Philos lo había dicho exactamente: era como una carta. «Leerla», sin embargo, era algo completamente distinto a cualquier otra cosa que hubiera experimentado concientemente antes. Había apretado la protuberancia, que emitió un blando ¡chuck!, y luego hubo un lapso de tiempo imposible de medir, en el cual el reloj mental que le dice a un hombre, sin necesidad de pensar en ello, que han pasado cinco segundos, cinco minutos o cinco horas, quedó momentáneamente detenido o fuera de función. No pudo haber sido mucho tiempo, sin embargo, y no hubo, en ningún sentido ordinario, pérdida de conciencia, puesto que cuando la protuberancia hizo ¡chuck! de nuevo, Philos seguía aún inmóvil junto a él, sonriendo. Pero ahora se sentía exactamente como si, en aquel preciso instante, hubiera dejado sobre la mesa, tras una absorta lectura, una larga e interesante carta de un amigo.

Dijo, sorprendido, en inglés:

—¡Bien, por el amor de Dios!

Charlie Johns (había empezado la «carta»), no puede ser usted objetivo en esta discusión. Pero inténtelo. Por favor, inténtelo.

No puede ser objetivo sobre ella porque ha sido usted indoctrinado, sermoneado, empapado, imbuido, inculcado y supervisado sobre el tema desde que llevaba pantalón corto. Viene usted de un tiempo y de un lugar en el cual la virilidad del hombre, y la feminidad de la mujer, y la importancia de su diferencia, eran un asunto de casi constante y total preocupación.

Empecemos, pues, con esto… que si lo desea puede considerar mayormente como una hipótesis de trabajo. De hecho es una verdad, y si al final supera los tests de su propia comprensión verá que es la verdad. Si no lo consigue, no será culpa suya, sino de su orientación:

Hay más semejanzas básicas que diferencias entre los hombres y las mujeres.

Consulte un manual de anatomía. Un pulmón es un pulmón, un riñón es un riñón, tanto en un hombre como en una mujer. Puede que, estadísticamente, la estructura ósea de las mujeres sea más ligera, la cabeza más pequeña, y así otros detalles; aunque no es imposible que la humanidad haya ido evolucionando, a lo largo de muchos miles de años, hacia ello. Pero al margen de tales conjeturas, las variaciones permisibles de lo que es denominado la estructura «normal» nos proporcionan muchos ejemplos de mujeres que son más altas, fuertes, de osamenta más rígida que muchos hombres, y hombres que son más pequeños, débiles y ligeros que muchas mujeres. Gran número de hombres poseen aberturas pélvicas más anchas que buen número de mujeres.

En el área de las características sexuales secundarias, podemos anotar diferencias significativas tan sólo estadísticamente; porque muchas mujeres tienen más pelo corporal que muchos hombres; muchos hombres tienen voces más agudas que muchas mujeres… Apelo nuevamente a su objetividad: suspenda por un momento su convicción de que la mayoría estadística es la norma, y examine los casos, en gran número, que existen fuera de esa probable ficción, esa norma. Y prosigamos:

En lo que se refiere a los propios órganos sexuales, las variaciones en el desarrollo —y aquí, admitámoslo, nos aproximamos a lo patológico— encierran incontables casos de falos atrofiados, clítoris hipertrofiados, escrotos perforados, labios soldados… todo ello cosas que, consideradas objetivamente, no son más que razonables variaciones sutiles de la norma, y capaces de producir, en un cuerpo inicialmente masculino o femenino, virtuales triángulos urogenitales idénticos. No es mi intención afirmar que tal situación es o debería ser normal —al menos, no tras el cuarto mes fetal, aunque hasta entonces no sea solamente normal sino también universal—, sino llamar su atención sobre el hecho de que una tal posibilidad se halla fácilmente en los límites de lo que le ha sido posible, desde la prehistoria, a la naturaleza.

La endocrinología demuestra un número de hechos interesantes. Tanto el hombre como la mujer pueden producir hormonas masculinas y femeninas, y de hecho lo hacen, y la preponderancia de una sobre la otra es un asunto más bien sutil. Si uno decanta ese delicado equilibrio hacia uno u otro lado, los cambios que se produzcan pueden ser drásticos. En unos pocos meses puede producir usted una dama sin pechos y con barba, y un hombre cuyos pezones, dejando de ser un vestigio atrofiado del objetivo al que quiero ir a parar, pueden ser conducidos a la lactancia.

