El baúl ya estaba en la casa cuando llegamos nosotros.

—¿Qué es esa cajota rara? —le pregunté a mi papá. Él me respondió mientras cargábamos juntos un sillón (nos estábamos mudando).

—Es un baúl, hijo. Su dueño vivía aquí antes y me pidió que se lo guardáramos un tiempo.

El objeto en cuestión era muy grande, podía caber en él una persona cómodamente. Su tapa era redondeada y estaba cubierta con algo que parecía la piel de un animal de color verde. Tenía una chapa dorada al centro, ahí estaba la cerradura entre dos figuras que sobresalían: eran dos leoncillos.

Nosotros éramos cuatro hermanos: Iris, que tenía entonces dieciséis años; Julio, de quince: Uriel, de doce, y yo acababa de cumplir diez años.

—¿En dónde pondremos este armatoste para que no estorbe? —dijo mi mamá.

Irs y Julio, que tenían habitación para cada uno, no quisieron que les pusieran ahí el baúl, aunque tenían espacio. Lo pusieron en el cuarto que ocupábamos Uriel y yo.

—No vayan a maltratarlo, ia tratar de abrirlo —dijo mi mamá—. Recuerden que no es nuestro, niños.

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Pero como si nos hubiera dicho lo contrario, mi hermano y yo nos dimos a la tarea de abrir aquel baúl que despertaba nuestra curiosidad.

—Se me hace que tiene adentro un cadáver —le decía a Uriel. Él opinaba que podría contener un tesoro. Pero no pudimos constatar ninguna de las dos cosas porque no pudimos abrirlo, por más que le hicimos la lucha a la cerradura.

Una noche calurosa del mes de agosto, dejamos la ventana abierta para dormir. La luz de la luna llena entraba a la habitación. Trataba de conciliar el sueño cuando escuché un ruidito. Abrí los ojos y sentí la necesidad de ver el baúl. Con la potente luz blanca de la luna pude darme cuenta de que la tapa estaba entreabierta. Me levanté enseguida y fui a verificar lo que había visto. Las caras de los leoncillos estaban sumidas, y eso había hecho que la cerradura se abriera. Desperté a mi hermano.

Entre los dos levantamos emocionadísimos, y algo asustados, la tapa de aquel baúl.

—¡Nada! No hay nada —dijo Uriel, extrañado y desilusionado.

Yo también pude ver que en el interior no había ni siquiera un poco de polvo. Estaba impecable, cubierto por un papel tapiz también de color verde.

Regresamos a la cama muy chasqueados, después de cerrar el baúl.

—¿Pero cómo se abrió? —le pregunté a Uriel.

—Pues así pasa; como le hemos estado moviendo… Ya duérmete —me dijo enfadado.

Yo no dejaba de estar intrigado, creía que algo había pasado, algo mágico. ¿Tendría que ver en ello la luz de la luna?

Unos días después, Uriel y yo salimos a jugar futbol con unos niños del barrio. Llevamos el balon de Julio. A él no le gustaba que se lo tocáramos siquiera.

—Tráelo, ni se va a dar cuenta —dijo Uriel— llega después de las siete de su escuela.

Para nuestra desgracia, uno de los jugadores que pateaba durísimo le dio al balón con toda su fuerza y pegó en la reja de una casa que tenía unos picos de fierro. El pobre balón se ponchó.

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Uriel y yo no sabíamos qué hacer; luego se nos ocurrió ocultarlo, ¿pero en qué lugar?

—¡En el baúl! —propuso con entusiasmo. Ahí lo pusimos.

Cuando Julio llegó de la escuela, empezó a buscar el balón. Fue a nuestra habitación. Nosotros, muy inocentes, hacíamos la tarea.

—Denme mi balón o les va a ir mal —dijo enfadado.

—¿Cuál? Yo ni siquiera he visto tu porquería —dijo Uriel haciéndose el ofendido. Yo también fingí no saber nada.

Pero Julio armó escándalo y nos acusó con mi papá.

