Agradecimientos, vergüenzas y excusas del autor,

con un poco de vocabulario y

usos por el mismo precio

Perillán está ambientado a grandes rasgos en el primer cuarto del reinado de la reina Victoria. En aquellos tiempos los marginados llegaban en tropel a Londres y las demás grandes ciudades, y la vida de los pobres de Londres —y casi todos sus habitantes eran pobres— era severa hasta extremos increíbles. La tradición dictaba que nadie se preocupara en absoluto por los desfavorecidos, pero a medida que avanzó una década, entre las clases pudientes surgieron quienes pensaban que sus tribulaciones debían conocerse. Uno de ellos, por supuesto, fue Charles Dickens, pero no es tan conocido su amigo Henry Mayhew. Lo que Dickens hizo a hurtadillas, mostrar cómo estaban las cosas por medio de la novela, Henry Mayhew y sus aliados lo hicieron por el sencillo método de los datos, montones y más montones de datos, apilando estadística sobre estadística; el propio Mayhew recorría las calles charlando con niñas huérfanas floristas, vendedores callejeros, ancianas o trabajadores de todo tipo, prostitutas incluidas, y poco a poco fue sacando a la luz los mugrosos cimientos de la ciudad más rica y poderosa del mundo.

La inmensa obra que se conoce como London Labour and the London Poor («Los oficios y los pobres de Londres») debería estar en todas las bibliotecas, aunque solo fuese para mostrar al lector que, si cree que las cosas vienen mal dadas hoy en día, no hace tanto tiempo estaban pero que muchísimo peor.

Tal vez el lector haya oído hablar de la película Gangs of New York. Londres era mucho más grave que aquello, y empeoraba aún más con cada nuevo aspirante que llegaba para probar suerte en la gran ciudad. La obra de Mayhew ha sido abreviada, reorganizada y en alguna ocasión imprimida en volúmenes más finos. El original, de todos modos, no se hace pesado. Y si te gusta la fantasía, en cierto modo muy extraño la encontrarás ahí, pringada hasta las cejas de polvo y mugre realistas.

Y por eso es a Henry Mayhew a quien dedico este libro.

Perillán es un personaje inventado, como muchos de los otros a los que encuentra, aunque están basados en cómo se trabajaba, se vivía y se moría en el Londres de la época.

Disraeli existió, por supuesto, como también Charles Dickens y Robert Peel, que fundó el cuerpo policial londinense y fue primer ministro (dos veces). Es cierto que sus peelers reemplazaron a los antiguos corredores de Bow Street, que venían a ser unos simples cazachorizos no muy famosos por su valentía. Los peelers eran harina de un costal muy distinto, ya que estaban reclutados entre hombres que tenían experiencia militar.

El lector identificará a otros personajes sacados de la historia, espero. La más fantástica de todos fue la señorita Angela Burdett-Coutts, que heredó muy joven la fortuna de su abuelo y pasó a ser la mujer más rica del mundo en su época, quitando alguna reina aquí y allá. Fue una mujer asombrosa que de verdad propuso matrimonio una vez al duque de Wellington. Pero lo más importante que hizo, al menos para mí, fue dedicar la mayor parte del tiempo a donar su dinero.

Pero no era un alma cándida. La señorita Coutts creía en ayudar a quienes se ayudaban a sí mismos, por lo que fundó las «escuelas harapientas», que proporcionaban un asomo de formación a los niños e incluso a los mayores, dondequiera que estuviesen y por muy pobres que fueran. Ayudó a la gente a abrir pequeños negocios y donó dinero a iglesias, aunque solo si ayudaban de algún modo práctico a los pobres, y en términos generales fue todo un portento. Tiene un papel importante en esta historia y, dado que no podía hacerle preguntas, he tenido que deducir a partir de lo que se sabe de ella cómo habría reaccionado en determinadas circunstancias. Di por hecho que una mujer tan acaudalada como ella y soltera sería, por fuerza, una persona decidida y habría pocas cosas que le dieran miedo.

