía entre sus costillas. Arqueó la espalda una sola vez antes de caer al suelo, flojamente, sin lanzar un solo grito.

Jacson contempló el cuerpo de Janaros durante largo tiempo, mientras respiraba fatigosamente.

Sonó un murmullo casi directamente a sus pies y prestó atención. Una voz nerviosa interrogó:

—¿Estáis bien, Santidad?

Jacson esperó hasta que la pregunta se repitió por segunda vez e inmediatamente saltó sobre la voz. El sorprendido acólito salió despedido y golpeó la tierra con su espalda. Se puso en pie y en guardia cuando Jacson hizo lo mismo. Los dos hombres trazaron un amplio círculo, con lentitud, estudiándose y avanzando, la mano derecha armada con un cuchillo. El acólito estaba bien entrenado en aquel tipo de lucha. Su rostro era una caricatura del odio. Bajo la débil luz de las estrellas, sólo se distinguían sus rasgos más prominentes. Una sonrisa demoníaca y la alta frente.

Se arrojaron uno sobre otro y casi simultáneamente esquivaron el acero. Repitieron el ataque y las muñecas de ambos hombres quedaron fuertemente trabadas. Jacson tensó todos sus músculos y se deslizó hasta el suelo, apoyando una rodilla en el estómago del hombre. Hizo presión sobre los brazos de su enemigo y estiró la pierna. Entonces quedó libre su muñeca. Con rapidez se revolvió sobre el terreno, alzando el cuchillo para dejarlo caer con enorme violencia. La hoja clavó sobre la tierra la garganta del hombre.

Una luz se movía hacia ellos. Jacson se ocultó entre las enredaderas mientras la antorcha se acercaba y descendía para observar el cuerpo del acólito. Un silencioso arco brillante en la oscuridad y todo acabó. Jacson apagó la antorcha valiéndose de la capa del acólito y esperó, escuchando con suma atención. Finalmente trepó por el arriate.

Mientras ayudaba a Marya a llenar una pequeña bolsa, ésta comenzó a llorar. Al darse cuenta de que la sangre había manchado las manos de Jacson, se las hizo lavar. El tono de su voz era monótono.

—¿Qué haremos?

—Cuando regresen los hombres de Janaros no habrá salida. Te lo diré en el camino.

—¿En el camino hacia dónde?

—Ellos están en el puerto. Nos iremos hacia Vrodadhes, en el norte. Allí vive un viejo ermitaño que posee una barca de pesca. Es justo lo que necesitamos. ¡En marcha!

IX

Antes de que el día clareara totalmente, ya se habían alejado mucho de la casa. Caminaron por las carreteras porque no valía la pena intentar ocultarse. Cuando sonara la alarma general, cualquier punto de Quío sería peligroso. Hasta aquel momento sólo lo era el puerto.

El sol era ya un disco incandescente en el cielo sobre Ak Dag, cuando llegaron hasta la cabaña, caminando trabajosamente sobre rastrojos. El anciano estaba sacando agua de un pozo y siguió haciéndolo mientras observaba cómo los recién llegados cubrían apresuradamente sus últimos cien metros.

—¡El Pater se ha levantado! —exclamó el anciano a guisa de saludo.

Luego les hizo una seña para que le siguiesen a su cabaña.

Les ofreció agua fresca y preparó café, que sirvió con terrones de azúcar en un platillo. Dejó un plato de madera de forma alargada lleno de pan sobre la mesa, y silenciosamente contempló cómo comían.

—Tu carga no es ligera, hijo mío —dijo cuando hubieron terminado.

—Partimos para tierra firme. Tu barca es nuestro único medio para lograr la libertad.

Sin embargo, las cosas que no se decían no quedaban ocultas bajo aquellas palabras.

El sacerdote enarcó las cejas y les mostró las palmas de sus manos.

—¿Cómo podré pescar entonces? Los peces saben que pueden ser capturados si se acercan mucho a la arena, pero más allá nadan muy descuidados.

El anciano no había dicho que no. Quería saber más cosas.

Las precauciones o la cautela carecían de importancia si consumían un tiempo precioso. Jacson se lo explicó todo en cuatro frases. Finalmente, el anciano sacerdote asintió con un movimiento de cabeza. Había charlado muy a menudo con Jacson y le conocía bien.

Sin dudarlo, el anciano se puso en pie, metió algunas cosas en una bolsa de piel y se dirigió a la puerta.

—¿Qué harás, padre Nikos?

—Los dos necesitamos la lancha. Está claro que he de ir contigo.

El viejo Níkos avanzó sobre la arena. Se detuvo y giró sobre sus talones en el mismo borde del agua, dejando caer la bolsa en la proa de la embarcación. Marya saltó sobre la borda y se sentó en el mismo momento en que los dos hombres empujaban la lancha hacia el agua.

X

Se turnaron en los remos y Marya manejó la pequeña vela. A última hora del mediodía rodeaban la costa norte de la isla en dirección al sur. Las patrullas les estarían buscando en Cesme y en el islote de Kara, al este de Quío.

Jacson tenía su almacén de provisiones en la costa occidental, frente al monasterio. Desde allí podrían seguir navegando hasta Samos. Se detuvieron en la desierta playa en pleno crepúsculo, y allí mismo durmieron un rato y Marya preparó un poco de comida. Ya de nuevo en la barca, una fuerte brisa les llevó a cierta distancia de la isla antes del amanecer. Cuando por la mañana cayó el viento y tuvieron que recurrir a los remos, lo único que quedaba de Quío ante sus ojos era una fina línea en el horizonte.

Dos horas de remada en alta mar hicieron lamentar a Jacson no haberse apoderado de otra embarcación con más vela durante la noche. Sin embargo, pronto se levantó el viento y pudieron dormir por turnos. El sol ya se había puesto hacía unas horas cuando arrastraron la embarcación sobre los suaves cantos rodados de una playa cercana a Kharlovasi, en Samos.

XI

Extracto del New World Times Tribune, 20 de diciembre de 2007. Ginebra.

«El Consejo Mundial ha aprobado hoy un plan ultra-secreto para el control de la natalidad. Según el delegado científico del Consejo, el proyecto ha sido puesto en práctica desde el mismo momento en que se anunció.

»No se han proporcionado detalles acerca de cómo funcionan los controles. Una fuente digna de crédito aseguró que la investigación ha sido llevada a cabo por un equipo de la Spaceworks Inc., en colaboración con otro de la Biolab Ltd. de Glasgow.

