—Sé que es risible —dijo Kni, riendo para corroborar lo que decía—, pero esos terrícolas consiguen hacer cosas.

A tres mil kilómetros de distancia, en otro continente del planeta Psit, Bru emitió una risilla escéptica.

—¿Y cómo, con su pobre alcance tecnológico?

—Bien, lo que ocurre es que los miramos desde nuestro punto de vista tecnológico. ¿Cuáles crees que son los resultados, cuando los científicos establecen un test para artistas?

—¿Quieres decir que los terrícolas son más artistas que científicos?

Hubo una interferencia en la línea, muy breve. Kni se detuvo, sorprendido. Las líneas telefónicas no tenían jamás una interferencia. Siguió adelante, sin embargo, sin hacer comentarios.

—Es obvio que su capacidad es distinta de la nuestra. Por ejemplo, una cosa que confunde nuestra visión de su alcance tecnológico es que cuando hacen algo lo hacen lo suficientemente bien como para que funcione, y no mejor. Son inquietos, impacientes, perezosos. No revisan dos y tres veces, como hacemos nosotros; llevan a cabo su trabajo una sola vez y para siempre. Cuando ven que algo marcha lo dejan ir, y si se estropea, lo arreglan y en paz. Sólo si algo va mal con excesiva frecuencia y causa muchos problemas para arreglarlo, inventan otra cosa que no necesite tantas reparaciones.

Bru rió de nuevo, con incredulidad.

—Inseguro. Descuidado. Nada de eso suena como si tu terrícola fuera a sernos de mucha utilidad aquí, en Tfan.

Kni se mostraba evidentemente como un agente de propaganda terrícola en Psit.

—Depende de cuál sea el trabajo, por supuesto. Pero debes comprender que, debido a esta característica, los terrícolas son quienes mejor reparan en toda la galaxia. Tienen práctica. Cualquier terrícola que trabaje con máquinas da por sentado que antes o después la máquina va a ir mal y él tendrá que repararla; tiene una total confianza en que será capaz de hacerlo. Son particularmente buenos con robots y calculadoras…

—¿De veras? —dijo Bru, mientras su interés se acrecentaba—. ¿Y cómo?

—Te lo estoy diciendo; están acostumbrados a arreglar cosas que van mal. Nosotros no. Escucha, cuando nosotros terminamos de hacer una máquina, unimos, soldamos y remachamos su cubierta. No pensamos en que tendremos que sustituirla por otra o repararla. Los terrícolas ajustan sus cubiertas con tuercas y tornillos, con la absoluta convicción de que tarde o temprano, tendrán que volver a desmontarlo todo pieza por pieza… —Se interrumpió bruscamente al notar una nueva interferencia. Después preguntó con curiosidad—: ¿Qué ocurre? No habrá interferencias atmosféricas…

—Para serte franco… sí —dijo Bru de mala gana.

Esta vez fue Kni quien rió con incredulidad:

—¿Algo va mal con CAT[2] en tu área? Pero es imposible…

—No. Imposible no. Verás… bien…

—Ahora comprendo que estés desesperado.

—Oh, no exactamente desesperado…

—Pero te aferras a un clavo ardiente. No crees realmente que mi terrícola sea capaz de ayudarte y, sin embargo, estás dispuesto a dejar que lo intente. ¿No es verdad?

—Sí —dijo Bru tristemente. Aquella conversación no era de su agrado. Los psitianos detestaban cualquier clase de problemas, y también reconocer sus errores. A pesar de que, como supervisor del área de Tfan, Bru no estaba obligado, en teoría, a discutir sus asuntos con Kni, éste tenía una posición superior a la suya y podía, de quererlo así, solicitar un informe completo.

Sin embargo, Kni dijo afectuosamente:

—Bien, conozco la capacidad de este terrícola y estoy seguro de que podrá serte útil. Te lo enviaré.

—Hazlo, por favor —dijo Bru, agradecido—. ¿Cuál es su nombre?

—John Smith.

—Un nombre peculiar. ¿Alguna forma especial de tratarle? ¿Tabúes, sensibilidad, rarezas religiosas?

—No. No lo creo. Hará sus concesiones.

—¡Que hará sus concesiones! —Bru se daba cuenta, con incomodidad, de que Kni no tenía una opinión demasiado elevada de su inteligencia, pero esto era demasiado.

—Claro que sí —dijo Kni vivamente—. Tiene gracia. Bien, entonces, le preguntaré si quiere trabajar para ti. Dirá que sí, seguro… sólo que tendrás que estar dispuesto a pagar.

—Lo que sea, si lo consigue.

—Estará de acuerdo. Los terrícolas inventaron la frase: doble o nada.

—Sólo una cosa más. —Después de lo cual Bru guardó silencio durante tanto rato que Kni empezó a pensar que se había cortado la comunicación. Finalmente Bru dijo—: En realidad…, ya hay un terrícola aquí, en Tfan.

—¿De veras? Pensé que John Smith era el único en este planeta.

—Bien… sabes… este terrícola no está exactamente vivo. Por otra parte, no está exactamente muerto.

—¡Oh! —dijo Kni, comprendiendo—. Uno de ésos.

—Sí. Lo que me preocupe es que no sé cómo reaccionará John Smith cuando se entere. Podría callármelo, pero John Smith andará por ahí y alguien puede hablarle de ese otro terrícola. O quizá visite el museo y lo vea.

Hubo un silencio, mientras Kni reflexionaba. Finalmente, dijo con animación:

—Bien, eso es problema tuyo. No dudes en llamarme si puedo serte de alguna utilidad. Belmurins.

—Belmurins —dijo Bru, incómodo.

John Smith, cuya sola vestimenta eran unos calzones cortos y unas sandalias con suelas de amianto, salió de su cápsula a la cegadora claridad solar de Tfan.

—¿John Smith? —inquirió un esbelto robot.

—Siempre me han llamado así.

—¿John Smith? —repitió el robot.

—No otro.

—¿John Smith?

—Sí —dijo Smith, rindiéndose.

El robot tomó su equipaje, consistente en una única bolsa de viaje muy abultada, y lo condujo a un vehículo que se puso en marcha automáticamente. Cinco minutos más tarde, el vehículo se detuvo y Smith y el robot se dispusieron a bajar.

Smith parpadeó. Llovía ahora torrencialmente y el cielo estaba negro. Mientras observaba, la lluvia se convirtió en granizo y, después, otra vez en lluvia. Ciertamente, Tfan tenía un problema atmosférico.

—Rayos y truenos —dijo, desenvolviendo un impermeable.

—No comprendo —dijo el robot.

—No. ¿Por qué ibas a hacerlo?

Dos minutos después, Smith se inclinaba ceremoniosamente ante Bru, el supervisor del área de Tfan.

