Un día decidí ver si podía programar al señor M., como llamábamos al computador musical de la compañía, para que improvisase un jazz exactamente igual al de Charlie Parker. «No debe de ser muy complicado», pensé.

Ahora, cinco años y ciento veinticinco programas fracasados más tarde, meto otro programa Parker en la unidad lectora, ajusto los botones para componer y repetir y me inclino en mi asiento con un plato de rosquillas para ver si al fin he tenido éxito.

Tock, tock, tock, tock.

Esa es la llamada secreta de mi mujer. Aprieto una palanca y la puerta se descorre hacia un lado para dejarla pasar.

—¿Notas algo diferente en mí? —exclama mientras entra como un torbellino.

—¡Dios bendito! Te has teñido el pelo otra vez. De morado ahora. ¿Qué es lo que no va bien con una melena rubia con vetas de reflejo metálico? O antes que eso, con rojo de llama, o con…

—Cálmate, cariño. Aún no has visto lo mejor.

—¡Yupi! ¡Ojos verdes! ¿Has cambiado también la pigmentación de tus ojos?

—¿No lo encuentras verdaderamente narcisista? Soy la primera chica en nuestro bloque lo bastante complicada como para atreverse a ello. Es lo último de lo último. Lo más depravado.

De pronto la computadora se pone a tocar una imitación de Charlie Parker. «Aún no es verdadero Parker —pienso para mí—. ¡Maldita sea!» Desconecto.

Ella se deja caer en mi regazo y empieza a morderme las orejas, la garganta y la rosquilla que tengo en mi mano.

—Te quiero, sinvergüenza —me dice.

—Deja un poco de rosquilla para mi, Debbie. No te la comas toda.

—Te daré la mejor parte, rey, la parte del centro.

—Eso no es más que el agujero.

—El agujero es la parte más espiritual —dice ella, sin dejar de comer.

Nuevos golpecitos en la puerta.

Debbie la abre y entra un hombre alto y desgarbado, con grandes bigotes caídos. «Dios mío —me digo a mí mismo—. Realmente parece un villano de las antiguas películas mudas. Tal vez deba levantarme y hacer algún gesto, por pura cortesía.»

—Mo —dice Debbie—. Quiero presentarte a mi buen amigo, Harley Quinn. Roba cosas. Harley, éste es mi marido. Mohammed Smith.

Nos estrechamos la mano con recelo.

Intento entablar una conversación ligera, pero él se lleva un dedo a los labios y murmura:

—¿Está seguro de que no pueden oírnos?

—¿Qué? Y… ¿qué importa? —le contesto un poco nervioso.

—Su mujer pensó que podría estar interesado en esto —dice, sacando del bolsillo un rollo de cinta magnetofónica—. Es puro Charlie Parker, grabado por un aparatito microfónico de alta fidelidad, tipo amateur, una noche en Minton’s. Nunca ha sido grabado en discos, pero es Parker en uno de sus mejores momentos. Todos los otros grandes del género están también ahí. Quince minutos completos del mejor jazz que se ha tocado nunca.

—¿Dónde lo ha conseguido?

Sonríe, enseñando los dientes.

—Eso sería delación, ¿no? —me contesta con voz siniestra.

Pone la cinta en mi magnetófono y lo hace funcionar. Es auténtico, no hay duda. Algo maravilloso. Cuando termina la cinta, sólo se me ocurre una pregunta:

—¿Cuánto quiere por ella, señor Quinn?

—Sólo dos mil, señor Smith —y me deja digerir la oferta.

—Escúcheme, señor Quinn, si mi esposa le ha contado todo sobre mí, como parece que ha hecho, ya debe usted saber que no tengo ese dinero. No soy más que un pobre técnico electrónico y…

—Ya sé que no lo tiene —me interrumpe—. Pero también sé que puede conseguirlo.

—¿Cómo?

Se vuelve para sonreírle a Debbie. Ella le devuelve la sonrisa. Parecen una pareja de gatos de Cheshire.

—Bueno —me dice—. Todo lo que tiene que hacer es grabar esta cinta en otra de las que tiene aquí, llevársela a la compañía de discos y decirles que consiguió hacerla con su máquina de composición. Si va a ver a un cierto señor Youngdahl, o bien le pagará los dos mil para que la queme y de ese modo no hacer bajar el precio de los discos que Parker ya tiene en el mercado, o se la comprará por ese precio para vendérsela al público como Parker genuino. La ironía es que nunca sabrá que está diciendo la verdad.

Debbie se echa a reír. Quinn sonríe con malicia. Yo me quedo embobado. Sigue un largo silencio expectante, roto sólo por el ruido de las mandíbulas de Quinn, que se está comiendo mi última rosquilla.

—No sé —digo por fin—. Simplemente no sé. ¿Qué pasa si nos cogen?

—¡Imposible! —dice Quinn—. Pero incluso si nos cogiesen, el poder que tiene la sociedad sobre nosotros está sujeto a una seria limitación —se estiró en toda su estatura al decir esto—. Y es nuestra libre capacidad de escapar al castigo por medio del suicidio.

—Muy reconfortante —le contesto, con una sonrisa forzada.

—De todas maneras, señor Smith, no van a cogernos. ¿Cómo podrían hacerlo?

Aún no estoy muy convencido de lo que me propone, pero contesto:

—De acuerdo, Quinn. Usted gana. Voy a intentarlo.

Al día siguiente me doy de baja por enfermedad y tomo el Metro hasta el centro de la ciudad. Naturalmente, cuando llego a la compañía de discos, Youngdahl ha salido y no volverá hasta las dos. Pero de todos modos tengo que conseguir una cita. Tenía que haber pensado en esto antes. Mi cabeza no parece funcionar bien hoy. Me aseguro de que llevo la cinta conmigo. ¿Resultado? No, no la llevo. Tengo una cinta en el bolsillo, pero es otra. La verdadera debe de haberse quedado en mi despacho. Pero ¿cómo puedo llegar hasta allí, si ya he dicho en la oficina que estoy enfermo? De pronto me doy cuenta de que realmente lo estoy. Al menos un poco. El viaje en Metro hasta el edificio donde está mi oficina no ayuda en nada a la molesta sensación que noto en el estómago.

Sudando como un loco me cuelo por la parte de atrás y subo por la escalera de servicio. Nadie la utiliza mientras funcionan los ascensores, así que consigo entrar por el almacén sin ser visto. Tratando de parecer natural, cruzo rápidamente hacia la puerta de mi despacho y entro. Lo primero que veo es que la cinta de Parker no está en su caja. ¡Dios mío! ¿Dónde está entonces? Estoy buscando como un desesperado cuando la puerta se abre de pronto y entra George Whitman, uno de los chicos del departamento de ventas.

