3
CUANDO DESPERTÓ otra vez, el camión se había detenido, y Horty vio confusamente un torbellino de luz multicolor, roja y anaranjada, verde y azul, sobre un enceguecedor fondo de oro.
Alzó la cabeza, parpadeando, y las luces se transformaron en un poste macizo, con anuncios de neón: HELADOS, VEINTE SABORES. CABINAS. BAR-RESTAURANTE. El torrente dorado venía de los reflectores de una estación de gasolina. Había tres casas rodantes detrás del camión del niño gordo. Una era de acero inoxidable, con pesadas bandas de metal, y brillaba a la luz.
—¿Estás despierto, muchacho?
—¿Eh?… ¡Hola! Sí.
—Comeremos unos bocados.
Horty se puso torpemente de rodillas.
—No tengo dinero —dijo.
—No te preocupes —dijo el niño gordo—. Vamos.
Puso una mano firme bajo el codo de Horty y lo ayudó a bajar. Se oía el ronroneo de una bomba de gasolina, un gramófono automático latía rítmicamente, en el fondo, y era agradable pisar la grava.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Horty.
—Me llaman Havana —dijo el niño gordo—. Nunca estuve allí. Es por los cigarros.
—Yo me llamo Horty Bluett.
—Cambiaremos eso.
El conductor y las dos niñas los esperaban junto a la puerta. Horty apenas pudo mirarlos. Se alinearon rápidamente frente al mostrador. Horty se sentó entre el conductor y la niña de pelo de plata, la de trenzas oscuras, en el taburete de al lado, y Havana en un extremo.
Horty miró primero al conductor. Miró, clavó los ojos, y los apartó casi en seguida. La piel del hombre era realmente de un verde grisáceo, seca, suelta, y aparentemente áspera como el cuero. Tenía bolsas bajo los ojos, y una mirada inflamada y roja, y el labio inferior caía mostrando unos incisivos largos y blancos. En el dorso de las manos la piel era también floja y verde, pero los dedos eran normales, largos, y de uñas muy arregladas.
—Ése es Solum —dijo Havana inclinándose sobre el mostrador—. Es el Hombre de Piel de Lagarto, y el ser humano más feo en cautiverio. —Quizá para que Horty no pensara que el otro podía sentirse insultado, añadió—: Es sordo, no oye nada.
—Yo soy Bunny —dijo la niña al lado de Horty.
Era regordeta; no gorda como Havana, pero redonda como una bola mantecosa, de piel tirante y muy rosada. El pelo era blanco como el algodón, aunque lustroso, y los ojos de un extraordinario color rubí, como de conejo blanco. Hablaba con una vocecita aflautada, y se reía con una risa aguda, casi ultrasónica. Apenas le llegaba al hombro a Horty, aunque los taburetes eran de la misma altura. El cuerpo era un poco desproporcionado: torso largo y piernas cortas.
—Y ésta es Zena.
Horty se volvió y se quedó sin aliento. Nunca en su vida había visto criatura más hermosa. Tenía un pelo negro y brillante, y unos ojos también brillantes. El plano que unía las sienes con las mejillas se curvaba hacia el mentón suave y pulidamente. Bajo la piel tostada había un color delicado y fresco, como una sombra clara en un pétalo de rosa. Se había pintado los labios de un rojo oscuro, casi castaño, y el blanco de los ojos brillaba como carbunclos. Llevaba un vestido de cuello ancho que le caía sobre los hombros, con un escote abierto casi hasta la cintura. El escote le sugirió a Horty por vez primera que estos niños, Havana y Bunny y Zena, no eran realmente niños. Bunny tenía las curvas de una niña, de una niña regordeta; un cuerpo de chica, o chico, de catorce años. Pero Zena tenía pechos, pechos reales, firmes y separados. Horty los miró y miró luego a las tres criaturas y las tres caritas como si las que había visto poco antes hubieran desaparecido y hubiesen sido reemplazadas por otras. El lenguaje estudiado y seguro de Havana y sus cigarros eran señales de madurez, y la albina Bunny mostraría seguramente en cualquier momento características parecidas.
