Mi papá vino por mí el sábado, para ir a pasear; pero mi mamá me tenía castigado.

—¡No va a ir a ningún lado, porque anoche hicieron un desastre!

—¡Lo hizo, ella, la escuincla! —dije yo, furioso.

Me refería a Yadira, la hija de Ángel, el esposo de mi mamá, que desde que vivimos juntos se dedica a molestarme. No le caigo bien, ella tampoco a mí, pero yo no le hago cosas. En cambio ella…

—¡Fuiste tú el que estuvo aventando las palomitas al suelo y también el que tiró el refresco sobre el control de la tele! —dijo.

¡Pero no era cierto! Ella lo había hecho. Hace cosas y me acusa y a ella le creen más que a mí porque es más chica que yo.

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Afortunadamente mi papá convenció a mi mamá y pude salir con él.

Cuando íbamos en el coche, yo todavía iba enojado.

—Eres muy enojón —dijo mi papá—. Yo creo que lo heredaste de mí, así era yo a tu edad.

—¡Es que esa mocosa me harta! —dije muy molesto.

—Te voy a contar un suceso que pasó cuando yo era chico —me dijo. Y me empezo a platicar:

Cuando iba en quinto año de primaria se organizó el festival de primavera; era algo tradicional en la escuela. Hacía dos años que yo había participado en él, haciendo el papel de pollo en una pequeña obra teatral.

La directoria de la escuela se acordó y me dijo:

—Oye, Coria, vas a actuar en lugar de un niño de tercero que está enfermo. Ya no hay tiempo para poner a otro. Es cortito el papel y de seguro aún te lo sabes, y además tienes el traje, ese tan bonito que te hizo tu mamá; ya le avisé a ella por teléfono.

A mí me gustaba actuar, pero ya no me hacía mucha gracia salir de pollo. Me sentía erande, hasta tenía algo así como una novia. Se llamaba Sarita y me sonreía en el recreo y yo le compraba paletas y hasta la había acompañado a su casa un par de veces cargándole su mochila.

Mi mamá sacó el traje del armario, y claro que no me quedó.

—Ay; hijo, has crecido mucho —me dijo—. No respires tan fuerte y a lo mejor te entra.

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Si me entró, pero cuando quise salir de él, ¡qué trabajos!

—Mañana te lo voy a arreglar —dijo mi mamá.

Pero ella estaba embarazada, y a mi hermanito se le ocurrió nacer al día siguiente y mi mamá me mandó con mis tías Enedina y Tali, hermanas de mi padre.

—Llévales el traje para que le saquen a las costuras, ellas saben coser mejor que yo —me dijo mamá.

Y allá fui a casa de las tías que vivian a dos cuadras de mi casa. No me gustaba ir con ellas, porque me trataban como bebé, me pellizcaban las mejillas y querían que a fuerzas me aprendiera la vida de Jesús.

—A ver, ¿por qué murió nuestro Padre Jesucristo? —me decía Tali.

—¡No sabes! —me decía Enedina, muy enojada—, ¡Por nuestra salvación! ¡Por nuestra salvación! —repetía moviendo su dedo índice sobre mi nariz.

Ellas eran solteras, mayores que papá y siempre estaban enfermas de algo.

—Lo único que padecen es aburrición —decía mi papá, cuando venían a quejarse con él.

Al día siguiente iba a ser el festival, y ellas quedaron de llevarme el traje a la casa.

Llegaron muy arregladas, porque también iban a asistir al evento, y ya era tarde.

—Póntelo rápido —me dijeron, entregándome el dichoso disfraz.

Yo lo vi, y estaba igual que antes. No lo habían arreglado.

—No nos dio tiempo. Tuvimos que rezar el rosario —dijo Enedina.

—Y luego nos dio el ataque de migraña de los jueves; la cabeza nos dolía mucho, no podíamos coser.

—Pero el traje sí te queda, si estás chico, tú —dijeron a coro.

—¡No me queda, ya me lo puse antier! ¡Me aprieta mucho!

—Si te quitas tu ropita interior, ya verás que te queda mejor. Anda, confía en nosotras.