—Belmurins —dijo Bru dudosamente, mirando a Smith de arriba abajo.

—Belmurins.

Los psitianos eran humanoides (y por esto, naturalmente, llamaban humanoides a los humanos). Se asemejaban a los patos, sin embargo, más de lo que se asemejaban a John Smith. Delgadas piernas y grandes pies sostenían sus cuerpos en forma de huevo y cubiertos de plumaje, inclinados hacia delante como el del Pato Donald. Sus velludas cabezas podían girar en todas direcciones. A diferencia de los patos, poseían dos útiles y fuertes brazos provistos de grandes manos de seis dedos.

Parecían reproducirse por medio de huevos, pero no era así. Doce de ellos se juntaban, efectuaban unas maniobras tremendamente complicadas y algo dolorosas y, a su debido tiempo, producían un bebé psitiano. El pasatiempo no era popular, considerándose un deber social y nada más. En consecuencia, los psitianos tenían gran dificultad en comprender que otras razas sintieran inclinación alguna por el sexo.

—Tenemos un problema. Hombre —adelantó Bru.

—No me diga.

—Sí, lo digo. Lo acabo de decir.

Dudó. Su pensamiento no se hallaba en el problema del control atmosférico, sino en el terrícola del museo. La situación podía, en cualquier momento, volverse muy tensa. Ahora que aquellos terrícolas eran miembros de la Federación, con totalidad (o casi totalidad) de derechos, podía producirse una buena polémica sobre el hecho de que, durante cientos de años, hubiera habido un terrícola en el museo de Tfan. Y ni siquiera era un terrícola muerto.

—Para ser breve, el control automático del tiempo en esta área va muy mal —dijo Bru, apartando con un esfuerzo su pensamiento del otro problema.

—¿Mal? Inconcebible. Ninguna de sus máquinas va nunca mal.

Los psitianos eran sordos a la ironía.

—Eso no es totalmente cierto, Hombre. Nuestro control del tiempo ha ido mal últimamente.

Dudó; luego decidió no dar por sentado el conocimiento de Smith de la situación general. Lo mejor era describir brevemente el pasado para el terrícola, de quien no se podía esperar que conociese la historia de Psit.

—Hace cien años —dijo didácticamente— que fue instalado el control automático del tiempo, Hombre. Consistía en seis coordinadores electrónicos, uno para cada área, y varios millones de piezas de equipo, bajo el control de los coordinadores. Dentro de cada coordinador se elaboró el modelo del tiempo que requeríamos. Asumieron toda la responsabilidad, proporcionando las condiciones atmosféricas de todo el planeta, utilizando todas las máquinas requeridas y modificando el ciclo atmosférico hasta conformarlo lo más exactamente posible al modelo que nosotros habíamos proporcionado.

—¿Quiere decir temperatura, lluvia, dirección y velocidad de los vientos, variación de las estaciones?

—Exactamente. Continuando, Hombre. Durante varios años, después de la instalación del CAT, no hubo efecto alguno en nuestro clima. Esto era de esperar: los coordinadores estaban recopilando y almacenando información, y experimentaban con los diferentes medios de control del tiempo que les habíamos proporcionado. Hace unos noventa años, nuestro clima empezó a estar bajo un control creciente y, para la época en que CAT llevaba ya veinticinco años operando, la instalación era un éxito rotundo.

—¿Qué clase de modelo era el requerido?

—La mínima variación posible de temperatura de un día a otro. Lluvia principalmente de noche. Cambios estacionales graduales y predecibles. Fuerza del viento nunca superior a cierta medida. Prevención de tormentas violentas o, al menos, localización de tormentas violentas en ciertas áreas prescritas. Evitación de extremos. Todo esto se consiguió en veinticinco años.

—Y, ¿qué es lo que ha ido mal?

Volvió el recuerdo de aquel terrícola del museo. Resultaba imposible concentrarse con una cosa como aquélla sobre uno. No había criminales en Psit, tal como otras razas entendían la palabra. Como raza, los psitianos eran incapaces de sentir la decepción necesaria.

Bru dijo abruptamente:

—Hombre, tenemos un terrícola en animación suspendida en el museo.

Smith enarcó las cejas:

—¿Qué tiene eso que ver con la atmósfera?

—Nada, yo… ¿no le importa?

—Escuche, de qué hablábamos, ¿del tiempo o del terrícola del museo?

—¿No le importa el terrícola del museo?

—Cada cosa a su tiempo. Bien, hablemos del terrícola del museo. ¿Cómo es que está allí, cuánto tiempo lleva allí, y por qué no lo han liberado?

Bru dio un suspiro de alivio. John Smith iba a ser razonable, aparentemente. No iba a organizar un alboroto y a demandar una investigación a toda la galaxia sobre aquel asunto, como bien podía haber hecho. Algunos visitantes lo hacían, al descubrir especímenes de su propia raza en el museo de Psit.

—Mucho antes de que viajarais por el espacio, Hombre —dijo Bru con más soltura—, nosotros, naturalmente, conocíamos vuestra existencia, así como todos los miembros de la Federación en aquel tiempo. Pero, de acuerdo con las leyes de la Federación, que ahora vosotros obedecéis también, no se debe ocasionar interferencia alguna en el desarrollo natural de los mundos primitivos. Una vez consiguen viajar por el espacio, por supuesto, tenemos que tomar contacto con ellos. Bien, este terrícola fue recogido y traído aquí cien años antes de que vosotros empezarais a experimentar con cohetes.

Smith emitió un silbido:

—¡Un terrícola de 1850! ¿Quiere decir que este chico ha estado en animación suspendida más de trescientos años?

—Sí.

—Y, ¿cómo es que se llevó a cabo este hecho de acuerdo con las leyes de la Federación? Si no es interferencia raptar a un terrícola vivo, no sé entonces lo que es.

Pero su voz era tranquila y su gesto no se había alterado. Bru respiró más aliviado todavía. Este terrícola poseía mejor control de sí mismo que la mayoría de los visitantes extranjeros que encontraban miembros de su propia raza conservados en láminas de cartón y bajo cristal, es decir, en un museo. El mismo Bru había tenido, en una o dos ocasiones, razón para desear que los zoólogos de Psit no hubiesen sido tan industriosos en recoger especímenes de tantos mundos y se hubiesen dado cuenta que, en pocos años, los mundos primitivos afectados iban a obtener su puesto y sus derechos en la Federación.

—Está permitido —dijo Bru—, recoger especímenes que, de todas formas, iban a estar muertos. Este terrícola fue rescatado de un primitivo barco de vela casi en el momento en que éste zozobraba.

—Entiendo. ¿Y no ha sabido nada desde el momento, hace trescientos años, en que el barco se hundía bajo sus pies?

