En una ocasión en que tuvimos que hacer una maqueta para la materia de Geografía, la maestra nos dividió en equipos para hacer el trabajo. Nos tocó juntas a mi amiga Claudia y a mí con Sirenia, una compañera del salón que no conocíamos mucho. Ella ofreció su casa para hacer la maqueta y quedamos de vernos ahí el sábado próximo. Ese día nos llevó el papá de Claudia y él mismo pasaría por nosotras esa tarde, porque también íbamos a comer ahí.

Toda la mañana estuvimos trabajando duro en nuestro proyecto, cortando, pegando, pintando; y nos quedó muy bien.

—Ya lávense las manos, porque vamos a comer —dijo la mamá de Sirenia, una señora muy simpática y risueña.

Nos aseamos y luego le ayudamos a disponer la mesa. Llegaron los hermanos de Sirenia y su papá; todos nos sentamos. Sólo quedó una silla desocupada a mi lado.

—Esa silla es la de don Federico —me dijo la hermanita de Sirenia, y toda la familia intercambió miradas y sonrisitas.

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—¿Te podrías pasar a la silla de al lado? —me pidió muy amablemente la señora. Yo obedecí pensando que se trataba de algún miembro de la familia que iba a llegar después, aunque sentí que algo raro pasaba. Miré a Claudia y ella sólo encogió los hombros como diciendo “no sé de qué se trate”. Pues terminamos de comer y nadie más llegó. Agradecimos la deliciosa comida que la mamá de Sirenia había preparado y nuestra compañera nos invitó a su cuarto para descansar un rato y escuchar algo de música.

Ya en la habitación nos pusimos a platicar y, de repente, en medio de la conversación, Claudia, que es muy curiosa, preguntó:

—¿Y quién es don Federico, Sirenia?

—Es el fantasma de la casa —contestó ella, como si le hubieran preguntado cualquier cosa.

—¡Un fantasma! —exclamamos Claudia y yo muy asombradas.

—Sí —dijo Sirenia, y agregó con tono misterioso—: ¿Quieren que les cuente la historia?

—¡Claro que sí! —dije yo muy animada.

Y Claudia, con un aire de incredulidad, también le pidió que nos platicara. Y ella empezó su relato.

—Pues hace como tres años nos cambiamos a esta casa. Es antigua y había estado deshabitada por mucho tiempo, así que lucía muy abandonada. Lo primero que hicimos fue limpiar, había mucho polvo y telarañas. En el patio se había acumulado un montón de hojas secas de esa planta que ahora se ve tan linda y florida.

Desde la habitación en donde estábamos, se podían ver por la ventana algunas ramas con preciosas flores moradas; eran de una bugambilia.

Sirenia se acomodó en el sillón donde estaba sentada y continuó.

—Como la casa no es muy grande y mi papá nos propuso que nosotros la pintáramos, nos gustó la idea, sonaba divertida. Así que después de algunas reparaciones que hicieron unos albañiles, la familia completa se puso a pintar. El primer día avanzamos mucho y al retirarnos mi papá comentó:

—Cuando terminemos de pintar, voy a cortar esa planta. Está muy crecida, ocupa mucho espacio.

Y mi mamá dijo:

—Sí, y además está tan seca la pobre, que tira muchas hojas.

Al día siguiente, cuando llegamos a continuar nuestra labor de pintores, encontramos los botes de pintura abiertos y su contenido derramado en el piso; todo era un batidillo de colores.

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—¡Alguien se metió a la casa! —dijo alarmada mi mamá.

Y mi papá cuestionó:

—¿Sólo a derramar pinturas?

Porque había herramientas y otras cosas de valor que, de haber entrado algún ladrón, se hubiera llevado, en lugar de andar entreteniéndose en derramar pinturas.

—Sería un gato —opiné yo, pero tampoco parecía buena explicación, porque no había huellas de patas felinas en el piso… Lo que sí había eran hojas secas de la bugambilia.

—El viento no pudo meterlas —dijo mi mamá intrigada—, dejamos todo cerrado. ¡Qué raro!

El incidente nos extrañó a todos y no pudimos darle una buena explicación, pero no nos impidió seguir con nuestro trabajo.

Terminamos de pintar hasta el día siguiente y mi papá sacó la escalera al patio para cortar la planta. Empezó a cortar con el serrote las ramas altas, pero no pudo concluir su tarea porque las espinas le hicieron rasguños y heridas.

—Parece como si la planta se hubiera defendido —comentó mi mamá mientras lo curaba.

