La fiesta era en una montaña… al menos era la colina más alta de todas las que Charlie había visto. Cerca de un centenar de ledom estaban aguardando allí cuando Philos y Charlie y la enorme multitud llegaron. En un bosquecíllo de árboles de oscuras hojas, sobre el césped irreprochable, había sido dispuesta comida, a la manera hawaiana, en bandejas hechas de hojas frescas y hierba trenzada. Ningún especialista floral japonés hizo nunca un trabajo tan logrado como el que conseguía aquella talentosa gente con su comida. Cada bandeja o cesto era una auténtica creación en color y forma, contraste y armonía; y los aromas eran sinfónicos.
—Sírvase usted mismo —sonrió Philos.
Charlie miró aturdido alrededor de sí. Los ledom estaban llegando de todas direcciones, deslizándose entre los árboles, saludándose entre sí con alegres gritos. Había frecuentes abrazos y besos.
—¿De qué?
—De cualquier cosa. Todo es para todo el mundo.
Atravesaron la moviente multitud y fueron a sentarse bajo un árbol. Ante ellos había apetitosos montones de comida, apilados en pequeñas porciones individuales tan maravillosamente dispuestas que hasta que Philos alcanzó una, destruyendo la simetría, Charlie no se atrevió a empezar.
Un muchacho, casi un niño, vino hacia ellos con una bandeja en equilibrio sobre su cabeza, con media docena de cubiletes aparentemente diseñados para ser transportados de ese modo: conos truncados con la base más ancha que el borde. Philos le hizo una seña con la mano y el muchacho se apresuró hacia ellos; Philos tomó dos cubiletes y besó al niño, que rió y se fue bailando. Charlie tomó un cubilete y dio un sorbo; era como zumo de manzana frío con un regusto a melocotón. Empezó a comer con entusiasmo. La comida sabía tan buena como lucía a la vista… y ésta era una afirmación absoluta.
Cuando fue capaz de frenar su pauta de engullir nueva comida lo suficiente como para echar de nuevo una mirada alrededor, descubrió que el lugar latía con una agradable tensión; quizás era la música que permanecía constantemente suspendida sobre la gente lo que provocaba aquella sensación, manteniéndose en un amplio susurro que era un prolongado acorde, surgiendo a través de una pulsación que parecía hacerse más regular momento a momento. Una cosa que impresionó a Charlie fue el hecho de que la mayor parte de la gente parecía estar alimentando a los demás antes que a sí misma. Hizo una pregunta al respecto.
—Simplemente están compartiendo. Si experimenta algo especialmente bueno, ¿no siente la necesidad de compartirlo con alguien?
Charlie recordó su extraño sentimiento de frustración cuando se dio cuenta de que no tenía a nadie a quien mostrarle la gran estatua de terracota, y dijo:
—Yo… creo que sí. —Miró bruscamente a su compañero—. Bueno… no es mi intención mantenerle alejado de… esto… Puede unirse a sus compañeros si lo desea.
Una extraña expresión cruzó el rostro de Philos.
—Eso es muy amable por su parte —dijo cálidamente—. Pero yo… no lo haría de todos modos. No ahora precisamente. —(¿Había un ligero asomo de color en su cuello y mejillas? ¿Y qué era? ¿Irritación? Charlie se dio cuenta repentinamente de que no sentía ningún deseo de averiguarlo).
—Mucha gente —comentó, al cabo de un rato.
—Todos están aquí.
—¿Cuál es el motivo?
—Si no le importa, me gustaría que me dijera lo que cree usted, cuando haya terminado todo.
—Muy bien… —dijo Charlie, desconcertado.