»Se especula mucho sobre la reacción internacional. Según nuestras fuentes de información, algunos de los países representados se han opuesto violentamente. Parece ser que durante las sesiones secretas se discutió el hecho de que tal dispositivo podría provocar la extinción de toda la raza en caso de ser controlado por gente poco adecuada.

»Se insistió sobre la posible anulación en caso de necesidad extrema y su puesta a punto. Se ha encargado a las organizaciones civiles y religiosas que supervisen el proceso, habiendo recibido completa información técnica para su empleo.»

XII

La isla de Quío hervía de actividad. El primer día, enteramente dedicado a rastrear la isla en busca de los fugitivos, lanzó a los acólitos en la dirección correcta.

En la mañana del segundo día, Janaros fue trasladado desde el muelle hasta la cubierta del Ellenica, una embarcación perfectamente equipada, que empleaban los tecnosacerdotes en ocasionales salidas contra los turcos o para perseguir a griegos recalcitrantes.

Los hombres de Janaros le trasladaron con el mayor cuidado posible, pero aun así el hombre amontonó sobre ellos una gran cantidad de insultos, con lo que logró ponerles más nerviosos de lo que estaban y, en consecuencia, que le movieran mucho más de lo que querían.

Casi paralizado por los vendajes y el temor de que se produjera una hemorragia en su herida del pecho, no podía aplicar a Izquierda y derecha los golpes que su segunda naturaleza le impulsaba a propinar. Sin embargo, su lengua era un arma suficientemente ofensiva para sus acólitos. Colocaron su litera con sumo cuidado en un lugar protegido de la cubierta, y luego se retiraron a esperar órdenes.

Janaros miró con ojos duros hacia el sur, entornándolos ante la brillante superficie del agua, mientras se soltaban amarras tras haber embarcado la última boza La nave avanzó hacia la boca del puerto tomando el viento con gran facilidad. Los restos de una hoguera en la costa occidental de Quío, la desaparición del sacerdote y la conocida amistad de éste con Stephan, les empujaban en aquella dirección. El dolor físico y el ansia de venganza de Janaros le proporcionaba impulso, y el imparcial viento que hinchaba las velas, medios para atravesar el mar.

XIII

Cuando Jacson llegó a Kharlovasi, Stephan y Tatiana ya estaban preparados. También les quedaba muy poco tiempo para separarse a causa de su esterilidad. El trío embarcó en un caique cuyo propietario se hallaba en las colinas, y a medianoche, ya con Marya y el padre Nikos, partieron hacia Kusadasi, en la costa turca.

El alivio de haber alcanzado casi el éxito les hizo ser más locuaces que de costumbre, por lo que nadie durmió. Las mujeres se dedicaron a hervir khave y a parlotear toda la noche. Stephan patroneó el caique, mientras Jacson y Nikos se ocupaban de las velas. La constante brisa les ayudó mucho. Antes del amanecer guardaron silencio durante un largo rato, disfrutando de la sensación de ser libres bajo las brillantes estrellas y de la caricia del viento sobre la piel.

Jacson quebró el silencio. Su voz pareció rodar sobre las oscuras aguas.

—Stephan, el padre Nikos dice que Efeso es el sitio donde debemos empezar.

—Estoy de acuerdo. Efeso se menciona a menudo en el Manual.

Pidió a Tatiana que sacara el libro de su bolsa.

Nikos preguntó:

—¿Cómo lo conseguiste?

—Siempre hay alguna forma —murmuró lacónicamente Stephan, encogiéndose de hombros—. Escucha esto, Jac: «El Pater afirma que lo que es bueno para la multitud será bueno, por división, para el individuo; que el hombre debe ser metódico en su reproducción como lo es en otros terrenos; y que la responsabilidad de la paternidad no debe pertenecer a una nación o grupo.» Esto es de la introducción.

Jacson exclamó:

—¡Cuántas veces he oído eso! Hace que el Pater suene a algo hecho por el hombre.

—Desde luego. Y más adelante sigue diciendo: «Las Unidades de Comunicaciones Centrales con Pater se establecen en regiones ampliamente separadas bajo el mantenimiento de equipos técnicos de origen internacional.» Y se nombra a Efeso como una de tales Unidades.

Pensativamente, Stephan recorrió el Manual con la yema de un dedo y se lo pasó a Jacson.

—La mayor parte del libro son matemáticas y diagramas que están fuera de mi alcance. Excepto la última sección. Échale una ojeada.

En aquellos momentos la marejada empezó a hacerse notar. Stephan concentró su atención en mantener la embarcación de proa al oleaje.

—¿Te refieres a esto?: «Las Unidades disfrutarán de primordial seguridad y se abrirán a la inspección sólo bajo órdenes directas de la Comisión Permanente del Proyecto Pater del Congreso de la Unión Occidental.»

No había habido ninguna Unión Occidental desde hacía trescientos años.

Prácticamente, Occidente no existía.

Nikos añadió:

—Cuando yo tenía vuestra edad, la gente todavía hablaba de la destrucción de la Gran Parte. De vez en cuando, llegaban a nuestra isla forasteros con noticias de Italia y África, y algunas veces de Turquía. En aquellos días había sacerdotes y técnicos. Estos últimos eran pocos, y para evitar ser destruidos unieron sus fuerzas con los sacerdotes. No sé exactamente lo que hicieron los técnicos o por qué estaban en peligro. A mí sólo me interesaban entonces las almas de los hombres, y tuve la impresión de que algunas de sus mentes les habían traicionado. Ahora sé que únicamente puedes llegar hasta sus mentes… porque ellos se encargan de alcanzar sus propias almas. Ya no estoy seguro de lo que es verdad y lo que no lo es.

Con un movimiento de su mano señaló el Manual, y añadió un último pensamiento:

—Sea cual fuere la esperanza del hombre, ahí está.

El amanecer llegó con gran rapidez. La costa turca se alzaba en la lejanía. Pusieron proa a la parte más alta de la línea, que sin duda debía ser el farallón que se alza bajo Kusadasi.

Marya distinguió antes que nadie la vela que les perseguía.

—Arbola suficiente trapo como para alcanzarnos con mucha facilidad —dijo Nikos.

Luego, durante un rato, pudo comprobar cómo la distancia entre ambas naves se iba reduciendo.

Jacson giró fuertemente hacia el viento y puso proa al lugar donde el agua era menos profunda. Aun así, la distancia disminuía. Cuando las formas y características de la costa se hicieron más claras, también ocurrió lo mismo con los uniformes grises de los acólitos, en la proa de la nave perseguidora; los hombres trabajaban alrededor de un gran cañón láser. Era una de las pocas armas que todavía funcionaban por sí solas.