—Ha estado en animación suspendida desde entonces.

—¿Y se le podría hacer revivir?

—Sí, si lo cree conveniente.

—Diablos, sí. Hagámoslo en seguida. Pienso en el shock que tendrá el pobre chico. Pero si hubiese tenido elección no hay duda que hubiese optado por vivir, mejor que por una muerte que no es muerte en cualquier lugar o tiempo. Va a pensar que esto es el cielo, o el otro barrio… ¿Dónde está el museo?

—¿Y el asunto del CAT? —dijo Bru.

Smith gruñó.

—Fue usted quien trajo a la conversación el otro asunto. Resolvámoslo primero, ¿eh?

—Muy bien —suspiró Bru. En ocasiones era más bien tonto poseer una conciencia. De todas formas, no se arrepentía de haberle dicho a Smith lo del terrícola del museo. Los psitianos, como raza, eran tímidos, sinceros, responsables, detestaban los secretos y el tener que ocultar cosas que podían producir problemas cuando, a la larga, se descubriesen. La presencia del terrícola en el museo no hubiera preocupado a Bru lo más mínimo mientras no hubiese ningún otro terrícola en Tfan. Sin embargo, una vez que Smith hubo llegado, Bru se sentía tan angustiado por la posibilidad de un escándalo que no había tenido más remedio que dejar escapar bruscamente lo que llevaba en el pensamiento.

Un cuarto de hora después caminaban por las salas del museo. Para ser exactos, era Smith quien caminaba, mientras Bru resollaba y se balanceaba tras él.

—Creo que está por aquí —gruñó Bru—. Sí, allí. Mire.

Smith miró y estuvo a punto de caer. Tan sólo pudo encontrar una palabra para expresarse, y la usó:

—¡Cristo!

—Yo no sabía que eran bisexuales —Bru tenía un tono quejumbroso.

—No se me ocurrió decírtelo —replicó Kni vivamente, al otro lado del hilo telefónico—. ¿Tiene eso alguna importancia?

—Tiene mucha importancia. Resultó ser que John Smith es de una clase y el terrícola del museo de la otra. Desde que vio el espécimen, está completamente trastornado y no he podido sacarle una sola palabra coherente. No me ha dejado siquiera decirle en qué consiste el problema del CAT. ¿Son siempre así los terrícolas cuando encuentran terrícolas de la otra clase?

—No lo sé. Nadie puede saberlo, excepto tú. Supongo que el terrícola del museo ha sido revivido.

—Aún no.

—¿Aún no? No comprendo. ¿Por qué se muestra John Smith tan fuera de control si el otro terrícola no ha sido ni tan siquiera revivido?

—Eso es lo que te pregunto —suspiró Bru—. Evidentemente, no puedes ayudarme.

—Nunca ocurrió una cosa así en Psit antes de ahora. Aparentemente tan sólo uno de los dos sexos terrícolas viaja por la galaxia, es decir, el de Smith, cualquiera que éste sea. De forma que no tenemos experiencia alguna sobre lo que ocurre cuando se encuentran dos terrícolas de diferente sexo. Por lo que tú dices, debe producirse un profundo choque emocional.

—De eso puedes estar seguro. Bien, ¿hay algo que puedas sugerirme?

—¿Para hacer que Smith se concentre en tu problema? No, no puedo sugerirte nada. Y a todo esto, ¿qué es lo que va mal con la atmósfera de Tfan? La nuestra va bien y si tu coordinador fallase, los otros harían su trabajo. ¿Cómo puedes tener problemas atmosféricos si nosotros…?

—Estoy seguro de que la alteración atmosférica es puramente local —dijo Bru con cautela—. No debes preocuparte por ello.

—Espero que tengas razón.

Bru dudó un momento y luego dijo: «Belmurins», despidiéndose. Su intención había sido preguntar cuál era la táctica a adoptar con referencia a John Smith, pero, puesto que Kni había negado poseer conocimiento alguno sobre la psicología social de los terrícolas, su opinión no tenía ningún valor especial. Por otra parte, si continuaba hablando, las preguntas de Kni sobre el tiempo en Tfan iban a volverse más y más insistentes… y Bru, probablemente responsable de lo que marchaba mal, se encontraba incómodo con todo aquello.

Como psitiano, se encontraba incómodo teniendo que guardar silencio. Su impulso natural era confesarlo todo, como había hecho en el caso de John Smith. Sin embargo, en el caso de Smith, ambos estaban cara a cara, pero no así en el de Kni. Aquello establecía una diferencia.

No habiendo recibido ayuda alguna de Kni, Bru tenía que tomar una decisión con respecto a Smith. Se sentía molestamente consciente de que era posible que cometiese otro error…

Por lo menos, tenía la autorización de Smith (esto hablaba en favor de su raza) de revivir al otro terrícola, entendiéndose que no iba a emprenderse ninguna acción legal en contra. Eso ya era algo.

Smith daba vueltas por la habitación como el padre que espera un feliz acontecimiento. En cualquier momento, los psitianos vendrían a decirle que podía hablar con la chica y su impaciencia le impedía estarse quieto. Podía haber permanecido con ella, de quererlo así, durante todo el proceso, pero sabía que era desagradable y, en cierto sentido, carecía del interés de un parto. Por todo ello, prefería dejar aquello a los psitianos.

Sabiéndose uno de los cuatro terrícolas en sesenta años luz, todos varones, Smith había pensado prudentemente lo menos posible en mujeres durante los cinco años últimos. Él tenía veintiocho y la última vez que viera a una mujer había sido a los veintitrés.

Por supuesto que había compensaciones para la clase de vida que llevaba. De no ser así, hubiese vuelto a la Tierra tiempo atrás. Las razas humanoides, como los psitianos, pagaban sumas fabulosas por sus servicios cuando tenía éxito en sus reparaciones, de forma que, si el asunto del CAT terminaba bien, podía retirarse de aquel ir y venir entre planetas extranjeros y volver a la Tierra, física y económicamente capaz de llevar una vida desocupada y tremendamente agradable.

Smith llevaba consigo unos cuantos libros y revistas, en caso de sentir un poderoso deseo de recordar la Tierra y la vida entre sus semejantes. Pero había llegado a saber resistirse a este deseo. Puesto que no era posible obtener un batido de plátano, lo mejor era borrar de la mente la existencia de los batidos de plátano. Y si había algo que desease más que un batido de plátano, entonces era mucho más necesario pensar en otra cosa.

De pronto, la visión de aquella muchacha (Genus homo, sexo femenino, periodo 1850, edad real trescientos setenta años aproximadamente, edad aparente veinte o menos), había desencadenado el caos en la máquina emocional de Smith, perfectamente controlada hasta entonces.

