4
LLEGARON A LA FERIA al amanecer cuando las distantes colinas habían empezado a separarse del cielo, cada vez más pálido.
Para Horty todo era emocionante y misterioso. No sólo había conocido a esta gente; lo esperaba un futuro enigmático y fascinante, y un nuevo papel, y palabras que no debería olvidar. Y ahora, al alba, la feria misma. La amplia y oscura avenida, sembrada de aserrín, parecía débilmente luminosa entre las filas de barracas y estrados. Aquí un oscuro tubo de neón lanzaba de cuando en cuando unos rayos fantasmales en el alba creciente; más allá la entrada de un picadero alzaba al cielo unos brazos esqueléticos y ávidos. Se oían algunos sonidos; somnolientos, inquietos, raros; y todo olía a tierra húmeda, a maíz tostado, sudor, y dulzones y exóticos estiércoles.
El camión se metió entre las barracas del oeste y se detuvo ante una gran casa rodante con puertas a los costados.
—En casa otra vez —bostezó Bunny.
Horty iba ahora en la cabina con las mujeres, y Havana se había acurrucado atrás.
—Desciende rápido —le ordenó Zena a Horty—. Entra por esa puerta. El Caníbal duerme aún. Nadie te verá. Te disfrazaremos primero, y luego te curaremos la mano.
Horty se detuvo en el estribo del camión, miró alrededor, y corrió. La casa estaba a oscuras. Esperó junto a la puerta. Zena entró, cerró, bajó las cortinas, y encendió las luces.
Era un cuartito cuadrado, con dos catres, una cocinita en un rincón, y lo que parecía un ropero en otro.
—Muy bien —dijo Zena—, sácate la ropa.
—¿Toda?
—Claro, toda. —Zena vio la cara sorprendida de Horty, y se rió—. Escucha, criatura. Te diré algo acerca de nosotros, los enanos… ¿Cuántos años dijiste que tenías?
—Casi nueve.
—Bueno, haré lo posible. Para la gente adulta común es muy importante verse o no desnuda. Tenga o no sentido, se debe a que hay una gran diferencia entre hombres y mujeres. Más que entre niños y niñas. Bueno, un enano es realmente como un niño, toda su vida, excepto quizá un par de años. Así que la mayoría de nosotros no se preocupa por esas cosas. En cuanto a nosotros, tú y yo, debemos decidir desde ahora que no somos diferentes. Ante todo, sólo Havana y Bunny y yo sabemos que eres un niño. Luego este cuarto es demasiado pequeño para dos personas si van a estar escondiéndose por cosas sin importancia. ¿Entiendes?
—Sí… Creo que sí.
Zena le ayudó a sacarse las ropas, y lo inició en el arte de parecer una mujer.
—Escucha, Horty —dijo Zena mientras abría un ordenado cajón y buscaba unas ropas—, ¿qué hay en la bolsa de papel?
—Junky. Un muñeco. Era un muñeco, quiero decir. Armand lo pisoteó, ya sabes. Luego el hombre en el camión lo pisoteó todavía más.
—¿Puedo verlo?
Poniéndose dificultosamente un par de medias de Zena, Horty señaló un catre con la cabeza.
—Mira.
Zena sacó los pedazos de papel maché.
—¡Dos! —exclamó.
Se volvió y lo miró como si a Horty le hubieran salido orejas de conejo.
—¡Dos! —dijo otra vez—. Me pareció que había visto sólo uno, allá en el restaurante. ¿Son realmente tuyos? ¿Los dos?
—Son los ojos de Junky —explicó Horty.
—¿De dónde salió Junky?
—Lo tenía ya antes que me adoptaran. Un policía me encontró cuando era bebé. Me llevaron a un asilo. Allí conseguí a Junky. Me parece que nunca tuve padres.
—Y Junky se quedó contigo… Escucha, déjame que te ayude… ¿Junky se quedó contigo desde entonces?
—Sí, tenía que hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Cómo se engancha aquí?
Zena ahogó lo que parecía ser el impulso de arrastrar a Horty a un rincón, hasta sacarle lo que quería.
—Hablábamos de Junky —dijo pacientemente.
—Oh, bueno. Tenía que estar cerca de mí. No, no cerca. Yo podía alejarme siempre que Junky estuviese bien. Mientras fuera mío, quiero decir. Si yo no lo veía durante un año, no importaba; pero si alguien lo movía, yo lo sabía en el mismo momento, y si alguien le hacía daño me hacía daño a mí también. ¿Entiendes?
—Te entiendo de veras —dijo Zena.
Horty sintió otra vez aquella agradable sorpresa. Esta gente parecía entenderlo todo.
—Pensé que todos tenían algo parecido —dijo—. Y que si lo perdían, se enfermaban. Y luego Armand me atormentaba a propósito de Junky. Lo escondía muchas veces para molestarme. Me enfermé tanto que llamaron al doctor. Yo gritaba pidiendo a Junky, y al final el doctor le dijo a Armand que me lo diera o de lo contrario yo moriría. Dijo que era una fija de algo. De acción.