Se trata de ejemplos groseros y llevados al último extremo, puramente como ilustración. Ha habido muchas mujeres atletas que podían exceder en fuerza, rapidez y habilidad a la enorme mayoría de los hombres, pero que no por ello dejaban de ser lo que usted llamaría «auténticas» mujeres, y muchos hombres capaces de, digamos, diseñar vestidos —tradicionalmente una especialidad femenina— mucho mejor que la mayoría de mujeres, pese a lo cual seguían siendo lo que usted llamaría «auténticos» hombres. Puesto que si entramos en lo que podríamos calificar en términos generales de diferencias culturales entre los sexos, la sutilidad de la distinción sexual se hace más evidente que nunca. ¿Qué dicen los libros?

Las mujeres tienen el pelo largo. Pero también lo tienen los sikhs, que algunos consideran la raza de guerreros más feroces de toda la historia. Y también lo tenían los caballeros del siglo XVIII, y llevaban chaquetas con brocados y lazos al cuello y puños de encaje. Las mujeres llevan falda. ¿Pero qué son el kilt escocés, el evzone griego, y los faldellines que llevan chino y polinesio, ninguno de cuyos pueblos merece el calificativo de «afeminado»?

Un repaso objetivo de la historia humana hará que esos ejemplos proliferen hasta números astronómicos. De lugar en lugar, y en cada lugar de tiempo en tiempo, las llamadas «esferas de influencia» masculinas y femeninas fluctúan como la salinidad de la desembocadura de un río ante las mareas, mezclándose, separándose, declinando y reagrupándose… Antes de su Primera Guerra Mundial, los cigarrillos y los relojes de pulsera eran considerados como atributos incuestionablemente femeninos; veinte años más tarde ambos eran ampliamente adoptados por los hombres. Los europeos, especialmente los centroeuropeos, se sorprendieron y se regocijaron mucho viendo a los granjeros americanos ordeñar sus vacas y alimentar sus pollos, porque siempre a lo largo de todas sus vidas aquélla había sido una tarea reservada exclusivamente a las mujeres.

De modo que es fácil ver que los atributos sexuales no significan nada en sí mismos, puesto que cualquiera de ellos, en otro tiempo y lugar, puede pertenecer a ambos sexos, al otro sexo, o a ninguno de los dos. En otras palabras, una falda no crea la entidad social llamada mujer. Se necesita una falda más una actitud social para conseguirlo.

Pero a todo lo largo de la historia, en virtualmente cada cultura y país, ha habido por supuesto una «esfera de influencia femenina» y una «esfera de influencia masculina», y en la mayoría de los casos las diferencias entre ellas han sido explotadas hasta extremos fantásticos, a veces incluso repugnantes.

¿Por qué?

En primer lugar, es muy fácil afirmar, y mucho más fácil aún invalidarlo, la teoría de que en una primitiva sociedad, primariamente cazadora y pescadora, el sexo más débil y de movimientos más lentos ocasionalmente lastrado con los hijos y obligado frecuentemente a detenerse para alimentar a sus retoños, no está tan capacitado para cazar y luchar como el macho, de pies más ligeros, sin trabas de ninguna clase y más musculado. Sin embargo, es posible que la mujer primitiva no fuera mucho más pequeña, menos rápida y más débil que su compañero. Quizá la teoría confunda causa y efecto y quizá, si alguna otra fuerza no hubiera insistido en un tal desarrollo, lo hubiera aceptado, incluso quizá lo hubiera alentado, las mujeres jóvenes y sin hijos hubieran podido cazar con los mejores de entre los hombres, mientras que los hombres que resultaran ser más lentos, más pequeños y más adultos, se quedaban en casa con las mujeres embarazadas y lactantes. Y eso ocurrió de hecho… no en la mayoría de los casos, pero sí muchas veces, de todos modos.

La diferencia existía… eso es seguro. Pero fue explotada. Era una diferencia que siguió existiendo mucho, mucho tiempo después de que se eliminara la caza e incluso, más adelante, la necesidad de dar el pecho a los niños. La humanidad ha insistido en ello; lo ha convertido en un artículo de fe. De nuevo:

¿Por qué?