Yo obedecí y con su ayuda me metí en aquel tormento de traje. Me sentía como salchicha dentro de su envoltura.

Mi papá nos llevó a la escuela en su coche. Yo iba adelante con él y oía a mis tías que iban cuchicheando y riéndose quedito.

—¿Qué traen ustedes dos? —preguntó mi papá.

—Nada, Juve, nada —contestaron ellas. Pero yo sabía que se burlaban de mí.

Llegamos a la escuela y, como ya era tarde, la maestra Yola, mi maestra, ya me estaba esperando algo apurada. Cuando me vio le cambió la cara, yo pensé que del gusto porque ya había llegado (bueno, algo había de eso, pero también es que le dio risa mi aspecto. Como era buena persona y me estimaba, comprendió que yo estaba molesto y avergonzado).

—Será un ratito nada más, mi’jo —me dijo, para consolarme.

Yo pensé que tenía razón, y traté cambiar mi malestar por resignación.

Durante la función hasta me animé un poco y le eché ganas. Todo iba bien, pero en una parte en la que debía agacharme, ¡zaz!, que oigo un sonido raro: ¡Se había tronado la costura de atrás de mi traje! ¡Y yo estaba de espaldas al público! ¡Y que me acuerdo de que no traía ropa interior!

Todo el mundo se rió. Sarita se tapó los ojos pero también se rió. Y mis tías… ¡mis tías! ¡Más que nadie! Casi se caían de las sillas de tanto que se reían, sus carcajadas se oían por encima de las de los demás.

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Mi queridísima maestra Yola tuvo compasión de mí y dijo muy seria por el micrófono: “Se suplica al público guarde silencio”.

Me salí corriendo de la escuela. Mi papá me alcanzó en la puerta. Yo estaba llorando y él me puso su saco y me abrazó.

—¡Ya pasó, mi’jo, ya! —me dijo y me subió al coche.

Mis tías llegaron al poco rato. Se seguían riendo.

—¡Ya esténse tranquilas! —les dijo mi papá muy serio.

—¡Nosotras no tenemos la culpa de que tu hijo haya crecido tanto! —replicó Enedina, molesta porque mi papá las estaba regañando.

—Antes era un pollito tan lindo —dijo Tali, hipócritamente.

—¡Pero ahora es un pollotote! —exclamó Enedina y ambas soltaron la risa de nuevo.

Mi papá, francamente enojado, amenazó con bajarlas del auto si no se callaban.

Yo estaba tan furioso que no sabía que hacer, quería hacer pedazos algo. Metí mis manos entre el asiento y el respaldo y toqué un objeto pequeño. Lo saqué. Era una piedrita verde muy bonita que me había obsequiado otra tía, una muy diferente a aquellas dos que iban burlándose de mí todavía. Era tía abuela de mi mamá, vivía en Oaxaca y se llamaba Gelita. Era una anciana simpática y afectuosa. En una ocasión en que habiamosido a verla, me había dado aquella piedra.

—Es mágica, mi’jito. Cuando desees algo, pídeselo —me habia dicho. Seguramente se me había salido del pantalón y había ido a parar ahi.

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En ese momento estaba yo tan enojado con mis tías las risueñas, que apreté aquella piedra en mi mano y deseé con toda mi alma que se volvieran gallinas. Yo sabía que no era posible, que era un juego, pero me consoló un poco creer que pudiera suceder.

A los dos o tres días, mamá ya estaba en casa con mi hermamto, y las tías vinieron. Yo pensé que habían ido a ver al bebé, pero entrando a la casa me dijeron:

—Dile a tu papá que venga —y luego se encerraron en el baño.

Traían un atuendo muy raro; pañoleta en la cabeza, abrigo con el cuello subido y vestido largo. Con un pañuelo se tapaban boca nariz. Yo creí que estarían resfriadas y como además la voz se les oía gangosa…

Le avisé a mi papá, y él extrañado me preguntó:

—¿Están en el baño?

Allá fue él, tocó, le abrieron y lo jalaron dentro; cerraron de inmediato, y al rato oí las carcajadas de mi papá.

