La astronave regresó de su viaje por el interespacio.

Los seis hombres de su tripulación estaban sentados en sus sillones tratando de dominar la angustia, el acelerado latido de sus corazones y el terrible zumbido en sus tímpanos. Todos trataban de reajustar sus respectivos organismos tras aquel momento de muerte.

Momento… Muerte. Dos términos meramente aproximativos. Y es que el vocablo «momento» sólo tiene un significado en el mundo temporal, y la muerte es una cosa real. Sin embargo, el lugar en que habían estado no tenía una realidad objetiva. Aquel mundo de las matemáticas, habitado únicamente por símbolos, análisis e integrales, había sido descubierto o inventado por el hombre, o quizá inventado primero y descubierto después…, pero ciertamente no era un mundo en el que los hombres debían habitar, sino un mundo que debía ser atravesado lo más rápidamente posible.

Incluso ahora, de regreso al universo real, el mismo tiempo pareció tardar un largo instante en reemprender su marcha. Los miembros de la tripulación se miraban angustiados y temblorosos unos a otros.

De repente, se oyeron unos pasos.

—¿Adónde se dirige, señor?

La voz de Wessel implicaba autoridad, a pesar de que se trataba de unas simples palabras pronunciadas débilmente debido al esfuerzo que había estado haciendo últimamente.

Regan se detuvo, pero daba la impresión de que era sólo por un instante y que pensaba proseguir su camino. Luego se volvió y dijo:

—Sólo iba a echarle una mirada al planetoscopio.

—Esa es una labor que le corresponde a Cohen.

—Vamos, no es para tanto. Ya sé que es una función que le corresponde a él, pero no existe ninguna regla que me impida echarle una mirada al planetoscopio.

—Sí que existe, señor —replicó el capitán, con voz más autoritaria—. La regla dos-siete: toda la tripulación deberá permanecer en sus sillones durante veinte minutos después de la transición interdimensional.

Regan se encogió de hombros mientras miraba de reojo a los otros cinco miembros del Bellamy. Wessel se dio cuenta de lo que aquella mirada furtiva significaba. En primer lugar, que el grado, los miembros de la tripulación y las reglas no tenían ningún significado en aquel preciso instante. Y en segundo lugar, que la regla dos-siete podía estar indicada para el personal de edad avanzada, pero no para jóvenes de diecinueve años que podían reponerse en pocos segundos del esfuerzo y agotamiento físicos que implicaba la transición tridimensional.

«Viejos, probablemente es así como nos considera a nosotros —pensó para sí Wessel, mientras trataba de ocultar una sonrisa—. Ya sé que el límite de edad es cuarenta y dos años, pero si no tienes en cuenta, hijo, la regla dos-siete, puedes estar seguro de que pronto te encontrarás más envejecido que estos decrépitos hombres de treinta y cinco años que en este instante están a tu lado

Regan volvió a sentarse en su asiento y preguntó a los demás, haciendo gala de un fingido buen humor:

—¿Conoce alguno de ustedes algún chiste nuevo?

—Sí, yo sé uno —respondió Cohen— sobre un decápodo rigeliano y una gaita. No sé si lo sabrás, pero…

—Claro que lo sé —le interrumpió Regan—. Hace ya doscientos años que conozco ese chiste; además, no era un decápodo sino un octópodo.

—¿Así que hace doscientos años ya estabas por ahí? —le preguntó Cohen, con sorna.

—Naturalmente que sí. Estoy por ahí desde el principio de las cosas. El Gran Viejo me tomó a su servicio en aquella época, y en cierta ocasión me preguntó si los electrones giraban realmente alrededor de los protones o si eran los protones los que giraban alrededor de los electrones. Estaba muy preocupado por esto.

Regan se echó a reír. Los demás permanecieron callados.

—Sí, amigos míos, yo estaba también cuando los faraones construyeron las pirámides —prosiguió Regan—. También estuve cuando…

—Está loco —dijo Kroger, el biólogo.

—Sí, seguramente me he vuelto loco debido a la transición interdimensional, papá. Pero déjeme continuar.

—Te merecías un buen puntapié —dijo Kroger.

—Si estuviéramos en la Tierra no me importaría que me dieran mil puntapiés, pues prefiero los malos tratos de un ser humano a los de…

—Está visto que ustedes, los jóvenes…

—Pero, ¿es que no podemos hablar de otra cosa estando en esta situación? —intervino McLeod, el especialista en estadística, interrumpiendo a Kroger.

—Dígaselo a él —replicó este último.

—El señor McLeod tiene razón —dijo Regan, burlonamente—. Esta es una ocasión importante: la expedición número tres mil seiscientos siete… ¿o es la ocho?

Wessel permanecía indiferente ante aquella situación, ya que comprendía lo que se ocultaba detrás de ella. Regan era un novario, es decir, un miembro de un país que los jóvenes, en un último intento de desesperación, habían comenzado a construir en el Sahara hacía ya cincuenta años. El resto del mundo les había otorgado muy gustoso aquel lugar. A partir de entonces, aquel país se convirtió en la tierra de promisión de todos los jóvenes del mundo. Algunos se quedaron, pero muchos regresaron. Estos últimos no hablaban mucho de lo que habían visto allí. Y en cuanto a los mayores, no les agradaba hacerles pregunta alguna, satisfechos de haber encontrado una solución al problema. El lenguaje de un chico como Regan —un lenguaje de mediados del siglo XX que ellos habían resucitado— era una tosca reminiscencia de aquella época en que las fricciones entre las generaciones estuvieron a punto de desembocar en una guerra civil.

