ESCENA TERCERA
En medio del bosque.
EL LOBO.—
Ahora por entre estos espesos matorrales,
como un desterrado tengo que arrastrarme,
y desterrado y expulsado estoy.
Que amarme quiera con criatura no doy;
nadie se me acerca, ni me tiene confianza,
todos me miran con repugnancia.
¿Y por qué me pasa todo esto?
Porque yo a adular y a halagar no estoy dispuesto.
Porque no me humillo como un lacayo,
piensan todos de mí que soy malo.
Cuántas veces me han injuriado e ignorado,
y de país en país expulsado,
la simpatía buscando en vano,
nunca encontré, solo palos;
han tirado a darme, disparado pólvora,
preparado trampas y similares cosas;
todos gritaban, donde a la luz del día me dejaba ver:
«¡Ahí va el lobo! ¡Quitadle la piel!».
Y luego hablan de tolerancia
y consienten cualquier extravagancia,
cuando los domingos van con la chaqueta diaria,
y de los pobres pasan por camaradas.
El perro es más humano que cualquier individuo,
no tiene hermanos, pero siempre está unido
a nuestros comunes tiranos.
Pero si ahí viene, mi amigo el alano,
¡mi noble y buen alano! ¿De dónde sales?
Entra el perro.
PERRO.—
¡Vaya! ¿Son estos tus aposentos estivales?
Ando por aquí paseando un rato,
a ver si un conejillo o una liebre atrapo,
pero la carabina del cazador me atenaza,
pues un tipo así no entiende de bromas
cuando se trata de caza.
LOBO.—
¿Sigues en casa del padre de Caperucita Roja?
PERRO.—
Oh, sí, allí me van bien las cosas,
la hacienda es grande y siempre sobra algo,
que a mí prefieren darme de regalo,
la niña de la casa también es buena conmigo
y siempre me trae algo escondido,
a cambio al gato le vuelvo loco,
saco del agua algunos troncos,
me tumbo de espaldas y me hago el muerto.
¡Dios mío! Ahora no sufro ningún tormento.
LOBO.—
¡Con esas artes siempre se encuentra alimento!
PERRO.—
Hace ahora catorce o quince días,
que por el bosque hay gran trajín con la comida,
la abuela está enferma y se cuidan de ella,
para mí algún que otro hueso a un lado dejan.
Tal vez la anciana muera y, como recompensa,
su yerno herede todas sus pertenencias;
no le vendrá mal, le gusta mucho beber,
todo su dinero con las cartas suele perder.
Solo hay cierta filosófica tendencia
que no va muy bien con mi esencia:
la niña últimamente con una piedra llega
que pesa más que tres de ellas,
y a los pies me la suele echar,
como si yo la tuviera que transportar,
no puedo moverla, por parte alguna tocarla,
y en el suelo tengo que dejarla;
pero siempre que paso ante ella
siento como si posible fuera,
trato de cogerla, de levantarla,
gruño, es como si la vida se me escapara;
ahora aquí, ahora allí, tengo que probar,
incluso en los dientes ya lo puedo notar.
El viejo de mí se ríe, de la naturaleza nada entiende,
solo dice: «¡Mirad a ese chucho demente!».
LOBO.—
En tu situación no me gustaría verme,
tus días son para compadecerte,
no tienes voluntad propia, ni libre albedrío,
e incluso palos te dan sin motivo.
¡Disculpa si con tus alegrías acabo
de verte en tan noble estado!
PERRO.—
Habla, habla, bien te conozco yo,
y me sé que la especulación,
incluso la mejor, y la teoría toda,
en la vida práctica jamás se acomodan.
LOBO.—
Vaya, de todo estás ya curado,
como un asado, por ambas partes tostado.
Al final lo que quieres es chulearme.
PERRO.—
No, sabe que soy un hombre honorable,
siempre serás mi compañero favorito,
y aunque de humano tuvieras un poquito
y esas ideas rebeldes dejases a un lado,
seguro que llegarías a algo con los años.
LOBO.—
¡Amigo, no, vamos a ahorrarnos esto,
en la infancia aún con lágrimas pienso,
en aquellos días inocentes,
en que yo tenía un deseo latente,
en que hacer cosas de provecho deseaba,
en que a nobles acciones dispuesto estaba!
Nadie puede proponerse ideales tan altos,
tan elegantemente dibujarlos,
como yo todas mis fuerzas y talentos
dedicar quería solo al humano elemento,
del siglo a los espléndidos avances,
me prometía yo muchas maravillas por mis lances,
y todo muy ameno transcurrió,
tal como en otra ocasión ya te he contado yo.
PERRO.—
Cuéntalo otra vez, con placer te escucho,
en esta serena calma se está muy a gusto.
LOBO.—
Ya sabes que entonces, cuando nos conocimos
donde tú servías, en casa de Hans, el campesino,
yo de mi bosque me alejé
para todas las artes del perro aprender,
negando incluso mi propia raza,
para al gobierno servir con maña.
Ahuyenté ladrones, el patio vigilé,
yaciendo bajo la lluvia, me escurría hasta la piel,
hambre padecí y no menos tormentos,
pero era un rey en mis pensamientos;
yo era útil, y con mi trabajo contento me sentía,
que se me había otorgado un espléndido destino
me parecía.