Parece como si existiera una fuerza que amplía y explota esa diferencia y, asilada, es una deplorable, incluso terrible presión.

Porque existe en la humanidad una profunda y desesperada necesidad de sentirse superior. En cualquier grupo hay algunos que son genuinamente superiores… pero es fácil ver que dentro de los parámetros de cualquier grupo, sea éste una cultura, un club, una nación, una profesión, sólo unos pocos son realmente superiores; la masa, definitivamente, no lo es.

Pero es la voluntad de la masa quien dicta las costumbres, iniciadas a través de cambios hechos por individuos o minorías; los individuos o las minorías, la mayor parte de las veces, son separados, a veces violentamente, de esos problemas. Y si la unidad de las masas desea sentirse superior, encontrará una forma de conseguirlo. Esa terrible pulsión ha hallado su expresión de muchas formas a lo largo de la historia: esclavitud y genocidio, xenofobia y snobismo, prejuicios raciales y diferenciación sexual. Tomemos a un hombre que, entre sus semejantes, no posea ninguna superioridad real, y nos encontraremos con alguien tremendamente irritado que, si ve que dicha superioridad le es negada, y no puede acceder a ella por sus propios medios, se volverá hacia alguien más débil que él y lo hará inferior. El sujeto más obvio, lógico y a mano para esta inexcusable indignidad es su mujer.

No podría hacerle eso a alguien a quien amara.

Si el amor le impidiera insultar así a esa cercana y tan poco diferente otra mitad de sí mismo, nunca podría hacerlo tampoco a los demás hombres. Sin esta fuerza en él, nunca hubiera hecho la guerra, perseguido, ni, en busca que su superioridad, mentido, engañado, asesinado y robado. Puede que la necesidad de sentirse superior sea la fuente de su conducta, y su guerrear y su matar lo hayan conducido hasta los lugares de mayor poder; pero no es inconcebible que sin ello se hubiera dedicado a la conquista de su entorno y a la comprensión de su propia naturaleza, elevándose hasta mucho más arriba y, en el proceso, ganando la vida para sí mismo en vez de la extinción.

Y, extrañamente, el hombre siempre ha deseado amar. Justo hasta el final, ha mantenido expresiones idiomáticas como «amar» la música, un color, las matemáticas, una cierta comida… y dejando aparte las negligencias idiomáticas, están aquellos que en un sentido más amplio amaban cosas más allá de lo que cualquier estúpido llamaría sexualidad. «Amo mi honor más que cualquier otra cosa en el mundo…» «Y Dios amaba tanto al mundo que le ofreció su único hijo…» El amor sexual es amor, ciertamente. Pero es mucho más exacto decir que lo es de la misma forma que la justicia es amor, y la piedad es amor, y también la tolerancia, y el perdón, y, cuando no es autogratificación, la generosidad.

El cristianismo fue, en sus inicios, un movimiento de amor, como documenta claramente la más ligera aproximación al Nuevo Testamento. Lo que no fue conocido generalmente hasta poco antes del final —tan duramente fue suprimido todo conocimiento del primitivo cristianismo— es que se trataba de una religión carítica… es decir, una religión en la cual la congregación participaba, con la esperanza de obtener una genuina experiencia religiosa, una experiencia llamada más tarde teolepsia, o contacto con Dios. Muchos de los primitivos cristianos alcanzaron realmente este estadio, y a menudo; muchos otros lo consiguieron pero más raramente, y siguieron intentándolo una y otra vez. Pero una vez lo habían experimentado, resultaban profundamente cambiados, interiormente satisfechos; fue esta intensa experiencia, y sus efectos permanentes, lo que hizo posible que pudieran soportar las más terribles pruebas y torturas, y morir felices, sin temerle a nada.