—¡No te rías, Juventino! ¡Y dinos que vamos a hacer!

—¡Ayúdanos! ¡Nadie lo debe saber!

Eso escuché con las mismas voces gangosas de las tías.

Yo ya no podía aguantar la curiosidad y pensé en espiar por la cerradura, pero me acordé de que mi mamá me decía siempre que eso no debía hacerse. Así que traje una silla para asomarme por encima de la puerta, que tenía una ventila arriba. Parado en la punta de los pies y estirándome cuanto podía, vi allá adentro. ¡Mis tías se habían descubierto y tenían plumas en la cabeza y en sus cuellos! ¡La nariz y la boca se aguzaban al frente como un pico! ¡Brazos y piernas también estaban emplumados! ¡Y sus patas…! Digo patas porque eso parecían sus pies, ensanchados y con tres dedos: patas de ave. Eran ellas una mezcla de mujer y gallina.

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Por el asombro perdí el equilibrio y caí de la silla. Me desmayé.

No sé cuanto tiempo pasaría. Recobré el conocimiento y escuché, aún con los ojos cerrados, la voz de mi papá diciendo:

—Hijo, ¿estás bien?

Estaba en mi cama. Recordé de golpe lo que había visto y muy angustiado abrí los ojos y abracé a mi papá.

—¡Mis tías, las vi! ¡Yo fui el que el que les hizo eso!

Interrumpí el relato de mi papá con mi risa. Estaba seguro de que me estaba mintiendo, que había estado inventando todo aquello para ponerme de buen humor; y lo había logrado. Ya ni me acordaba del regaño de mi mamá, ni de la odiosa Yadira.

—No me crees lo que te estoy contando, ¿verdad? —me dijo.

—Pues claro que no, papá —le contesté.

Él solamente sonrió, detuvo el auto y me dijo: Ya llegamos.

Nos bajamos frente a una carpa como de circo, grande y vistosa, con un letrero que decía: Atracciones internacionales presenta a: “LAS FABULOSAS DAMAS EMPLUMADAS LAS ÚNICAS MUJERES GALLINAS DEL MUNDO”. Y había fotos de dos mujeres con aspecto gallináceo en poses espectaculares.

—Mis tías —dijo mi papá alzando los hombros, como diciendo “ya ves tú, que no creías”.

Yo seguía pensando que mi papá me vacilaba, y que esos fenómenos ni eran sus tías ni eran de verdad mujeres gallinas. De seguro traen plumas pegadas, máscaras; trucos, pensé. Pero cuando entramos a los camerinos y aquellos dos seres lo abrazaron y le pellizcaron las mejillas, empecé a creerle.

—¡Ay, pollo! ¿Éste es tu hijo? —dijo una de ellas, pellizcándome a mi también los cachetes, con sus dedos largos de uñas curvas.

—¡Qué lindo pollito eres tú! —dijo la otra, abrazándome con sus brazos como alas. Yo, aprovechando el abrazo, le jalé una pluma y ella dio un respingo. ¡Sí eran plumas vivas!

Hablaban y hablaban sin parar, muy contentas.

—¡No te conocíamos, pollitín precioso, porque viajamos mucho!

—¡Es que somos tan famosas!

—¡Tenemos muchos compromisos!

—¡Andamos por todo el mundo!

Nos dieron un palco de honor, nos dedicaron la función, cantaron y bailaron, hicieron un show padrísimo, y todos estuvimos encantados con su actuación.

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Cuando nos despedimos, prometieron enviarme tarjetas postales de Europa; se iban para allá al día siguiente.

Cuando salimos y ya íbamos rumbo al auto, le pregunté a mi papá dos cosas:

—¿Alguna vez les dijiste que tú las transformaste?

—Sí, pero jamás lo creyeron. Los doctores les dijeron que habían sufrido una extraña enfermedad.

—¿Y… tu piedra mágica?

El metió la mano al bolsillo de su pantalón y luego me entregó una piedrita verde.

—Te la regalo —me dijo guiñándome un ojo.

Y yo la tengo bien guardada para cuando surja la oportunidad de usarla con … bueno, ustedes ya saben quién.