—Regrésenle el balón a su hermano —nos dijo muy serio y agitándonos un dedo. Y cuando mi papá hacía eso, era mejor obedecerlo.

Dispuestos a sufrir las consecuencias, abrimos el baúl para sacar el despojo de aquel balón.

—¡Está como nuevo! ¡Mira! —dijo Uriel.

Así era, ya no estaba ponchado. ¡El baúl era mágico! ¡Podía componer lo que se le pusiera adentro!

Uriel y yo decidimos que nadie debía saberlo, sólo nosotros.

—Será nuestro secreto —dijimos estrechándonos las manos solemnemente.

Al día siguiente, nuestra hermana lris se puso a dar de gritos.

—¡Se encogió! ¡Ahora qué voy a hacer! ¡Jorge ya va a venir! —decía llorosa y desesperada. Su novio la iba a llevar a una fiesta y su blusa, al lavarla, había quedado como a la mitad de su tamaño. Por más que mi mamá intentaba convencerla de que usara otra, ella no dejaba de lamentarse.

—¡Esa es la única que le queda al pantalón! ¡Es una catástrofe! ¡Un desastre horrible, espantoso! —decía.

—Uriel y yo cruzamos miradas de entendimiento y levantamos la blusa de donde la había arrojado, furiosa, Después la llevamos a nuestro cuarto y la colocamos dentro del baúl; cerramos y esperamos. En cuestión de segundos empujamos las caritas de los leones y abrimos. La blusa ya había recuperado su tamaño normal.

Cuando se la devolvimos a Iris, nos dio muchos besos con su boca pintada y nos dejó todos decorados de rojo.

—¡Qué le hicieron! —decia feliz, contemplando su blusa.

—La estiramos entre los dos —dijo Uriel guiñándome un ojo, yo le hice la misma señal y luego reímos.

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Teníamos un perro, el “Zar”, can simpatico pero algo destructor.

Un día que mi papá se había quedado dormido mientras leía su revista favorita, ésta resbaló de su mano al piso y ahí la encontró él. La hizo pedazos.

Uriel y yo, al darnos cuenta, llevamos de inmediato al baúl los restos de la revista, pues sabíamos que mi papá se iba a enojar mucho.

—La próxima vez que este perro haga una fechoría, lo voy a llevar al rancho de mi compadre Luis —había sentenciado. Nosotros queríamos mucho al perro y sabíamos que no destruía por maldad, sino por jugar.

La revista salió del baúl íntegra y nosotros la pusimos con cuidado entre los dedos de nuestro adormilado papá.

—¿Eh qué…? —dijo despertando.

—Se te había caído tu revista, papá, te la levantamos —le expliqué, y Uriel le acomodó su cojín.

—Sigue durmiendo, papacito —dijo él.

—Yo creo que nos hemos estado engañando, este tonto baúl no es mágico —me comentó un día Uriel. Y es que él había metido su boleta de calificaciones porque había reprobado varias materias y creyó que iba a salir con los números cambiados.

—Mira, salió igual. Esos cincos no cambiaron —dijo mostrándomela.

Con esa experiencia entendimos que el baúl arreglaba lo que estaba mal, pero si algo era correcto no lo iba a modificar. Y si uno no estudia y se aplica es correcto que le pongan malas notas.

También nos dimos cuenta de que sólo arreglaba lo que se había descompuesto accidentalmente, no a propósito. Yo una vez rompí un juguete adrede, sólo para ver que lo arreglara, y el pobre salió igual de averiado.

Otro descubrimiento con respecto al baúl fue que si algo estaba estropeado por el uso, tampoco lo componía. Uriel metió sus tenis viejos esperando que salieran flamantes pero no sucedió así.

En una ocasión que mi mamá andaba muy atareada en la cocina, de pronto la oímos dar de gritos.

—¡Ay, ay, ay! ¡Se me quemó la pierna!

Mi hermano y yo acudimos alarmados, pensando que le había sucedido algo horrible, pero vimos que ella sólo estaba apurada, no herida. La pierna a la cual se refería no era de ella, sino la de un cerdo.

