El abuelo de mi amigo Samuel tiene una tienda, en donde compra y vende cosas antiguas. El establecimiento esta junto a su casa; de hecho, se comunican por una puerta que casi siempre está cerrada, pero a veces no. Hace unos meses, por mala suerte, estaba abierta y Samuel, mi hermano Ubaldo y yo andábamos jugando a las escondidas en la casa, pero a Ubaldo se le ocurrió que nos metiéramos en la tienda para que Samuel no hos encontrara.

—No veo nada —le dije a Ubaldo.

Mi hermano tampoco veía, así que tiró un jarroncito y éste se quebró.

—¡Qué hacen! —gritó la mamá de Samuel al oír el ruido.

—Nada, mamá —gritó él, pero la señora ya estaba ante nosotros.

Ella levantó los pedazos y calmó a Ubaldo, que estaba muy asustado; como él es más chico, estaba a punto de llorar.

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En eso llegó mi mamá por nosotros, sonó el claxon del auto y salimos.

En el camino nos vio por el espejo retrovisor.

—¿Qué pasó, por qué traen cara de travesura? —dijo. Le platiqué lo ocurrido y ella al llegar a casa telefoneó a la mamá de Samuel para ofrecerle disculpas y preguntar debía pagar por el objeto.

—No te preocupes, ya enteré a mi papá del percance, y dijo que no era una pieza cara, pero que “cuides a tus niños”.

Mi mamá entendió eso como un regaño, pero ya verán después que el anciano no se refería a lo que habiamos hecho, sino a lo que nos iba a pasar.

Ubaldo y yo merendamos y nos fuimos a acostar. Compartimos la recámara, así que durante la noche me di cuenta de que él estaba inquieto, hablaba cosas raras, se incorporaba de repente y como que rechinaba los dientes. Yo también me sentía algo extraño, los oídos me zumbaban y no lograba dormir.

—En la mañana no desperté hasta que fue mi mamá.

Me extraño que no despertara también a Ubaldo. Él sí que era flojo. Todos los días mi mamá tenía que levantarlo a la fuerza, y luego llevarlo arrastrando al baño, no le gusta bañarse.

—Tu hermano ya se bañó, desayunó y está listo para ir a la escuela —me dijo—. Y hasta me ayudó a sacar la basura y a tender una ropa.

Yo pensé que Ubaldo estaba quedando bien por lo que había pasado el día anterior en casa de Samuel, pero en la escuela también hizo cosas que no acostumbraba hacer.

El director me llamó a su oficina.

—Oye Ricardo, ¿qué le pasa a tu hermano? Vino a decirme su maestra que se está comportando muy raro. Ve a verlo —me dijo.

Me asomé a su salón y lo vi. Estaba sentado en su pupitre, serio, muy derechito y casi sin parpadear. Los demás niños andaban correteando, peleando, lanzándose avioncitos de papel y saltando. La maestra no estaba.

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En ese momento regresó y todos se aplacaron de inmediato.

—Profesora, los compañeros tuvieron una conducta inapropiada en su ausencia, no obedecieron las instrucciones que usted nos dejó antes de salir —dijo de un hilo Ubaldo, muy serio y de pie.

La maestra se quedó mirando con asombro y los demás niños igual.

Luego a unos se les salieron risitas burlonas y a otros amenazas por haberlos acusado.

Definitivamente ese niño no se parecía a mi hermano. Ubaldo siempre había sido más flojo, relajiento y travieso que yo; y muy goloso.

Cuando salíamos de la escuela, y a pesar de que mi mamá nos lo tenía prohibido, comprábamos ricas jícamas con chile, papitas fritas, raspados de hielo con miel, y cuanta cosa vendían afuera.

—¿Quieres una nieve? —le dije—. Yo te la disparo.

—No debemos ingerir alimentos en la calle, nuestra madre no lo permite —dijo, con ese aire de gran seriedad que había usado antes.

En la comida se comportó con mucha propiedad, se comío todo sin refunfuñar, hasta las zanahorias, que detestaba; en general odiaba las verduras.

Todo pedía por favor, alababa los guisos.

—Qué bien te quedó el arroz, mamá; por favor, dame un poco más —dijo zalamero.

Al terminar se puso a ayudar con los platos y se ofreció para limpiar el piso de la cocina.

—Gracias, hijo. Prefiero que te pongas a hacer tu tarea —le contestó mamá.

—Ya la hice —dijo—. En la escuela.

Era cierto, mamá se la revisó y estaba todo perfecto y limpio.

Él siempre ensuciaba las hojas del cuaderno con borrones y tachaduras; pero ese día estaban impecables.

Además, él nunca hacia la tarea hasta que mi mamá lo correteaba por toda la casa y se sentaba con él para hacerla.

Y esa noche, cuando llegó mi papá, Ubaldo le mostró sus zapatos brillando de limpios.

—Te los limpié y lustré —le dijo—. Espero que te gusten asi, padre.

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Aquella tarde, en lugar de jugar o ver la tele como siempre hacía, se había puesto a leer sus libros de la escuela y a acicalar los zapatos de mi papá.

