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LOS HALLOWELL habitaban en los límites de la ciudad, en una casa que sólo tenía un defecto: encontrarse en la intersección de la carretera nacional y la calle mayor, de modo que el tránsito rugía día y noche ante la puerta de enfrente y la de atrás.
La hija de los Hallowell, Kay, de cabellos rubios como la estopa, tenía tantos prejuicios sociales como sólo es posible tenerlos a los siete años. Le habían pedido que vaciara el cajón de la basura, y, como de costumbre, abrió apenas la puerta trasera, para ver si alguien la sorprendía en esos serviles menesteres.
—¡Horty!
Horty se acurrucó en las sombras brumosas, detrás de las luces del tránsito.
—Horton Bluett, te veo.
—Kay… —El niño fue hacia la cerca—. Oye, no digas a nadie que me viste, ¿eh?
—Pero qué… Oh. ¡Te escapaste! —estalló la niña, notando el paquete que Horty llevaba debajo del brazo—. Horty, ¿estás enfermo? —Horty tenía un rostro fatigado y tenso—. ¿Te lastimaste la mano?
—Un poco. —Horty apretaba fuertemente la muñeca izquierda con la mano derecha. La mano izquierda estaba envuelta en dos o tres pañuelos—. Iban a llamar a la policía. Salí por la ventana y me escondí en el techo del altillo. Me buscaron por la calle y en todas partes. ¿No se lo dirás a nadie?
—No. ¿Qué llevas en el paquete?
—Nada.
Si ella se lo hubiera exigido, o hubiese querido quitarle el paquete, Horty probablemente no la hubiera vuelto a ver. Pero la niña dijo:
—Por favor, Horty.
—Puedes mirar.
Sin soltarse la muñeca, se volvió para que ella pudiera sacarle el paquete de debajo del brazo. La niña lo abrió —era una bolsa de papel— y sacó la horrible cara rota de Junky. Los ojos de Junky centellearon y la niña chilló:
—¡Qué es esto!
—Es Junky. Lo tengo conmigo desde antes de nacer. Armand lo pisoteó.
—¿Por eso te escapas?
—¡Kay! ¿Qué haces ahí fuera?
—¡Ya voy, mamá! Horty, tengo que irme. Horty, ¿no volverás a tu casa?
—Nunca jamás.
—Oh… ese señor Bluett, es tan malo…
—¡Kay Hallowell! ¡Entra en seguida! ¡Está lloviendo!
—¡Sí, mamá! Horty, quiero decirte algo. No debía haberme reído de ti. Hecky te llevó los gusanos, y pensé que era una broma. No sabía que comías realmente hormigas. Oh… Yo una vez comí un poco de pomada para zapatos. Eso no es nada.
Horty alzó el codo y la niña le puso otra vez el paquete bajo el brazo. Horty, como si se le acabara de ocurrir, y así era realmente, dijo de pronto:
—Volveré, Kay, un día.
—¡Kay!
—Adiós, Horty.
Y la niña desapareció, un relámpago de pelo de estopa, un vestido amarillo, un bordado de encaje, que se transformó ante Horty en una puerta de hierro, en una empalizada de madera y un ruido de pasos que se apagó rápidamente.
Horton Bluett se quedó un momento bajo la oscura llovizna, helado, pero con una sensación de quemadura en la mano herida y la garganta. Tragó saliva dificultosamente, y alzando los ojos vio la invitadora caja de un camión que las luces de tránsito habían detenido. Corrió, echó adentro el paquetito, y subió sosteniéndose con la mano derecha. El camión se lanzó hacia adelante. Horty tuvo que agarrarse con fuerza para no caer. El paquete de Junky se acercó a él. Horty extendió la mano, soltándose, y empezó a resbalar.
De pronto, una forma indistinta se movió en el interior del camión, y una mano vigorosa le alcanzó la mano herida. Horty sintió que se desmayaba de dolor. Cuando pudo ver otra vez, estaba acostado en el piso tembloroso del camión, sosteniéndose la muñeca, y quejándose con sollozos entrecortados y unos gruñidos muy débiles.
—Caramba, muchacho, parece que no quieres llegar a viejo.
Era un niño gordo, aparentemente de la misma edad de Horty, y que se inclinaba hacia él apoyando la cabeza en una triple barbilla.
—¿Qué te pasa en la mano?
Horty no respondió. Por ahora no podía hablar. El niño gordo, con sorprendente dulzura, apartó la mano sana de Horty y empezó a sacar los pañuelos. Cuando llegó a la última capa, vio fugazmente la sangre a la luz de un farol.
—Dios —dijo.
Cuando se detuvieron en otra señal de tránsito, miró cuidadosamente, entornando los ojos, que parecían dos piadosos nudillos de arrugas, y murmuró otra vez, con un énfasis que parecía venir de su interior. Horty comprendió que el niño gordo lo compadecía, y se echó a llorar francamente. No podía dejar de hacerlo, aunque hubiera querido dominarse, y siguió llorando mientras el niño le vendaba otra vez la mano.
El niño gordo se sentó luego en un rollo de lona y esperó a que Horty se calmara. En una ocasión Horty iba a callar, y el niño le guiñó el ojo amablemente. Horty, profundamente sensible a toda gentileza, se echó otra vez a llorar. El niño gordo recogió la bolsa de papel, miró adentro, la cerró cuidadosamente, y la puso sobre la lona. Luego, ante el asombro de Horty, sacó del bolsillo interior de la chaqueta una gran cigarrera, de cinco cilindros metálicos unidos, extrajo un cigarro, lo humedeció con la lengua, y lo encendió envolviéndose en una nube de humo azul, acre y dulzona a la vez. No buscó conversación, y al cabo de un rato Horty debió de dormirse, pues al abrir los ojos descubrió que tenía la chaqueta del niño gordo como almohada, y no podía recordar desde cuándo. Era noche cerrada, y la voz del niño gordo llegó de la oscuridad.