—Es una suerte que viniese, después de todo —me dice con acento sincero—. ¿Se encuentra mejor? Tenemos un pedido urgente de una melodía vieja del tiempo del rock and roll… Algo nostálgico, ya sabe. Llamaré al agente y le diré que después de todo podemos servirlo. Según parece, su sobrino cumple diecinueve años y aún no tiene ningún disco importante. ¡Imagínese!

—¿Tiene la letra? —le pregunto, con la esperanza de sacarme este trabajo de encima lo antes posible.

—Sí, aquí la tengo —dice George. Deja sobre mi mesa una hoja mecanografiada y se vuelve para marcharse.

—Dígame, por favor —le llamo—. ¿Qué ha sucedido con la cinta que estaba aquí, en la caja?

—¡Oh!, eso. Verá, los muchachos del departamento de ventas querían enviar una felicitación de cumpleaños al sobrino de este agente, ¿comprende? Escucharon un poco la cinta y al ver que era sólo un poco de jazz antiguo, muy mal grabado, la borraron y grabaron Cumpleaños feliz en ella.

Sale silbando Cumpleaños feliz, mientras yo le observo, sin encontrar palabras. Con dedos atontados compongo la programación para la canción de rock and roll y aprieto el botón de puesta en marcha, luego cruzo el cuarto y busco en mi fichero de cintas grabadas. Tal vez algunas de las cintas falsas de Parker que he hecho yo mismo suenen lo suficientemente bien.

Vamos a ver, ¿qué es esto?

Quince minutos de variaciones sobre el coro de Indiana. Puede servir. Y aquí hay un fragmento de Cherokke. Las coloco en el magnetófono y escucho unos cuantos compases de cada una. En realidad no están tan mal. Le diré a ese Youngdahl que es música sintética, hecha por una computadora electrónica, y ¡por Dios, que será la verdad!

Cuando salgo de la oficina me voy derecho a la primera cabina telefónica que encuentro y llamo a casa. No me contesta nadie, excepto la cinta magnetofónica automática:

«La señora Smith está con Quinn en casa de los Johnson —oigo que dice—. Pide al señor Smith que se reúna con ella.»

Los Johnson son más amigos de Debbie que míos. Todo lo que sé de ellos es que son una familia normal de Wayites: dos esposas, tres maridos y un fenómeno que atiende por Globito Marciano.

Llamo al timbre de casa de los Johnson. Después de una breve pausa se abre un poco la puerta y paso. Aunque por fuera su casa parece una especie de cabaña alargada, por dentro es una terma romana. Los cinco Johnson, mí mujer y Harley Quinn están todos vestidos con falsas túnicas romanas de punto, que no quedan del todo mal sobre las mujeres, pero más bien ridículas en los hombres.

—Hola a todo el mundo —digo con voz débil, dejando mis cintas y mi hoja de música en alguna parte—. ¿Tenéis uno de esos chismes para mí?

—Desde luego —me contesta uno de ellos.

Es una pena, pues por un momento había confiado en que no, que no lo tendrían.

Cuando me he puesto ya una de las absurdas túnicas y me he instalado en un sofá bajo, el pequeño Globito Marciano llega corriendo por la alfombra y me salta sobre el regazo. Es la primera vez que veo una criatura de otro planeta, de modo que me dedico a observarlo con toda atención. Es sonrosado, sin pelo, y muy cálido al tacto; uno de los Johnson me informa que en Marte estaría cubierto por una pelambrera espesa; pero aquí hace tanto calor que el pelo se le cae tan pronto como crece. El cuerpo de Globito es gordo y redondo, con un pecho muy ancho y patas muy cortas. La cabeza está tan metida en el cuerpo que parece como si no tuviese cuello.

—Eso —dice Harley Quinn con un gesto de repugnancia— es la forma más elevada de vida en Marte.

Globito asiente con aire de infinita resignación.

—¡Pero si parece entender lo que ha dicho! —exclamo yo sorprendido.

La mayor de las mujeres Johnson sonríe.

—No realmente —dice—. Es casi sordo para nuestra gama auditiva, aunque puede oír con mayor claridad que nosotros sonidos más agudos, como por ejemplo el de un silbato para perros. Lo que pasa es que entiende por percepción extrasensorial.

—¿Por telepatía?

—Así es como lo llaman, creo. Lo que tú sientes, también lo siente él. Por eso da gusto tenerlo. Es tan cariñoso… El pobrecillo no soporta ver sufrir a ningún ser viviente. Tiene una gran inteligencia, además. Es capaz de imitar los gestos y las expresiones humanas con tanta perfección, que algunas veces uno se olvida de que es tan sólo un animal.

Globito sonríe orgulloso, salta de mi regazo y trepa por la pared para quedar colgado del techo con las patas traseras.

—Tiene una especie de ventosas en los pies y en las manos —dice Debbie, haciéndole un gesto de burla, con la mano en la nariz—. Es tremendamente ágil, a pesar de estar tan gordo.

—Usted tiene que ser una persona muy amable y cariñosa —me dice uno de los Johnson mientras Globito corre por la pared y vuelve a saltar sobre mi regazo—. Globito se siente atraído por la persona más gentil y más cariñosa del grupo.

Otra de las mujeres Johnson coge algo que parece un bolígrafo, se toca con su punta la nuca, se estremece violentamente, se pone pálida y deja escapar un largo gemido de placer. Entonces me doy cuenta de que todos ellos llevan colgado del cuello, por medio de un cordón, un objeto semejante. Otro de los Johnson lleva su bolígrafo a lo que parece ser un pequeño electrodo en su cabeza y también se estremece y gime de placer, suavemente. Hasta Globito gime y se estremece, aunque él no tiene ningún bolígrafo.

—Confío en que no crea que le estoy haciendo preguntas demasiado personales —digo yo mientras le hago una—. Pero ¿qué son esos objetos con los que se están tocando la cabeza?

—¡Oh!, éstos —me contesta alegremente—. Son unos pequeños tubitos con pilas dentro. Cuando tocamos con ellos los electrodos que tenemos en la cabeza se produce una suave descarga eléctrica que va por un hilo hasta los centros de placer en nuestro cerebro. ¡No tiene idea de la sensación tan maravillosa que se experimenta!

—Tendría que ponerse uno —dice una de las esposas.

Me estremezco. Globito me acaricia la mano con simpatía.

Justo en este preciso momento llega de la cocina un carrito robot cargado con una maravillosa cena, y la conversación cesa durante un rato mientras todos nos lanzamos sobre ella como una manada de lobos hambrientos. Después me excuso para ir al baño, y a mi regreso me detengo un instante en el ropero para comprobar que no haya ocurrido nada con mis cintas y mi hoja de música. Están todavía allí, en el mismo sitio donde las ha colocado uno de mis anfitriones a mi llegada. Junto a ellas veo la cartera de Harley Quinn. De pronto se me ocurre una brillante idea.