Mis hermanos intentaron seguir cortando, pero la hoja de la herramienta se rompió, a pesar de ser muy resistente.

Pues la bugambilia se quedó en su sitio y nosotros nos cambiamos.

Estábamos todos muy contentos porque teníamos más espacio que en el departamento donde vivíamos antes. Pero desde la primera noche que pasamos aquí empezamos a oír cosas raras.

—¿Qué andabas haciendo en la cocina como a las tres de la madrugada? —preguntó en la mañana mi mamá a Eduardo, mi hermano mayor.

—¿Yo? —dijo él, asombrado—. Pensé que tú te habías levantado a prepararle su biberón a Mati (nuestra hermanita), porque yo también oí ruidos.

—¿Entonces no eras tú, hijo? Pero si escuché claramente que alguien silbaba. Era esa melodía que estuviste ensayando en la tarde. (Mi hermano toca el clarinete).

Ahí quedó el asunto y todos nos fuimos a nuestras ocupaciones. Pero a la noche siguiente yo fui la que escuché, entre sueños, ruidos extraños en la planta baja. Abrí la puerta de mi cuarto con temor y casi grito del susto porque el cuarto de mis hermanos está enfrente y Félix, mi otro hermano, estaba asomándose al pasillo en ese momento.

—Ven. Vamos a ver —me dijo en voz baja y juntos fuimos por la escalera alumbrándonos con una lámpara de mano que él llevaba.

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—Mejor le hablamos a mi papá —opiné yo a medio camino, porque tenía mucho miedo.

—No seas miedosa —me dijo—. Además, vas conmigo.

Él presume de muy valiente, pero cuando vio aquella sombra meterse atrás del refrigerador, se subió las escaleras corriendo y me dejó sola en medio del comedor y a oscuras. Por fortuna entraba algo de la luz de la luna y pude encontrar el interruptor de la lámpara.

Cuando la encendí ya venía bajando mi papá.

—¿Qué haces aquí, Sirenia? —me dijo.

—Es que oímos ruidos y…

—Ve a dormir, hija, yo reviso.

De repente el aparato de sonido se encendió solo y se escuchó música a todo volumen. Mi papá y yo nos llevamos un sustazo. Y cuando él quiso apagarlo no pudo. Después, de golpe, se apagó solo y la lámpara también; nos quedamos a oscuras y mi papá me llevó a mi cuarto.

—A veces las casas viejas ya tienen mal sus instalaciones eléctricas y pasan cosas raras, pero no hay por qué asustarse —me dijo mientras me arropaba, pero yo noté en su voz que él estaba también muy impresionado por lo que nos acababa de ocurrir.

—Otras noches también escuché ruidos, pero ya no me levanté. Me tapaba la cabeza con la almohada.

Un día escuché que mi papá le decía con tono preocupado a mi mamá:

—Yo creo que vamos a tener que cambiarnos. Estas cosas que pasan…

Y otro día vi a mi mamá, que había estado dándole de comer a mi hermanita en la cocina, cómo salía de pronto al patio y muy molesta decía como al aire:

—Si hay en esta casa alguien que desee echarnos, sepa que no lo logrará; hemos trabajado mucho en ella y nos vamos a quedar.

Después entró como si nada y siguió dándole su papilla a Mau. Cuando me vio, dijo:

—No me veas como si estuviera loca, hija, lo que pasa es que toda la mañana alguien me ha estado desatando el delantal.

Una tarde, al volver de la escuela, encontré a mi papá revolviendo todo en la sala y hablando solo. Así hace cuando no encuentra algo.

—¡Yo no sé por qué cambian las cosas de donde uno las deja! ¡Aquí dejé anoche mi calculadora!

Mi mamá le ayudó en su búsqueda y yo también. En eso estábamos cuando llegó mi hermano.

—¡Mamá, me pusiste una calculadora en medio del pan! —fue lo primero que dijo, muerto de risa, al abrir la puerta de la calle.

Félix había estado a punto de comerse una torta muy rara. Mi papá recobró su calculadora y nosotros nos reímos, pensando que mi mamá por distracción la había puesto en el almuerzo de mi hermano.

—¡Yo no haría eso; todavía no estoy tan loca! —decía ella entre riendo y en serio—. Yo creo que debe ser obra del “bromista” de la casa.

Mi mamá se refería a nuestro fantasma, y tenía razón, porque durante varios días a partir de entonces, estuvimos sufriendo por no encontrar nuestras cosas en su lugar.