Sintiendo la constante presión sobre el caique, lo que indicaba a Jacson que lo mantenía correctamente bajo el viento, miró atrás con sus compañeros mientras los acólitos acababan de preparar el cañón y se retiraban al centro de su nave. En aquel momento se veían bien sus rostros. Muy sorprendido, Jacson reconoció a Janaros sentado en cubierta, y una décima de segundo más tarde se oyó un fuerte crujido.

Acababa de partirse el mástil, que cayó sobre la cubierta. La embarcación se inclinó a babor, arrastrando las velas por el agua. El otro barco pareció saltar sobre ellos.

—¡Stephan! ¡Suelta el chinchorro! No pueden seguirlo en agua poco profunda.

Jacson saltó sobre la cubierta para ayudar a rasgar la lona bajo la cual habían quedado Marya y Tatiana.

Al mirar hacia atrás, vio que los acólitos estaban lanzando al agua su lancha, mientras la tripulación se preparaba para virar a unos cien metros de distancia del desamparado caique. Llevaban consigo pequeñas armas. Manteniendo el caique entre ellos, Jacson se alejó. El chinchorro comenzó a bailar sobre el mar de fondo, en sus intentos por avanzar hacia las rompientes.

Cuando la lancha azul y blanca rodeó al caique, se vieron cuatro remos que trabajaban hábilmente. Jacson vio cómo uno de los hombres se ponía en pie y apuntaba cuidadosamente. El cañón del arma oscilaba trazando pequeños arcos, pero aun así se mantenía al nivel de su pecho.

Entonces, repentinamente, la lancha brilló en el agua y los hombres que la tripulaban estallaron en un halo de llamas. Se alzó una pequeña neblina, que el viento disipó con rapidez. Segundos más tarde, la nave izaba velas apresuradamente. Se inclinó a babor cuando el viento la cogió de costado. Hubo un brillo cegador, una serie de rápidas explosiones, y una nave fantasma ocupó su lugar derivando hacia el sur.

Solamente Stephan, que había estado contemplando la línea de la costa, vio el punto incandescente que por dos veces brilló en la punta de tierra que se adentraba en el mar.

Marya había tomado a Tatiana por un brazo para consolarse mutuamente, mientras ambas intentaban comprender lo que estaba ocurriendo. Al cabo de unos momentos gritaron al ver al grupo que corría por la playa. La lancha saltó y escoró peligrosamente sobre las rompientes, hasta que una última ola la depositó con violencia sobre la arena. Cuando ya todos habían desembarcado, comprobaron que estaban cercados.

XIV

Los turcos tenían aproximadamente la misma edad que los griegos. Estaban sucios y su piel era oscura. Parecían haber viajado mucho y haberse lavado menos. Los miembros del grupo guardaron silencio mientras esperaban a que sus compañeros descendieran por la rocosa falda de la colina con su pesado equipo.

Al estudiar los rostros que le rodeaban, Jacson se fijó en los ojos negros y pensativos, en los que observó una expresión de evidente inteligencia. También había algo más. «Estos hombres, como nosotros, tienen una misión que cumplir. Están buscando algo que cambie las cosas», pensó. Esperaba que buscasen soluciones a los mismos problemas. Serían buenos para luchar en su compañía pero no en contra de ellos. Se dio cuenta asimismo de que parecían tranquilos, relajados, pero con la fuerza y seguridad necesarias para reaccionar rápidamente si era preciso.

Atravesaron la pedregrosa playa hacia el norte, hasta llegar a un castillo en ruinas que bordearon, alejándose del mar. Cuando dejaron de oír el ruido de las olas, que súbitamente cortó un alto escarpe, ya estaban cerca de un pequeño pueblo.

Las piedras del muro que lo rodeaba carecían de mortero que las uniera, aparecían desniveladas y entre ellas se veía aquí y allá el ocasional brillo del mármol pulido. Las calles tenían una espesa alfombra de polvo, que se alzaba formando remolinos a cada paso que daban. Ninguna de las casas de adobe estaba ocupada.

Tras haber pasado por varias calles desiertas, se abrió la puerta de un pequeño cobertizo. El jefe del grupo comprobó la resistencia de paredes y techo, y todos los griegos excepto Nikos quedaron allí encerrados. La única luz existente penetraba por grietas y rajaduras formando amarillentas bandas llenas de espeso polvillo.

Los haces de luz estaban casi horizontales cuando la puerta se abrió de nuevo.

—Geleyorsumuz.

El turco hizo un gesto al pronunciar la palabra. Bajo el moribundo mediodía les condujo por calles que se iban estrechando a medida que avanzaban. En el aire se mezclaban el olor a comida y a humo, y se oían voces que servían de fondo a los clásicos ruidos de las cocinas.

En la pequeña plaza donde la calle adquiría más anchura, las mujeres llenaban de agua sus ánforas de barro. Había varios hombres, sentados en mesas situadas en las cercanías.

El grupo se detuvo frente a una puerta ancha y azul que se abrió casi inmediatamente.

—Merhaba.

Luego, en griego:

—Hola. Soy Osmán. Entrad.

El hombre hizo un amplio gesto con la mano y se apartó hacia un lado. Era mucho más alto que los griegos. El tono moreno de su piel hacía que brillaran sus ojos negros y penetrantes. Con otro gesto de la mano indicó a las dos mujeres que se retirasen a un rincón mientras les sonreía agradablemente. Luego hizo sonar dos dedos y gritó:

—Khave!

Acto seguido tomó asiento a horcajadas en una silla, frente a Jacson y Stephan.

—Y ahora al grano —dijo—. Os perseguía una nave sagrada. Si no estabais de su parte bien podríais estar a nuestro lado. ¿Por qué huíais?

Jacson lo explicó.

—¿Y adónde pensabais ir?

Osmán tomó una copa de la bandeja que se hallaba tras él y ordenó al hombre que servía que ofreciera khave a los demás.

—A cualquier parte. Lejos de Quío.

Jacson hizo un esfuerzo por sostener la mirada penetrante de Osmán.

—Tu hodja mencionó Efeso —aclaró Osmán, sorbiendo más khave.

—Sí.

—¿Puedo preguntar por qué?

Jacson habló del Manual, dándose cuenta de que Nikos al parecer había explicado muchas cosas.

—Pero no tenéis armas de ninguna clase, excepto eso…

Osmán señaló la daga que Jacson llevaba en la cintura.

Luego añadió:

—Seguramente sabréis que Efeso está muy vigilado por el tecnosacerdote de vuestro país.