Abro la cartera de Quinn y encuentro en su interior, como esperaba, un carrete de cinta magnetofónica. Ahora puedo cambiar las cintas y recopiar el original de Parker. Y una vez que lo tenga, continuar con el plan previsto tal y como estaba concebido antes de que se embrollaran las cosas.

Antes hecho que dicho.

Cuando vuelvo a entrar en el cuarto, sólo Globito levanta la vista. Este condenado se da cuenta de que he estado haciendo algo, pero por fortuna no puede hablar. En cambio, me guiña un ojo.

Los demás están comiendo aún, pero de vez en cuando alguno de los Johnson hace una pausa para darse una pequeña sacudida eléctrica. Por fin Debbie se reclina hacia atrás con un suspiro.

—Ha sido magnífico —dice—. Exactamente igual que en aquellos deliciosos últimos días del decadente Imperio romano.

—Delicioso —convengo yo—. Por curiosidad, ¿qué era ese plato de carne? Nunca he comido nada tan delicioso.

—Hamburguesas de sapo —me contesta una de las esposas, modestamente.

De pronto me entran ganas de tomar un poco de aire fresco.

—He tenido un día muy duro —explico, mientras hago esfuerzos por contener mi cena en el estómago—. Creo que será mejor (eructo) que me vaya a casa.

Me levanto y doy un par de tumbos hasta el vestíbulo. Saco del armario ropero mis cintas y mi música. Uno de los Johnson viene detrás de mí y me pone un grueso libro en las manos. El título está en letras doradas, al estilo antiguo: La teoría del amor expansivo, por Theodore E. White.

—Léalo —me dice—. Entonces comprenderá mejor que el matrimonio de grupo es verdaderamente el modo en que los seres humanos deben vivir.

De pronto, unos cuantos bloques más allá de la casa de los Johnson, siento frío. Me miro de arriba abajo.

—¡Dios mío! —murmuro para mí mismo—. Pero si aún llevo esta condenada túnica blanca de nylon.

La túnica sólo cubre mi cuerpo desde la pelvis hasta los hombros, dejando al descubierto los brazos y las piernas, que se me han puesto de carne de gallina a causa de la helada brisa de la noche. No lo había notado hasta ahora, pero este dichoso ropaje se parece mucho en su forma a una combinación de mujer. Veo aproximarse un coche volante de la policía y me meto de un brinco en el primer portal. Allí me acurruco presa de verdadero pánico, mientras el vehículo pasa zumbando y desaparece por encima de los tejados. De pronto oigo pasos en la calle. ¡Alguien se aproxima!

Asomo las narices con cautela para echar una ojeada en dirección al lugar de donde viene el ruido.

¡Ah, no! No es nadie. Sólo un par de pantalones y una chaqueta que se deslizan por sí mismos sobre la acera. ¡Un momento! Alguien viene dentro de ellos: ¡es Globito!

Cuando llega a mi altura trepa por las ropas hasta salirse de ellas y con una profunda inclinación me indica que me las ponga. No tiene que insistir.

Cuando ya estoy seguro y confortablemente vestido, le doy las gracias con todo mi corazón.

—Nunca olvidaré esto —le aseguro. Y beso a la extraña criatura en lo alto de su cabeza rosada y calva—. Ahora vuélvete a casa antes de que los Johnson descubran que has salido. No quiero crearte ningún problema por mi culpa.

Me doy la vuelta y echo a andar bastante contento, para tratarse de mí.

Un bloque más allá, más o menos, veo por el rabillo del ojo que Globito ha venido siguiéndome. Giro sobre mis talones para enfrentarme con él.

—Anda, vuélvete a casa, hombre. Tu familia ya te debe andar buscando.

Levanta la vista hacia mí con una mirada triste de perro apaleado en sus grandes ojos azules.

—¡Vamos! ¿Qué esperas? Sólo vas a crearnos complicaciones a los dos.

Se forma en sus ojos una lágrima que le rueda por las mejillas.

—Vamos, por el Dios del cielo. ¡No seas niño!

Otra lágrima.

—Bueno, está bien. Puedo llevarte a casa de los Johnson mañana.

Globito es ahora todo alegría y corre en círculos alrededor de mis piernas, haciendo unos extraños ruiditos de alegría. Yo prosigo mi marcha, sonriendo a pesar mío al ver sus cabriolas. Al llegar a la entrada del Metro, trepa hasta mi hombro y se queda en él hasta que llegamos a mi casa.

A la mañana siguiente, con Globito de nuevo encaramado sobre mi hombro, tomo el Metro hasta el centro de la ciudad y pronto me encuentro ante la recepcionista de la oficina de Youngdahl.

—¡Oh! —exclama la chica, mirando a Globito a través de sus gafas triangulares de concha—. ¡Qué criatura tan encantadora! ¿Me deja cogerlo?

—Desde luego. Puede incluso cuidar de él mientras yo hablo con el señor Youngdahl.

Esta vez la chica no menciona siquiera la necesidad de una cita previa.

Globito se sube a su mesa de un salto y se tumba sobre el papel secante, mientras ella le acaricia la barriguita con sus largas uñas pintadas de rojo.

—Kichi, kichi, cu… —le dice, riéndose.

—¡Squiiii…! —hace Globito, agitando sus patitas en el aire.

Entra otra mujer en la oficina, ve a Globito y sale de nuevo, a toda prisa, para volver casi inmediatamente con un grupo entero de mujeres. Todas se agolpan en torno a la criatura, empujándose para tener una oportunidad de cosquillearle el ombligo.

—¿No es una monada?

—¡Mira esos ojazos azules!

—¡Es adorable!

En aquel momento se abre la puerta del despacho del fondo y Youngdahl asoma la cabeza. Durante unos segundos permanece contemplando la escena lleno de confusión, con el entrecejo cada vez más fruncido, y luego grita:

—¿Qué diablos pasa aquí?

Las mujeres se dispersan al instante y corren hacia la salida cacareando como una bandada de gallinas asustadas.

—Y usted, ¿quién demonios es? —me grita.

—Soy Mohammed Smith, de la compañía de música Autocomp. He estado trabajando en un programa para nuestra computadora que la hará tocar como si fuese Charlie Parker en persona. Pensé que podía interesarle comprar algunas de las cintas que he grabado. Esto es estrictamente confidencial, naturalmente. Mis jefes no deben saberlo.

Me contempla un momento con aire de sospecha.

—Está bien, pase —me dice por último—. Voy a escuchar sus cintas, pero ¡tienen que ser mejores que buenas! ¡Deje esa condenada criatura fuera! Ya ha provocado bastante escándalo.

