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MI QUERIDO BOBBY, escribía Kay, no soporto la idea de que te devuelvan las cartas. Estoy bien. Esto es lo primero y esencial. Estoy muy bien, carita de mono, y no tienes por qué preocuparte. Tu gran hermana está muy bien.
Aunque un poco confundida. Quizá en ese ordenado hospital esto tenga para ti más sentido. Trataré de ser clara y breve.
Estaba una mañana en la oficina cuando entró ese espantoso juez Bluett. Tuvo que esperar unos minutos al viejo Wattles Hartford, y los empleó en hacerme la corte, con ese modo viscoso de siempre. Logré mantenerlo admirablemente a distancia hasta que la vieja comadreja recordó la herencia de papá. Ya sabes que nos la darán cuando yo cumpla veintiún años, a no ser que aparezca otra vez aquel viejo contrato. Habría que recurrir a la justicia. Y Bluett no es sólo el socio, sino también el juez. Aunque pudiésemos recusarlo como magistrado, convencería a cualquiera que ocupase su lugar. Bueno, se suponía que si yo era buena con su señoría, complaciendo sus gustos, no se discutiría el testamento. Me asusté mucho, Bobby. Sabes que tu carrera depende de ese dinero. No sabía qué hacer. Necesitaba tiempo para pensar. Prometí encontrarme con él aquella misma noche, tarde, en un club nocturno.
Bobby, fue algo horrible. Yo estaba a punto de estallar, allí mismo, cuando el viejo baboso dejó un rato el salón. Pensé si seguiría luchando o escaparía. Tenía miedo, créeme. Y de pronto, alguien apareció a mi lado. Pienso que debería de ser mi ángel guardián. Parecía que había oído al juez y quería que yo huyese. Me asustó al principio y luego le vi la cara. Oh, Bobby, era una cara tan agradable. Quería darme algún dinero, y antes de que yo pudiese negarme me dijo cómo podría devolvérselo. Me dijo que dejara la ciudad en seguida, que tomase un tren, cualquier tren, no quería saber cuál. Y antes de que pudiera impedirlo, me metió trescientos dólares en la cartera, y se fue. Pero antes me dijo que aceptase una cita con el juez para la noche siguiente.
Yo no pude reaccionar. El hombre había estado allí dos minutos y había hablado prácticamente sin parar. Y entonces volvió el juez. Le hice una caída de ojos como una verdadera mujer perdida, y me fui. Veinte minutos más tarde tomaba un tren a Eltonville y ni siquiera busqué un hotel, donde me registrarían el nombre. Esperé a que abriesen las tiendas, compré un maletín y un cepillo de dientes, y busqué una habitación. Dormí algunas horas y aquella misma tarde conseguí un empleo en el único negocio de discos del pueblo. Me pagan veintiséis dólares por semana, pero me las arreglo muy bien.
Mientras tanto no sé qué ocurre en casa. Esperaré sin embargo. Tenemos tiempo, y por ahora estoy bien. No te daré mi dirección, querido, aunque escribiré a menudo. El juez Bluett puede poner las manos sobre estas cartas, de algún modo. Creo que vale la pena cuidarse. Es un hombre peligroso.
Ésta es pues la situación, querido. ¿Qué ocurrirá en el futuro? Busco en los diarios de ahí alguna noticia sobre su deshonrosa señoría el juez, y espero lo mejor. En cuanto a ti, no te preocupes. Gano pocos dólares menos que en el estudio de Hartford y estoy mucho más segura. Y el trabajo no es duro. La música le gusta a mucha gente simpática. Lamento otra vez no poder darte mi dirección, pero me parece lo más conveniente. Podemos esperar así que pase un año, si es necesario, y no será una gran pérdida. Trabaja mucho, querido. Estoy detrás de ti en un mil por ciento. Te escribiré pronto. Tu hermana que te quiere. Kay.
Ésta fue la carta que un hombre del juez Armand Bluett encontró en el cuarto del estudiante Robert Hallowell, en la Facultad de Medicina del Estado.