Zena sonrió.
—Una fijación. Conozco la rutina.
—Armand estaba furioso, pero tuvo que hacerlo. Así que al fin se cansó de molestarme con Junky y lo puso en el estante alto del armario y lo olvidó.
—Pareces realmente una mujer de ensueño —dijo Zena, admirada. Puso las manos en los hombros de Horty y lo miró a los ojos—. Escúchame, Horty. Es muy importante. Hablo de Caníbal. Iremos a verlo y yo le contaré una historia, una historia no muy cierta. Y necesito tu ayuda. Si el Caníbal no nos cree no podrás quedarte.
—Recuerdo cualquier cosa —dijo Horty ansiosamente—. Recordaré lo que quieras. Dímelo.
—Muy bien. —Zena cerró los ojos, pensando—. Yo fui una huérfana —recitó—. Fui a vivir con mi tía Jo. Cuando descubrí que yo era enana, me escapé con unos artistas. Estuve con ellos unos años hasta que conocí al Caníbal y empecé a trabajar para él.
Bueno… —Se humedeció los labios—. La tía Jo se casó otra vez y tuvo dos hijas. La primera murió, y tú eres la segunda. Cuando descubrió que eras enana, empezó a maltratarte. Escapaste entonces. Trabajaste un tiempo en una granja. Uno de los hombres, el carpintero, se encaprichó contigo. Te sorprendió anoche y te llevó al depósito de maderas y te hizo allí una cosa terrible. Tan horrible que no puedes contarlo. Si te pregunta, te echas a llorar. ¿Recuerdas todo?
—Sí —dijo Horty distraídamente—. ¿Cuál va a ser mi cama?
Zena frunció el entrecejo.
—Criatura, esto es terriblemente importante. Tienes que recordarlo todo.
—Oh, lo recuerdo —dijo Horty.
Y ante la asombrada Zena recitó lo que ella había dicho, palabra por palabra.
—¡Magnífico! —exclamó Zena, y le dio un beso. Horty enrojeció—. ¡Aprendes todo muy rápido! Muy bien. Tienes diecinueve años, y te llamas… Hortense. Por si alguien dice Horty y el Caníbal ve que miras alrededor. Pero todos te llaman Kiddo. ¿De acuerdo?
—Diecinueve y Hortense y Kiddo. Eso es.
—Bien. Caramba, querido. Lamento hacerte pensar tanto de una vez. Ahora algo que debe quedar entre nosotros. Ante todo, el Caníbal nunca, nunca debe saber de Junky. Le buscaremos aquí un escondite y no le hablarás de él a nadie. Sólo a mí. ¿Prometido?
Horty asintió con los ojos muy abiertos.
—Bien. Y otra cosa, también importante. El Caníbal te curará la mano. No te preocupes, es un buen médico. Pero quiero que me traigas todas las vendas, todos los algodones que use contigo, y sin que lo note. No quiero que dejes una sola gota de sangre en su casa, ¿entiendes? Ni una gota. Yo me ofreceré para limpiarle las cosas, y él aceptará. Odia esos trabajos. Pero debes ayudarme. ¿Conforme?
Horty prometió que así lo haría.
En ese momento llamaron Bunny y Havana. Horty salió a recibirlos y los enanos lo llamaron Zena, y Zena salió entonces saltando y riendo mientras los otros miraban estupefactos a Horty.
—Increíble —dijo Havana dejando caer el cigarro.
—¡Zee, es hermoso! —gritó Bunny.
Zena alzó un índice diminuto.
—Hermosa, no lo olvides.
—Me siento muy raro —les dijo Horty, tirando de la falda.
—¿De dónde sacaste ese pelo?
—Un par de trenzas postizas. ¿Te gustan?
—¿Y el vestido?
—Nunca lo usé —dijo Zena—. Era chico de busto… Vamos, despertemos al Caníbal.
Caminaron entre los carros.
—Da pasos más cortos —dijo Zena—. Así es mejor. ¿Lo recuerdas todo?
—Oh, sí.
—Muy bien… Eres una buena chica, Kiddo. Si te pregunta algo que no sabes, sonríe. O llora. Yo estaré a tu lado.
En un costado de una casa rodante larga y plateada había un anuncio de brillantes colores con un hombre de sombrero de copa. Tenía unos largos y puntiagudos bigotes, y de los ojos le salían unos rayos en zigzag. Debajo se leía en letras llameantes:
¿QUE PIENSA USTED?
Mefisto lo sabe
—No se llama Mefisto —dijo Bunny—, sino Monetre. Era médico antes de trabajar en las ferias. Todo el mundo lo llama Caníbal.[1] No le importa.
Havana golpeó la puerta.
—¡Eh, Caníbal! ¿Va a dormir toda la tarde?
—Estás despedido —gruñó una voz en la casa de plata.
—Muy bien —dijo Havana, indiferente—. Salga y vea lo que tenemos.
—No me interesa si quieren incluirlo en el elenco —dijo una voz somnolienta.