Entramos en su despacho y cierra la puerta tras nosotros de un golpe.

Con dedos nerviosos trato de ajustar mi cinta en el magnetófono de Youngdahl, pero se me escurre de las manos, se me cae al suelo y va a parar entre sus piernas, desenrollándose mientras rueda.

—Lo siento, señor —murmuro mientras me agacho para recogerla. Pero sigue rodando hasta meterse debajo de la mesa de míster Youngdahl y tengo que ponerme a cuatro patas para recuperarla—. Sólo es un minuto, señor Youngdahl —le digo mientras empiezo a enrollarla de nuevo en su carrete.

Como cabía esperar dada la situación, el ambiente es cada vez más tenso, pero finalmente consigo tenerla lista y colocarla en el magnetófono. Por lo que sea, sin embargo, no consigo que funcione.

—¡No dispongo de todo el día, Smith! Déjeme hacerlo a mí.

Me aparta con impaciencia de la máquina y pronto la tiene en marcha. Por un momento temo que sea una cinta equivocada, pero no, ahí se oye ya claramente el rumor del público.

De pronto, en medio del ruido, escucho la voz de mi mujercita Debbie, que grita:

«—¡Harley, sinvergüenza, no hagas eso!»

—Je, je, je —se ríe míster Youngdahl.

Busco el botón de paro, pero él me aparta la mano.

—No ponga sus zarpas en mi aparato —dice con un gruñido—. Podría reventarlo.

En la cinta, Debbie sigue diciendo:

«—Esta es Debbie Smith…

»—Y éste es Harley Quinn —añade el mismo.

»—… y estamos grabando esta cinta como un pequeño recuerdo de la ciento siete fiesta de bodas de la familia Carter. En la presente ocasión toda la familia Langdon se une a ellos en sagrado matrimonio. Esto significa que ahora el matrimonio comprende más de trescientas personas, sin contar los niños. No está mal, ¿eh, Harley?

»—Eso es lo que yo llamo una unión, Debbie.»

Sigue un ruido de algo que se rompe y un coro de gritos.

«—A mí me parece más una orgía que una recepción —dice Harley, echándose a reír—. Me pregunto lo que diría ese tonto que tienes por marido si te viese ahora.

»—¡Oh!, él. Ese imbécil. ¿Quién se preocupa de lo que diría? Cállate y bésame o te saco los ojos con las uñas.»

Durante una pausa espantosa e interminable no se oyó nada más que el tumulto excitado de los invitados, en el fondo. Gritos, copas que se rompen, música. Luego habla Debbie:

«—Escucha, Harl. ¿Dónde aprendiste a besar así?»

Click.

Youngdahl desconecta la máquina y se vuelve hacia mí, lívido de ira.

—Esta pequeña broma va a costarle a usted su empleo, señor Smith. Voy a llamar a su jefe ahora mismo y a decirle lo que pienso de su pervertido sentido del humor.

Coge el teléfono y marca el número de la Autocomp Music Company.

—¡No, por favor, no haga eso! —le suplico.

En ese momento entra Globito y se lanza sobre Youngdahl como un gato salvaje.

—¡Eh! ¡Socorro! Pare eso —grita Youngdahl.

Recojo mi cinta y mis papeles y salgo corriendo, con Globito a mis talones. Tropiezo de cabeza con la secretaria y la dejo sentada en el suelo sobre su bonito trasero, mientras sus gafas triangulares vuelan por el aire. Al llegar al final de las escaleras brinco cinco escalones de un salto y luego me paro en la calle a esperar que Globito me alcance y salte sobre mi hombro, antes de echar a andar con paso rápido.

—Pequeño idiota —le digo de mal humor—. ¿Por qué tenías que atacar a Youngdahl? Ahora no sólo van a despedirme, sino que nos denunciará a la policía.

Globito baja la cabeza con aire contrito.

Un coche volante de la policía pasa por encima de nuestras cabezas y veo que se posa sobre el techo del edificio en el que están las oficinas de Youngdahl.

—¿Lo ves? —le digo a Globito—. La única posibilidad que nos queda es ocultarnos en un viejo barrio abandonado de los suburbios… y quedarnos allí. No tenemos ya nada que hacer en el mundo exterior.

Cuando llegamos al río que separa el distrito del cordón de suburbios que queda en el lado nordeste, me detengo un momento para echar una ojeada en torno y luego empiezo a atravesar con precauciones un puente en ruinas. Estamos sólo a mitad de camino cuando al levantar los ojos veo un coche volante de la policía que viene hacia nosotros a todo gas.

—¿Sabes nadar? —le pregunto a Globito.

Menea la cabeza.

—Entonces continúa por aquí, a rastras, y espérame en el otro lado —le digo. Me meto la cinta y los papeles en el interior de la camisa y me tiro de cabeza, al río. Nado por debajo del agua tan aprisa como puedo, pero al fin tengo que salir a la superficie en busca de aire.

El coche volante de la policía está bastante cerca, y sobre el puente dos guardias persiguen a Globito arriba y abajo, por encima de las piedras desconchadas y los hierros retorcidos.

—Buena suerte, amigo —murmuro para mí, haciendo una profunda inspiración y sumergiéndome de nuevo. Pero cuando salgo a la superficie otra vez, a la sombra de los edificios de la orilla opuesta, veo que ya lo han cogido.

¡Viejo Chicago! He oído tantas veces hablar de este lugar… He visto tarjetas postales y he leído historias sangrientas que hablan de él, pero a pesar de que he vivido en Chicago toda mi vida, ésta es la primera vez que lo veo con mis propios ojos. Nada más que calles desiertas y edificios semiderruidos tan lejos como alcanza la vista en todas direcciones.

Oteo el cielo en busca de otros coches de la policía, pero como no veo ninguno me oriento por el sol y echo a andar a paso vivo, siguiendo el centro de la calle. Es fácil comprender que la gente abandonase esta parte de Chicago, lo mismo que abandonó todos los barrios residenciales de las grandes urbes cuando las facilidades de transporte rápido hicieron posible la vida en el campo. Lo que sí es difícil creer es que alguna vez vivieran hombres en lugares como éste… tan cerca los unos de los otros que casi tenían que meter los codos en la sopa de su vecino.

De pronto me paro en seco, mirando delante de mis píes.

Un fuego de campamento. Todavía humea un poco.

¿Boy-scouts?

Por alguna razón, no puedo creerlo. Echo a andar de nuevo, más de prisa, conteniendo las ganas que siento de echar a correr. Un gato cruza la calle, se agazapa un instante bufando, con los bigotes erizados hacia mí, y luego se pierde por el hueco de una ventana rota en un edificio del otro lado de la calle.

Yo me apresuro, haciendo un ruido tremendo a causa del chapoteo de mis zapatos empapados. De repente oigo un ruido que parece muy fuerte en medio del silencio.