—No.

—Sí. Hay unas puertas de metal tan gruesas como dos murallas. El cañón cubre toda aproximación a las puertas. Hay poco terreno para ocultarse en las cercanías y casi ninguna posibilidad de entrar allí.

Jacson pensó que sí que debía haber muy buenas razones para ir allí y así mismo lo dijo. Tenía la impresión de que podía confiar en Osmán.

Este último estudió su rostro durante unos minutos. Luego miró a lo lejos y sus ojos perdieron brillo cuando relató cómo había perdido a su esposa cinco años antes ante el tribunal, cerca de Adana. Continuó relatando cómo había intentado aceptarlo y seguir viviendo, hasta que la desesperación le venció. Su faysan había escapado más tarde y muerto en sus brazos a causa del trato sufrido. En las colinas había encontrado a otros como él y juntos hablan peleado. Pero había algunos entre ellos que sabían pensar y comenzaron a unir los cabos sueltos. De haber comenzado antes, quizá…

La voz de Osmán bajó de tono hasta que dejó de oírse. Luego se volvió hacia Jacson.

—¿Quieres unirte a nosotros, griego? —preguntó.

Stephan y Jacson respondieron al mismo tiempo:

—Sí.

Osmán se acercó a la ventana y gritó:

—¡Mehmet, trae al hodja!

Acto seguido comenzó a pasear nerviosamente por la estancia, añadiendo:

—Hemos estado a punto de abandonar. Sé que hay una respuesta tras esas puertas de acero. Hemos torturado, sobornado y matado desde Adana hasta Ankara y Antalya. Has visto algunos de los cañones que hemos capturado. No hay muchos en este país. Todo cuanto hemos aplastado y que les pertenecía, todo cuanto hemos hallado, señala a Efeso.

Osmán crispó ambos puños y añadió:

—Ahora, vosotros nos dais nuevas esperanzas. Pero tendremos que actuar rápidamente.

Nikos apareció en la puerta. Cojeaba y tenía las ropas destrozadas.

Jacson se puso en pie impulsado por la compasión y la cólera.

—¡No es más que un anciano! —exclamó—. Nikos, ¿qué…?

—Paz, Jacson. He demostrado que somos dignos de confianza. El precio ha sido pequeño.

Osmán se llevó ambas manos al pecho y dijo:

—De verdad que lo siento mucho. Debes comprender que hemos de tener muchísimo cuidado.

Jacson se tragó su cólera ante la mirada tranquila y segura de Nikos, y le ayudó a sentarse en una silla. Luego trató de no mirar hacia las rojizas marcas que había en sus manos y pies.

XV

El río Kock Menderes se deslizaba como plata fundida a través del llano de aluvión. Osmán y Jacson se hallaban en pie sobre una cresta orientada hacia el delta. Ante ellos se extendía la boca del río, en la que unas anchas gabarras cargadas con los iconos eran arrastradas desde tierra. Se distinguían los blancos restos de mármol de Efeso y la cercana y oscura ciudad de Selcuk. En ambas orillas del río, pequeños grupos de acólitos avanzaban manteniéndose a la altura de las gabarras. A mediodía habrían alcanzado la curva más cercana a Efeso y se iniciaría el transporte por tierra. Nikos ya estaba escondido en los pantanos, río arriba.

Osmán calculó la altura del sol.

—Ya es hora. Partiremos Mehmet y yo. Mis hombres esperarán a que comencéis a actuar al crepúsculo. Bismallah!

Los dos hombres se perdieron pronto por entre las rocas.

Cuando el sol alcanzó su cenit, Jacson y Stephan se sacudieron la modorra que les invadía y treparon hasta el punto de observación, donde varios hombres de Osmán contemplaban la escena que tenía lugar en la distancia.

En la lejana curva del río se estaban vaciando las gabarras. No lejos de la orilla los grandes iconos brillaban bajo la luz del sol, moviéndose casi imperceptiblemente. Delante de ellos el contingente de vanguardia levantaba una pequeña nube de polvo. De repente, la nube se esparció y retiró hacia el río.

—Deben de haber localizado a Nikos derivando.

Jacson gruñó una palabra de asentimiento y se llevó una mano hacia la frente para hacer pantalla sobre sus ojos. Captó una pequeña mota que avanzaba en el agua hacia las gabarras. Una vez que la nubecilla se hubo extendido por ambas orillas y finalmente esfumado, la caravana reanudó su marcha.

—¿Supones que le habrán creído? —pregunta Stephan.

—¿Por qué no? Viste sotana y habla griego. Además se fijarán en las marcas de la tortura.

Ambos sabían que, si no le habían creído, nada se podía hacer en aquel momento para remediarlo.

A última hora del mediodía hubo mucha actividad en la carretera que conducía a las ruinas de mármol. Por lo menos había disparado un cañón. Cuando la caravana volvió a reanudar su avance, el emplazamiento de los hombres había variado. Algunos seguían a los iconos. Un espejo relampagueó desde uno de los picos por donde había pasado la caravana.

—¡Lo han conseguido!

Stephan alzó ambos brazos y comenzó a bailar en el montecillo. Hubo regocijo general y todos buscaron refugio bajo cualquier sombra para sentarse y comer los trozos de carne que guardaban entre el cuerpo y las camisas o en las bolsas atadas a la cintura. Un pellejo de vino circuló varias veces de mano en mano. Los dientes crujían sobre la arena que había penetrado hasta la comida.

El ambiente se enfrió con rapidez cuando el sol alcanzó el horizonte. Tanto griegos como turcos se estremecieron de frío al prepararse. No habían encendido hogueras por temor a ser localizados.

Jacson esperó hasta que el ruido de actividad fue reemplazado por el que hacían los hombres, impacientes por partir. Luego exhaló un profundo suspiro y gritó:

—Tamam!

Ya en plena oscuridad y sin hacer el menor ruido, cuarenta hombres se movieron avanzando en columna de a uno.

XVI

Mientras tanto, en el pueblo, Tatiana y Marya contemplaban la formación de la pira ritual. Una joven llamada Afet explicaba, en un dificultoso griego, lo que estaba sucediendo.

—Hacemos un gran fuego, ¿lo ves, bilmiorsunuz? En el fuego ponemos las cosas que deseamos. Yo pongo una casa. Bak.

La joven mostró una casa en miniatura hecha con paja y madera, en la que había muchos orificios representando ventanas. Deseaba tener una casa grande. A través de uno de los orificios, Marya vio un diminuto paquete.

