Caperucita Roja

Traducción de Isabel Hernández

Érase una vez una adorable niñita, a la que todos querían sólo con verla, pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué regalarle. En cierta ocasión le regaló una caperucita de terciopelo rojo, y, como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron a partir de entonces Caperucita Roja.

Un buen día su madre le dijo:

—Mira, Caperucita, aquí tienes un trozo de tarta y una botella de vino, llévaselos a la abuela; está enferma y débil, y esto la reanimará. Ponte en camino antes de que empiece a hacer calor, y cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del sendero, no vaya a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y cuando llegues a su casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurgar por todos los rincones.

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—Lo haré todo muy bien —dijo Caperucita Roja a su madre dándole la mano.

Pero la abuela vivía en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, el lobo le salió al encuentro. Caperucita Roja no sabía qué animal tan malvado era y no se asustó.

—¡Buenos días, Caperucita Roja! —le dijo.

—¡Muchas gracias, lobo!

—¿Adónde vas tan temprano, Caperucita Roja?

—A casa de mi abuela.

—¿Qué llevas en tu cestita?

—Una tarta y vino. Estuvimos haciéndola ayer en el horno; la abuela está enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.

—Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?

—A un buen cuarto de hora por el bosque, su casa está bajo los tres grandes robles; allí abajo están también los nogales, seguro que tú sabes dónde —dijo Caperucita Roja.

El lobo pensó: «Esta cosita joven y tierna es un suculento bocado, seguro que sabrá mucho mejor que la vieja. Tienes que ser muy astuto si quieres tragarte a las dos». Entonces anduvo un rato al lado de Caperucita y luego dijo:

—Caperucita Roja, mira qué flores tan hermosas hay a tu alrededor, ¿por qué no las miras? Me parece que ni siquiera oyes los adorables cantos de los pajarillos. Vas ensimismada, como si fueras a la escuela, y, sin embargo, ¡es tan divertido andar por el bosque!

Caperucita Roja abrió bien los ojos, y al ver cómo los rayos del sol danzaban de un lado para otro a través de los árboles, y que todo estaba lleno de hermosas flores, pensó: «Si le llevo a la abuela un ramo de flores frescas también le alegrará; es muy temprano, así que llegaré a tiempo», de modo que se apartó del camino y se adentró en el bosque en busca de flores. Y tras haber cortado una, pensó que más allá habría otra más bonita y, de ese modo, fue internándose cada vez más en el bosque. El lobo, sin embargo, se fue directamente a casa de la abuela y llamó a la puerta.

—¿Quién está ahí?

—Caperucita Roja, que te trae una tarta y vino, abre.

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—No tienes más que bajar el picaporte —exclamó la abuela—; yo estoy muy débil y no puedo levantarme.

El lobo bajó el picaporte, la puerta se abrió de par en par y, sin pronunciar una sola palabra, se fue derecho a la cama de la abuela y se la tragó. Entonces, se puso su ropa, se colocó su gorro de dormir, se metió en la cama y corrió las cortinas.

Caperucita Roja había estado buscando las flores y, cuando hubo cogido tantas que ya no podía llevar ni una más, volvió a acordarse de la abuela y se encaminó a su casa. Se asombró de que la puerta estuviera abierta y, al entrar en la sala, todo le pareció tan extraño que pensó: «¡Ay, Dios mío, qué miedo siento hoy, con lo que me gusta siempre venir a casa de la abuela!». Y dijo:

—Buenos días.

Pero no obtuvo respuesta alguna.

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No había terminado de decir esto el lobo cuando salió de la cama de un salto y devoró a la pobre Caperucita Roja.

Cuando el lobo hubo saciado su apetito, volvió a meterse en la cama, se durmió y empezó a lanzar unos sonoros ronquidos. Justo en ese momento el cazador pasaba por delante de la casa, y pensó: «¡Cómo ronca la anciana! Tienes que ver si le pasa algo». Entonces entró en la sala y, al acercarse a la cama, vio al lobo tumbado en ella.

—Mira dónde te encuentro, viejo pecador —dijo—; hace mucho tiempo que te ando buscando.

Se disponía a preparar la escopeta cuando se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía, así que no disparó, sino que cogió unas tijeras y empezó a cortarle la barriga al lobo, que estaba dormido. Tras dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio unos cortes más y la niña salió de un salto gritando:

—¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba todo en la barriga del lobo!

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Y después salió la anciana abuela, también viva, sin poder respirar apenas. Caperucita Roja trajo rápidamente unas piedras grandes y con ellas llenaron la barriga del lobo; y cuando este despertó, quiso levantarse de un salto y salir corriendo, pero las piedras le pesaban tanto que en ese mismo instante se cayó y se mató.

Entonces los tres se pusieron muy contentos: el cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa, y la abuela se comió la tarta y se bebió el vino que Caperucita Roja le había llevado. Caperucita, sin embargo, pensó: «Jamás en la vida volverás a apartarte del camino y adentrarte en el bosque cuando tu madre te lo haya prohibido».

Se cuenta también que en otra ocasión en que Caperucita Roja llevaba pasteles a la abuela, otro lobo le habló, y trató de hacer que se saliera del sendero. Sin embargo, Caperucita Roja se cuidó mucho de ello, siguió derecha por su camino, y le contó a su abuela que se había encontrado con el lobo y que le había dado los buenos días, pero con una mirada muy malvada:

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—Si no hubiera sido porque estábamos en medio del camino, seguro que me hubiera devorado.

—Ven —dijo la abuela—, cerraremos bien la puerta para que no pueda entrar.

Al cabo de un rato el lobo llamó a la puerta y gritó:

—¡Abre, abuela, soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!

Pero ellas callaron y no abrieron la puerta, así que aquel cabeza gris se puso a dar vueltas alrededor de la casa y, al final, se subió al tejado para esperar hasta que Caperucita Roja regresara a su casa al atardecer; entonces la seguiría y la devoraría en la oscuridad. Sin embargo, la abuela se percató de lo que tenía en mente. Delante de la casa había una gran artesa de piedra, así que le dijo a la niña:

—Coge el cubo, Caperucita Roja, ayer hice unas salchichas; echa en la artesa el agua en la que las cocí.

Caperucita Roja no dejó de llevar agua hasta que la enorme artesa estuvo llena del todo. Entonces el olor de las salchichas le llegó al lobo a la nariz; empezó a olfatear y a mirar hacia abajo, y, al final, estiró tanto el cuello que no pudo sujetarse y empezó a resbalarse: así que se resbaló del tejado y justo fue a caer de bruces en la enorme artesa, y se ahogó. Y Caperucita Roja regresó contenta a casa, y nadie le hizo jamás mal alguno.

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