¿Qué es lo que escucho ahora?

Parece venir de tan lejos que casi no puedo distinguirlo. Pero al cabo de un momento me doy cuenta de lo que es. ¿Qué otra cosa podría ser, sino los ladridos de unos perros salvajes? Ahí está de nuevo, pero más fuerte. Qué cantidad de ladridos. Debe de haber por lo menos un centenar de ellos, por el estruendo que arman. Ahora están ya más cerca. Deben de haberme olfateado.

¿Qué puedo hacer?

Los ladridos se hacen cada vez más fuertes a mi espalda. Me vuelvo para mirar. Aún no se les ve.

—¡Socorro! —grito—. ¡Sálvenme! Me persiguen los perros.

Maldito eco. Es la única respuesta.

Miro de nuevo hacia atrás. ¡Oh, oh, ahí vienen ahora! Quizá a ocho o diez bloques de distancia, pero corriendo desesperados, como si estuviesen persiguiendo una liebre mecánica. ¡Qué manada de perros! De todos los tamaños y de todas las formas cruzadas que Dios y el demonio pudiesen concebir juntos.

Me lanzo desesperado por las escaleras de cemento de un edificio casi en ruinas y cierro la puerta a mis espaldas con un golpe. Las bisagras son muy viejas y están demasiado oxidadas para poder resistir. Encuentro una cómoda antigua y con más fuerzas de las que creí nunca tener la arrastro hasta allí y la incrusto contra la puerta. Esto los contendrá por el momento.

¿Qué es eso? ¡La entrada del sótano! Dios mío, podrían entrar por ahí. Hay un sillón muy pesado en la habitación delantera. Lo arrastro como puedo y lo pongo sobre la trampa del sótano.

Los perros chocan contra la puerta de entrada como una tromba, ladrando, arañando, aullando como todos los demonios del infierno juntos. La madera tiembla, pero aguanta, gracias a Dios. Ahora andan por fuera, dando vueltas, husmeando y escarbando en busca de una forma de entrar. Voy hacia la ventana para echar una ojeada al exterior. Al verme, empiezan a saltar para ver si alcanzan el alféizar. «¡Demasiado alto para vosotros, monstruos sanguinarios!» He hablado demasiado de prisa. Hay uno que ha conseguido ya poner sus patas delanteras sobre el borde y que se retuerce tratando de mantener el equilibrio. Cojo un trozo de plancha de madera rota que hay en el suelo, y le empujo el pecho con ella. Se inclina hacia un lado, clavando los dientes en la plancha, y sigue haciendo esfuerzos por subir. Le golpeo. Aúlla, pero no renuncia. Le golpeo de nuevo, una y otra vez. Otro perro, que salta para alcanzar la ventana, se prende del otro y los dos caen rodando sobre el pavimento de la acera.

Aquí llega uno nuevo. Le golpeo con todas mis fuerzas y también cae sobre la acera. Dejan de saltar y se me quedan mirando, con los dientes al aire, gruñendo. Es una verdadera pesadilla de colmillos blancos, lenguas jadeantes y ojos inyectados en sangre. No parece que quieran saltar más. Voy a tratar de escaparme por la parte trasera.

Avanzo por la oscuridad de las habitaciones. Pruebo una puerta, pero el picaporte se me queda en la mano. Me inclinó a mirar por el agujero. Al otro lado veo un porche trasero, una verja y una avenida detrás de ella. Me lanzo contra la puerta con todo mi peso. Nada. Otra vez. De pronto cede y yo entro en tromba en el porche. Las maderas podridas del suelo se hunden bajo mis pies y caigo por ellas en el vacío. Durante un instante me siento ir por el aire, y luego caigo con un ruido sordo en el sótano: Intento levantarme, pero no puedo. Es como si el mundo diese vueltas y vueltas y más vueltas. Confío en no haberme roto ningún hueso.

¡Los perros pueden llegar hasta aquí por las ventanas del sótano! Intento moverme otra vez. Esta vez lo consigo. Pero al intentar levantarme casi me desmayo. En pocos segundos los perros van a olfatear mi rastro… En pocos segundos. En la semipenumbra de la cueva distingo una forma familiar. Es un horno. Un antiguo horno de carbón. Lentamente, vacilando sobre mis piernas, llego hasta él, me meto dentro y cierro la puerta. Sin importarme ya nada, me tiendo en la oscuridad, aspirando a grandes bocanadas el aire frío y la vieja carbonilla.

Luego llegan los perros, aullando de rabia impotente, lanzándose contra las paredes de hierro del horno, arañando y mordiendo el metal con dientes y uñas. Que rabien. No pueden entrar.

Y de pronto me doy cuenta de que yo tampoco puedo salir.

Por lo que sea, mi cabeza no parece funcionar hoy como es debido.

Sería lógico pensar que los fabricantes de hornos tienen el sentido común suficiente como para poner picaportes interiores en la puerta de estos monstruosos artefactos. Pero no es así.

Empiezo a pensar en rosquillas y se me hace la boca agua.

Después de un rato, como estoy tan cansado…, pero sobre todo porque no hay mucho en que ocupar el tiempo cuando uno está dentro de un horno, me quedo dormido. No sé cuánto tiempo estoy así, pero me despiertan unos cuantos ladridos más excitados que los anteriores.

«¿Qué será ahora?», me pregunto.

Luego, por encima de los aullidos y el ladrar de la manada, oigo el ruido inconfundible de los cascos de un caballo, clip clop, a lo lejos. El ruido se hace cada vez más cercano. Por la manera como suena se trata sólo de un caballo y avanza lentamente. Los perros gruñen ahora, corriendo arriba y abajo sin descanso y ladrando algunas veces. Oigo que el caballo se detiene en la avenida de fuera.

Los perros parecen estar asustados. Puedo escuchar sus lamentos alrededor del horno. ¿Qué es lo que oigo? Pasos. ¡Pasos humanos!

—¡Socorro! —gritó—. ¡Sálvenme! ¡Estoy dentro del horno!

No hay respuesta.

Se oye un silbido en el aire, el golpe como de un latigazo y el quejido asustado de un perro. De nuevo el silbar del látigo, seguido de un coro de aullidos y lamentos caninos. Casi no puedo dar crédito a mis oídos cuando escucho el rumor que produce la manada al alejarse apresuradamente, en medio del pánico y la confusión, por las ventanas del sótano.

—¡Auxilio! —grito de nuevo—. ¡Sálvenme! ¡Sáquenme de aquí!

Silencio.

¿Por qué no dice algo? Lentamente los pasos se acercan al horno y se detienen frente a la puerta. Oigo que está tanteando el picaporte. Por fin se abre la puerta con un chirrido oxidado. Miro hacia fuera, a la oscuridad, sólo un poco menos negra que la del interior del horno.