La licuadora amanecía debajo de mi cama y mis zapatos no estaban ahí sino dentro del refrigerador; los lentes de Eduardo, después de buscarlos por todos lados, los encontramos en la azucarera; mis libros iban en el portafolios de Félix y los de él en mi mochila. Un día no pudimos salir de casa porque las llaves no aparecían. Nunca sabíamos qué iba a suceder.

Con el tiempo ya le achacábamos todo a nuestro fantasma, hasta lo que seguramente no hacía:

—¡Me reprobaron en Física! —dijo un día Félix—. De seguro fue por culpa del fantasmón de la casa.

Todos renegábamos por tener que soportar una presencia no deseada y sin poder deshacernos de ella.

Una tarde yo estaba trazando un dibujo en la mesa del comedor, porque debía hacerlo grande y no me cabía el papel en mi escritorio. Mi mamá veía la tele con mi hermanita en la sala. Mati Estaba aprendiendo a caminar y hacía paseitos desde el sillón, donde estaba con mi mamá, hasta venir conmigo; yo le hacía un cariñito y ella volvía. Después de un rato yo no advertí que ya no venía, estaba concentrada en lo que hacía, y mi mamá de repente se dio cuenta de la ausencia de Mati.

—¿Dónde está la niña? —me preguntó alarmada.

Las dos volvimos la vista a la cocina porque allá se oían los balbuceos de Mati, y alcanzamos a ver cómo jalaba un trapo y se le venía encima una jarra de vidrio.

Corrimos para tratar de evitar que le cayera encima, pero un segundo antes de que eso ocurriera vimos a la niña levantarse por el aire, como si “alguien” la hubiera apartado del peligro.

La jarra se hizo pedazos en el piso y mi hermanita fue depositada suavemente a un lado.

Mamá y yo nos quedamos un instante paralizadas y con la piel erizada por haber visto aquel prodigio, Mati empezó a llorar y mi mamá la cargó y la abrazó. Después murmuró:

—Gracias.

Por la ventana de la cocina que da al patio, vimos a la bugambilia mecerse con el viento. Cayeron muchas de sus hojas y, como si trataran de unirse para formar un cuerpo, se sostuvieron en el aire por unos segundos y luego bagaron hasta el piso.

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Mi papá y mis hermanos se conmovieron mucho cuando les platicamos lo sucedido. Todos nos sentíamos agradecidos.

—Así que nuestro fantasma cuidó a la nena —dijo mi papa dándole un beso a Mati—. Pues nosotros cuidaremos lo que a él parece importarle mucho: la bugambilia.

Le compramos abono, le removimos la tierra y le pintamos con cal su tronco, para que ya no se le subieran unas horribles hormigas que la tenían muy maltratada. Y la planta en poco tiempo se llenó de retoños.

Las travesuras se acabaron, y mi mamá, como un recuerdo a nuestro querido fantasma, desde entonces le deja su silla cuando comemos.

—¿Y por qué le dicen don Federico? —pregunté.

—Es que una vecina le platicó a mi mamá que aquí había vivido un señor con ese nombre, que era un ancianito muy alegre y bromista a quien le gustaban mucho las plantas; así que supusimos que sería él.

El timbre de la puerta nos volvió a la realidad. Era el papá de Claudia, que venía por nosotras.

Ella me comentó en voz baja mientras bajábamos la escalera:

—Yo creo que Sirenia nos contó mentiras. ¿Tú crees que los fantasmas existan?

Nos despedimos, dimos las gracias y salimos de aquella casa.

—Papá, Sirenia nos dijo que tienen un fantasma —dijo Claudia mientras subíamos al automóvil.

—Eso no es cierto —dijo el señor riendo—. Les tomaron el pelo.

El coche arrancó y nos fuimos.

Me dejaron en casa y ellos siguieron su camino rumbo a la suya, que está muy cerca.

—Poco tiempo después recibí una llamada telefónica. Era Claudia. Casi no podía escuchar su voz porque se oía mucho ruido, como si hubiera fiesta desde donde me llamaba:

—¡Aquí está! ¡Se vino con nosotros! —decía asustadísima.

—¿Quién? —le pregunté.

—¡Él! ¡Don Federico!

—¡Cómo! ¿Por qué dices eso?

—Porque el aparato de sonido se ha encendido solo, no lo podemos apagar y mi papá anda flotando en el aire al ritmo de la música. ¡Además, se escucha que alguien anda silbando!

Pues desde ese día la casa de mi amiga ya no ha sido la misma de antes, como podrán imaginarse. Así que tengan cuidado al ir de visita a un lugar en donde tengan un fantasma, porque puede irse con ustedes a su casa.

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