—¿Qué has puesto en la casa? —interrogó.

—Ese es el bebé que quiero.

Afet extrajo del interior de la casa un harapo y una primitiva muñeca hecha con soga, vestida como un varón. Preguntó:

Guzelmeye? ¿Es bonito?

Marya y Tatiana asintieron en silencio mientras la joven envolvía de nuevo su muñeca para meterla otra vez en la pequeña casa.

—Melina… allí, su esposo murió en Adana y quiere un nuevo adam. Está muy sola, bilmiorsunuz.

Melina se hallaba sentada a la puerta de su cabaña terminando la figura de un hombre. La imagen mediría quizá un metro de altura.

Gel, ven.

La muchacha se acercó con ellas hasta el montón de arbustos. Entre el ramaje había muchas casas pequeñas y muchos más muñecos vestidos de hombres y mujeres. Cerca del centro había un par de muñecos que representaban a unos adultos.

—¿Ves, Marya? Hay una entre nosotras que desearía ver de nuevo a sus padres. Pero esto es difícil viviendo como nómadas.

Luego se alejaron con Afet hasta llegar a la puerta de su cabaña. La muchacha les dijo que esperasen mientras ella entraba. Un momento después regresó con una cesta de costura.

—Aquí tenéis, todavía estáis a tiempo. Podéis pedir lo que más os guste.

Las manos de las muchachas fueron rápidas. Al cabo de una hora había dos muñecos más entre los otros. Marya y Tatiana no habían tenido tiempo para albergar muchas esperanzas. Sus muñecos eran iguales, excepto por el hecho de que uno de ellos vestía chaqueta azul y el otro lucía una camisa roja con florecillas en las muñecas y en la cintura: Jacson y Stephan se hubieran reconocido inmediatamente a sí mismos.

Tan pronto como se hizo de noche, se encendieron las antorchas, y cuando las llamas parecían jugar con las sombras, las silentes figuras comenzaron a cantar y a gesticular en dirección al fuego.

Finalmente, la primera figura se lanzó hacia las llamas extendiendo los brazos en dirección opuesta. Atravesó la pila de ardientes ramas con facilidad. Los hombres tenían derecho a actuar primero. Después, otros ancianos siguieron al primero, para situarse luego al otro lado de las llamas en un semicírculo que les permitiera seguir contemplando el espectáculo. Muy pronto cruzaron de nuevo las llamas, mientras las mujeres se preparaban para imitarles, sonrientes, llenas de esperanza y con los ojos clavados en un punto situado más allá del halo de calor.

XVII

El asalto al reducto de Efeso tuvo lugar de acuerdo con el plan establecido. Mehmet y Osmán dominaron fácilmente el pequeño contingente de hombres del interior del complejo, ya que la mayor parte de las tropas acampaban en el exterior.

Cuando Jacson y los demás atacaron frontalmente, los guardianes se retiraron hacia la protección de los cañones emplazados sobre la entrada. El movimiento fue estúpido. Les cortaron por retaguardia y por el frente con tanta rapidez, que entre los atacantes no hubo ninguna baja. Mehmet contempló los destruidos emplazamientos, lamentando que las armas se hubieran perdido con sus propietarios.

Los pasadizos y cubículos de metal eran muy numerosos bajo la pequeña montaña. Los exploraron uno por uno, descubriendo que todos los cuartos estaban vacíos. Aun cuando todas aquellas estancias debían haber estado ocupadas en otra época por cientos de hombres, solamente encontraron algunas mesas y sillas en las primeras habitaciones.

Las puertas debían de estar abiertas desde hacía mucho tiempo, porque el polvo de los suelos era abundante y espeso. Luego, al final de un pasillo largo sin iluminar, Osmán llegó hasta una pared en la que, lógicamente, tenía que haber habido una puerta.

Con la uña de un dedo localizó una larga ranura y llamó a los demás.

—Esta debe ser, Osmán —dijo Jacson—. Todas las demás puertas están abiertas y las habitaciones vacías.

Con la antorcha examinó las cercanas paredes y añadió:

—Probablemente esas puertas funcionaban eléctricamente. En este extremo acaba la línea de corriente. En algún lugar debe de haber un interruptor para la puerta y un generador.

—Busca por ahí. Mientras tanto, Mehmet y yo trabajaremos el metal con una pistola láser.

Localizaron la fuente de energía siguiendo las líneas desde el cubículo del guarda, en la entrada. Jacson caminó sobre grava y hierba reseca hasta el punto donde las líneas desaparecían bajo tierra. Descubrió una pequeña escotilla, la forzó y vio una pequeña habitación con un tubo de un poco más de medio metro zumbando en el centro.

Se preguntó cómo era posible que una pieza tan pequeña pudiese suministrar suficiente electricidad aunque sólo fuera para las luces que funcionaban en aquellos momentos. Asimismo se preguntó qué clase de combustible alimentaría al generador, y se dio cuenta en seguida de que los plomos de las luces se hallaban sujetos al muro mediante mordazas. Encontró dos cables cortados. Supuso que debían pertenecer a la línea del sector en el que habían encontrado la puerta. Reparó la conexión.

Cuando regresó a los túneles, las luces estaban encendidas y Osmán maldecía coléricamente frente a la puerta. Había gastado el depósito de energía de una pistola tratando de practicar un corte, pero entonces la puerta había comenzado a abrirse por sí sola cuando funcionó la corriente. En aquel momento se hallaba entreabierta, atascada a causa de los rebordes producidos por el láser.

Aun así, lograron entrar dificultosamente en el cuarto. Las paredes estaban cubiertas por diales, relojes, calibradores y luces que parpadeaban; el pequeño espacio era un conjunto de diferentes ruidos de tipo mecánico que no parecían tener sentido alguno.

Jacson tomó asiento en una silla sujeta al pavimento frente a un panel. En sus facciones se reflejaba el asombro. Leyó los rótulos que había en la pared, en columnas exactamente iguales, excepto la última de la izquierda. Luego lo hizo en voz alta:

—Pater uno, Pater dos.

Pater uno parpadeaba en color rojo.

XVIII

Jacson y Stephan permanecieron en el cuarto de control. El primer día comenzaron a separar la historia del mito. Encontraron el libro registro de los últimos técnicos que se habían encerrado allí desde que el mundo comenzó a dar señales de pánico hasta el estallido de la guerra total. Un arma terrible había abrasado a los RussChinks durante el primer día, y a continuación había ocurrido lo mismo con la Gran Europa y Rhodasia. Al cuarto día ardían las dos Américas. La última anotación hecha en el libro decía: «Hace cuatro días. Ahora no recibimos comunicación de la patria ni de ningún otro lado. Es posible que ahí fuera no haya nadie. Nuestra posición aquí dentro es realmente inútil y a nadie le agrada estar atrapado. Mañana abandonaremos esta tumba e intentaremos llegar al mar. Sabe Dios si encontraremos vida en las islas.»

