El domingo vamos a ir a un lugar muy bonito que les va a encantar —nos dijo mi papá un día—. Está algo lejos, pero vale la pena; es un balneario.

Yo estaba muy chico entonces y no sabía muchas cosas, entre ellas qué era un balneario. Pues aquel domingo me enteré.

El balneario era un lugar con varias albercas que tenían agua calientita, muy sabrosa.

—Así brota de la tierra, no la calientan —dijo mi mamá—. Les llaman aguas termales.

Además de las albercas, había jardines, juegos, columpios, resbaladillas y cosas así. Tenía canchas para Jugar diferentes deportes, en fin, un sitio divertidísimo.

Mis hermanos y yo jugamos, nadamos, reímos y nos asoleamos. Había mucha gente que se la pasaba tan bien como nosotros.

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También comimos con apetito voraz. Habíamos llevado una gran canasta con tortas riquísimas, ensalada, fruta y refrescos.

Estábamos tan felices en el balneario que se pasó el tiempo volando.

Cuando el sol se empezó a meter, mi mamá nos llamó.

—Ya es tarde, debemos irnos —dijo a mi papá.

Él también pensó que era conveniente, porque estábamos lejos de casa y habría que tomar carretera.

—Además, el camino no está en muy buenas condiciones y me parece que va a llover —dijo.

A nosotros, los niños, no nos pareció la idea, queríamos quedarnos más tiempo; pero obedecimos.

Ya en el auto y con el vaivén del camino me empezó a dar mucho sueño.

Miré a mi hermanito que ya iba dormido en los brazos de mamá, y a mi hermana también la había vencido el sueño.

No sé cuánto tiempo dormí, se me hizo mucho. Cuando desperté ya estaba totalmente oscuro, llovía y el auto estaba detenido. Con la luz de un relámpago vi que estábamos en la orilla de la carretera.

—¿Qué pasó, mamá? —pregunté al ver que mi papá estaba afuera.

—Se detuvo el auto y no arranca —dijo ella.

Vi que papá algo hacía detrás de la tapa del cofre del coche. Al poco tiempo regresó adentro empapado y con cara de preocupación.

—Creo que es el distribuidor —dijo—. Hace tiempo que anda fallando. Debí revisarlo antes de salir.

Mi mamá, que siempre trataba de mantener la serenidad en los apuros, le dijo que se calmara, que podíamos pedir ayuda.

—Podemos hacer señales a algún auto que pase —dijo. Pero casi no pasaban automóviles, era una carretera poco transitada.

Y los que pasaban no se detenían, aunque mi papá les hacía señas desesperadas.

—La lluvia se hizo más fuerte. Dentro del auto se escuchaba el golpeteo de las gotas sobre el techo y las ventanillas.

Mi hermanito empezó a llorar porque le dolía la piel, se había asoleado demasiado. A mí también me ardía la espalda por la misma razón y a la pobre de mi hermana le dolía el estómago y se quejaba lloriqueando.

—Pero te empeñaste en comer casi media sandía e dijo mi mamá, mientras buscaba en su bolso alguna pastilla para darle.

—En un momento nos vamos a casa, ya verán; cálmense —decía tratando de consolarnos. Ella también estaba preocupada.

Mi papá volvió a abrir la tapa del cofre y trataba de nuevo de arreglar el desperfecto, sin éxito.

De pronto vimos que se acercaba un vehículo, y con asombro y gusto vimos también que se detenía.

Era un camioncito antiguo, muy destartalado, como si hubiera sufrido un accidente y no lo hubieran arreglado. Un señor de bigotes grandes, muy sonriente, se bajó y fue con papa. Usaba una chamarra a cuadros y una gorra muy curiosa, con orejeras.

—¿Qué pasó, amigo? ¿En qué le puedo ayudar? —oí que dijo.

Con la luz de otro relámpago vi que en la portezuela de aquel vehículo estaba escrito: “Patricio Olivares e hijo. Frutas y verduras. Mercado Central, local 5-B”.

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Con una cadena que traía el señor sujetaron la defensa de nuestro coche al camión y nos remolcó a una población cercana, que era a donde él se dirigía.

Ya era noche cuando llegamos al pueblo y no había ningún taller mecánico abierto. Pero nos quedamos en un hotelito muy cómodo.

Al día siguiente, muy temprano, mi papá llevó el carro a componer y luego nos dispusimos a regresar a casa.

—Sería bueno ir a agradecer todos al señor que nos ayudó anoche —dijo mi mamá.

A mi papá le pareció buena idea, pero no le había preguntado su nombre ni sabía dónde localizarlo.

Yo le dije lo que había leído en la portezuela del camión y todos me felicitaron por mi don de observación. Yo me sentí muy orgulloso.

El mercado era pequeño y no nos costó trabajo encontrar el sitio que buscábamos.

Nos detuvimos y bajamos del coche frente a una accesoria en donde descargaban manzanas.

—¿El señor Patricio Olivares? —preguntó mi papá a uno de los muchachos que cargaban las cajas con la fruta.

Él gritó:

—Patrón, lo buscan.

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Un hombre joven con bigotes salió del fondo del negocio, y sonriente se acercó a nosotros algo extrañado.

—¿En qué les puedo servir? —dijo.

Mi papá le explicó el motivo de nuestra, visita.

—Y sólo deseamos agradecer de nuevo la ayuda que nos brindó su papá, supongo —dijo mama.

El hombre ya no sonreía, tenía el rostro pálido.

—Mi papá falleció en un accidente de carretera hace veinte años —dijo muy serio. Luego nos platicó que muy cerca del lugar en donde nuestro coche se descompuso, su padre había sufrido una volcadura fatal y perdió la vida. Nos mostró una foto del señor y, en efecto, lo reconocimos; era el mismo que la noche anterior habíamos visto.

Nos fuimos de ahí desconcertados: Subimos al auto y en el camino de regreso a casa íbamos callados, cada quien con sus pensamientos. De repente mi hermana preguntó, algo asustada:

—Mamá, ¿fue un muerto el que vimos anoche?

—Fue un alma buena —contestó ella, y luego nos pidió que dijéramos una plegaria por el ser que nos había ayudado—. Sea del mundo que sea —dijo.