—Salga de ahí —dice una voz fría y profunda desde la parte de afuera—. Ya se han ido. No hay peligro alguno.

Me escurro por la angostura de la puerta y me quedo de pie, tosiendo en medio de las nubes de hollín que se desprenden de mí a cada movimiento que hago.

—¿Se encuentra bien? —pregunta la voz.

—Sí…, creo que sí.

—Sígame entonces.

Una mano me agarra por el codo y me ayuda a subir unos cuantos escalones de piedra. Levanto los ojos y veo… las estrellas, las hermosas estrellas. Cerca de allí está parado el caballo, grande y de color gris, piafando y agitando la cola. No tiene silla, ni riendas, solamente un ronzal de cuerda de fabricación casera; me vuelvo para hablar con el hombre que acaba de salvarme, pero su extraño aspecto me corta la palabra. Es alto y delgado, y lleva puesto un abrigo raído y un sombrero impermeable. En la mano, el látigo trenzado, negro. Lo más sorprendente de él, sin embargo, no es su barba enmarañada, ni sus anteojos oscuros con montura de concha, sino su nariz… Una nariz enorme y ganchuda, la nariz más grande y de forma más perversa que he visto en mi vida.

—¿Quién es usted? —me pregunta.

—Me llamo Mohammed Smith. Mo, abreviado, y soy un compositor.

—¿Y qué es lo que está haciendo aquí?

—Estaba dando un paseo de camino para el centro de la ciudad, cuando de pronto…

—Nadie «va dando un paseo» por esta parte. ¿De quién va huyendo? ¿De la ley?

—¿De la ley? ¿Yo? Pero eso es absurdo.

—No me lo cuente entonces, señor Smith, si es ése su nombre. Ya sé que hay ciertas cosas que son demasiado vergonzosas para compartirlas incluso con aquellos que son como nosotros.

—Escúcheme. No tengo por qué soportar esta manera de hablarme, señor…

—Me llaman el Pico. Monte en el caballo.

Cruza las manos para que apoye el pie en ellas y pueda subir más fácilmente. Cuando ya estoy arriba, él monta detrás de mí, a horcajadas. Arrancamos a trote lento por la avenida desierta, iluminada tan sólo por la luz de las estrellas. Cuando entramos en la calle, cruza a lo lejos por una intersección transversal, sólo unos pocos bloques más allá, un coche con un caballo, sin luces.

—¿Vive aquí gente? —pregunto sorprendido.

—Sí.

—Pero ¿por qué no usan luces?

—Es mejor que no le recordemos al mundo exterior nuestra existencia.

Me vuelvo a medias, sobre el lomo del animal, intentando verle el rostro, pero al hacerlo mi hombro tropieza con su enorme nariz y casi se le cae. Consigue sin embargo, cogerla y ponérsela de nuevo en su sitio.

—¡Dios mío! —exclamo—. Pero si es postiza.

—Claro que lo es.

—¿Por qué la lleva entonces? ¿Como si fuese una máscara?

—No, la máscara es la cara que hay detrás de la nariz.

—¡Pero usted no es el Pico, entonces! Eso no es más que un truco de bromista. ¿Por qué no…?

—¿Por qué no ser simplemente yo mismo? Ya lo he ensayado. No sabe cuánto lo he ensayado… Hubiese sido bastante fácil, supongo, si realmente supiera quién soy yo mismo, como le ocurre a casi todo el mundo, pero el caso es que no lo sé. He intentado el psicoanálisis, la lógica, la astrología… Lo he intentado sentándome en una analizadora… He probado incluso la religión. Todo. Durante quince largos años me he estado buscando sin éxito; luego, un día que pasaba por casualidad frente a una tienda de objetos de broma, vi esto en el escaparate… Una nariz, un apéndice enorme hecho de material plástico, con un par de lentes falsos para sostenerla. Entonces se me ocurrió una idea: ¿a qué continuar con esta búsqueda inútil de mi llamado yo, cuando fácilmente podía renunciar a él y ser otra persona? Me apresuré a entrar en la tienda y compré todas las narices de plástico que tenían, y desde entonces, hace ya de esto siete años, nunca he dejado de llevar una. Puede imaginarse la sensación de alivio que experimenté cuando me puse la primera y me miré en el espejo. Le daba a mi rostro un carácter verdadero, definido… Un carácter ligeramente ridículo, quizá, y hasta un poco perverso… o incluso criminal, pero indudablemente definido.

—Ya comprendo —dije, aunque comprendía cada vez menos—. Pero todavía no sé por qué ha elegido este lugar, entre todos, para venirse a vivir.

—No elegí vivir aquí, señor Smith. No estaba en mi mano elegir. Lo que ocurre es que uno no puede moverse por el mundo moderno con una nariz postiza. Mi mujer y mis asociados en el negocio que tenía estaban ya planeando alejarme de alguna forma, pero yo me adelanté a ellos. Una noche, después de terminar el trabajo, en lugar de volver a casa me vine hacia acá y aquí he estado desde entonces.

Mi nueva vida con el Pico es más bien rutinaria, pero descansada. No hacemos nada en absoluto, excepto salir a cazar perros, gatos salvajes, ardillas y pájaros por la noche, y dormir durante el día. Pero a medida que los días se transforman en semanas y las semanas en meses, la idea de lo que Harley Quinn debe de estar haciendo con mi mujer, en lugar de borrarse como el Pico me aseguró que iba a ocurrir, se me hace más y más intolerable.

Por fin, un día, después de una buena comida de sopa de gato, le digo lo que he decidido hacer:

—Me vuelvo a la civilización.

—No digas tonterías —me contesta.

—Tengo que volver. Tengo una cuenta que ajustar con aquel hombre que te dije, Harley Quinn.

Deja el muslo de gato que se estaba comiendo y me mira con tristeza desde detrás de su nariz falsa.

—Si tienes que hacerlo, tienes que hacerlo —dice con un suspiro cansado—. Voy a buscar en la lata de la chatarra para ver si encuentro un arma adecuada para ti.

Desaparece unos momentos y pronto vuelve con un viejo revólver y una caja de balas.

—Aquí tienes —me dice, con voz tranquila—. Llévate esto y buena suerte.

—¡Mohammed Smith! —exclama la mayor de las dos esposas Johnson cuando me abre la puerta—. Entre, entre. ¿Qué demonios ha estado usted haciendo todo este tiempo? Debbie ha estado preocupadísima.

—¿De veras? ¿Dónde está ahora? —le pregunto mientras entro en la casa.

—Volverá en cualquier momento. ¿Quiere esperarla?

—Gracias, lo haré. —Y me siento frente a la puerta.