—Tranquilízate, muchacho. —Una manita rechoncha golpeó la espalda de Horty—. ¿Cómo te sientes?
Horty trató de hablar, se atragantó, y probó otra vez:
—Bien, me parece. Con hambre… Oh, ¡salimos al campo!
Advirtió entonces que el niño gordo estaba en cuclillas junto a él. La mano dejó de tocarle la espalda; un segundo más tarde ardía la llama de una cerilla, y durante un instante el rostro de luna llena del niño se recortó como un aguafuerte, a la luz vacilante. Los labios delicados y rojos mordieron el cigarro negro. Luego, con dedos precisos, el niño arrojó la cerilla fuera del camión. La llama voló y se apagó en la noche.
—¿Fumas?
—Nunca fumé —dijo Horty—. Hojas de maíz, una vez. —Contempló admirativamente la joya roja de la punta del cigarro—. Tú fumas mucho.
—Me impide crecer —dijo el otro, y estalló en una risa aguda—. ¿Cómo está esa mano?
—Me duele, pero menos.
—Eres fuerte, muchacho. Si yo estuviera en tu lugar, gritaría pidiendo morfina. ¿Qué te pasó?
Horty se lo dijo. La historia salió a pedazos, pero el niño gordo entendió perfectamente. De cuando en cuando hacía alguna pregunta, pero sin comentarios. Pareció al fin que las preguntas se agotaban. La conversación murió poco a poco. Durante un rato Horty pensó que el otro se había quedado dormido. El cigarrillo palideció más y más, chisporroteando a veces en los bordes, y relumbrando de pronto cuando una ráfaga perfumada entraba en el camión.
De repente, con una voz enteramente despierta, el niño gordo le preguntó:
—¿Buscas trabajo?
—¿Trabajo? Bueno… creo que sí.
—¿Por qué comías hormigas?
—Bueno… no sé. Creo que… bueno, que me gustaban.
—¿Lo hiciste muchas veces?
—No, no muchas.
Las preguntas no se parecían a las de Armand. El niño preguntaba sin repugnancia, sin más curiosidad, realmente, que si le preguntase cuántos años tenía o en qué clase estaba.
—¿Sabes cantar?
—Bueno… creo que sí. Un poco.
—Canta algo. Quiero decir, si puedes. No te esfuerces mucho. Bueno… ¿conoces Polvo de estrellas?
Horty miró la carretera que se alejaba bajo las ruedas, iluminada por la luna, y la luz blanca y amarilla que aparecía a veces, y se convertía en seguida en unos ojos rojos cuando algún coche pasaba por el otro lado del camino. La niebla se había desvanecido, y también un poco el dolor de la mano, y sobre todo se alejaba de Armand y Tonta. Kay, que era suave como una pluma, y este niño tan raro, que no hablaba como los otros niños, habían sido muy buenos con él, de un modo distinto. Una calidez maravillosa crecía ahora en su interior; era una sensación que sólo había tenido una o dos veces en la vida… la vez que había ganado la carrera de sacos, y había recibido como premio un pañuelo marrón, y la vez que cuatro chicos le habían silbado a un perro vagabundo, y el perro había ido directamente hacia él ignorando a los otros. Empezó a cantar, y, como el camión rugía, tuvo que cantar con fuerza para que el otro lo oyera, y como cantaba con fuerza tuvo que apoyarse en la canción y dejar en ella parte de sí mismo, así como un obrero que trabaja en el armazón de un rascacielos tiene que dejar en el viento parte de sí mismo.
Terminó de cantar. El niño gordo dijo:
—Eh. —Esa salida era un cálido elogio. Sin hacer otro comentario se acercó a la casilla del conductor y golpeó la ventanilla rectangular. El camión aminoró en seguida la marcha, frenó y se detuvo a un costado del camino. El niño gordo fue hacia la cola, se agachó y bajó.
—Tú quédate aquí —le dijo a Horty—. Voy un rato adelante. Y no te vayas, ¿me entiendes?
—No me iré.
—¿Cómo diablos puedes cantar así con una mano aplastada?
—No sé. No me duele mucho ahora.
—¿Has comido langostas también? ¿Gusanos?
—¡No! —gritó Horty horrorizado.
—Muy bien —dijo el niño.
Se alejó hacia la casilla del conductor. La portezuela se cerró ruidosamente, y el camión se puso en marcha otra vez.
Horty se adelantó con cuidado hasta la ventanilla, se agachó y miró.
El conductor era un hombre alto de piel rara: verde y escamosa. Tenía una nariz como la de Junky, pero una barbilla tan pequeña que parecía un viejo loro. Era tan alto que se doblaba sobre el volante como un helecho.
Junto a él estaban dos niñas. Una tenía una melena blanca, o mejor platinada; la otra, dos grandes trenzas y unos dientes muy hermosos. El niño gordo estaba al lado, hablando animadamente. El conductor no parecía prestarle ninguna atención.
Horty no tenía la cabeza muy despejada; pero ya no se sentía mal. Todo aquello era excitante; parecía un sueño. Volvió a su sitio y se acostó apoyando la cabeza en la chaqueta del niño gordo. Casi en seguida se incorporó, se arrastró entre las cosas del camión hasta encontrar el rollo de lona, y buscó allí la bolsa de papel. Se acostó, otra vez, se puso la mano izquierda sobre el estómago, metió la derecha en la bolsa, con cuatro dedos entre la nariz y el mentón de Junky, y se durmió.