—Pero, entonces, ¿por qué te enrolaste? —le preguntó Fry, el antropólogo.

—Porque en Novaría aún no podemos construir naves espaciales —le respondió Regan—. ¿Y por qué se enroló usted?

—Para descubrir por qué el hombre, hace cinco mil años, tomó el camino que le condujo aquí.

Fry era un hombre pequeño, discreto e inteligente, dotado de unos modales muy sencillos. De no conocérsele a fondo, se le habría tomado por una persona vanidosa.

—¿Y lo descubrió, amigo?

—No, hace diez años que estoy intentando descubrirlo, y todavía no lo he conseguido.

—¿No lo habrá descubierto otra persona?

—No, a menos que alguien haya encontrado la respuesta después de que abandonáramos la Tierra. Hasta ahora, la civilización más avanzada que se ha descubierto puede considerarse a un nivel mucho más bajo que la de los mayas.

—Entonces tardará mucho en descubrir lo que pretende, ¿no es así?

—Yo no diría tanto. Digamos simplemente que mi ignorancia sobre la materia no es ahora tan grande. Cuantas más civilizaciones descubrimos, más nos damos cuenta de que aún existen muchas otras por descubrir. Por otra parte, no nos explicamos cómo alrededor de un pequeño lago de un insignificante planeta surgió de repente una gran cultura.

—¿Qué lago?

—El Mediterráneo.

—Oh, sí —respondió Regan—. ¿Interacción? ¿Cruce de culturas y civilizaciones?

Fry meneó la cabeza.

—Esos factores se presentaron en la India, muchos siglos antes. Y también en China. Pero no ocurrió aquí. Evidentemente, lograron alcanzar un alto nivel en el arte y la cultura, pero sólo fue en teoría.

—¿No es posible que estuvieran demasiado organizados?

Fry le miró con curiosidad.

—¿Cuándo estudió usted antropología?

—¿Quién, yo? ¿Está usted bromeando? —respondió Regan a la defensiva—. Soy el único hombre a bordo de esta nave que lleva a cabo un cometido extraño. Y ello es así porque me dieron una educación también extraña.

Luego, cambiando de tema, Regan preguntó:

—¿Cuánto tiempo falta, Skip?

—Ocho minutos.

—Qué fastidio.

—Usted se queja de que el tiempo pasa muy lentamente —comentó Fry, sonriendo—, pero para mí corre demasiado. Sólo dispongo de tiempo para tomar unas pocas notas…

¡Unas pocas! —exclamó McLeod, extrañado—. Durante el último viaje me tuvo trabajando en el Adi durante todo el tiempo de regreso a la Tierra.

—Sí, es cierto.

—¿Quién es Adi? —preguntó Regan.

—Son las iniciales de un aparato: Analizador de Datos del sistema Intermedio —le explicó McLeod—. Aunque yo diría que es un pote de lata que nos molestamos en traer hasta aquí para llenarlo y luego regresar y vaciarlo.

—Si Mac se empeña en definir estos delicados aparatos electrónicos de una forma tan vulgar, la investigación hará de nosotros unos científicos sin nada que hacer, excepto manipular los mismos —intervino Kroger—. Sin embargo, algún día se llegará a construir unos Adis más perfeccionados, con cámaras, espectroscopio, colectores de muestras e incluso conseguiremos despertar en ellos ciertos instintos. Y cuando llegue ese día, entonces podremos descifrar muchos misterios que aún nos oculta la Tierra.

—Ya lo ha visto usted —dijo Cohen—. Mac no hace más que soñar en el día en que Fry pueda encontrar las pruebas de que en algún lugar del universo Adi creó al hombre, y no al revés.

Todos se pusieron a reír, pero la risa duró poco. Cohen tenía un talento para decir las cosas no-absolutamente-erróneas en el momento no-absolutamente-propicio. Les dijo que en aquel instante todos se encontraban en un universo inmenso, extraño y solitario y que sólo se hallaban protegidos por la delgada envoltura de su nave espacial. También les recordó que el hombre había tenido varios miles de contactos con muchas razas que había descubierto, pero ninguno de los miembros de esas razas había podido responder a las preguntas que el hombre les había hecho. El haber estado durante setenta años en un mundo lleno de estrellas les había proporcionado gran cantidad de datos, pero muy poca información de valor. Pero siempre había el temor de que un día una expedición llegase a un mundo, y la respuesta estuviese allí; una respuesta que seguramente al hombre no le agradaría haber encontrado.

—Bueno, amigos, creo que ya hemos hablado bastante —intervino Wessel.

Luego se volvió hacia Cohen y le dijo:

—Ve a mirar en la pantalla. Ah, llévate a Regan contigo.

Instantes después, Regan volvía con las informaciones.

—Un planeta parecido a la Tierra. En cuanto a su atmósfera, parece que es de salsa —añadió bromeando.

