Vida y muerte de la pequeña Caperucita Roja
(Una tragedia)

Traducción de Isabel Hernández

PERSONAJES

LA ABUELA

CAPERUCITA ROJA

HANNE, UNA JOVEN CAMPESINA

EL CAZADOR

DOS PETIRROJOS

EL LOBO

EL PERRO

UN CAMPESINO

PETER

SU NOVIA

EL RUISEÑOR

EL CUCO

ESCENA PRIMERA

Sala de estar.

La abuela está sentada leyendo.

Qué día tan hermoso hace

en el que a uno servir a Dios le place,

el cielo está claro, hasta aquí entra el sol,

recogimiento ha de sentir el corazón.

Oigo las campanas desde lejos,

hoy es un domingo perfecto,

los árboles se inclinan susurrantes ante la ventana,

como si de mostrarse temerosos de Dios gustaran.

Vivo aquí, muy lejos del pueblo,

si no, a la iglesia iría bien a tiempo,

pero soy vieja, enferma he estado,

por eso prefiero leer mi libro de cantos,

con ello el Señor tendrá que contentarse,

una pobre mujer más no puede esforzarse.

Bosteza y cierra el libro.

¡Ay, Dios! ¡Cómo anda el mundo!

Sí, sí, está muy mal todo en su conjunto.

Mi hija Elsbeth hoy una tarta hará,

y seguro que Caperucita Roja me visitará.

¿Se abre la puerta o es el viento?

Creo que la pequeña ya está dentro.

Entra Caperucita Roja.

CAPERUCITA ROJA.—

Buenos días, ¿cómo estás, abuela querida?

ABUELA.—

Así, así… algo cansada, muchas gracias, mi niña.

CAPERUCITA ROJA.—

Por la puerta muy despacio he entrado;

«si no ha dormido bien», he pensado,

«puede que ahora un poco adormecida se encuentre,

y del sueño despertarla no debes».

ABUELA.—

Hoy muy pronto me he despertado

y leyendo la palabra de Dios he estado.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Qué buena eres! Hoy ha hecho madre

una tarta hermosa y grande,

un pedazo aquí para ti tengo.

ABUELA.—

¡Caramba! Qué aspecto tan estupendo.

¡Muchas gracias, mi niña, qué bueno!

¿Y tus queridos padres dónde están?

CAPERUCITA ROJA.—

Supongo que en la iglesia andarán.

Al pasar, el órgano sonaba

muy alegre, el coro fuerte cantaba.

La iglesia está hoy muy concurrida,

en ella el intendente predica,

el pastor está todavía enfermo,

por eso hoy está todo lleno,

creen que este el texto explicará mejor.

Afuera has echado limpia y fresca tierra de labor.

ABUELA.—

Hay que recordar que hoy es domingo,

si no, vive uno cual ateo y no cual fiel de Cristo.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Por eso hoy de blanco me han puesto,

mira las flores de colores, el traje nuevo!

Gran alegría la caperucita me da,

que tú me regalaste por Navidad.

Todos me dicen con seguridad,

que la caperuza a un lado debería dejar,

y no llevarla siempre, un día y otro,

pero ningún color me gusta más que el rojo.

ABUELA.—

Ay, mi niña, llévala sin problemas,

yo te la regalé por Nochebuena,

te queda muy bien, y como bien conoces,

Caperucita Roja te llaman desde entonces;

si se gasta, otra nueva sabremos hacer.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Para mí sería un inmenso placer,

si antes la Confirmación pudieran darme!

Entonces una nueva caperuza roja tendrías que

regalarme.

ABUELA.—

En eso ahora no debes pensar,

apenas tienes siete años, y a esa edad

a ningún niño llevan a la mesa del Señor,

no entienden aún nada de religión,

tampoco podrías llevar un gorro bermejo,

tendrías que portarte bien y vestir de negro,

un manguito, un alto cuello;

Dios nuestro Señor no da por bueno

que a él se llegue brincando como a la pista

de baile, y su palabra con gorros rojos en la iglesia

se cante.

CAPERUCITA ROJA.—

A la iglesia así he ido,

y nadie por ello nada me ha dicho.

ABUELA.—

Eso es porque eres una niña,

y a los menores no mira de forma tan precisa.

CAPERUCITA ROJA.—

¿Qué tiene Dios tan en contra

de estas bonitas gorras rojas?

ABUELA.—

¡Ay, calla, niña malvada! Lo primero

es que aún no sabes tú nada de eso;

quien en el reino de los cielos quiera entrar,

cosas difíciles tendrá que aceptar.

¡Ojalá tanto me deje vivir Dios

como para regalarte un gorrito en tu Confirmación!

Pero no debemos olvidar

que pronto mi alma tendré que entregar.

CAPERUCITA ROJA.—

Abuela, no, eso no corre prisa.

ABUELA.—

El tiempo pasa, la muerte arriba.

¡Me pongo en sus manos!

¿Quién sabe si mi fin está cercano?

CAPERUCITA ROJA.—

Abuelita, si me quieres,

preocuparme de ese modo no debes.

Tienes que quedarte aquí, a mi lado,

y juntas pasaremos el rato;

otra vez conmigo traeré mi muñequita de trapo,

y te alegrará de seguro.

ABUELA.—

Ay, niña querida, en este mundo

a menudo se está a un paso del sepulcro,

y que aún se ha de llegar muy lejos se piensa.

Mira, la tarta nos hemos comido entera.

¿Qué hace tu padre? ¿Por qué hasta aquí no se llega?

CAPERUCITA ROJA.—

Le duelen las piernas, andar le cuesta,

una rodilla tiene muy hinchada.