Pocas descripciones desapasionadas de sus servicios —asambleas es un término mejor— han sobrevivido, pero los mejores relatos se muestran de acuerdo en pintar un cuadro de gente abandonando discretamente los campos, las tiendas, incluso los palacios, para reunirse en algún lugar oculto: un umbroso claro en la montaña, una catacumba, cualquier lugar donde pudieran permanecer sin ser interrumpidos. Es significativo que ricos y pobres se mezclaran en esas asambleas: hombres y mujeres. Tras comer todos juntos —genuinamente, un festín de amor— e invocar al espíritu, quizá mediante canciones, y muy posiblemente con danzas, uno u otro podía ser poseído por lo que ellos llamaban el Espíritu. Quizás él o ella —y podía ser cualquiera de los dos cantara las alabanzas a Dios, y quizá la auténtica expresión carítica (es decir, tocada por la gracia divina) derivara en lo que fue llamado «hablar en lenguas», pero esas exhibiciones, si bien genuinas, no eran aparentemente excesivas ni frenéticas; a menudo había tiempo para que muchos de ellos se tomaran su turno. Y con un beso de paz, se separaban y regresaban a sus lugares en el mundo hasta la próxima asamblea.

Los primitivos cristianos no inventaron la religión carítica, de ningún modo; y tampoco terminó con ellos. Aparece una y otra vez a lo largo de toda la historia escrita, y toma multitud de formas. Frecuentemente son orgiásticas, dionisíacas, como el culto a la Gran Madre de los Dioses, Cibeles, que ejerció una inmensa influencia en Roma, Grecia y el Oriente mil años antes de Cristo. O movimientos basados en la castidad como los cataros de la Edad Media, los adamitas, la Hermandad del Libre Espíritu, los waldenses (que intentaron crear una forma de cristianismo apostólico dentro del entramado de la Iglesia Romana), y muchos, muchos otros que aparecieron a todo lo largo de la historia. Tienen en común un elemento —la experiencia subjetiva, participante, extática—, y casi invariablemente la igualdad de las mujeres, y todas ellas son religiones de amor.

Sin excepción, todas fueron salvajemente perseguidas.

Parece existir un elemento dominante en la constitución humana que contempla el amor como un anatema, al que no se debe permitir que siga viviendo.

¿Por qué?

Un examen objetivo de las motivaciones básicas (y, Charlie, ¡se que no puede ser objetivo! ¡pero inténtelo en esto!) revela la simple y terrible razón.

Hay dos canales directos que conducen a la mente inconsciente. El sexo es uno, la religión es el otro; y en los tiempos precristianos, era habitual expresarlos juntos. El sistema judeocristiano puso un alto a todo ello, por una razón muy comprensible. Una religión carítica no interpone nada entre el adorador y su Divinidad. Un suplicante, bañado por la gracia, hablando en lenguas, todo su cuerpo en el trance de la danza estática, no se preocupa por la doctrina ni pide la intercesión de autoridades temporales o dogmáticas. Sus guías de conducta entre dos asambleas son sencillas. Hará todo lo que sea necesario para conseguir que se repita la experiencia. Si actúa correctamente, lo conseguirá; si no es capaz de repetir la experiencia, aquello ya será un total y absoluto castigo.

Ignorará lo que es la culpabilidad.

La única forma concebible de utilizar el inmenso poder de la religiosidad innata —la necesidad de adorar— para la adquisición de poder humano, es situar entre el adorador y la Divinidad un mecanismo de culpabilidad. La única forma de conseguir eso es organizar y sistematizar la adoración, y la forma obvia de lograrlo es controlar esa otra gran fuerza de la vida… el sexo.

El homo sapiens es único entre las especies, existentes y extintas, en imaginar sistemas para la represión del sexo.