—No les diré cómo se llama —dijo Havana—, pues desde esta noche va a tener un nombre nuevo. ¿No es así, muchacho?
—Bueno —dijo Horty, todavía un poco turbado por sus recientes descubrimientos—, bueno, creo que sí.
—Es guapo —dijo Bunny—. ¿Sabes que eres realmente guapo, muchacho?
Se rió con aquella risa casi inaudible.
Horty se descubrió mirando otra vez los pechos de Zena y se le encendieron las mejillas.
—No te rías de él —dijo Zena.
Era la primera vez que hablaba… Horty, hacía mucho tiempo, había encontrado un tallo de espadaña a orillas de un arroyo. Apenas sabía caminar entonces, y el cilindro castaño, pegado al seco tallo amarillo, le había parecido algo quebradizo y duro. Lo había acariciado con la punta de los dedos, sin levantarlo, y al descubrir que no era madera seca, sino terciopelo, se había estremecido de emoción. Un estremecimiento semejante había sentido ahora, al escuchar a Zena por vez primera.
El hombre del mostrador, un joven de cara pastel, con una boca fatigada, y risueñas arrugas alrededor de los ojos, se acercó a ellos. No le sorprendió aparentemente ver a los enanos o al horrible y verdoso Solum.
—Hola, Havana. ¿Van a instalarse por aquí?
—No hasta dentro de unas seis semanas. Ahora vamos a Eltonville. Volveremos cuando termine la feria nacional. Y con nuevos elementos. Un guiso para nuestro galán. ¿Y ustedes, señoras?
—Un huevo a caballo —dijo Bunny.
—Fría una lonja de jamón hasta que esté casi quemada… —dijo Zena.
—… y sírvamela con maíz tostado y manteca de maní. Ya recuerdo, princesa —dijo el muchacho mostrando los dientes—. ¿Y usted, Havana?
—Un bistec. Tú también, ¿eh? —le preguntó a Horty—. No, no puede cortarlo. Albóndigas, y no les ponga miga de pan o le arranco las orejas. Con guisantes y puré.
El hombre hizo un círculo con el pulgar y el índice y fue a buscar el pedido.
Horty preguntó, tímidamente:
—¿Ustedes están en un circo?
—Feriantes —dijo Havana.
Zena sonrió al ver la cara de Horty. Horty sintió que se le iba la cabeza.
—Gente de feria, si prefieres. ¿Te duele la mano?
—No mucho.
—Es incomprensible —dijo Havana—. Si lo hubierais visto. —Puso la mano derecha, como un cuchillo, sobre los dedos de la izquierda, y la dejó caer—. Señor.
—No importa, ya te curaremos. ¿Cómo vamos a llamarte? —preguntó Bunny.
—Veamos antes qué podría hacer —dijo Havana—. Que el Caníbal no se enoje.
—Ese asunto de las hormigas —dijo Bunny—, ¿comerías babosas, langostas y cosas semejantes?
Esta vez Bunny había preguntado directamente, y sin reírse.
—¡No! —dijo Havana junto con Horty—. Ya se lo pregunté. Nada de eso. Además, el Caníbal no emplearía un tragalotodo.
—Nunca se vio un enano que fuera al mismo tiempo un tragalotodo —dijo Bunny, lamentándose—. Sería un éxito.
—¿Qué es un tragalotodo? —preguntó Horty.
—Quiere saber qué es un tragalotodo.
—Nada bonito —dijo Zena—. Un hombre que come los bichos más repugnantes, y que les arranca de un mordisco la cabeza a pollos y conejos vivos.
—Eso no me gustaría, creo —dijo Horty tan seriamente que los tres enanos estallaron en agudas carcajadas.
Horty los miró, uno por uno, y le pareció que no se reían de él, sino con él, y se rió también. Sintió otra vez aquel calor interior. Esta gente hacía tan fáciles las cosas. Entendían, parecía, que uno podía ser distinto. Havana les había explicado la situación, y ahora sólo querían ayudarlo.