Había otras libretas de notas, escritas en idiomas que no comprendían. Decidieron alegrarse de no entenderlos.

Con desagradable sorpresa encontraron una estantería llena de libros como el Manual, todos diferentes y de doble formato. Los títulos les desconcertaron: Manual de Circuitos Integrados en los Controles. Manual de Magneto-hidrodinámica. Manual de Válvulas en el Janus. Manual de Componentes de Repuesto.

El volumen que ellos conocían como «el Manual» parecía ser un índice de los demás y una simplificación de procedimientos esenciales.

En los libros hallaron referencias a las video tapes. A Jacson se le ocurrió pensar que una parte de la liturgia contenía una referencia a una cosa parecida. Examinó el Manual.

«Video tapes demostrará cada paso a los técnicos.» En tinta roja se añadía al margen: «Confiar en el video». Intentó recordar las homilías que había oído basadas en tal declaración. Parecía que siempre se refería a palabras de la Biblia usadas en contrapunto con el Manual, cuyo quid era: «¿Quién será responsable de la ley? Lo será el pueblo. ¿Y quién será responsable del pueblo?» Jacson jamás había sido capaz de extraer sentido alguno de tales palabras, aunque las improvisaciones de los tecnosacerdotes algunas veces eran bastante razonables.

Perdida casi toda esperanza de descubrir algún significado en el ruidoso cuarto donde la seña Pater Uno parpadeaba ominosamente en rojo, Stephan miró hacia la placa de cristal convexo a la vez que, nerviosamente, aplicaba un fuerte manotazo al incomprensible panel. Inmediatamente se iluminó la pantalla.

—¡Jac, ven aquí!

Juntos contemplaron con terrible asombro cómo aparecía la filmación en color de una muchacha haciendo esquí acuático. Era rubia y su cuerpo el de una perfecta atleta. Ninguno de los dos había visto una mujer como aquélla. Tampoco comprendían cómo la embarcación que la arrastraba podía hacerlo a tal velocidad. Al cabo de unos momentos la visión terminó.

Cerca de la mano de Stephan sonó un «clic», seguido de un agudo zumbar. La pantalla quedó vacía. Un indicador decía: «Volver a cargar», a la vez que ascendía una trampilla de metal.

—¡Qué maravilla hicieron estos hombres! —comentó Jacson.

Extendió una mano hasta el pequeño hueco y retiró el rollo de cinta, para examinarlo después minuciosamente.

—He visto más como éste —murmuró.

Se acercó hasta un armario de acero y seleccionó otro rollo. Regresó al panel y lo hizo girar hasta que cayó en su sitio. Tras cerrar la trampilla localizó el botón «marcha» y lo oprimió.

Ambos hombres retrocedieron, asombrados.

En la pantalla apareció un gran icono como el que había en el exterior, montado en una estructura de acero. No escucharon los comentarios que hacía una voz de fondo, asombrados ante el espectáculo que les ofreció a continuación el icono al explotar en llamas cerca del suelo. Lentamente se alzó en el aire y la cámara le estuvo enfocando un rato hasta que se perdió de vistas.

En el cuarto día se hizo claro lo que había que hacer.

Retrocediendo en las páginas del Manual, descubrieron que (Sección V-i «… si Pater pasa a rojo o si se pierde contacto por fallo de comunicación, debe activarse la señal de destrucción. El fallo en destruir se indicará en el panel B trazador. En este caso, el misil estará adecuadamente armado (ver Sección IX-vii) y deben encerrarse y destruir. Cualquier centro puede seguir estos procedimientos».

Durante tres siglos después de la guerra habían continuado en órbita los satélites de control de natalidad. Una vez cada cinco años se habían cerrado para permitir la concepción. Durante la mayor parte de aquel período de tiempo, los misiles habían sido transportados de acá para allá en los festivales religiosos, primero como recuerdo de la coalición entre sacerdotes y técnicos, con el objeto de conservar lo que restaba de humanidad, y luego sólo como artefactos de carácter religioso. Era probable que incluso los tecnosacerdotes hubiesen olvidado para qué servían los misiles.

En aquel preciso instante, Pater Uno se hallaba en rojo.

Para aprender el procedimiento de destrucción, Jacson se apartó de las instrucciones generales sobre el Proyecto Satélite Pater, que ya entendía algo, y estudió las grabaciones técnicas. Figuraban bajo índice:

«Instrucciones para los que no son técnicos en todo lo que se refiere a revisión de componentes, mantenimiento de medios de control y defectos en el funcionamiento de satélites.

»Primera grabación: Emergencia, no técnicos. Determinar por radio estado de comunicación de los satélites.

»Segunda grabación: Cuando es factible contacto por radio emplear método de autodestrucción, o: incluso sin radio o sin posibilidad de autodestrucción, usar rastreador misiles. Continúan grabaciones tres, cuatro y cinco.

»Tercera grabación: Comprobar misil. Clave para prueba de circuitos y retirada de accesorios.

»Cuarta grabación: Montaje para disparo.

»Quinta grabación. Sistema de dirección. Verificación de objetivo logrado.»

Siguiendo las detalladas instrucciones que se daban en la grabación número uno, Jacson ayudó a alzar Pater Uno. Se enviaron señales de identificación, y tanto él como Stephan observaron el tablero de respuesta de claves.

«La clave responderá en estallidos de cinco segundos a intervalos de cinco minutos.» Stephan puso la placa de germanio en el transmisor.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cinco horas? Entonces sabremos si tenemos que buscar entre las demás grabaciones.

Ambos se sorprendieron ante la facilidad con que aprendían a manejar los dispositivos.

Al final del período de pruebas, la cinta impresa indicaba que no funcionaba la radio de Pater Uno. Por lo tanto el mecanismo de autodestrucción era inútil. Luego siguieron estudiando la segunda parte de la grabación número uno.

Allí aprendieron a comprobar las pantallas de radar, la forma de bloquear los rayos de rastreo y recibir continuos informes sobre las trayectorias. Al final de la cinta se convencieron de que había un objeto a treinta mil kilómetros sobre la Tierra. Y se convencieron también de que era posible que este objeto impidiera el nacimiento de niños mediante radiaciones en clave que impedían el adecuado equilibrio hormonal para el embarazo.