Al cabo de unos minutos regresó Cohen, ampliando los datos anteriores:

—La masa es más baja, la gravedad superficial es nueve-dos-dos TMG. La atmósfera es densa, pero respirable.

—¿Sólo ha detectado ese planeta? —preguntó Wessel.

—No, hay dos planetas de metano junto a él.

Todos hicieron un gesto de extrañeza, excepto McLeod, que bruscamente se puso a estudiar aquellos informes. Aquellos super-Adis, como Kroger los había bautizado jocosamente, habían sido planeados en la Tierra para poder ser utilizados en otros mundos con atmósfera de metano o carentes de oxígeno.

—Bueno, más vale eso que nada —dijo Wessel—. Y ahora, dispongámonos a descender.

La astronave comenzó a descender lentamente. Cohen se encargó de las lecturas de los vectores. McLeod las alimentó en las computadoras. Mientras, Wessel traducía los resultados en acción, manipulando con sus dedos en el cuadro de mandos.

McLeod pensó que aquello daba la impresión de que estaban descendiendo sobre un mapa del tiempo, ya que las líneas isóbaras se mezclaban con las isodinámicas danzando entre ellas como un artista en el trapecio. Wessel, por su parte, se puso a pensar en los relatos que le contara su abuelo sobre aquellas astronaves que al descender se estrellaban contra la superficie de un planeta desconocido.

Aquel planeta brillaba como un disco de color verde azulado de aspecto muy parecido al de la Tierra, a la que todos recordaron con nostalgia en aquel momento. Pero a medida que se iban acercando al mismo, comprobaron que el color verde no correspondía a la vegetación, ni el color azul a sus mares. Aquel planeta estaba integrado por cinco sextas partes de tierra, al menos por el lado por donde ellos se acercaban; una tierra que se componía, al parecer, más de mineral que de vegetación.

El capitán posó la astronave a media distancia entre el ecuador y un polo. Abrieron la puerta y descolgaron la escalerilla metálica. A continuación los hombres descendieron, comprobando que sus piernas estaban sometidas a una auténtica gravedad y que podían respirar el nuevo aire. Luego se pusieron a observar a su alrededor.

Se encontraban en el centro de una altiplanicie verde, bañada por un sol de color naranja y rodeada por una cadena de montañas de cimas puntiagudas. En algunos puntos de la altiplanicie existían afloramientos de cristal azul. El verde azulado era el color del suelo, mientras que el color de la vegetación era de un rojo muy intenso.

Un pequeño animal, de color malva, del tamaño de un zorro, salió de su madriguera y los contempló con sus polifacéticos ojos. Regan se paró en seco, cogió un trozo de cristal del suelo y lo lanzó contra el animal. El cristal golpeó la cabeza de la extraña bestia, derribándola al suelo. Regan la recogió, mientras aún agonizaba, y se la trajo a Kroger. La sangre que manaba de su herida era de color azul brillante.

—Muy interesante —dijo Kroger, mientras extraía de su bolsa los instrumentos para disecarlo.

Mientras tanto, Cohen se dedicó a recoger trozos de aquellos misteriosos cristales azules. Cualquier planeta siempre ofrecía interés para ambos. Por su parte, Fry no se atrevía a moverse, contemplando asombrado la escena que se ofrecía a sus ojos.

—Bueno, doctor, ¿qué piensa de este planeta que acabamos de descubrir? —le preguntó Regan.

—No sé qué decir; pero después de tantos viajes espaciales como he hecho, uno llega a la conclusión de que existen mundos misteriosos que encierran formas de vida muy interesantes.

—Pero ¿no conoce usted este lugar?

—No —respondió Fry—. Pero puedo estar en un error. ¿Le importaría echarme una mano para sacar de la astronave el aparato volador?

—Desde luego.

Entre ambos sacaron de la astronave un extraño aparato volador de dos asientos y grandes alas. Aquella escena daba la impresión de una mariposa de color naranja brillante saliendo de una crisálida.

Regan pareció asombrarse cuando pudo ver por completo aquel extraño artefacto volador.

—¿Me deja que lo manipule?

—Tendrías que hacer un curso para manejar este tipo de aparato —le respondió Fry—. Pero, si tienes mucho interés, puedes acompañarme.

Ambos subieron al artefacto. Bastó solamente unos segundos para que el extraño aparato volador, impulsado por un motor Greiff-Jones, se elevara a una altura de doscientos metros y sobrevolara las cumbres de las montañas. Luego el aparato comenzó a elevarse más, hasta que Fry consideró que había alcanzado la altura más idónea para sus investigaciones desde el aire.

—Un niño de tres años podría manejar un aparato como éste —dijo Regan.

Fry sonrió. Después, inesperadamente, maniobró en los mandos e hizo que el aparato se remontara verticalmente como si fuera un cohete, para luego hacer que recuperase su posición de vuelo horizontal. Miró a Regan, que se había puesto muy serio.

—¿Qué es lo que trata de demostrarme haciendo estas peligrosas piruetas? —murmuró tembloroso Regan.

—Nada. Se trataba sencillamente de un flujo de onda debido a la nivelación del campo magnético del planeta con el térmico. No tuve más remedio que maniobrar de ese modo.

Regan se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

En aquel momento se hallaban sobrevolando una vasta llanura al otro lado de la cadena de montañas. De pronto, Regan vio algo extraño y le dijo a Fry:

—Mire.

