El titiritero llegó a la fiesta y todos nos reunimos para presenciar la función. La mamá de Rodolfo (el niño de la fiesta) había dispuesto un lugar en la sala de la casa con sillas pequeñas para nosotros los chicos, y grandes para los adultos.

El hombre montó su teatrino rápidamente y, de una maleta que decía “Chang-Li”, sacó varios títeres.

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Yo estaba en esa fiesta por mi hermana Laura. Ella era la que conocía al cumpleañero porque iban a la misma escuela de karate.

Mi hermana no quería ir. —Es que me cae gordo, mamá —dijo Laura mientras la peinaban.

—Hija, la mamá de Fofis me insistió mucho para que fueras —le dijo mi mamá. Además, está muy cerca de la casa, y Carlos te va a acompañar. (Yo soy ese Carlos, y Fofis es como le dice su mamá a Rodolfo).

—¿Por qué no te cae bien? —le pregunté a Laura camino a la fiesta.

—Es que es muy grosero y fastidioso, ya verás.

Y sí vi. Vi cómo aquel niño odioso golpeaba a otros más pequeños que él y cómo se burlaba al verlos llorar. También hacía travesuras y maldades a las niñas. Se llenaba la boca de refresco y luego las rociaba, dejándolas rabiando y gimiendo, todas pegosteadas y con sus vestidos hechos un desastre. Su mamá se avergonzaba un poco de su conducta, pero no lo regañaba.

—Ya, Fofis, ya —era todo lo que decía.

Rodolto tenía 10 años, pero parecía de 15 por su peso y estatura. Yo acabo de cumplir 12. Me paré junto a él y me sacaba como veinte centímetros; y de ancho, pues podía yo esconderme detrás de él y nadie me encontraría.

La función estaba a punto de comenzar. Detras del teatrino se escuchó una voz que dijo: ¡Tercera llamada, tercera! Luego sonó una música festiva y entró a escena un chinito gracioso con unos bigotes largos y ojos oblicuos. Era un títere de guante; de esos a los que se mete la mano en una funda para manejarlos. Nos dijo que se llamaba Chang-Li y que iba a contarnos un cuento chino.

—¡No quiero eso! —gritó Fofis. Y como si fuera un camión de carga, pasó por encima de otros niños para llegar hasta el teatrino, y de un manotazo arrebató el títere a su animador. Algunos niños se rieron y eso lo incitó para seguir su grosería y lucirse. Metió su manota en la funda del muñeco, y con ella así disfrazada de chinito, comenzó a darles golpes a los niños que estaban en la primera fila.

—Yo no fui, fue el chinito, ¡toma, toma! —decía riendo y repartiendo mamporrazos.

Su mamá le llamaba la atención con su “Ya, Folis, ya”. A mí me sorprendía cómo podía ser tan desobediente. Nosotros ya parece que le íbamos a hacer eso a mi mamá, pues nos hubiera dado un par de coscorrones y nos hubiera castigado un año o más.

Para esto, ya el pobre titiritero estaba tratando de que Fofis le regresara su titere, pero era un hombrecito frágil y muy tímido. Cuando por fin se hartó de su fea hazaña, Rodolfo lanzó al pobre chinito por los aires, con tal tino que cayó sobre el pastel. Y allá fue el troglodita a seguir su patanería.

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—¡Come pastel, come! —decia riendo, mientras embadurnaba a su víctima de crema y chocolate. El coro de tontos que se reía con él, según supe después, eran sus primos, un par de chiquillos obesos y pecosos, muy parecidos a Fofis.

El títere, o lo que quedaba de él vino a parar a mis pies después de que el bruto muchacho volvió a lanzarlo sobre nuestras cabezas, salpicándonos de paso con el betún de su pastel, que ahora era un batidillo. Levanté al muñeco y lo entregué a su dueño. El hombrecito aquel estaba a punto de llorar y yo estaba muy enojado. Le limpió el rostro a su titere y con una sonrisa triste dijo:

—Dale las gracias a este niño que te rescató, Chang-Li.

Yo sentí escalofrío porque los ojitos rasgados y brillantes del muñeco parecían mirarme, y entre los restos de crema y chocolate que le quedaban en su cara creí ver una sonrisa.

—¿Por qué se lo diste? —me reclamó la mole aquella llamada Fofis.

No le contesté nada, tomé de la mano a mi hermana y nos salimos de la fiesta.

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A los pocos días tuve que llevar a Laura a su clase de karate, porque mi papá, que siempre la lleva, no pudo. El profesor me invitó para que me quedara.

—Va a haber una exhibición. Llegaron unos niños de otra escuela —dijo.

Me fui a sentar junto a otras personas que ahí estaban, entre ellas la mamá y los dos primos de Fofis. Él ya estaba preparándose para el encuentro y saludaba de lejos a su familia agitando su brazo.

—Van a ver qué bueno es Fofis para el karate —decía su mamá a los primos.

Yo recordé lo que me había dicho Laura al respecto: Rodolfo pega de verdad y no obedece al profesor. Yo sé que en ese deporte se debe detener el golpe antes de tocar al adversario, y que la disciplina es muy importante. Pero que Rodolfo no siguiera estas reglas, no me extrañaba, ya sabía yo cómo era de traicionero y abusivo.

El encuentro comenzó Laura hizo muy bien y rutina y el profesor sonrió satisfecho. Luego le tocó su turno a Fofis y me preocupó ver que su oponente era un niño muy chico. Me imaginé que le podría hacer daño. Y Rodolfo se imaginó lo mismo que yo, porque sonreía maligno y ya gozando de antemano su triunfo.

Pero en el primer acercamiento se dio cuenta de que aquel niño mucho más pequeño que él (por cierto, con rasgos orientales) no iba a ser presa fácil. Rodolfo empezó a enojarse y trataba de dañar a su contrincante, pero no podía hacerle nada. Se oían ya unas risitas que reconocí: las de sus primos bobos.

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Esto enojó más a Fofis y empezó a lanzarse con toda su fuerza sobre el otro niño; allá iban sus patadas y manazos sin éxito alguno. La habilidad del pequeño era tal que Rodolfo solito se iba a estrellar al piso con toda su humanidad y los golpazos que se daba retumbaban en todo el salón.

Cuando el profesor ordenó que parara el ejercicio, Rodolfo no le hizo caso y redobló su furia.

—¡Te voy a matar! —gritaba rojo de coraje y por las excoriaciones en sus manos y su cara. El otro niño sonreía con tranquilidad.

Durante algunos minutos se estuvo repitiendo una rutina: Fofis se lanzaba, era detenido, rebotaba, sus primos reían, su mamá decía consternada: “Ya, Fofis, ya”. La última vez que se lanzó con toda la fuerza que le quedaba, salió volando y vino a dar hasta donde estábamos sentados y cayó sobre sus risueños primos. Ahí quedaron los tres grandulones: dos apachurrados y chillando, y el otro molido a golpes y humillado.

Mi hermana me contó después que el profesor de karate estaba muy intrigado, porque aquel niño no estaba en la lista de los participantes y en la escuela de donde supuestamente lo habían enviado, no sabían nada del tal Chang-Li. Pero mi hermana y yo sí, sí sabíamos quién era.