—¡Cariños! —llama a los otros—. Mirad quién está aquí. El señor Smith ha vuelto.

Los otros Johnson acuden en grupo y se me quedan mirando como si fuera un animal escapado del zoológico. Yo no aparto los ojos de la puerta ni la mano del revólver que llevo en el bolsillo. Cuando por fin entre Harley… ¡bang!, justo entre los dos ojos.

—¿Sabe? —dice uno de los esposos Johnson—. Harley ha hecho un montón de dinero últimamente.

—¿De veras? ¿Cómo?

—Vendiendo algunas cintas con música de Charlie Parker. Le preguntamos dónde las había conseguido y nos dijo que sencillamente estaban en su cartera. Ese Harley es todo un bromista, ¿no cree?

Hay una pausa y luego:

—Sí, es lo mismo que un millón de carcajadas —murmuro.

Uno de los Johnson está de pie junto a la ventana. De pronto, se vuelve hacia mí y dice:

—Mire, ahí vienen Debbie y Harley.

Oigo sus voces que se hacen cada vez más claras.

Suenan como si viniesen discutiendo.

—¡Oh, cállate! —grita Debbie.

Oigo las pisadas de los dos sobre el sendero de grava y luego sobre los escalones del porche. Uno de los Johnson aprieta el botón automático y la puerta se desliza hacia un lado. Entra Debbie, seguida de Harley. Se ha cambiado de nuevo el color del pelo. Ahora es rubia. Harley es el primero en verme y está empezando a dibujar una sonrisa aceitosa sobre sus labios astutos cuando yo saco el revólver.

—¡Espera! —grita, al mismo tiempo que yo aprieto el gatillo.

¡Bang!

Hago un magnífico agujero en los ojos de un retrato de Julio César que cuelga de la pared.

—¡No, por favor! —grita Harley.

Apunto con más cuidado y aprieto de nuevo el gatillo.

¡Bang!

Esta vez hago un agujero en la puerta. Nunca hubiese imaginado que estos malditos chismes fuesen tan difíciles de manejar.

Aprieto el gatillo otra vez.

¡Bang!

Hago añicos un jarrón de cerámica que había junto a la puerta y que salta por el aire en mil pedazos pseudo-griegos.

—Anda —dice Harley—. Dame eso.

Alarga la mano y arranca el revólver de la mía.

—¡Oh! —exclama—. Está ardiendo.

El aire se ha llenado de humo de pólvora y todos los ojos están fijos en mí, muy abiertos por el terror del momento. Un terror lleno de fascinación. Harley le da el revólver a Debbie y le dice:

—Tú mantenle cubierto. Voy a ver si encuentro algo con que atarle.

Debbie se queda con el revólver en la mano, mirándole a él primero y luego a mí, y de nuevo a él otra vez. Por último, le apunta con el revólver y grita:

—¡Que te crees tú eso! Mo, ve a buscar unas sábanas al armario de la ropa blanca y ata a todos estos gusanos. Luego, tú y yo nos vamos a largar con viento fresco.

Un cuarto de hora más tarde, los Johnson y Harley Quinn están convertidos en verdaderas momias, en fila sobre el suelo, y Debbie y yo nos largamos hacia el Chicago antiguo, después de cerrar cuidadosamente la puerta a nuestras espaldas.

—¡Intento de asesinato! —jadea, contemplándome sin disimular su admiración mientras trota a mi lado—. ¡Qué maravillosamente depravado!

—Quiero una rosquilla —murmuro yo.

La única respuesta a mi plañidera petición es el silencio pétreo de las ruinas. Un silencio que parece burlarse de mí. Con un suspiro resignado reclino mi cabeza sobre el regazo de Debbie y miro cómo se aproxima por el cielo un coche volante. De pronto, el aparato hace un giro y de su escape sale un chorro de llamas blanco-azuladas.

—¡Mira! —exclama Debbie—. Está escribiendo en el cielo.

Desde luego que está escribiendo. A medida que hace giros y rizos, su estela va dibujando las letras, una tras otra.

—¡Mohammed! ¡Está escribiendo tu nombre!

—Así es. Y ahora parece que sigue con un mensaje.

Ahí se va formando sobre el cielo, palabra por palabra:

«Mohammed Smith, te desafío a un duelo a muerte mañana a mediodía en la plaza de Bughouse, frente a la Biblioteca Newberry. Puedes elegir armas.

»Tu amigo,

»Harley Quinn

Una vez terminada su tarea, el coche volante desaparece hacia el norte hasta perderse en la oscuridad. Yo me echo a reír.

—Qué valiente eres —exclama Debbie, impresionada—. Frente al peligro, lo único que haces es soltar una risa de desprecio.

—¡Ja, ja, ja! —sigo riéndome yo.

—Pero mañana, al mediodía, ¿te reirás aún de un modo tan atrevido como ahora?

—¡Ja, ja, ja! —me río, atrevido—. Puedes apostar que sí, porque mañana voy a quedarme en la cama.

—¡Mequetrefe! —explota ella y lanza una patada bien dirigida a mi inocente trasero—. ¡Si no eres lo bastante hombre como para batirte por mí, me vuelvo con Harley!

Se levanta y echa a andar con rapidez.

—¡Espera! —le grito—. ¡Vuelve aquí! Está bien, me batiré, ya que insistes.

Llego con Debbie y el Pico a la plaza Bughouse, algo así como a las once y media de la mañana siguiente, cargado con dos arcos y un paquete de flechas y sintiéndome bastante preocupado.

—Aquí llega Harley —dice Debbie, señalando al cielo en dirección norte.

Casi no tengo tiempo de volverme a mirar cuando el coche volante de Harley llega ya sobre nosotros; describe unos cuantos círculos por encima de nuestras cabezas y se posa en una calle próxima, llena de hierbas silvestres. Se abre la portezuela y desciende Harley, un poco pálido. Viene con él uno de los esposos Johnson, un tanto nervioso, y tocándose el electrodo de su cabeza con el lápiz de pilas.

—Hola, Mohammed —dice Harley, humedeciéndose los labios con la lengua.

—Ya he elegido armas —le digo—. El arco y las flechas. He traído también uno para ti.

—No tenías que hacer eso, Mo. Estaba convencido de que ibas a elegir algo así, de modo que he traído mi propio arco. Es una verdadera hermosura, como puedes ver. Está hecho de una aleación de magnesio y la cuerda es de fibra de vidrio. Las flechas son también de magnesio, excepto las puntas, y están comprobadas para variaciones de tan sólo unos pocos milímetros.

—No me digas —murmuro, tratando de ocultar mi pobre arco de fabricación casera detrás de mi espalda.

—Bueno —dice Harley con un suspiro—, lo mejor es empezar cuanto antes. En cierto modo, siento mucho que esto tenga que suceder. Siempre te he tenido aprecio, Mohammed.