Sólo hay tres formas de enfrentarse al sexo. Puede ser gratificado; puede ser reprimido; o puede ser sublimado. La última es, a lo largo de la historia, a menudo un ideal y frecuentemente un éxito, pero es siempre una inestabilidad. La gratificación simple, día tras día, es lo que existió en la llamada Edad de Oro de Grecia, donde instituyeron tres clases de mujeres: esposas, concubinas y prostitutas, y al mismo tiempo idealizaron la homosexualidad, lo cual puede ser bárbaro e inmoral bajo muchos estándares, pero produce un sorprendente grado de sensatez. Por otro lado, una mirada atenta a la Edad Media hace que la mente retroceda; es como abrir una ventana sobre un enorme asilo de locos, tan amplio como el mundo y con una longitud de mil años; es el producto de la represión. Ahí están las manías flagelantes, cuando la gente se azotaba por millares a sí misma y los unos a los otros de ciudad en ciudad, buscando penitencia para sus excesos de culpabilidad; ahí está el místico Suso, en el siglo XIV, que se hizo construir una faja para sus ríñones consistente en ciento cincuenta púas metálicas muy afiladas; y por miedo a intentar quitárselas durante su sueño, dormía con sus muñecas sujetas contra su nuca por tiras de cuero; y además, por miedo a aliviarse de los piojos y moscas que lo cubrían como una plaga, llevaba puestos unos guantes de cuero con púas afiladas que abrían su carne allá donde la tocaba; y la tocaba pese a todo, y cuando las heridas sanaban volvía a abrirlas de nuevo. Dormía sobre una puerta de madera desechada, con una cruz repleta de clavos contra su espalda, y en cuarenta años nunca tomó un baño. Ahí están los santos lamiendo las llagas de los leprosos; ahí está la Inquisición.

Todo ello en nombre del amor.

¿Cómo pudo producirse un cambio así?

El examen de una secuencia en particular nos mostrará claramente cómo. Tomemos la supresión del Ágape, el «festín de amor», que parece haber sido un atributo universal y necesario del cristianismo primitivo. Puede ser exhumada a través de los edictos contra tal y cual práctica, y es significativo el que la eliminación de un rito tan importante de adoración necesitó al parecer entre trescientos y cuatrocientos años para conseguirse, y ello gracias a una serie de medidas sorprendentemente graduales, hábiles y eficientes.

En primer lugar, la Eucaristía, el ritual simbólico del cuerpo y la sangre de Cristo, fue introducida en el Ágape. A continuación, descubrimos el Ágape mejor organizado; ahora hay un obispo, sin el cual el Ágape no puede realizarse, ya que es él quien tiene que bendecir la comida. Un poco más tarde el obispo es mantenido tradicionalmente de pie durante toda la comida, lo cual por supuesto lo separa y lo mantiene por encima de los demás. Después de eso, el beso de la paz es alterado; en vez de besarse mutuamente, todos los participantes besan al sacerdote oficiante, y más tarde, besan un trozo de madera que es pasada de mano en mano y luego devuelta al sacerdote. Y finalmente, por supuesto, el beso es simplemente abandonado. En el año 363, el Concilio de Laodicea consigue establecer la Eucaristía como un ritual en sí mismo, prohibiendo el Ágape dentro de las iglesias, es decir separando las dos ceremonias. Durante muchos años el Ágape se celebra fuera de las puertas de las iglesias, pero a partir de 692 (el Concilio de Trullos) es posible prohibirlo bajo pena de excomunión.

El Renacimiento curó muchas de estas formas de locura, pero no la locura en sí. Mientras las autoridades temporales y eclesiásticas siguieron manteniendo el control sobre los asuntos básicamente sexuales, moralidad y matrimonio por ejemplo (aunque la Iglesia no se decidió a entrar en el juego del matrimonio hasta mucho más tarde; los matrimonios en Inglaterra, en tiempos de Shakespeare, se efectuaban por contrato privado, que la Iglesia bendecía como lícito), la culpabilidad seguía floreciendo, la culpabilidad seguía siendo el filtro entre un hombre y su Dios. El amor era equiparado a la pasión y la pasión al pecado, de tal modo que era considerado pecaminoso el que un hombre amara a su esposa con pasión. El placer, el borde externo del éxtasis, era considerado en los austeros días del protestantismo como pecaminoso en sí mismo, se obtuviera como se obtuviera; Roma mantuvo específicamente que todo placer sexual era pecaminoso. Y todo lo que este latente volcán produjo en términos de puentes y palacios, factorías y bombas, no es nada comparado con lo que produjo en términos de neurosis. E incluso en los casos en que una nación rechazaba oficialmente a la Iglesia, mantenía las mismas técnicas represivas, la misma preocupación con la doctrina, filtradas a través de la misma red de culpabilidad. De este modo, sexo y religión, los auténticos significados de la existencia humana, dejaron de ser finalidades y se convirtieron en medios; la irremediable hostilidad entre los últimos combatientes fue la prueba de la identidad de su propósito: la dominación total, para la satisfacción definitiva del deseo de superioridad de todas las mentes humanas.