Con el dedo le indicó hacia una montaña aislada, en cuya cima, aplanada, se veía un orificio por el que fluía una columna de humo de color rosa.

—Se trata de un volcán —le dijo Fry.

—Está usted equivocado —le respondió Regan.

Fry le dirigió una mirada despectiva.

—En otros tiempos pudo haber sido un volcán —admitió Regan—, pero ahora no lo es, a menos que esos individuos sean auténticas salamandras.

—¿Individuos? —preguntó extrañado Fry.

—Bueno, en todo caso, quiero referirme a esas criaturas que encienden fuego.

Fry agudizó la vista mientras se preguntaba si realmente aquel joven había visto señales de vida. Él, desde luego, no veía nada. Pero unos segundos después pudo observar a través de la humareda un conjunto de edificios y señales inequívocas de gente moviéndose.

Sobrevolaron el cráter. Cerca del mismo se veía un grupo de varios cientos de edificios, dispuestos en dos círculos concéntricos; el del centro era mucho más pequeño. En cuanto a sus edificios, aunque eran de un solo piso como los demás, eran más grandes y estaban más engalanados. Los demás parecían hechos de adobe, pero en realidad estaban construidos de grandes bloques que brillaban con tonalidades azules, verdes y malvas bajo la acción de los rayos del sol. De uno de estos edificios salía humo de color rosa, pero la principal fuente de éste se hallaba al pie de las paredes del cráter.

Por un instante, Fry pensó que se trataba de alguna actividad residual volcánica, hasta que se dio cuenta que el pie de las paredes del volcán presentaba numerosos orificios parecidos a las entradas de una caverna. Algunos de estos orificios estaban tapados con planchas de roca, mantenidas con puntales. En cuanto a los otros orificios, aquellos de los que salía el humo, estaban sin cubrir. Y fue alrededor de estos últimos donde Fry observó gente —criaturas— moviéndose.

Fry no podía ocultar los sentimientos contradictorios que en aquel momento se habían apoderado de él. En efecto, a medida que se iban acercando, ya no tuvo la menor duda de que aquel planeta estaba habitado; habitado por gente, por humanoides. No, no podía caber la menor duda. Fry había tenido ocasión en otros viajes por el espacio de encontrar las cosas más sorprendentes, pero ninguno de aquellos descubrimientos podía compararse con este que ahora tenía ante sus propios ojos. Recordó que una vez había descubierto una extraña raza de anfibios, muy parecidos a los delfines en cuanto a su forma, pero dotados de unas patas rudimentarias. Eran unas criaturas muy inteligentes, pero que tardarían millones de años en desarrollar algo parecido a manos. En otra ocasión había descubierto un misterioso tipo de lagarto en Lovell Tres. Años después, Fry había tenido la oportunidad de encontrarse con una raza bovina de cuadrúpedos erectos, y, un poco más tarde, un extraño pájaro que localizó en el vigésimo tercer planeta de la misma constelación… Pero todos aquellos descubrimientos anteriores no podían compararse en absoluto con aquel que ahora tenía ante sus ojos, pues éste constituía una prueba irrefutable de una civilización altamente desarrollada.

Fry siempre había pensado que la respuesta —si es que realmente existía alguna— vendría de una raza no humanoide, cuya escala de valores no humana se prestara a una confrontación con la de los hombres.

A medida que los dos terrestres descendían comprobaron que aquella gente salía de sus casas y de aquellos extraños orificios por donde brotaba el humo. Fry aterrizó en un lugar distante del círculo exterior. Los dos hombres descendieron y esperaron.

Los nativos se ocultaron detrás de sus casas y se pusieron a observar a los dos científicos. Eran altos y de aspecto frágil. Tanto los hombres como las mujeres llevaban por única indumentaria un trozo de tela alrededor de sus caderas. Los niños iban desnudos. Hubieran podido pasar por alguna tribu de la Tierra de no ser por el color azul de su piel y sus ojos polifacéticos, como los de aquella bestia que momentos antes matara Regan.

Uno de los hombres avanzó hacia ellos; se hallaba cubierto por una larga capa, ricamente adornada. Sin duda alguna se trataba del jefe de la tribu. Su rostro estaba repleto de arrugas, pero no daba la impresión de ser un anciano. Se detuvo delante de los dos terráqueos y extendió las palmas de sus manos en dirección a ellos.

—¿Será una señal de paz? —murmuró Regan.

—Por mi parte, creo que el gesto es demasiado brusco para interpretarlo como una señal de paz —respondió Fry.

Regan y Fry permanecieron en su sitio, como clavados en el suelo, sin atreverse a decir una sola palabra.

De repente, la expresión del rostro del jefe de la tribu cambió, dando paso a una mirada de odio. Luego volvió el rostro e hizo una señal. Inmediatamente se le acercó un joven que llevaba una lanza —o una especie de venablo— en la mano. Este permaneció junto a él sin moverse.

Fry llevó inmediatamente la mano a su pistola cuando vio que el joven guerrero se disponía a arrojar la lanza contra ellos. Entonces se echaron a reír: la lanza cruzó suavemente el aire pasando entre ambos terráqueos. Regan se agachó y recogió la lanza del suelo, dispuesto a lanzarla contra el joven guerrero.