—Os he dicho que canta como un ángel —dijo Havana—. Nunca oí nada parecido. Ya me lo diréis.
—¿Tocas algo? —preguntó Bunny—. Zena, ¿puedes enseñarle guitarra?
—No con esa mano izquierda —dijo Havana.
—¡Basta! —gritó Zena—. ¿Cuándo decidieron que trabajará con nosotros?
Havana abrió la boca, estupefacto.
—Oh, pensé… —dijo Bunny.
Horty clavó los ojos en Zena. ¿Le ofrecían y le quitaban al mismo tiempo?
—Oh, criatura, no me mires así —dijo Zena—. Me destrozas las entrañas… —Otra vez, a pesar de su inquietud, Horty sintió la voz de Zena en la punta de los dedos—. Haría cualquier cosa por ti, criatura. Pero… tendría que ser algo bueno. No sé si esto sería bueno.
—Claro que sería bueno —protestó Havana—. Tiene que comer. ¿Quién va a cuidarlo? Merece un respiro. ¿Qué te preocupa, Zee? ¿El Caníbal?
—Puedo manejar al Caníbal —le dijo Zena. Para Horty, de algún modo, aquella observación casual explicaba que los otros esperasen la decisión de Zena—. Mira, Havana, de lo que le pase a un niño a esta edad depende su vida futura. La feria está bien para nosotros. Es nuestro hogar. El único sitio donde podemos ser lo que somos, sin mucho dolor. Pero no es vida para un niño.
—Hablas como si en las ferias sólo hubiese enanos y monstruos.
—En cierto sentido así es —murmuró Zena—. Lo siento —añadió—. No debí haberlo dicho. No puedo pensar bien esta noche. Hay algo… —se sacudió—. No lo sé. Pero no me parece una buena idea.
Bunny y Havana se miraron. Havana se encogió de hombros. Y Horty no pudo contenerse. Sentía que le ardían los ojos y dijo:
—Ay, ay.
—Oh, no, muchacho.
—¡Eh! —ladró Havana—. ¡Sosténganlo! ¡Se desmaya!
Horty había palidecido de pronto y se retorcía de dolor. Zena bajó del taburete y lo sostuvo con un brazo.
—¿Te sientes mal, querido? ¿Es la mano?
Horty jadeó y sacudió la cabeza.
—Junky —murmuró al fin, y gimió como si le estuviesen apretando la garganta. Apuntó con la mano vendada hacia la puerta—. El camión —dijo—. Adentro… Junky… oh, ¡el camión!
Los enanos se miraron. Havana saltó de su asiento, corrió hacia Solum, y le pellizcó un brazo. Con agitados ademanes, señalaba el camión, hacía girar un volante imaginario, y mostraba la puerta.
Moviéndose con asombrosa rapidez, el gigante alcanzó la puerta y desapareció. Los otros lo siguieron. Solum estaba ya en el camión antes de que Horty y los enanos hubieran salido del bar. Paso rápidamente junto a la cabina, lanzando una ojeada al interior, y con otros dos saltos se metió en la caja. Se oyeron unos golpes y Solum emergió sosteniendo la bamboleante figura de un hombre. El vagabundo se resistió al principio, pero cuando la brillante luz dorada cayó sobre el rostro de Solum, lanzó un ronquido ululante que debió de oírse a medio kilómetro de distancia. Solum lo soltó. El hombre cayó pesadamente hacia atrás, y se quedó allí, en la grava, aterrorizado y retorciéndose, tratando de que el aire le entrara otra vez en los paralizados pulmones.
Havana tiró la colilla de su cigarro y se inclinó sobre la caída figura revisándole todos los bolsillos. Dijo algo impublicable y añadió:
—Mirad, nuestras cucharas nuevas y cuatro cajas de polvos y un lápiz de labios y… Canallita —le dijo al hombre, que no era corpulento, pero sí tres veces más grande que él.