ABUELA.—

Seguro que algo necesitaba.

CAPERUCITA ROJA.—

Algunas cosas ya se ha tomado,

pero muy bien no le han sentado,

el cura dice que es por la bebida,

que tiene que dejarla con las medicinas;

pero eso mucho no le agrada,

dice que el cura lo enfada,

que tres veces más bebe él,

y las piernas bien puede mover.

ABUELA.—

Su primera alegría, ¡qué malas gentes!,

siempre ha de ser el aguardiente.

CAPERUCITA ROJA.—

Sí, algunas disputas nos procura;

pero madre tiene razón, pues asegura

que beber trabajar le impide.

Padre se enfada y se pone terrible.

ABUELA.—

Calla, hija mía, de niños no es propio

hablar ni opinar de tales negocios.

CAPERUCITA ROJA.—

También a madre le toca la conciencia,

que de mi presencia ni siquiera se avergüenza,

cuando de noche borracho dando tumbos a casa llega,

y sin causa alguna alborota y pelea.

Unas flores preciosas te he traído,

un poco más y casi me olvido,

todo el bosque de rojo está florido,

en la espesura, de miles de aves resuena su sonido.

ABUELA.—

¡Vaya, en el bolsillo, al meter la mano,

las lindas florecitas has destrozado!

Sigues y seguirás siendo todo un torbellino.

CAPERUCITA ROJA.—

Cuando hoy iba por el camino,

a cogerlas impelida me sentía,

mientras ellas a mis pies reían;

me pareció que en la ventana ponerlas podrías.

Escucha, ¿por qué los perros de esa forma ladran?

ABUELA.—

Se dice que hace días que un lobo por aquí anda

al que todos de seguro quieren dar rápido caza.

CAPERUCITA ROJA.—

A la puerta de tu casa todo es tan ameno,

junto a tu ventana susurra el bosque entero,

sin descanso las aves saltan y cantan

y alegres pían de rama en rama;

¿te gustan esas aves pequeñas?

ABUELA.—

A todas me encanta verlas,

despiertas están siempre desde temprano

y por el bosque bajan cantando,

su música es tal maravilla,

que el corazón a uno se le llena de dicha.

CAPERUCITA ROJA.—

¿Qué árbol es ese, cuyas hojas

oscilan tanto, como temblorosas?

ABUELA.—

Ese es el álamo temblón.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Ajá! Un dicho me sé yo:

«Como un álamo tiembla». ¡Es por eso!

Pero ¿por qué tiembla tanto el árbol entero?

ABUELA.—

Hija mía, yo te lo voy a explicar,

pero mis palabras al viento no debes volver a echar:

cuando nuestro Señor Jesucristo en figura humana

por la tierra entonces andaba,

mucho caminaba por bosque y montaña.

CAPERUCITA ROJA.—

También anduvo por el desierto,

donde a cinco mil hombres dio alimento;

luego sufrió grandes tormentos,

y al final subió a los cielos.

ABUELA.—

¡Cierto! Para tus años es un montón

lo que sabes de la palabra de Dios.

CAPERUCITA ROJA.—

Palabra por palabra está en el Catecismo.

ABUELA.—

Nuestro Señor Jesucristo iba de sitio en sitio,

para predicar su doctrina, a los enfermos curar,

y a nosotros su Evangelio enseñar.

En una ocasión en que el bosque atravesaba,

los árboles supieron al instante de quién se trataba,

en su sinrazón empezaron unos hacia otros a inclinarse

y hasta la tierra a doblarse,

murmurando además, como si saludaran,

y sus sagradas pisadas besaran,

el roble, el haya, y como quiera que se llamen,

muestran con el Hijo de Dios hermosos detalles.

Mientras todos los árboles se inclinan humillados,

ve el Señor Jesús que, del álamo, el tronco

derecho está en su orgullo tonto,

sin querer mostrar su respeto por ningún lado,

ni inclinar humillado el rígido costado.

Dijo entonces el Señor: «Saludarme no quieres,

te comportas como si yo no estuviera presente,

por ello nunca dejarás de murmurar

y todas tus ramas constantemente habrás de agitar,

¡y hasta con el tiempo más tranquilo

tus verdes hojas agitarás sin tino!».

Miedo le entró al árbol cuando Él esto dijo,

y seguirá temblando hasta el Día del Juicio.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Sí, sí, el que no lo oye, lo siente!

Adiós, regreso antes de que refresque.

ABUELA.—

Hija mía, antes de irte,

cántame la canción que te aprendiste.

Caperucita Roja canta.

El gatito Misemis salió a pasear

a pleno día por el tejado,

hasta el palomar se ha llegado,

para una paloma atrapar.

¡Miau, miau!

Por el agujero se cuela,

pero apenas al interior llega,

el apetito se le ha pasado:

mira por donde cae en una trampa

para la marta preparada,

y el gatito allí colgado,

agonizando grita: «¡Au!

nunca de un robo te fíes, ¡miau!».

ABUELA.—

Qué hermosa canción, toma nota,

la falta de virtud jamás nada bueno aporta.

Saluda a tu madre, le estoy muy agradecida,

porque a los ancianos y enfermos nunca olvida.

CAPERUCITA ROJA.—

¡Adiós, abuela! Seguro que regresaré,

y por la tarde comida te traeré.

Se marcha.

ABUELA.—

¡La nena se deja la puerta abierta!

¡Así en mi patio puede entrar cualquiera!

Está si cabe más alocada que nunca

y pronto entrará en la edad adulta:

pero eso no es muy importante,

hoy nadie vendrá a visitarme.

¡Cierto es, nada me importa más que esa niñita,

y cómo le sienta la roja caperucita!