Al día siguiente se comportó igual, y así siguió toda la semana.

—Es todo un caballerito —dijo un día una anciana en el supermercado.

Ubaldo le había ayudado a sacar unas cajas que estaban al fondo de un anaquel.

—¿Es su hijo, señora? Pues la felicito —le dijo a mi mamá.

Y otro día un vecino le dijo a mi papá:

—Oiga, su hijo el pequeño qué buen niño es, me ayudó a cortar el pasto.

Mi papá se sintió orgulloso de Ubaldo. Pero en otra ocasión éste lo puso en evidencia. Vino un amigo de mi papá para invitarlo a beber; mi papá no debe hacerlo porque le hace dañó y le pidió a Ubaldo que le dyera que no estaba.

—No se debe mentir —dijo mi hermano muy serio.

Entonces mi papá me dijo que fuera yo. Pero Ubaldo se me adelantó.

—Mi papá sí está, pero no quiere ir con usted —le dijo.

El señor se enojó y se fue.

Y llegó el día de llevar las boletas que los papás debían firmar.

—¿Y este siete en lectura? —me dijo mi mamá.

—Es la más baja comunicación que saqué —contesté orgulloso.

—Ubaldo, a ver tu… ¿diez? —dijo ella al ver la boleta de mi hermano.

—¿En qué? —pregunté yo, porque era raro que él sacara más de ocho en cualquier materia.

—¡En todo! —dijo mi mamá, abriendo mucho los ojos.

Ese día sentí que se me había roto algo por dentro. Algo que andaba ahí bullendo. Empecé a cambiar, casi sin darme cuenta, a hacer cosas que no acostumbraba, como: responder de mal modo a mis papás, a mi maestra, enojarme por cualquier cosa.

—¿Tú? ¡Te peleaste a golpes con otros niños! —me dijo mi mamá asombrada, un día que la mandaron llamar de la escuela.

—Es que tuve que defender a Ubaldo —le dije. Era cierto, unos niños de su salón le andaban pegando, y él, como se había vuelto tan bueno y correcto, no levantaba las manos para defenderse.

Mis calificaciones empezaron a bajar mucho y ya no me daban ganas de estudiar. ¿Para qué? Yo antes había sido el aplicado de la casa, el obediente. ¿Ahora quién era?

—¿Qué pasó contigo, hijo?, ya no eres el mismo —me dijo mi papá—. Y tu hermano también está muy cambiado. ¿Se han vuelto locos?

Eso parecía: cada día él era más bueno y yo más malo.

Llegamos a tal extremo que a mí me dio miedo. Un día que jugábamos, él me ganó y yo sentí ganas de pegarle mucho y muy fuerte con un palo.

Y Ubaldo en una ocasión llegó con una mordida horrible en un brazo, porque vio un perro amarrado afuera de una tienda, y le dio lástima. Quiso desatarlo y el can lo atacó.

Nuestros padres estaban muy preocupados. Hasta nos llevaron al sicólogo, pero no nos compusimos.

Una tarde volvimos a ir a casa de Samuel para jugar. Ahí estaba su abuelo.

—Estos niños fueron los que rompieron el jarroncito —le dijo la mamá de Samuel al anciano.

Él estaba leyendo un libro, lo dejo a un lado nos pidió que nos acercáramos. Miró a Ubaldo a los ojos mientras se tocaba su barba larga y blanca.

—¡Ay, caray! —exclamó de pronto—. ¡Esa mirada…! ¡La leyenda es verdadera!

En seguida lo interrogó: si se habia sentido bien, si no había tenido cambios en su conducta.

—Sí ha cambiado mucho, y yo también —le dije—. ¿Pero usted cómo sabe…?

Nos explicó que el jarroncito que habiamos roto era chino, y que había una leyenda sobre ese tipo de vasijas, que se llamaban Yan-Yu y que se usaron en época antigua en China.

—Se creía que mantenían el equilibrio entre lo bueno y lo malo —dijo—, porque los seres humanos no podemos ser siempre buenos o siempre malos —dijo también con apacible sonrisa.

Y la leyenda mencionaba que las dos vasijas Yan y Yu debían estar juntas, y que si una se destruía ocasionaba desequilibrio, cambios, desorden.

—Hija, trae la otra vasija —pidió el anciano.

Cuando la tuvo en sus manos, la arrojó al piso.

Al ver los pedazos de aquel recipiente, Ubaldo y yo sentimos alivio.

Desde entonces volvimos a ser nosotros mismos otra vez: medio traviesos, un poquito flojos; le echamos ganas al estudio, pero no siempre se puede sacar dieces en todo. A Ubaldo siguen sin gustarle las verduras, pero se las come. Y también nos peleamos, no somos santos, pero nos contentamos luego. Yo ya no siento tanta rabia contra él y Ubaldo ya no se deja y se defiende muy bien.

—Yo no creo en leyendas —dice mi mamá.

—Pues yo sí —dice mi papá.

Los papás no tienen que estar siempre de acuerdo. En lo que ambos sí coinciden, es en que es bueno que seamos lo que somos: sus hijos que los quieren mucho, igual que ellos a nosotros.