En un solo día pasaron desde la creencia intelectual de que había algo que suprimía los niños, al conocimiento emocional de que tanto la gente como las máquinas podían controlarse desde enormes distancias.

Explicar esto a los compañeros fue difícil, pero su propia seguridad tenía el peso suficiente para ganar la confianza de los turcos.

Osmán estaba ocupado en el plan para liquidar a los acólitos, que muy pronto debían seguir las huellas de los desaparecidos griegos que habían acompañado a los iconos hasta Efeso. Tenía exploradores situados a lo largo de la costa y del río Menderes. Animó a Jacson a que trabajara rápidamente.

Si lo que estaban aprendiendo era difícil de dirigir, su determinación era más que suficiente para mantenerles en la labor durante veinte horas seguidas. Febril y laboriosamente, desmontaron las secciones de control de uno de los misiles, limpiando las placas de control de mezcla de combustible, y examinaron los fotocircuitos bajo las repisas de ampliación y comparación, reemplazando las piezas averiadas. El sistema de dirección era una pieza que pesaba veinte kilos, toda ella formada por circuitos integrados, situada y encerrada en un punto difícil.

Las placas de acceso en el misil eran prácticamente invisibles. Estaban polarizadas magnéticamente, y sus costuras enlazadas molecularmente.

Mientras Jacson montaba los controles de lanzamiento colocando las cintas de silicio en ranuras de lectura para prueba, Stephan dirigió a los turcos en la improvisación de grúas para el misil. Las grúas de elevación y los brazos de sostén de la plataforma de lanzamiento estaban destrozados, y sólo quedaba un informe montón de chatarra oxidada.

Con poleas y cepos de los carros de arrastre, se colocó al misil en posición vertical sobre la lisa carretera de mármol frente al templo de Adriano. Las tres aletas de su parte posterior estaban diseñadas para conceder a los tubos suficiente espacio para el escape. Usando vigas y trozos de columnas rotas, así como piedra cortada, se construyó un silo a su alrededor.

Cuando el trabajo estaba casi hecho, la construcción tenía, entre las ruinas de la ciudad romana, todo el aspecto de una mezquita con su minarete de metal. Los arqueados orificios de escape de la base de la estructura parecían puertas diminutas.

El noveno día se colocaron las últimas piedras en los bordes del silo. Se insertaron puntales para sostener al misil en una perpendicular casi perfecta.

El décimo día las lecturas del tablero de mando indicaban que todos los sistemas estaban a punto. Todo cuanto restaba por hacer era establecer conexión con el monitor de rastreo y el corrector de curso.

Este mismo día, Mehmet llegó corriendo bajo el cegador sol, para apoyarse, casi sin respiración, sobre un hombro de Osmán.

—¡Osmán! Los acólitos. Se acercan.

Osmán tensó todos sus músculos y preguntó:

—¿Dónde están?

—Entran por la boca del río en pequeñas lanchas. Podrían estar aquí al mediodía si desembarcan y cruzan el llano.

Stephan se alejó en compañía de Jacson, diciendo por encima del hombro:

—¡Tenemos que terminar todo esto!

A continuación desaparecieron entre los escombros y las destrozadas columnas de mármol.

Mehmet corrió apoyándose en el hombro de su amigo, tanto para guardar el equilibrio como para que este último le contagiase su valor.

—Me parece que se cansaron de esperar a que regresaran los demás —dijo—. Bueno, más pronto o más tarde tenían que venir.

Mordiéndose una uña con gran nerviosismo, Osmán entornó los párpados para examinar el campo del mismo modo que si hubiese inspeccionado unas fortificaciones.

—Necesitamos ahí cañones, y allí dos hombres con pistolas láser. Quizá podamos mantenerles a raya unas cuantas horas.

Había trazado una docena de diferentes planes de defensa, en parte para aliviar el aburrimiento de la espera, y en parte porque ignoraba qué clase de destacamento se aproximaría y deseaba disponer de varias posibilidades.

Al parecer, los tecnosacerdotes de Quío no sospechaban que hubiese podido ocurrir algo grave. Por otra parte, nadie se habla aproximado hasta entonces a Efeso.

—Pongamos manos a la obra. Envía unos cuantos hombres que mantengan a raya a los acólitos. Si dan muestras de extenderse o de querer rodearnos, dadles una lección para que no se muevan de su sitio.

Ambos hombres se separaron. Mehmet para situar estratégicamente a sus hombres y Osmán para convocar una reunión de los que quedaban. Todos ellos abandonaron su ocio rápidamente, ansiosos por entrar en acción.

A las once en punto se hizo visible una pequeña nube de polvo en el ribazo, sobre Efeso. Osmán y Mehmet la contemplaron con una mano sobre ambas cejas, para amparar los ojos del sol.

—Amigo mío —dijo Mehmet— lo que no puedo entender es la razón de la existencia de estas máquinas.

Arrancó un tallo de hierba que crecía junto a su rodilla y lo mordisqueó nerviosamente. Luego añadió:

—Pero ¿quién podría imaginar un mundo con tanta gente? Por aquí es cosa rara ver a alguien.

—Más adelante debes acompañarme a visitar las ciudades muertas. Hay tantas casas, que todos los griegos podrían abandonar sus islas y entrar en las calles para buscar la que más les gustase. Llegarían a no verse unos a otros en muchos días.

—Entonces la cosa es aún más compleja. ¿Qué habrá podido matar a tantos? ¿Y dónde están los vencedores, sí es que realmente hubo una guerra? No puedo imaginarme una cosa tan grande y tan terrible. Cuando lo intento sólo consigo acabar lleno de confusión.

Como un solo hombre, ambos se volvieron para observar las columnas que se aproximaban. Otra hora más y todo se solucionaría. Los acólitos estaban apurando el paso sobre el polvo. Mehmet arrojó al suelo el tallo de hierba que sostenía entre los dientes, y ambos hombres descendieron del ribazo.

Durante la mañana se habían construido unas defensas en forma de embudo. Cerca de la plataforma de lanzamiento, y a cien metros de ambos lados de la misma, se alzaban dos fortificaciones. A unos trescientos metros de distancia había otro par de defensas, orientadas hacia el río, de mayor tamaño que las primeras. Todavía más allá, y separados por unos quinientos metros de terreno libre, se alzaban asimismo dos grandes emplazamientos protegidos cada uno de ellos por una docena de hombres. La idea consistía en forzar a los acólitos a acercarse más y más en su aproximación a la plataforma de lanzamiento.