—¡Se quemó la pierna! ¡Ahora qué voy a hacer! —decía angustiada mirando el platón humeante que había sacado del horno.

Y es que iban a ir a cenar el jefe de mi papá y su esposa.

Mi mamá salió muy molesta de la cocina para encerrarse en su cuarto. Así hacía cuando algo la abrumaba.

Uriel y yo aprovechamos su salida para llevarnos con cuidado el guiso a nuestra habitación. Abrimos el baúl y lo pusimos ahí:

Cuando le mostramos después su pierna a mamá, bueno, la del cerdo, se quedó asombradísima y su cara se llenó de alegría.

—¡Qué le hicieron, hijitos! —decía contemplando el portento.

—Pues le estuvimos quitando lo quemadito —dijo Uriel.

—Nos costó mucho trabajo, pero lo logramos —dije yo para adornarme.

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Pero mi mamá no nos creyó mucho y se quedó intrigada, además Iris ya le había dicho lo de su blusa; había visto también otras cosas que le habían hecho sospechar que algo raro pasaba. Nos interrogó exhaustivamente y confesamos.

—¿El baúl? ¿Este baúl? —decía viéndolo por todos lados con incredulidad. No había manera de convencerla de que decíamos la verdad más que haciéndole una demostración.

Afortunadamente mi hermana llegó en ese momento “muy descompuesta”.

—¡Vengo hecha pedazos! —dijo, arrojándose a los brazos de mamá—. Jorge es un tonto. ¡Nos peleamos! ¡No quiero saber de él nunca Más en toda mi vida! —decía enojadísima y llorando.

Mamá trató de consolarla; no lo logró y mejor se fue.

A nosotros no nos costó trabajo convencer a Iris de que entrara al baúl. Quería “estar sola y no saber nada del mundo”. Eso dijo.

Cupo perfectamente y hasta le pusimos una almohada para que estuviera más cómoda; el baúl tenía una serie de orificios a los lados para que pudiera respirar. Cerramos la tapa y nos quedamos ahí esperando que transcurrieran algunos segundos para abrir el baúl.

No habían pasado ni veinte segundos cuando se escuchó el timbre del teléfono y enseguida la voz de mamá:

—Iris, te habla Jorge.

Aun estando dentro del baúl, nuestra hermana escuchó y muy entusiasmada nos pidió que abriéramos de inmediato. Iris salió feliz y, radiante, fue al teléfono. No nos cupo duda, el baúl era infalible.

—¿Viste, mamá? —le dijimos. Y ella solamente rió de buena gana.

Un día al llegar de la escuela nos encontramos con la novedad de que el baúl ya no estaba en nuestro cuarto.

—Vino su dueño por él —nos aclaró mamá, cuando le preguntamos—. Un señor muy amable, algo misterioso. Usaba turbante y una barba muy larga.

Uriel y yo nos pusimos tristes.

—Les dejó una carta —agregó, algo extrañada—. Cuando me la entregó dijo que era para los niños de la casa.

Abrimos aquella misiva muy intrigados. Decía:

“Niños: No está bien andar abriendo baúles ajenos (¿cómo se enteraría?), es mejor que tengan uno propio, para que lo abran y lo cierren a su antojo. De hecho, ya lo tienen. ¿Saben dónde está? (No sabíamos). Lo encontrarán muy fácilmente, piensen. Espero que lo usen toda su vida. Afectuosamente, su amigo: Abdul Salud Ají, mago”.

Mi hermano y yo pasamos mucho tiempo pensando en dónde podría estar nuestro propio baúl mágico. Llegamos a la conclusión de que el misterioso mago quiso decirnos que las personas tenemos un baúl invisible en nuestra cabeza; que si sucede algo desesperante, lo pongamos ahí y lo dejemos encerrado un rato en la mente, y que después, cuando ya estemos tranquilos, lo saquemos, y si no está arreglado, al menos sabremos cómo arreglarlo o quizá nos daremos cuenta de que ni siquiera valía la pena apurarse tanto por el asunto.