—No —le dijo Fry, mientras le sujetaba el brazo.

Se trataba de un arma inofensiva, hecha toscamente con una ligera madera fibrosa, en cuyo extremo había un trozo de aquel cristal azul que antes descubrieron en la superficie del planeta. Quizá para aquella gente primitiva se trataba de un arma peligrosa y a lo mejor su punta estaba impregnada de veneno, pero Fry comprendió en el acto que aquella especie de venablo no podía hacerle daño a un terráqueo. Luego cogió el venablo y lo rompió, golpeándolo contra su rodilla. Y para demostrar a aquella gente que ellos eran más poderosos, sacó su pistola-láser de la funda y disparó contra una roca cercana, haciéndola trizas. Luego volvió a enfundar el arma.

El jefe y el guerrero retrocedieron. Detrás de las casas se oía un gran alboroto. Fry le ordenó a Regan que permaneciera junto al aparato volador mientras él se dirigía lentamente hacia los nativos. Todos se separaron. Fry continuó caminando, mientras ellos se apartaban para dejarle paso. Atravesó él primer círculo de edificios y se dirigió al centro del «poblado».

Fry se detuvo ante el edificio más grande. Probablemente sería la casa del jefe, el lugar de reunión de su consejo o quizá un templo. Era una hermosa construcción. Estaba hecha con bloques de cerámica, y sus frisos, a la altura de los ojos de Fry, estaban adornados con jeroglíficos. Fry los observó detenidamente y pronto se dio cuenta que aquellos jeroglíficos representaban rudimentariamente varios soles de los que partían numerosos rayos. Aquel tipo de jeroglíficos los había visto Fry en otros muchos planetas. Penetró en el edificio.

A la débil luz de unas lámparas que pendían del techo, pudo comprobar que se trataba de la única estancia del edificio. En aquel momento se hallaba desierta, pero el centro de la misma, situado por debajo del nivel del suelo, parecía constituir el lugar de reunión de la asamblea del pueblo. Fry sintió un extraño olor. Miró al suelo y vio que había unos restos de raras frutas amontonadas sobre unas esterillas. Pero, a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la luz del interior de aquella estancia, lo que más le llamó la atención fue una hilera de vasijas, situadas a lo largo de las paredes y de una belleza realmente sorprendente.

Ninguna de aquellas vasijas tenía una altura de menos de un metro y algunas medían casi dos. Eran de varios colores, desde el blanco perla al negro, pero las más hermosas, de tonalidad azul, estaban colocadas en hileras unas sobre otras. Tenían formas distintas, y muchas de ellas presentaban vetas y estrías. A pesar de que Fry había encontrado objetos maravillosos en sus numerosas visitas a otros planetas, ninguno podía compararse con los que ahora tenía ante sus ojos. Ni las joyas en forma de burbujas que descubriera en Lovell Tres ni los nidos intrincados y engalanados de los diminutos pajaritos de Betelgeuse Veintitrés podían compararse con aquellas hermosas vasijas.

Oyó un ruido detrás de él. En el instante en que se volvía, se dio cuenta de que se trataba de un ser humano: Fry se había dado cuenta de que los nativos de aquel planeta se movían muy silenciosamente, casi ni se les oía al caminar. En efecto, era Regan quien se encontraba detrás de él.

—¿Cómo has podido dejar abandonado el aparato volador? —le espetó irritado Fry.

—No se preocupe usted por eso, esta gente es inofensiva y no es capaz de destrozar el aparato —le respondió Regan—. Además, ya me he dado cuenta que nos tienen miedo. ¡Caramba, qué bonitas son estas vasijas!

Fry comprendió en aquel instante cuan infantil era Regan.

—¡Santo Dios! —exclamó el muchacho—. Son preciosas.

Durante unos minutos, Regan permaneció absorto, contemplando aquellas vasijas. Luego, al darse cuenta de que Fry no le quitaba la vista de encima, le dijo:

—Si pudiéramos llevarnos un par de estos recipientes a la Tierra, haríamos una fortuna.

—No pienses en eso ni por asomo —le respondió Fry—. Quizá cuando regresemos nos llevemos una de las más pequeñas. Naturalmente, siempre que esta gente nos lo permita.

—¿Nos lo permita?

—De todas formas —insistió Fry, al darse cuenta de la mirada codiciosa de Regan—, todo lo que nos llevemos a la Tierra lo tendríamos que entregar al Museo del Centro. ¿Lo olvidaste?

—Sí, me había olvidado de ello —respondió de mal humor Regan.

Fry estaba molesto con él.

—Vamos. Creo que ya va siendo hora de que informemos a los demás.

—Podemos informarles por radio —replicó Regan—. Quiero echarle una mirada a todo esto.

—Creo un deber recordarte que sólo eres un miembro subalterno de nuestra tripulación —le dijo Fry secamente—. De modo que si no te importa…

Al día siguiente, el capitán Wessel salió con Fry. Regan protestó, ya que en el aparato volador sólo había sitio para dos personas. Pero el capitán Wessel le hizo callar, diciéndole tajantemente:

—Si existe una raza inteligente en este planeta, es mi deber comprobarlo personalmente. En cuanto a ti, no te preocupes; los demás miembros de la tripulación ya te encontrarán un trabajo que hacer.