No era imposible, después de todo, conseguir un batido de plátano.

Para su exhibición en el museo, la muchacha había sido vestida con su indumentaria original, tratada para durar indefinidamente. Llevaba un traje de brocado negro bastante detestable, de cuello alto, mangas largas, hasta los tobillos y altas botas. En consecuencia, Smith había visto tan sólo su cara ya que nada se mostraba al descubierto de su figura; todo lo que sabía de ella es que era pequeña y delgada.

Había encontrado bellísimas sus facciones menudas y delicadas, y por un momento pensó si, como Frederick en Los piratas de Penzance, estaba tan poco acostumbrado a ver mujeres que la más vieja y fea de ellas pudiera parecerle Venus. Una rápida consulta a sus revistas le había convencido que el rostro de aquella muchacha podía muy bien figurar en la cubierta de cualquiera de ellas, con peinado y maquillaje adecuados y un vestido lo suficientemente corto.

Bru entró de aquel modo tambaleante, seguido de dos robots negros y silenciosos, que se estacionaron junto a la puerta.

—¿Bien? —dijo Smith cortante—. ¿Cómo está?

—No he estado con los doctores, Hombre. No sé nada de sus progresos. Pienso que, mientras espera, puedo contarle más cosas sobre nuestro problema.

—No voy ni siquiera a escucharle.

—Cuando nos vimos por primera vez, pensé que era una criatura muy razonable para ser extranjero.

—Eso fue antes de que me hablase de la muchacha. ¿Por qué lo hizo? Vamos a ver. ¿Por qué no terminó una cosa antes de empezar la otra?

Bru suspiró.

—Temía que usted se enfureciese. Quise dejar claro el asunto antes de seguir adelante. Ahora empiezo a preguntarme si alguna vez seguiremos adelante con el asunto.

Smith miró hacia la puerta, tras la cual los doctores psitianos se ocupaban de la muchacha de 1850. «Me pregunto cómo será esa cabecita morena sobre una almohada —murmuró para sus adentros—. Es algo difícil de imaginar. Después de todo, la niña es victoriana. Probablemente no sepa nada sobre el amor.»

Bru tomó una decisión; volviéndose hacia los robots les dijo con firmeza:

—No se autorizará a este hombre a entrevistarse con el otro terrícola hasta que el CAT se encuentre en buen funcionamiento de nuevo. Deberán pasar estas instrucciones a todos los demás robots. Nada de lo que él o yo digamos revocará esta orden…

—¿Qué diablos está diciendo? —explotó Smith.

—Por favor, repita.

El robot al que Bru se había dirigido repitió:

—No se autorizará a este hombre a entrevistarse con el otro terrícola hasta que el CAT se encuentre en buen funcionamiento de nuevo. Pasaremos estas instrucciones a los demás robots. Nada de lo que usted o él digan revocará esta orden.

—Correcto —asintió Bru. Se volvió a Smith con expresión de disculpa—. Lo siento, Hombre, éste es, aparentemente, el único medio de…

Smith había logrado controlarse. No servía de nada perder los estribos con los humanoides; todo lo que se conseguía con ellos era hacerles pensar que uno era inestable.

—¿No ha pensado en esa pobre niña? —demandó—. Hay un miembro de su raza en este planeta —yo—, y después de mantenerla casi muerta durante trescientos cincuenta años no la va a dejar…

—Hombre —dijo Bru pacientemente—, discutamos ahora sobre el CAT. Cuanto antes lo resolvamos, antes podrá reunirse con el otro terrícola. Es muy simple, ¿no?

Smith hizo una honda inspiración.

—No comprendo a los psitianos; tienen tanto miedo a que yo les traiga problemas que no me dicen por qué me han mandado a buscar, sino que sueltan de pronto vuestra confesión sobre la chica del museo. Entonces… Bueno. Suponga que les traigo problemas ahora. Suponga que informo a la Federación de que…

—No puede, Hombre —dijo Bru, satisfecho—. Cuando firmó el documento, en nombre de su raza, en el que se convenía revivir al terrícola, convino también en no llevar a cabo ningún procedimiento legal.

Smith le miró con furia durante varios segundos. Luego dijo:

—Suponga que no tengo éxito.

Bru mostró agitación.

—Debe tenerlo. Kni tiene gran confianza en usted…

—Eso está muy bien. Pero si no lo logro, ¿qué le ocurrirá a esa muchacha?

—Por favor, inténtelo —suplicó Bru.

—Está bien —dijo Smith, con resignación—. Hable. Dígame lo que va mal en su maldita atmósfera.

Bru suspiró con alivio.

—Hace setenta y cinco años —dijo— CAT llegó a ser lo que todos habíamos esperado que fuese al instalar los coordinadores…

—Un momento. ¿Por qué seis coordinadores? ¿No hay interferencias?

—En absoluto, Hombre. Trabajan juntos. Su propósito es idéntico. Son independientes. Como iba diciendo, en los treinta años siguientes, el tiempo fue exactamente el que habíamos requerido. Entonces se volvió demasiado preciso.

—¿Demasiado preciso? ¿Qué quiere decir?

—En esos treinta años el CAT desarrolló tal control sobre las condiciones atmosféricas que cada día era una reproducción exacta del anterior. Todos los días ocurría lo mismo. Exactamente al mismo tiempo todas las mañanas, la lluvia se detenía. Exactamente al mismo tiempo, por la tarde, había una leve llovizna. Y exactamente al mismo tiempo durante la noche, la lluvia empezaba otra vez. Era posible poner los relojes en hora guiándose por el tiempo atmosférico. Había, por supuesto, variaciones estacionales pero el cambio era tan leve, tan gradual, que resultaba imperceptible de un día a otro.

—Bien, eso es bueno, ¿no?

—Los psitianos son muy susceptibles a la monotonía, Hombre.

—Debieron pensarlo antes, ¿no?

—Quizá, pero…

—Ustedes quisieron la mínima variación y la obtuvieron. Eso no suena tan terrible.

—Ahora lo sabemos. Si pudiéramos volver mañana a ese rígido control del tiempo, lo haríamos.

Smith frunció el entrecejo y después su rostro se aclaró.

—Empiezo a comprender. Metisteis la nariz en CAT y éste ha empezado a hacer cosas raras.

—Sí. Afortunadamente la experiencia se llevó a cabo tan sólo en esta área, de forma que las consecuencias se reducen a…

La puerta se abrió y uno de los doctores psitianos entró de aquella forma vacilante.

—El terrícola despertará dentro de pocos segundos —dijo a Bru.

Smith dio un paso hacia la puerta. Los dos robots se movieron también. A través de la puerta, Smith pudo ver dos robots más aparecer en el corredor. La orden de Bru les había sido transmitida por radiorrobot. Cada uno de los robots de Tfan la obedecería como si le hubiese sido comunicada directamente.