—Yo también te he apreciado, Harley —murmuro, mientras nos estrechamos la mano.

—Caminad hasta los extremos opuestos del bloque —nos interrumpe el Pico, ansioso por acabar pronto—. Luego volveos y empezad a disparar.

Harley y yo nos volvemos la espalda y echamos a andar hacia los extremos de la calle. Cuando llego al final del bloque, giro sobre mis talones. Harley está ya parado en su sitio, con el arco y la flecha dispuestos. Con dedos temblorosos trato de ajustar mi flecha en la cuerda, pero por alguna razón misteriosa no parece dispuesta a quedarse allí.

—Vamos, Mo —me grita el Johnson—. Deja de enredar.

Por fin lo consigo.

—¿Listos? —grita el Pico.

—¡Listo! —responde Harley.

—¡Listo! —grito yo.

El Pico da la señal de empezar.

Lentamente comenzamos a avanzar el uno hacia el otro, paso a paso. Un petirrojo se posa sobre el pavimento entre los dos y luego emprende de nuevo el vuelo.

Harley se detiene, levanta su arco y tensa la cuerda.

Yo me paro también y tenso la mía.

Durante un largo momento de silencio nos quedamos allí, apuntándonos el uno al otro, como dos indios de madera. Luego, de pronto…

—¡Squiiiiii…! —grita Globito, apareciendo por una calleja lateral y corriendo desesperado hacia nosotros, mientras agita sus cortas patitas como si fuesen hélices.

Se lanza sobre mí con toda su pequeña mole arrancándome con el impacto el arco y la flecha de las manos. Luego, mientras Harley le contempla con una mirada estúpida, Globito salta hasta él con tres largos brincos y le arranca también el arco y la flecha de la mano. Cuando están todas las armas por el suelo, recoge una flecha y se la coloca sobre el corazón.

—¡Va a matarse! —exclama el Johnson—. ¿Nadie se lo va a impedir? ¡Esa criatura me ha costado una fortuna!

Pero Globito no se clava la flecha. No hace más que sostenerla donde la ha colocado, mirándonos alternativamente a Harley y a mí.

—No, no se matará si suspendemos el duelo —digo, dándome de pronto cuenta plena del significado de su gesto.

Harley se queda como atontado durante unos instantes, luego empieza a dibujarse una sonrisa en las comisuras de sus labios. Se arrodilla y le da al animal unos golpecitos amistosos en la cabeza.

—No te preocupes, diablillo —le dice—. Que no nos vamos a hacer daño.

Globito coge el dedo meñique de Harley con una de sus patas y lo hace venir hasta donde estoy yo. Luego coge el mío con la otra pata y se nos queda mirando, expectante.

—Quiere que nos estrechemos la mano.

El animalito empieza a dar brincos de contento y luego nos lleva hasta donde espera Debbie, conteniendo a duras penas la risa.

—El pobrecillo sólo quiere que todos seamos amigos y felices, para poder ser feliz él también —dice ella—. Pero ¿qué podemos hacer? Parece que si uno de nosotros es feliz, es a expensas de los demás.

Levanto la vista para mirar al Johnson. Me encuentro con su mirada. Ya sé lo que va a sugerirnos y supongo que es la única salida que tenemos. Obedeciendo a un impulso, me arrodillo frente a Harley, tomo su mano en la mía y le digo:

—Harley querido, ¿quieres casarte con nosotros?

Harley se me queda mirando con la boca abierta, mientras Globito da verdaderas volteretas de júbilo.

—Comprendes lo que quiero decir: sólo tú, Debbie y yo —sigo diciendo—. Seremos felices juntos, yo sé que lo seremos.

—¿Es eso lo que tú quieres, Debbie? —le pregunta a ella.

—¡Naturalmente, Harley! ¡Qué maravillosamente decadente va a ser! —exclama ella, en éxtasis.

—Hacedlo ahora, antes de que os arrepintáis —interviene el Johnson—. Tengo conmigo una copia del ceremonial aquí mismo, en mi bolsillo.

Lo saca y nos lo alarga.

Después de estudiarlo durante unos instantes, Debbie, Harley y yo nos colocamos en círculo cogidos de las manos y repetimos con tono monótono y solemne estas palabras:

«Te dedico mi vida y todo lo que poseo. Nunca actuaré en contra tuya, sabiéndolo, y si necesitas mi ayuda no te la negaré. No descansaré satisfecho si no tienes comida, vestidos y techo, y me ocuparé de tus hijos como si fueran los míos. Si la enfermedad te ataca, te cuidaré. Si alguien te persigue, te ocultaré. Si te sientes solo, hablaré contigo. Mantengámonos juntos ahora para que la sociedad no muera por su propia mano.»

—Yo os declaro —anuncia el Johnson, solemnemente— marido y mujer.

Cuando llegamos al lugar donde vive el Pico, el hombre se excusa y durante unos minutos se dedica a buscar entre los restos de las latas algo que poder regalarnos. Por fin encuentra lo que quiere… Una hermosa sortija para Debbie, una espada para Harley, y para mí… un viejo saxofón maravilloso con una boquilla de plástico, igual que el que Solía tocar Charlie Parker.

—Puedo enseñarte a tocar en la escala cromática —me dice—. Entonces al menos podrás realizar tu sueño de componer música como la que tocaba él.

Cojo el instrumento con cuidado en mis manos, me lo llevo a los labios y soplo.

¡Honk!

Sale de su interior una verdadera nube de polvo que nos hace estornudar y toser a todos.

—¿Ves? —dice el Pico, riendo—. Por lo menos ya conoces una nota.

En los meses que siguen los tres nos hacemos compañeros inseparables. Cazamos juntos y trabajamos juntos siempre. Al principio, por lo menos. Sin embargo, más tarde, Harley y yo empezamos a turnarnos para pasar el día con nuestra amada común. Me da la sensación de que Harley está consiguiendo más turnos que yo, pero cuando él me lo explica, todo me parece perfectamente justo.

De todas formas, durante los días en que le toca el turno a él, yo me siento afuera, en el patio de atrás, entre las latas oxidadas y las botellas rotas, y les doy una serenata con mi saxofón. Debbie dice que es muy romántico, sobre todo a distancia, y la realidad es que todos esos años que pasé estudiando a Charlie Parker están dando resultado. Algunas veces, cuando toco Ool Ya Cu o Oh Bop She Bam, casi suena más como genuino Charlie Parker que nada de lo que logré producir nunca en la computadora musical.

Ahora que todo marcha por el mejor de los caminos, sin duda vais a pensar que me siento completamente feliz y satisfecho, pero la verdad es que no lo estoy.

Debe de ser que algo no funciona bien en mi cerebro.