Hubo un movimiento dentro de la casa. Bunny empujó a Horty hacia la puerta y le indicó a Zena que se escondiese. Zena se apretó contra la pared de la casa.
Se abrió la puerta. El hombre era alto, cadavérico, de mejillas hundidas, y una larga mandíbula azulina. En la débil luz matinal los ojos parecían dos agujeros negros.
—¿Qué pasa?
Bunny señaló a Horty.
—Caníbal, mire quién está aquí.
—¿Quién? —El hombre miró—. Zena. Buenos días, Zena —dijo con tono de pronto cortés.
—Buenos días —rió Zena, saliendo de detrás de la puerta.
El Caníbal miró a Zena y luego a Horty y otra vez a Zena.
—Oh, mi ruina —dijo—. Un número de gemelas. Y si no la contrato, renunciarás. Y también Bunny y Havana.
—Adivina el pensamiento —dijo Havana dándole un codazo a Horty.
—¿Cómo te llamas, hermana?
—Mi padre me bautizó Hortense —recitó Horty—. Pero todos me llaman Kiddo.
—No los acuso —dijo el Caníbal amablemente—. Escúchame, Kiddo: el nuevo número no me interesa. Así que vete. Y si los demás no están conformes, que se vayan también. Si a las once no estáis en la carretera, sabré qué decidisteis.
Cerró la puerta suavemente, pero con firmeza.
—Ay, ay —dijo Horty.
—No te preocupes —sonrió Havana—. Despide a todo el mundo todos los días. Cuando lo dice de veras, te paga. Háblale, Zee.
Zena golpeó con los nudillos la puerta de aluminio.
—¡Señor Caníbal! —cantó.
—Estoy contando tu salario —dijo una voz desde adentro.
—Oh, oh —dijo Havana.
—Por favor, un minuto —insistió Zena.
La puerta se abrió otra vez. El Caníbal traía dinero en una mano.
Horty oyó que Bunny susurraba:
—Lúcete, Zena.
Zena le hizo una seña a Horty. El niño titubeó y se adelantó.
—Kiddo, muéstrale la mano.
Horty extendió la mano lastimada. Zena sacó los empapados pañuelos, uno a uno. El último estaba muy pegado a la carne. Zena tiró un poco, pero Horty dio un salto. El ojo experto de Caníbal advirtió sin embargo que faltaban tres dedos y que había heridas en el resto de la mano.
—¿Cómo diablos te has hecho esto, muchacha? —tronó el hombre.
Horty se echó hacia atrás, asustado.
—Kiddo, ve con Havana, ¿quieres? —dijo Zena.
Horty retrocedió, agradecido. Zena empezó a hablar rápidamente, en voz baja. El niño sólo oía algunas palabras.
—Una experiencia terrible, Caníbal… No se la recuerde nunca… carpintero… y la llevó a su taller… cuando ella… y su mano en la puerta.
—Por algo odio a la gente —gruñó el Caníbal.
Le preguntó algo a Zena.
—No —le dijo Zena—, alcanzó a escapar, pero la mano…
—Acércate, Kiddo —dijo el Caníbal.
La cara del hombre era notable. La voz restallante parecía salirle de la nariz, que se abría en redondos agujeros. Horty palideció.
Havana lo empujó suavemente.
—Ve, Kiddo. No está enojado. Le das pena. ¡Adelante!
Horty se acercó lentamente, y pisó con timidez el escalón.
—Entra.
—Hasta luego —saludó Havana.
Havana y Bunny se alejaron. Cuando la puerta se cerraba, Horty se volvió y vio que Bunny y Havana se estrechaban gravemente la mano.
—Siéntate aquí —dijo el Caníbal.
El interior de la casa rodante era extraordinariamente espacioso. Había una cama en el frente, con cortinas. Había también una cocina muy limpia, una ducha, un cofre, una mesa, armarios y una sorprendente cantidad de libros.
—¿Te duele? —murmuró Zena.
—No mucho.
—No te preocupes —gruñó el Caníbal. Puso en la mesa alcohol, algodón, y una caja de agujas hipodérmicas—. Te diré lo que voy a hacer. Sólo para no parecerme a otros doctores. Te dormiré el nervio del brazo. Cuando te clave la aguja, te dolerá como una picadura de abeja. Luego sentirás el brazo muy raro, como un globo. Entonces te limpiaré la mano. No te dolerá.
Horty le sonrió. Había algo en este hombre, con sus terribles cambios de voz y su humor cruel, que atraía sobremanera al niño. Era una bondad como la de Kay. La pequeña Kay a quien no le había importado que comiera hormigas. Y una crueldad como la de Armand Bluett. El Caníbal sería, por lo menos, el eslabón que lo uniría al pasado… durante un tiempo.
—Adelante —dijo Horty.
—Eres una buena chica.
El Caníbal se inclinó y empezó a trabajar. Zena miraba fascinada, apartando los objetos que podían molestarlo, facilitándole las cosas. La tarea absorbió tanto al Caníbal que si se le había ocurrido otra pregunta, la olvidó.
Más tarde, Zena lo limpió todo.