—Por lo menos, le escribiré una carta —dijo con resignación.

—No sé si eso se puede autorizar —dijo Bru.

—Sí que se puede —dijo Smith con firmeza—, y lo será.

Lo fue.

La carta que diez minutos más tarde le fue tendida a la muchacha de 1850 —por mediación de uno de los robots, ya que la orden de Bru no prohibía la comunicación— decía así:

Querida morenita:

Hay tanto que explicar que no sé encontrar el principio. No temas nada de las extrañas criaturas con fisonomía de pato; no tienen intención de hacerte ningún daño.

Es el año 2203 y te encuentras en un mundo muy distante de la Tierra. Tendrás que afrontar el hecho de que ninguno de los que conociste vive ya, y también que el mundo en que viviste ha desaparecido. No se refiere a que la Tierra ya no exista; se encuentra allí todavía y pronto regresarás a ella, pero no será en absoluto como tú la recuerdas.

Aparte de ti, yo soy el único terrícola en Psit. Los patos, que son los nativos psitianos, no hablan inglés y, por razones muy complicadas de explicar, no puedo reunirme contigo hasta haber terminado el trabajo que vine a hacer, trabajo que no tiene nada que ver con tu presencia aquí.

Mi nombre es John Smith y tengo veintiocho años. Nací en San Francisco, América. Creo que eres inglesa o americana, o al menos que puedes comprender el inglés.

Te adjunto una copia de Currents Affairs. Es la única revista de las que tengo que no lleva fotografías hasta que tengas tiempo de darte cuenta de lo diferente que va a resultar todo. No sacarás mucho en limpio de Currents Affairs, pero, al menos, demostrará que lo que te digo, no es una broma.

Por favor, escríbeme. Puedes hacerlo. Tuyo. John Smith.

No bien hubo Smith terminado de escribir la carta y dado ésta a uno de los robots para su entrega inmediata, Bru continuó como si no hubiese habido interrupción alguna en su conversación.

—Creímos —dijo— que todo lo que había que hacer era crear una leve interferencia en el sistema de comunicaciones del coordinador de esta área, de forma que el control atmosférico quedase ligeramente desorganizado y la monótona precisión de los últimos cuarenta y cinco años interrumpida.

—¿Qué hicieron?

—Interceptamos mensajes de la estación de control de Psor, a mil seiscientos kilómetros de aquí; hicimos que las señales apareciesen confusas y enviamos nuestras propias señales.

—¿Qué ocurrió entonces?

—El coordinador de CAT envió un equipo robot de reparaciones a Psor, y la estación fue registrada. Seguimos enviando señales falsas.

—Eso no fue muy inteligente —comentó Smith.

—¿Por qué no?

—Es obvio que el coordinador sabía que la estación de Psor estaba mintiendo. El CAT tiene tal control sobre Psit que los informes de las diversas estaciones no son más que confirmaciones; el coordinador sabe de antemano lo que las estaciones van a reportar.

—Eso es verdad, Hombre, pero creímos… Dime, Hombre, ¿cómo es que con tan bajo nivel tecnológico pueda entender de máquinas robot?

Smith podía habérselo dicho, pero no lo hizo. Hubiese sido como explicar los colores a un ciego o la música a alguien que no puede oír.

Muy pocas razas, aparte de la humana, diferían de un individuo a otro. En general esto era bueno, puesto que significaba una armonía que los humanos no conseguirían nunca. Pero, por otra parte, también significaba que los humanos conocían y toleraban las diferencias individuales de cualquier raza.

Cualquier ser humano ha conocido a alguien amable, o cruel, feliz, miserable, bueno, malo, animoso, perezoso, egoísta, altruista. En consecuencia, los terrícolas podían SUPONER, podían, por lo menos, tratar de pensar como lo haría otro terrícola, otro ser de diferente planeta, e, incluso, una máquina.

De esta forma, no era sorprendente que, en ocasiones, una raza superior, como los psitianos, tuviera que pagar grandes sumas para que les explicasen los actos de ciertas máquinas que ellos mismos habían provisto de una especie de cerebro.

—Así que el coordinador de área se rebeló —dijo Smith.

Bru sonrió con expresión de duda, sin gustarle la expresión «rebeló».

—Bien, ¿cómo diablos llamarlo entonces? —inquirió Smith—. Puede que yo me rebele por haberme desposeído de mi batido de plátano. El coordinador se rebeló porque empezaron a interferir en su trabajo.

—Muy bien —dijo Bru humildemente—. El coordinador del área se rebeló. En lugar de la máxima uniformidad, hemos tenido últimamente la máxima variación, Hombre. Debería haber un promedio de diez grados de temperatura y, en su lugar, lo hay de cuarenta. En lugar de lluvia cuidadosamente espaciada ocurre que, a veces, no llueve durante dos semanas y, al cabo de éstas, sobreviene una tormenta. Tengo cifras, si quiere verlas.

—Así que lo que les encantaría es que el coordinador volviese a la enloquecedora monotonía de hace unos cuantos meses.

—Creo haberlo dicho ya, Hombre.

—Me parece que el coordinador es la clase de computadora que se revisa a sí misma. ¿Componentes triples?

—Componentes quíntuples. Hombre.

—¿Con su propio departamento de reparación?

—Es completamente autónomo, Hombre. Sólo si uno de los coordinadores falla, los otros cinco se encargan que éste vuelva a funcionar perfectamente de nuevo.

—¿Y esto último no ha ocurrido? —dijo Smith con curiosidad.

—No.

—Entonces, ¿no es obvio que los otros cinco coordinadores están totalmente de acuerdo en lo que está ocurriendo?

Bru le miró, desconcertado y ansioso.

Se estableció una correspondencia entre Smith y la muchacha, quien resultó llamarse Henrietta Maugham-Battersby.

Se la mantenía en una pequeña suite y esto no parecía importarle demasiado; lo que podía ver de Psit desde sus ventanas la satisfacía por el momento.

La correspondencia se llevaba a cabo por medio de los robots. No había necesidad de direcciones. Los robots, con su intercomunicación, sabían casi siempre dónde estaba Smith, y no había nunca duda de dónde se hallaba Henrietta.

La primera carta de ella, escrita con una letra menuda y clara sobre papel plastificado y con una pluma verde, no llegó a Smith hasta la mañana siguiente. Decía así:

Apreciado míster Smith:

No puedo comprender por qué le resulta imposible venir a verme. Por favor, dígame la verdad. Siempre se me ha considerado una mujer fuerte y poco predispuesta a necesitar las sales porque alguien llame las cosas por su nombre.