Regan se alejó molesto, mientras el capitán Wessel y Fry se introducían en el aparato volador.

—No estoy muy satisfecho con Regan —dijo Fry, mientras sobrevolaban las montañas—. Hay algo en él que no me agrada. Me refiero a su forma de comportarse.

—¿Por qué?

—No lo sé. Sin embargo, tengo la impresión de que se enroló con otras intenciones que las meramente científicas de nuestro viaje por el espacio.

—¿Qué intenciones?

Entonces Fry le contó al capitán Wessel las intenciones de Regan de apoderarse de aquellas preciosas vasijas azules y venderlas luego en la Tierra.

Wessel se echó a reír.

—¿Dice usted que esos vasos tenían por lo menos un metro de altura? —dijo el capitán—. Pues entonces no habría ido muy lejos con ellos.

—Sin embargo…

—Sí, sí, ya sé que este chico constituye un problema para todos los demás. Pero a medida que pasen los años, creo que se reformará y cambiará de modo de pensar.

En ese momento sobrevolaban el cráter. Mientras Fry sujetaba con una mano la barra de control, con la otra le indicó al capitán Wessel en dirección a la pared del mencionado cráter. Había cientos de nativos reunidos en un lugar apartado de los demás.

—A juzgar por su forma de actuar, creo que se trata de una ceremonia —comentó Fry.

Luego dirigió el aparato volador hacia una llanura y aterrizó. Durante un instante, todos los rostros se giraron hacia los dos terráqueos, pero luego volvieron a dirigir su mirada hacia lo que era el centro de su atención: la boca de una caverna de la que salía gran cantidad de humo. Delante de la gruta, habían dibujado en el suelo una especie de semicírculo, y en el centro del mismo se hallaba un muchacho desnudo. Todos los miembros de la tribu estaban cantando.

El muchacho desnudo se volvió y miró a sus gentes, las cuales se mostraban impasibles contemplándole. Luego se volvió de espaldas y se encaminó lentamente hacia la caverna, penetrando en ella y desapareciendo de la vista de todos. El canto de los nativos aumentó de volumen, pero el tono se hizo más grave, dando la impresión de que se trataba de una canción fúnebre en honor de una persona que acababa de morir.

Instantes después, un humo mucho más negro comenzó a salir por la boca de la gruta, y Fry tuvo la impresión de que había visto una lengua de fuego. A continuación, todos los miembros de la tribu se pusieron a recoger grandes trozos de roca y se dispusieron a tapar la entrada de la caverna. Cuando hubieron terminado, aseguraron su operación cruzando unas vigas de madera contra la pared de rocas.

—Se trata de un sacrificio humano —dijo Fry—. Esto no habla mucho a favor de su elevado grado de cultura, ¿no le parece, capitán Wessel?

—Eso no quiere decir nada —respondió el capitán Wessel—. No olvide usted, amigo Fry, que algunas de las civilizaciones no europeas más avanzadas practicaban sacrificios humanos. Y tampoco debemos olvidar que otras civilizaciones europeas hacían más o menos lo mismo.

Durante un instante, Wessel se puso a pensar en los hornos de Belsen. Luego acudieron a su mente aquellas vasijas azules de que le hablara Fry y se estremeció: acababa de recordar la leyenda de aquel alfarero japonés que, desesperado por no poder obtener la obra perfecta que pretendía, se arrojó a su propio horno y produjo su mejor pieza de alfarería. Era de color rojo, según aseguraba la leyenda, y el método que utilizó para conseguirlo no tenía nada de científico. Y es que las leyendas tienen sus propias leyes y su química especial.

Luego el capitán Wessel recordó aquel extraño animal de sangre azul que habla matado Regan. Era realmente sorprendente que fuera del mismo color que la piel de los nativos. Esta idea le hizo pensar que quizá en aquel mundo la leyenda y la química iban hermanadas.

Tras meditar sobre esto, Wessel salió de su mutismo y le dijo a Fry:

—Después de todo, esta gente no tiene una cultura muy elevada. Admito que sus vasijas son una verdadera obra de arte, pero es frecuente hallar, en civilizaciones primitivas, ciertas manifestaciones aisladas que parecen pertenecer a un nivel más avanzado, generalmente relacionadas con la religión, como seguramente ocurre en este caso. Bueno, dejemos este tema. Voy a echarle una mirada a esta gente; les tomaré unas fotografías a los miembros de la tribu y trataré de descifrar qué clase de idioma hablan. En esto consistirá mi misión, y espero que durará dos días como máximo.

Regresaron a la nave espacial al atardecer, bajo un cielo verde y morado. Su llegada coincidió con el regreso de Cohen a pie, el cual llevaba un saco en el que había recogido varias especies de rocas. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que Regan no estaba.

—Creí que estaba con usted —le dijo McLeod a Cohen.

—Pues yo había pensado que estaría con alguno de ustedes —respondió Cohen.

—¡Ese condenado muchacho! —exclamó Wessel—. ¿Quién de ustedes le vio por última vez?

—Supongo que yo —intervino McLeod—. Fue muy poco después de que usted y Fry se marcharan. Yo estaba trabajando en este lugar. Recuerdo que lo vi tomar la misma dirección que antes emprendiera Kroger.