El hombre se retorció como si fuese a arrojar a Havana por los aires. Solum se inclinó rápidamente y le puso una manaza en la cara. El hombre aulló otra vez, dio un salto, y se desprendió de Havana, no para atacar, sin embargo, sino para correr sollozando y babeando de miedo. Desapareció en la oscuridad, del otro lado de la carretera, con Solum pisándole los talones.
Horty se acercó al camión y le dijo tímidamente a Havana:
—¿Buscarías mi paquete?
—¿La bolsa de papel? En seguida.
Havana subió de un salto a la caja, reapareció un momento más tarde con la bolsa, y se la alcanzó a Horty.
Armand había estropeado a Junky, rompiendo la caja, y Horty sólo había podido salvar la cabeza. Pero ahora la ruina era total.
—Oh —dijo Horty—. Junky. Está todo roto.
Sacó la horrible cabeza. La nariz era polvo de papel maché y la cara estaba dividida en un pedazo grande y otro pequeño. Un ojo centelleaba en cada pedazo.
—Oh —dijo Horty otra vez, tratando de juntar los trozos con una sola mano.
Havana, muy ocupado en reunir el desperdigado botín, habló por encima del hombro.
—No tiene arreglo, muchacho. El hombre debió de pisarlo mientras revisaba. —Echó el botín en la cabina y Horty envolvió otra vez a Junky—. Volvamos. La comida espera.
—¿Y Solum? —preguntó Horty.
—Ya vendrá.
Horty advirtió, de pronto, que Zena le clavaba los ojos. Iba a hablarle, no supo qué decir, enrojeció, y caminó hacia el restaurante. Zena se sentó esta vez a su lado. Se inclinó para tomar la sal y susurró:
—¿Cómo supiste que había alguien dentro del camión?
Horty se puso la bolsa de papel en las rodillas, y vio que Zena miraba la bolsa.
—Oh —dijo ella, y luego con un tono muy distinto, lentamente—: Oh-h.
Horty no había respondido, pero comprendió de pronto que no debía hacerlo. No por ahora.
—¿Cómo sabías que había alguien fuera? —preguntó Havana, muy ocupado con un frasco de salsa de tomate.
Horty empezó a decir algo, pero Zena lo interrumpió.
—He cambiado de parecer —dijo—. Creo que la feria le hará más bien que mal. No podemos dejarlo solo.
—Muy bien.
Havana dejó el frasco en el mostrador y sonrió. Bunny aplaudió.
—¡Bien, Zee! Sabía que aceptarías.
—Lo mismo yo —añadió Havana—. Y veo… veo algo más.
Apuntó hacia adelante.
—¿La cafetera? —dijo Bunny tontamente—. ¿La tostadora?
—El espejo, estúpida. ¿Quieres mirar?
Se inclinó hacia Horty y le puso un brazo alrededor de la cabeza acercándole la cara a la de Zena. Las imágenes en el espejo los miraron a su vez: caritas, ambas morenas, ambas de ojos hundidos, ovaladas, de pelo oscuro. Horty con trenzas y labios pintados no hubiera sido muy distinto de Zena.
—¡Tu hermano perdido! —jadeó Bunny.
—Era un primo, es decir, una prima —dijo Zena—. Escuchad, hay dos camas en mi coche… Deja esa risita, Bunny. Podría ser su madre, y además… Bueno, hay que hacerlo así. El Caníbal no debe saber quién es. Cuento con vosotros.
—No diremos nada —prometió Havana.
Horty preguntó:
—¿Quién es el Caníbal?
—El jefe —dijo Bunny—. Fue doctor en un tiempo. Te arreglará la mano.
Los ojos de Zena miraban algo que no estaba en el salón.
—Odia a los hombres. A todos.
Horty se sorprendió. Era la primera vez que esta gente hablaba de algo temible. Zena adivinó lo que pensaba y le tocó el brazo.
—No temas. Su odio no puede alcanzarte.