Callaron, escuchando. La múltiple música de la gente se fue haciendo más y más suave, descendiendo a series de acordes cada vez más correlacionados. Se deslizó lentamente hasta un extraño staccato, y mirando hacia ellos Charlie vio que algunos se estaban golpeando suavemente, y a veces a algunos de sus compañeros, en la base de la garganta. Aquello daba a sus voces una extraña pulsación, que finalmente se convirtió en un ritmo bien definido, rápido pero discernible. Parecía un batir con base ocho, con un ligero énfasis en el primero y cuarto. Sobre él destacaba una lenta melodía en cuatro tonos que giraba, giraba, giraba… todo el mundo parecía agazaparse, inclinarse un poco hacia adelante, tensarse…
Y de pronto sonó, fuerte y clara, una poderosa voz de soprano, una auténtica cascada de notas, brotando hacia arriba como un contorsionante fuego de artificio desde el zumbido de la melodía en bajo, y volviendo a caer luego. Fue repetida desde lejos, o por una pequeña voz más cerca; era imposible decirlo. Dos tenores, en un tercer aparte surgido mágicamente, repitieron la explosión de notas en un armónico, y cuando cayó y se desvaneció, otra potente voz, la de un ledo vestido de azul sentado cerca de Charlie, lo capturo y lo lanzó de nuevo hacia el cielo, esta vez despojándolo de todos sus accidentes y notas de adorno y todos sus glhsandi, devolviéndole su forma más pura, seis claras notas. Hubo un excitado susurro generalizado, como de apreciación, y media docena de dispersas voces repitieron el tema de seis notas al unísono, y luego lo repitieron de nuevo. En la segunda de las seis notas, alguien más se sintió inspirado para empezar de nuevo el tema precisamente entonces; se convirtió en algo parecido a una fuga, y voz tras voz lo retomaron; subió y bajó, subió y bajó, inter-conectándose y haciéndose más complejo y conmovedor. Y durante todo aquel tiempo el susurro en voz de bajo, con su irregular ritmo causado por el golpear en las gargantas, se mantuvo por debajo de la música, aumentando en intensidad y luego descendiendo a un suspiro, aumentando de nuevo y después volviendo a disminuir. Luego, con un movimiento tan explosivo como aquella primera voz de soprano, una figura desnuda surgió girando sobre sí misma y avanzó hacia ellos, apareciendo y desapareciendo entre los troncos de los árboles y la gente: girando tan aprisa que los contornos de su cuerpo eran imprecisos, pero evitando con pie firme todos los obstáculos. El girante ledom saltó directamente delante de Philos, y entró de nuevo en contacto con el suelo de rodillas, rostro y brazos inclinados hacia el elástico césped. Apareció otro girando, luego otro; muy pronto el oscuro bosque cobraba vida y movimiento con el girar de los brillantes atuendos y tocados que llevaban algunos, mezclándose con el destellar de los cuerpos y miembros desnudos. Charlie vio a Philos saltar en pie; para su sorpresa se descubrió a sí mismo poniéndose en pie, inclinándose, azotado por la cada vez más intensa corriente de sonido y movimiento. Necesitó un auténtico esfuerzo para no lanzarse allí dentro como en un mar. Finalmente retrocedió y se aferró al tronco de un árbol, jadeando; porque sintió un incontenible temor a no poder controlar sus no entrenados pies bajo la presión de todos los demás: de ser tan incapaz de ello como eran incapaces sus oídos de captar todo lo que flotaba en el aire alrededor de él, como eran incapaces sus asombrados ojos de absorber el espectáculo extraordinario de aquellos cuerpos.
Se convirtieron, para él, en una serie fragmentaria de imágenes parciales pero claramente enfocadas; el rápido giro de un torso; el tenso y extático erguirse de una cabeza cegada por la fiebre, con el sedoso pelo cayendo por el rostro y el cuerpo temblando; el agudo grito de un niño pequeño en trance, corriendo con precisión por entre los danzarines, los brazos abiertos y los ojos cerrados, hasta que los frenéticos participantes, sin darse aparentemente cuenta de ello, lo cogían en volandas y lo iban pasando por encima de cabeza en cabeza, hasta que un danzarín cogía al niño y lo tiraba, y era recogido por otro más lejos y volvía a repetirse el proceso, hasta que finalmente era dejado suavemente fuera del límite de los danzarines. En un momento determinado del que ni siquiera se dio cuenta, el zumbido bajo se convirtió en un rugido, y el ritmo, en vez de ser el resultado del suave golpeteo de las faringes, se transformó en un salvaje batir, furiosos puñetazos contra tórax y abdomen.
Charlie estaba gritando…
Philos había desaparecido…
Una oleada de algo estaba siendo generada en aquel bosquecillo, y estaba siendo puesta en libertad; la podía sentir crecer y dispersarse; era tan tangible como la radiación de la puerta abierta de un horno, pero no era calor. No era nada que hubiera experimentado nunca antes, o imaginado, o sentido… excepto quizá por sí mismo… oh, nunca por sí mismo; había sido con Laura. No era sexo; pero algo de lo cual el sexo es tan sólo una expresión. Y en aquel punto culminante, el armonioso tumulto cambió de naturaleza, aunque no en calidad; la entremezclada carne de los ledom se convirtió en una especie de molde rodeando a los niños —tantos, tantos niños— que de algún modo se habían reunido formando un grupo compacto; permanecían de pie, orgullosos, incluso los más pequeños, orgullosos y sagaces y profundamente felices, mientras que a todo su alrededor los ledom los adoraban, y cantaban.
No cantaban sobre los niños. No cantaban para los niños. No podía expresarse de otro modo excepto así: cantaban a los niños.