—¿Cómo iba equipado?

—¿Se refiere a armas?

—A lo que sea.

—No llevaba ningún arma, sólo un saco.

—¿Qué dirección tomó, Kroger?

McLeod y Kroger indicaron al mismo tiempo con la mano en dirección a las montañas.

—Seguramente habrá vuelto a la aldea de la tribu —dijo Wessel, furioso.

Acto seguido, el capitán cogió su aparato emisor-receptor y se puso a llamar a Regan. No se sorprendió al ver que no recibía ninguna respuesta: cualquier persona lo suficientemente loca como para penetrar en una aldea de un planeta desconocido lo sería también para haberse olvidado de tener abierto el contacto del aparato emisor-receptor.

—No podemos hacer nada por ahora. Fry y yo regresaremos a la aldea al despuntar el día.

Ambos llegaron al cráter.

—Aquí fue donde llegamos la primera vez —murmuró Fry, cuando ambos descendieron del aparato volador.

—Observe eso —dijo Wessel, indicando con la mano.

A unos cuantos pies detrás del semicírculo, y de rodillas como los demás, se hallaba Regan.

Fry y Wessel se miraron. Se volvieron y vieron a otro joven que se dirigía hacia la boca de una cueva de la que salía gran cantidad de humo. Los miembros de la tribu cogieron una roca gigantesca y entre todos taparon la entrada de la gruta. Luego la aseguraron con una viga de madera.

Instantes después los cantos fúnebres cesaron y todos aquellos misteriosos seres se encaminaron hacia la aldea. Regan iba entre ellos. Cuando pasó delante de Wessel y de Fry, les hizo una señal con la cabeza y prosiguió su camino. Pero Wessel le cogió por el brazo, reteniéndole.

—¿Qué significa todo esto? —le preguntó el capitán—. ¿Te han drogado o algo parecido?

—¡Déjeme en paz! —exclamó furioso Regan.

—¡Cómo! ¿Qué estás diciendo, imbécil? ¿Te has olvidado de que estás bajo mis órdenes?

Regan adoptó una postura de arrepentimiento.

—Perdóneme, capitán —dijo—. No he tratado de ser irrespetuoso con usted, no fue ésa mi intención. Estoy aprendiendo las costumbres de esta gente.

—Esa es una labor que le corresponde a Fry. Él se encargará de recopilar todos los datos.

—Es que Fry no sabe aún por qué esta gente lleva a cabo sacrificios humanos.

—Eso es otra cuestión —respondió Wessel—. Vamos, regresa conmigo a la nave espacial.

—Un momento —intervino Fry—. ¿Sabes qué significan esas vasijas azules?

—Esas vasijas azules existentes en la casa de la tribu representan objetos conmemorativos de famosos guerreros y jefes —respondió Regan—. En cada casa particular de los demás habitantes de la aldea existe una vasija igual pero más pequeña. Hay una vasija por cada acto crematorio.

—Ya me lo suponía —dijo Fry—. ¿Y por qué hacen sacrificios humanos?

—No hacen sacrificios humanos… bueno… normalmente, no. Sólo cuando un hombre pierde la estimación de los demás él mismo se auto sacrifica. Es la única esperanza que le queda de recuperar la inmortalidad en el otro mundo.

—¿Cómo te has podido enterar de todas estas cosas? ¿Es que entiendes su idioma?

—No se necesitan muchas palabras para entender a esta gente —respondió Regan—. Basta acercarse a ellos, observarlos detenidamente y estudiar sus reacciones.

—Pero todavía no nos has explicado por qué lo hacen ahora —exclamó furioso el capitán—. ¿Quieres darnos a entender que ellos creen que han perdido su dignidad como tribu a causa de nuestra presencia? ¿Te has vuelto loco?

—¿Es que no le parece lógico? Nosotros procedemos de los cielos y somos más fuertes que ellos. Ellos adoran al sol y al fuego. Y si nosotros somos dioses, entonces ellos creen que los suyos han sido destronados y no sienten ya ningún deseo de seguir viviendo. Los jóvenes que vimos eran los hijos del jefe. Cuando el último de ellos haya sido sacrificado, entonces sacrificarán al jefe. Luego…

Regan se interrumpió. Le temblaba todo el cuerpo.

El rostro de Fry era sombrío. Por un momento pensó cómo el hombre y todas las criaturas como él se mutilaban a sí mismos o se dejaban matar ante el altar de sus piadosas creencias. Él había estudiado aquellas creencias, pero ahora se encontraba ante los hechos mismos, no ante las páginas de un libro. Por un momento pensó que el trabajo de su vida era un círculo vicioso, tan fútil y sin sentido como ese símbolo del sol que era su imagen. El hombre había podido salir de un diminuto planeta, viajar por entre las estrellas, conocer otros mundos, pero, al parecer, en ningún sitio su mente había podido romper esos grilletes de culpabilidad que le ataban a lo desconocido.

—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Fry, estremeciéndose— por el bien de ellos: preparar todas las cosas y marcharnos lo antes posible.

—Creo que los demás miembros de la tripulación estarán de acuerdo con ello —dijo Wessel—. Están terminando de hacer los preparativos. Según los cálculos, creo que podremos partir antes de que caiga la noche.

—No, no es tan fácil como eso —intervino Regan.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Wessel.