Le impiden venir a verme, ¿no es cierto? Cuando intenté reunirme con usted, comprobé que ciertas salidas me estaban vedadas por los hombres mecánicos, así que saqué mis propias conclusiones.

Si tiene revistas con grabados, le suplico me permita verlas. Por supuesto, estoy interesada en lo que se lleva en 2203.

Mi nombre es Henrietta Maugham-Battersby. Tengo, o tenía, dieciocho años de edad. Lo último que puedo recordar es que viajaba de Inglaterra a la India en el barco Penélope, para reunirme allí con mi padre, el coronel Maugham-Battersby, del 53 Regimiento de Rifles. Tal como usted dice, él y el resto de las personas que conocí deben estar muertas hace mucho tiempo. Lo he aceptado.

Por favor, infórmeme sin demora de la verdadera situación. Atentamente, Henrietta Maugham-Battersby.

Él contestó inmediatamente, pero no envió su carta hasta tener alguna ropa dispuesta para ella. Esperaba que aquella ropa la sorprendería y, al recibir su respuesta más tarde, comprobó que había estado en lo cierto. La carta decía:

Apreciado míster Smith:

Es inconcebible que una orden de la criatura Bru a los hombres mecánicos pueda ser tan irrevocable como usted dice. Acuda usted a una más alta autoridad, y consiga una contraorden. Puesto que los psitianos se encuentran en una posición de dependencia con respecto a usted, estoy segura de que puede ejercer la presión suficiente como para conseguirlo.

Gracias por las prendas que me ha enviado, pero debe dar por descontado que no voy a usarlas. Los grabados de las revistas que me envió no consiguen convencerme de que cualquier joven decente y respetable, en éste o en cualquier otro mundo, pueda ser capaz de semejante inmodestia. El hecho de que se hayan podido encontrar mujeres voluptuosas que posen para semejantes grabados no constituye para mí sorpresa alguna. Puedo decirle que, en mis tiempos, semejantes representaciones no eran del todo desconocidas. Lo que mujeres voluptuosas de virtud fácil hagan no era, y no es, sin embargo, guía alguna para una joven respetable que se precie de serlo. Atentamente, Henrietta Maugham-Battersby.

La tercera carta de Smith fue escasamente algo más que una repetición de lo que dijera anteriormente. También la de ella. En su comunicación escrita había llegado a un callejón sin salida.

Apreciado míster Smith:

No haga, se lo suplico, ningún intento más para convencerme. Tal como se suele decir, no nací ayer. Es obvio que usted intenta aprovecharse de una mujer indefensa. No estoy tan indefensa ni soy tan crédula como usted parece pensar.

Esperaré hasta poder tomar contacto con la sociedad respetable de hoy día, y así estar en condición de determinar lo que se hace y lo que no se hace en esta época. Hasta entonces, me comportaré de acuerdo con mis propios principios de modestia y moralidad.

A pesar que usted ha traicionado mi confianza, debo, por supuesto, seguir contando con su ayuda para volver a mi mundo, a mi casa, tal como usted dice. Arregle usted un encuentro sin demora, por favor. Atentamente, Henrietta Maugham-Battersby.

Una vez recibida esta carta, Smith decidió que no habría más cartas. Se requería el contacto personal.

Había sido sorprendentemente difícil obtener las especificaciones exactas de las instrucciones originales del coordinador de CAT. Descuidadamente, Bru no había pensado siquiera en comprobar lo que Smith o cualquier otro técnico terrícola consideraban más obvio.

Se había dado al coordinador el control sobre la atmósfera de Psit, pero antes de que una máquina haga algo, tiene que dársele no solamente poder para ello, sino también un motivo. Un coordinador de control de atmósfera tenía que querer controlar la atmósfera. Las normas dadas al coordinador debían contener también la explicación y el porqué de la conducta de CAT desde que Bru interfiriera con él.

Habiendo encontrado las normas en la biblioteca local, Smith las consideró cuidadosamente y llamó después a Bru:

—Quiero ver a Henrietta —dijo con firmeza.

—Sabe que eso es imposible, Hombre.

Smith meneó la cabeza.

—Aunque parezca extraño, fue ella quien adivinó cómo romper aquella prohibición; o, por lo menos, cómo actuar con respecto a ella. Ahí está lo que quiero decirle, Bru. No me sorprendería si tuviese alguna idea útil sobre su problema con el CAT, también.

Bru sonrió.

—Eso es ridículo, Hombre. Por el tiempo en que Henrietta-Hombre fue traído desde su planeta sus antepasados se encontraban tan sólo en la era del vapor.

—¿Y sabe usted qué clase de era fue ésa? No, no lo sabe, porque eso sucedió hace tantísimo tiempo en Psit que ni siquiera lo recuerda. Es la época en que todo funciona, Bru. Es la época de la expansión de la certeza, de la suprema seguridad. Dios está en el cielo y todo va bien en la Tierra. Es la era del sentido común.

Bru no dijo nada, no podía, al no tener una idea muy clara acerca de lo que Smith estaba diciendo.

—Nosotros aceptamos una situación —dijo Smith pacientemente—; por «nosotros» quiero decir usted y yo, a pesar de que yo no estoy tan dispuesto a aceptar cosas como usted. Sabemos que cierto trabajo va a requerir mucho tiempo y problemas con el mecanismo y los componentes disponibles, e incluso más tiempo y problemas si fabricamos nuevos mecanismos y componentes, de forma que, al final, no lo hacemos. Los hombres y mujeres de 1850 hacían su trabajo como podían, y si no resultaba, lo hacían de nuevo. En 1850, mi ciudad, San Francisco, estaba siendo edificada en madera. Cuando se quemó, fue reedificada en acero, ladrillo y cemento.

Bru empezó a vislumbrar vagamente. Kni le había dicho que los terrícolas eran buenos en trabajos de reparación porque, a diferencia de los psitianos, estaban acostumbrados a la idea de reparar. En apariencia, lo que Smith decía era que esta predisposición en favor de reparar o sustituir, mejor que ajustar y reajustar, había sido más poderosa aún en 1850 que en 2203, incluso entre terrícolas.

—¿Sabe cómo devolver el CAT a su primitiva eficiencia? —preguntó Bru, directamente.

Smith replicó:

—Se lo diré después de que Henrietta y yo hayamos tenido una pequeña charla.

—No me estará diciendo en serio que necesita la ayuda del Henrietta-Hombre…

—No. En serio no. Probablemente no dé más que contestaciones generales, como yo, pero podemos convertir estas respuestas en cosas prácticas. Podrá ayudar, Bru, ya lo verá. Fue idea suya acudir a una autoridad más alta para que su orden fuera cancelada.

—¿Una autoridad más alta?