Cuando los acólitos penetraron en el extremo del embudo y cruzaron los postes de entrada, uno de los grupos que los flanqueaban, casi en su retaguardia, abrió fuego. Momentáneamente se extendieron corriendo hacia los alojamientos subterráneos. Era evidente que el ataque les pillaba de sorpresa.

—¡Mehmet! —gritó Osmán—. ¡Da la señal para que comience el cerco!

—¡Hecho! Los acólitos casi no pueden moverse. Están penetrando en la trampa.

—Ahora intentarán correr hacia su santuario. Prepárate para hacer señales al otro grupo.

Aproximadamente unos veinte hombres uniformados de blanco y negro, atrapados en el diminuto valle, corrieron desesperadamente hacia la entrada del reducto. Los demás yacían tendidos o arrodillados en el polvo, disparando rayos láser en todas direcciones, en un intento de cubrir el avance de los que corrían.

Tres de estos últimos cayeron y no se levantaron. Los demás buscaron protección formando una cortina de fuego. De nuevo cayeron más hombres entre los que corrían. Para entonces, los cañones ya habían iniciado el fuego y sembrado el pánico. Unos pocos acólitos dispararon mientras huían, volviéndose a medias para poder hacerlo. Aquí y allá se veía a hombres tendidos en el polvo o detrás de alguna roca, consternados y sin saber lo que estaba sucediendo. Cuando los primeros acólitos se aproximaron para cubrir los últimos cincuenta metros, Osmán vio sus ojos muy abiertos por el pánico.

Entonces, él y el grupo que tenía delante abrieron fuego. El último resto de esperanza desapareció de los congestionados rostros. Los acólitos dispararon a derecha e izquierda, totalmente desesperados. Los últimos de los que habían logrado cruzar el paso se apiñaron cerca de la plataforma de lanzamiento.

—¡Alto el fuego! —bramó Osmán.

Cesaron los intermitentes zumbidos de los lásers. En la absoluta tranquilidad de la tarde, los acólitos se arrastraron por el polvo para acercarse a la plataforma, aprovechando aquel insólito alto el fuego.

—Me parece que lo hemos conseguido, amigo mío. Pronto se darán cuenta de que no deseamos dañar sus iconos. Ahora ve a ver si puedes decir a Stephan y a Jac que se den prisa.

Mehmet saltó y dejó que su cuerpo rodase pendiente abajo. Muy pronto se le vio correr agachado por entre columnas y bloques de mármol.

El calor colgaba del aire como algo tangible. Solamente el lejano rebuznar de un asno, como una máquina que perdiera impulso, quebró el silencio reinante. Osmán se puso boca arriba y contempló la extraña nube que derivaba sobre él. Escuchó atentamente tratando de localizar algún movimiento.

La gravilla suelta sonó a su izquierda, e inmediatamente apoyó el cañón de su arma sobre un antebrazo en dirección hacia el ruido. Escuchó el sonido de unos pies que ascendían por el ribazo. Luego, en el mismo borde, se hizo audible una agitada respiración. Apoyó un dedo sobre el gatillo, mirando calmosamente hacia el punto donde debía aparecer la figura.

Asomó la cabeza de Jacson, que abrió mucho los ojos cuando se encontró la boca del arma a unos centímetros de su nariz.

—Lo siento, amigo. No te esperaba.

Osmán bajó el arma y lanzó una ojeada hacia abajo.

—Encontré a Mehmet en el camino. Le dije que Stephan estaba preparado para el lanzamiento. Si es necesario va a retener un poco más a los acólitos.

—No será muy difícil mantenerlos donde están —replicó Osmán, despreciativamente—. Temen moverse de allí.

Más abajo aún se mantenía la calma. Unos cuantos acólitos se habían reunido para parlamentar. Dos de ellos comenzaron a moverse tratando de mantener los misiles entre ellos y los artilleros. Habrían cubierto quince o veinte metros cuando Mehmet, lanzando un alarido de guerra, apareció ante ellos disparando en todas direcciones y corriendo en zigzag entre las ruinas. Al cabo de unos segundos, lo hizo directamente contra el hombre más avanzado. Alzaba su bota para aplastar la cabeza sorprendida del acólito, cuando le derribó un disparo hecho desde el flanco izquierdo.

Sucedió antes de que Jacson u Osmán pudieran moverse. Entonces, este último saltó hacia delante, descendiendo por la pendiente con la velocidad del relámpago, a la vez que disparaba su láser y obligaba a los acólitos a morder el polvo. Aún seguía disparando cuando en la plataforma de lanzamiento estalló una cegadora explosión y se inició un tremendo rugido, que creció más y más en intensidad. Jacson, que pisaba los talones a Osmán, le empujó con violencia hacia el suelo. Ambos hombres se mantuvieron inmóviles. Durante unos minutos sopló un viento que abrasaba sus cuerpos y cabezas, hasta que por fin el rugido fue convirtiéndose poco a poco en un monótono y lejano trueno, hasta disminuir y cesar casi del todo.

Cuando miraron hacia el brillante cielo, vieron como la aguja de acero taladraba las nubes con una inclinación de cuarenta y cinco grados. Cesó el tronar y vieron en lo alto un punto de luz que también desapareció muy pronto.

Los grupos de turcos avanzaron lentamente hacia el abrasado círculo negro que rodeaba la plataforma de lanzamiento. Entre las rocas hallaron los restos calcinados de veintiún griegos y un turco. Tras realizar inútiles intentos de mover a Mehmet, se formó una brigada que, con gran solemnidad y lentitud, cubrió su cadáver con piedras y bloques de mármol.

Aquella misma noche encendieron fuego y prepararon una cena caliente. Hubo risas y charla después de que Stephan anunciara que el misil había alcanzado su objetivo. Solamente Osmán, sentado un poco lejos del fuego, no sentía alegría. Tardaría mucho tiempo en olvidar a Mehmet. Los amigos se hacían con el transcurrir de los años y se convertían en hermanos tras vencer muchas pruebas.

Cuando el fuego se hubo consumido, Jacson permaneció sentado con los demás mientras proyectaban el regreso al pueblo. La esperanza brillaba en todos los rostros. El círculo de amistoso calor fue haciéndose más pequeño, y los hombres parecieron retirarse a sus más íntimos pensamientos.

Jacson, antes de dormir, comenzó a soñar con Marya. En su mente la veía más bella que nunca. Se estiró sobre el suelo y contempló las brillantes estrellas. Entonces eligió las más brillantes para que formasen una diadema en los cabellos de la mujer.