PERRO.—
¡Silencio! Parece que una liebre siento.
LOBO.—
Tranquilo, loco, escucha no siendo
que turbes la trágica historia de mis quebrantos
con un egoísmo tan vano.
Así que atiende cómo acabó,
y cómo la experiencia a mí me llevó,
a odiar a los hombres que, como hermanos,
a los que llamé mis amigos, había amado;
¡ahora me repelen hasta en la muerte,
bien me gustaría destrozarlos con mis dientes!
Mi fantasía estaba entonces en pleno esplendor,
y juvenil era incluso todo mi ardor,
de cuando en cuando al bosque a pasear iba,
por si el azar me deparaba una lobita.
¡Oh, amigo! Lo que entonces conocí,
un cuerpo tan lindo que no puedo describir,
un espíritu para el que no hay palabras,
una razón que con oro no se paga,
¡un libro se hubiera podido escribir de ella:
Elisa, o cómo ha de ser una lobezna!
PERRO.—
Amigo mío, ahórrate los encantos,
creo que me tomas por enamorado.
LOBO.—
¿Decir qué puedo? Ella me amaba y yo a ella,
nuestras noches de luna de dicha estaban llenas;
yo la veía en el bosque, ella en secreto me visitaba,
deseábamos que nada nos separara.
Una mañana se retrasa mi querida,
los campesinos entran en el granero a la trilla,
a la incomparable dama allí encuentran,
los mayales sobre su delicado cuerpo revientan,
¡y no te imaginas, por la furia llevados,
a mi amada de la granja echan a latigazos!
PERRO.—
¿Te pusiste, pues, de muy mal humor?
LOBO.—
«¿Será que habéis encontrado el amor,
humanos?», para mis adentros pensaba yo,
pero mi cólera reprimí,
y a adaptarme a la necesidad aprendí,
la pasión de mi corazón a dominar.
No pasó mucho tiempo y en el pueblo empezaron
a notar que yo no lobo, sino perro era.
Puesto que me conocían, ¿el nombre qué pesa?,
yo que tan bien les había servido,
fui desde entonces un ser perdido,
porque el prejuicio no desterraban
de que de mí uno no se fía, a la cadena me ataban,
como si un delito hubiera cometido.
Diciendo «¡ah!» y «¡oh!»
me adapté a la nueva situación;
pero una noche un plan escuché,
ante el que toda la sangre por el cuerpo me empezó
a correr: decidieron ponerme unas cadenas,
de manera que ni manos ni pies mover pudiera;
luego, así les oí decir,
los dientes al punto me iban a partir,
así conmigo harían lo que quisieran,
incluso si desollarme debieran;
aun al tratante de osos venderme podrían,
y cual loco los mercados que recorrer tendría,
y cuando se hartaran de mí, sin ningún riesgo,
muerte podrían darme al momento.
¡Cómo todo esto me partió el corazón, alano!
PERRO.—
Juegan a unos juegos muy extraños.
LOBO.—
Mi rabia pronto rompió la cadena,
al cercano bosque me fui a la carrera.
Lo que desde entonces he pasado, lo voy a silenciar,
pues hasta a la más paciente naturaleza podría indignar;
balas en las orejas me susurraban,
mortíferas trampas me tenían preparadas,
a menudo los perros me rozaban el pellejo;
amigo mío, no hay criatura en el mundo entero
de la que como del pobre lobo se piense tan mal.
Pero también desde entonces tengo el plan
de sembrar tanta desgracia como pueda;
desde entonces nada mejor me sienta
que la visión de la sangre.
Toda su dicha quiero arruinarles,
al novio a su novia masacrarle,
a los niños de sus padres separarles,
y a todo lo que llamarse desgracia pueda
esta cabeza no parará de darle vueltas.
Tan lejos me han llevado al final
que a los que no me quieren voy a devorar,
y si tú mi amigo no fueras,
el golpe de gracia ya te diera.
PERRO.—
¡Solícito siervo, por todos los santos!
¿Es que no tienes vergüenza ni recato
para arrepentirte de tu maldad?
¿Es que no crees en la inmortalidad?
¿En el castigo después de esta vida terrenal?
LOBO.—
¡No, supersticiones todo lo considero!
Las alegrías de allí uvas son, me creo,
que, mi tonto amigo, cuelgan demasiado alto
en un campo, me parece, demasiado ancho:
¡lo que en el cuerpo me meta para adentro,
eso es mío, seguro y cierto!
A ninguna otra doctrina puedo acomodarme.
PERRO.—
¡Caramba! Por vos tengo que avergonzarme,
vuestra compañía no quiero más procurar,
me voy por miedo a que me vaya a contagiar.
Sale.
LOBO.—
Tontas y frívolas son las cabezas,
a las que cualquier miedo y opresión llega,
que de fuerza e independencia no saben ni un chavo:
¡mejor habría sido destrozarlo en pedazos!
Pero a su querida Caperucita Roja atrapar prefiero,
es algo que deseo desde hace ya tiempo;
su padre es un hombre, además,
que me ha causado gran calamidad.
Ahora mismito me pongo en marcha,
buena hambre de ella tengo en mi garganta.
Se marcha.