—Marchándonos de aquí, no ayudaremos a nadie. Los sacrificios continuarán.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Fry—. Sólo has estado unas horas entre estas gentes.

—No puedo jurarlo… pero lo sé. Por favor, déjenme que hable con ellos por última vez. Quizá pueda convencerlos inventando alguna historia. Como en el aparato volador sólo hay sitio para dos personas, ustedes se marchan y luego que venga uno solo a recogerme.

—De acuerdo —dijo Wessel—. Fry regresará dentro de una hora y te recogerá.

Cuando Fry regresó no encontró a Regan. Las gentes de la tribu se hallaban reunidas en el semicírculo de los sacrificios.

Aterrizó y se puso a buscar a Regan. No había señal de él. Entonces, súbitamente, vio que una figura, procedente de la aldea, se encaminaba hacia él, desnuda y con la cabeza erguida.

—¡Santo Dios, no es posible! —exclamó Fry, estupefacto.

¡Aquel hombre era Regan!

Rápidamente, Fry se apartó del aparato volador y se acercó a él.

—¡No puedes hacer esto! No resolvería nada.

—Es la única solución —respondió Regan con vehemencia y mirándole fijamente a los ojos.

—No te lo permitiré —dijo Fry, mientras dirigía su mano a la pistolera.

Con la cabeza aún erguida, los ojos de Regan siguieron el movimiento que hiciera Fry. Luego, frunciendo los labios, le dijo en tono irónico:

—¿Qué pretende hacer? ¿Impedirme que muera a mi manera matándome con su pistola? Vamos, Fry, déjeme en paz y márchese. No estropee las cosas.

—¡Ellos no comprenderán tu gesto de sacrificio! —exclamó Fry—. Todo seguirá igual tanto si te sacrificas como si no. Se trata de una tribu muy primitiva…

—Si no me ofrezco en sacrificio, el deshonor se extenderá; pero no sólo en esta tribu, sino entre todas las razas que habitan este mundo.

—Eso tú no lo sabes.

—Se trata de un riesgo que tengo que correr. Ellos también tienen derecho a una oportunidad. Igual que Novaría.

—¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Qué tiene que ver Novaría con todo esto?

—Nada… únicamente que… no me porté bien allí. No fui un buen hombre. Por eso me echaron.

En aquel momento se encontraban cerca del lugar del sacrificio donde se hallaban reunidos los demás miembros de aquella misteriosa y primitiva tribu.

—Pero seguramente… —comenzó a decir Fry en un último y desesperado intento de poder razonar con aquel muchacho.

—¡Déjeme en paz! —exclamó Regan, dándole un puñetazo en el pecho.

Fry cayó hacia atrás, dándose un fuerte golpe contra las rocas. El impacto le dejó casi sin sentido.

Cuando consiguió ponerse de pie, Regan se encontraba en el centro del semicírculo, y Fry comprendió que ya nada podía hacer. Se volvió y echó a andar en dirección al aparato volador, mientras un sentimiento de profunda pena se apoderaba de él. A sus oídos llegaban los cantos fúnebres del coro.

A Fry le constaba que todo lo que había sucedido tenía que escribirlo en el informe. Pero ¿cómo iba a poder explicar aquella extraña actitud de Regan? Podía decir que Regan se había vuelto loco o que, víctima de un momentáneo desequilibrio mental, había llevado a cabo aquel gesto inexplicable. Pero ¿estaría el capitán Wessel dispuesto a corroborar sus palabras? ¿Aceptaría compartir con él la responsabilidad de afirmar que Regan quería morir, ofrecerse en sacrificio, para purgar una falta que había cometido anteriormente? Sintió un mal sabor de boca al pensar que tenía que utilizar un lenguaje inadecuado en su informe.

Pero ¿qué conseguiría Regan llevando a cabo aquella acción? ¿Y cuánto duraría aquel bien? Aún quedaban muchos mundos entre las estrellas por descubrir. Aparte de ello, dentro de cierto tiempo —¿décadas?, ¿milenios?— otro grupo de hombres procedentes de la Tierra llegarían a este planeta. Entonces, ¿serviría de algo todo lo que él escribiera sobre lo sucedido? Y en caso de que las generaciones futuras aún recordaran todo lo escrito por él, ¿creerían en sus palabras? Y suponiendo que se efectuase otra exploración en aquel mismo planeta, ¿reconocerían los miembros de la tripulación, al contemplar cierta vasija, que aquello era un símbolo de un terráqueo que había sacrificado su vida ante el altar de aquella tribu? ¿Funcionaría la química de la leyenda también con Regan, un extraño en aquel planeta? ¿Tendría éxito su sacrificio?

Fry se estremeció: ¿o volverían a comenzar otra vez todos aquellos sacrificios? Fry llegó hasta el aparato volador y murmuró: «Dios mío, que has dado un sentido final a este vasto universo, ¡haz que él triunfe! Haz que él haya roto el círculo, de una vez por todas. Y haz también que él haya logrado liberar a los miembros de esta raza piadosa, explicándoles que incluso, los dioses son mortales y que todas las cosas son posibles.»

Fry se sentó en el estrecho sillón del aparato volador. Parecía que había transcurrido una eternidad antes de que llegara al otro lado de las montañas.