—Kni. No es exactamente su jefe, pero le aventaja, y los robots lo saben. Kni sólo tiene que decir a sus robots que comuniquen a los suyos que puedo ver a Henrietta. Probablemente los robots se lo digan a usted para asegurarse, porque ésa es su forma de pensar, pero cuando usted confirme que las instrucciones de Kni superan a las suyas…

Bru se mostró agitado:

—No deseo la intervención de Kni, Hombre.

—Tendrá que aceptarla. Tal como dice Henrietta, yo puedo ejercer suficiente presión como para conseguirla. Si quiere que su coordinador funcione otra vez, comuníquese con Kni.

—Si lo hago, ¿puede garantizarme que…?

—No. No le doy ninguna garantía, Bru. Ahí es donde difieren su raza y la mía. Ustedes hacen cosas y esperan que funcionen, y hay que reconocer que generalmente lo hacen. Nosotros probamos algo a ver si funciona.

—Pero, ¿tiene usted algún plan?

—Seguro. Su coordinador de CAT está construido bajo el principio en que lo único que importa es el control atmosférico y que este control atmosférico significa excluir cualquier extremo.

—Todo eso es muy poco preciso.

—Cierto. El coordinador sabe también que ha sido construido por una raza orgánica sensible a los cambios climatológicos y que desea hacerlos lo más leves posible.

—Eso es aún más impreciso.

—Pero no menos cierto. —Smith sonrió de pronto—. Ya sabe todo lo necesario para comprender lo que ocurre y qué hacer con respecto a ello. Ahora quiero ver a Henrietta.

El desconcierto de Bru le confirmó que iba a ver a Henrietta.

Smith llevó a Henrietta a dar un paseo. Se había puesto pantalones y una camisa blanca. Ella llevaba aún su vestido de brocado negro.

La temperatura era de unos cuarenta grados.

Las complejidades de la ciudad parecían herir sus ojos, y pareció aliviada cuando la condujo hacia unos prados donde la hierba, a pesar de ser gruesa y amarillenta, era hierba sin lugar a dudas, y los arbustos, a pesar de ser color púrpura y capaces de un lento movimiento, tenían el aspecto de arbustos.

—Espero que comprenda, míster Smith —dijo ella con compostura—, que mi aparente conformidad con la situación no quiere decir conformidad con otras cosas que usted, de esto no hay duda, tiene en la mente.

—¿Y qué —preguntó él inocentemente— cree usted que tengo en la mente?

Ella alzó la nariz, enrojeció y no dijo nada.

—Deberá aceptar el hecho —dijo él— de que transcurrirán por lo menos tres meses antes de que vea a otros seres humanos, y seis antes de que vuelva a la Tierra.

—Le repito lo que ya le dije en mi carta —contestó ella con frialdad—. No voy a tomar cuanto usted dice como guía de conducta actual, míster Smith. Cuando nos reunamos con otros… terrícolas, como usted los llama, tendré oportunidad de juzgar por mí misma.

Se detuvo, porque de pronto había empezado a llover torrencialmente. Pocos segundos después, la lluvia se convirtió en granizo.

Empezaron a correr hacia el único árbol a la vista, que constituía el único refugio próximo. Henrietta, entorpecida por su falda larga, no podía correr muy bien. Sin ceremonia alguna, Smith la tomó en sus brazos.

Cuando la dejó de nuevo sobre el suelo, al abrigo del árbol, ella dijo, sofocada:

—Gracias, míster Smith, pero debió haberme pedido permiso para…

—Está mojada. Tengo algunas ropas que mandé confeccionar para usted. Podrá cambiarse cuando volvamos.

—Nunca, míster Smith, ya le he dicho que… —sintió curiosidad—. ¿Hizo usted esas prendas?

—Sí, con la ayuda de un robot textil.

—¿Los hombres mecánicos pueden hacer cosas así?

—Los robots pueden hacer mucho más que ropa, Henrietta. Pueden…

—Míster Smith, aún no le he dado permiso para llamarme Henrietta.

—No importa, gracias, no lo necesito. Como iba diciendo, Henrietta, los robots pueden hacer mucho más que eso. Un coordinador electrónico controla la atmósfera.

—¿Sí? Pues parece estar haciéndolo rematadamente mal —dijo ella con acritud.

—Por eso estoy aquí, para arreglarlo. No creo que vaya a haber ningún problema. Después podemos ponernos en camino. La próxima nave en dirección a la Tierra —lo he preguntado ya— parte dentro de tres semanas y está tripulada por picors, que son bastante parecidos a los cocodrilos con cabeza de oveja. Es posible, pero poco probable, que haya otros humanos a bordo. En Pica podemos tomar otra nave hacia Nueva Italia, otro planeta del mismo sistema y colonia humana. Allí podrá ver seres humanos y hay también un servicio regular para la Tierra.

—¿Y nos llevará tres meses llegar a Nueva Italia?

Él asintió.

—Mire, ha parado de llover. ¿Quiere que volvamos?

—Sí, por favor. Hasta que arregle usted la máquina atmosférica, no creo que quiera salir a dar más paseos por el campo.

Volvieron a la ciudad.

—¿No siente resentimiento alguno contra los psitianos —preguntó Smith— por haberla sacado de aquel barco y traído aquí?

—No tendría sentido. Hubiera muerto, de no ser por eso. Y, además, será ciertamente interesante ver qué cambios ha habido en tanto tiempo.

—¿Incluso, aunque no crea nada de lo que los demás le dicen?

—He dicho todo lo que tenía que decir a ese respecto, míster Smith.

Bru andaba tambaleando y resoplando tras ellos.

—¿Por qué no vinimos en coche? —preguntó quejumbrosamente.

—Porque no quiero que los robots sepan lo que ocurre —dijo Smith—. Es algo que tengo por principio.

Se detuvieron. Henrietta, con su vestido negro tenía aún para Smith el aspecto de un paquete marcado: «No abrir hasta Navidades… por lo menos.»

Observaron en silencio, durante varios segundos. Se encontraban en el patio de suministros, por donde entraban al CAT las materias primas. El enorme edificio alojaba el mayor depósito de CAT de Tfan, y el coordinador del área se encontraba a medio kilómetro de distancia. Frente al edificio había barras de acero, hojas de vidrio plateado, sacos de cemento y otros materiales que usaba el CAT. Los pequeños camiones robot iban de un lado para otro, llevando sin prisa los materiales dentro del edificio.

—¿No tiene importancia dónde se almacenen los materiales?

—No. Los camiones robot tienen muy poca capacidad de análisis. El CAT toma lo que necesita.

—Pero no ha precisado mucho material últimamente, ¿verdad?

—Al contrario —dijo Bru—. La demanda ha sido mucho más grande de lo normal. ¿Afecta eso en algo sus conclusiones?

—No, realmente. Si el suministro se interrumpiera aquí, el coordinador podría tomar lo que quisiese de los otros depósitos de CAT.

Henrietta no prestaba oídos a la conversación, ya que no hablaba ni entendía el psitiano. Observaba los camiones robot con apacible curiosidad. Había tenido la sensatez de darse cuenta que, por un tiempo, tendría que observar las cosas sin esforzarse demasiado en comprenderlas.

—Ayer —dijo Smith— pregunté a Henrietta qué hacer con respecto al coordinador. Ella dijo que la máquina le estaba castigando a usted por interferir en ella, y que para volverla a la normalidad tendría que mostrarle que el criminal había sido atrapado y castigado. Ése es usted, Bru.

Bru dijo:

—Eso es una tontería, Hombre.

Smith suspiró.

—Las máquinas son simples, Bru. La única razón para la existencia del CAT es registrar y controlar el tiempo. Usted empezó a interferir en sus operaciones. El coordinador de esta área llegó entonces a una conclusión simple y predecible. Debía ser la raza orgánica que lo había construido la que ahora interfería en su trabajo. El coordinador decidió entonces matar a todos los psitianos de esta área.

—¡Matarnos! —Bru no pudo reprimir un estallido de risa sarcástica.

—Es inútil negarse a creerlo. A una máquina no le importa quién la ha construido. El coordinador de CAT es autónomo. El coordinador, sabiendo que ustedes atacaban su función principal, decidió matarlos. Entonces, cuando todos los psitianos estuviesen muertos, podría controlar el clima a su antojo.

—Las variaciones atmosféricas no matan.

—No. Pero el coordinador no lo sabe. Ustedes le incorporaron la absoluta necesidad de que el tiempo tuviese las mínimas variaciones, y a largo plazo. Cuando empezaron a interferir, él pensó: «Los psitianos son ahora mis enemigos. Para poder lograr el control de la atmósfera, debo matar a los psitianos. Por el momento, sólo es necesario actuar en esta área, porque es aquí donde se ha interferido con mi trabajo.» Comunicó con los otros coordinadores, que por supuesto, llegaron a la misma conclusión. Están esperando para ver lo que ocurre.

Bru ya no se reía.

—Parece haber una posibilidad, Hombre, de que usted tenga razón.

—Por supuesto que tengo razón. Un psitiano, o un terrícola, cuyo trabajo es construir máquinas de cortar hierba, se da cuenta de que hay cosas que pueden ser más importantes que las máquinas de cortar hierba (comida, bebida y abrigo, por ejemplo. Un robot construido para algo específico no sabe de nada más.) Ustedes han esperado que el coordinador continúe trabajando y se enfrente a la vez, con una horda de termitas, digámoslo así. Para el coordinador ustedes no son nada más que una horda de termitas. Si le dejan en paz, les dejará en paz Si no…

—¿El remedio? —dijo Bru ansiosamente—. ¿Hay algún remedio?

—Bien, antes que nada, no interfiera otra vez con él. Aprendan a acostumbrarse a la monotonía. Eso es lo que hay prescrito en el coordinador. Eso es lo que él quiere.

—Sí, sí. Pero, ¿para restaurarlo?

—Dé al coordinador un sacrificio humano.

—¿Cómo?

—Humanoide, digamos. Un sacrificio humanoide. Ésta es la entrada de provisiones del coordinador. El único medio de comunicar con él a excepción de los signos atmosféricos que recoge. Y como ha decidido recoger las señales que él quiere, este último no es un buen medio. No proporcionarle más suministros le haría creer que todos los psitianos de Tfan están muertos. Una forma mejor y más rápida es mostrarle que sus medidas han tenido éxito.

—¿Cómo?

—Déle cuerpos muertos. Puede analizar. Sabrá lo que son. El coordinador no es un patólogo, no sabrá cómo y por qué murieron los cuerpos. Afortunadamente ustedes, los psitianos, no se preocupan por lo que les ocurre a sus cuerpos cuando están muertos… Recojan los cadáveres de Tfan durante una semana y tráiganlos aquí.

—Eso se podría hacer. ¿Cree usted de veras que…?

—El coordinador no tiene ni idea de cuántos psitianos hay. Lo que él quiere es volver a las mínimas variaciones lo más pronto posible. Por razones que le parecieron excelentes, intentó matar. No sería muy difícil convencerle de haberlo conseguido.

—¿De qué están hablando, que les toma tanto tiempo, míster Smith? —preguntó Henrietta.

—Sólo del tiempo —dijo Smith.

—Así que resolvió usted ese pequeño problema —dijo Kni—. Bien. Sabía que lo haría. Bru no es una persona muy inteligente.

—No —acordó Smith—. Ustedes, los psitianos, difieren unos de otros en carácter menos que la mayoría de las razas. Pero hay siempre diferencias en inteligencia e imaginación.

A Kni ya no le interesaba Bru.

—He reservado dos pasajes en la nave de Picor, tal como usted me pidió. Le gustará saber que hay otros dos terrícolas que viajan en ella.

—¿Sí? —dijo Smith.

No era una idea que le gustase demasiado. Había llegado a confiar que en tres meses solo con Henrietta tendría oportunidad de hacerla cambiar de parecer en muchas cosas. La compañía de otros dos terrícolas era lo último que hubiese deseado.

—Sí. Su amiga, el otro terrícola, ya los conoce.

Si Smith lo hubiese sabido, no hubiera dejado a Henrietta adelantarse hacia la nave mientras él sostenía su última entrevista con Kni. Había unas cuantas formalidades que llevar a cabo acerca de la transferencia de la formidable cuenta bancaria de Smith a la Tierra, y transcurrió cerca de una hora antes de que él pudiera dirigirse al espaciopuerto.

Era muy poco probable que volviese a ver Psit o a Kni otra vez.

Smith corría hacia la nave de Picor cuando Henrietta salió apresuradamente para reunirse con él. Llevaba un vistoso vestido verde que demostraba, sin lugar a dudas, que había valido la pena esperar a que el paquete fuese abierto.

—He conocido a los dos terrícolas —dijo sin aliento—. Siento haber dudado de usted; ha sido muy paciente conmigo…, es obvio que me ha estado diciendo la verdad durante todo el tiempo.

—¿Huh?

—Parece gente agradable. La chica me ha contado un montón de cosas.

Smith se reunió con los «dos terrícolas», a quienes Henrietta iba a tomar por modelos, unos minutos más tarde. La chica le saludó con una sonrisa, complacida.

—¿Cómo está? —dijo soñadoramente.

El hombre dijo:

—Nuestro nombre es Gordon. Nosotros… —se ruborizó y sonrió después con fatuidad—, estamos haciendo un largo viaje de novios.