Es cierto que los romanos construyeron las cloacas de Londres, que luego se fueron reparando a base de chapuzas con el paso de las generaciones. Su propósito principal era recoger el agua de lluvia y no los desechos humanos, porque los pozos negros y las cámaras sépticas ya cumplían con esa labor de forma efectiva, y era cuando estos últimos se desbordaban, por el sencillo motivo de servir a demasiados seres humanos, cuando hacían acto de presencia el cólera y otras enfermedades horribles.

Y de verdad había alcantarilleros, cuyas vidas eran todo menos sofisticadas, y lo mismo podía decirse de los galopines de la orilla del río y los jóvenes deshollinadores, que tenían sus propias y feroces enfermedades. Perillán, por tanto, tuvo mucha suerte de encontrar como casero a un depositario de cuatro milenios de información sobre seguridad alimenticia. Pero aun con ello, debo reconocer, como hizo Mark Twain hace muchos años, que tal vez haya dado un poco de brillo a las cosas.

A quien no ha habido necesidad de dar brillo es a Joseph Bazalgette, que en este libro aparece como un hombre joven pero sagaz. Fue el faro que guió a los topógrafos e ingenieros que cambiaron la faz, y lo que era más importante, el olor de Londres algún tiempo después de la historia de Perillán. Las nuevas alcantarillas y obras de drenaje de Londres fueron una de las maravillas tecnológicas de la nueva Edad del Hierro y en consecuencia, con algo de mantenimiento de vez en cuando, aún perduran.

«Boney», por supuesto, era el mote de Napoleón Bonaparte, y si no sabes quién era me temo que tarde o temprano te informarás mediante tu teclado.

Un apunte sobre la moneda. Explicar la acuñación predecimal a generaciones que no han tenido que lidiar con ella es difícil incluso para mí, que la aprendí mientras crecía. Podría hablar y hablar de cosas como los tres peniques y medio, el medio chelín, las coronas, las medias coronas, y de cómo volvían locos a los turistas estadounidenses en particular, pero locos de remate. De modo que me limitaré a decir que había monedas hechas de bronce en todos los tamaños, y eran las de menor valor; luego estaban las monedas de plata que, como cabe esperar, ocupaban el terreno intermedio en términos financieros; y por último se veían monedas de oro, que, bueno, eran doradas y en la época de Perillán estaban hechas de auténtico oro, no como las monedas de hoy en día, murmullo, murmullo, protesta. Pero sí es cierto que el viejo sistema monetario tenía una cierta terrenalidad de la que el moderno penique, por desgracia, carece; sencillamente no transmite la misma vida.

Y luego estaba la maravillosa «pieza de tres peniques», que tanto pesaba en el bolsillo de un niño… No, será mejor que pare aquí, porque si me permito seguir acabaré hablando de los cuatro peniques de plata y de los medios cuartos, y entonces quizá tenga que venir alguien a dispararme.

Lo más maravilloso de la jerga es que, si te gustan esas cosas, resulta interesante ver que la palabra crib («cuna») significaba, entre otras muchas cosas, edificio o lugar donde se vivía, y por algún motivo en los últimos tiempos ha vuelto a significarlo en los países de habla inglesa.

La jerga victoriana, de la que existía muchísima, puede ser un campo minado. Mirar el mundo desde el punto de vista de Perillán significa que no puede usar la palabra posh («pijo»), porque aún no existía. Pero nobby salva la situación. Habría sido posible llenar este libro con los vocablos adecuados, pero tarde o temprano… en fin, no está pensado como un manual de jerga, aunque he dejado algunos de los que más me gustaban. Por desgracia no he encontrado lugar para mi frase favorita, que es «Dos peniques más y para arriba que va el burro», porque, por desgracia, es un poquito demasiado moderna.

Y por breve que sea Perillán, me han ayudado una y otra vez amigos expertos en temas particulares, y debo agradecer a Jacqueline Simpson, Bernard Pearson, Colin Smythe y Pat Harkin que me hayan impedido dar tropezones. Si los hay, son todos culpa de mi propio y dichoso pie.

Debo confesar, antes de que alguien me lo reproche, que he tenido que trastear con algunas cosillas para que ciertas personas estuvieran en el lugar correcto en el momento adecuado. Por ejemplo, los estudiosos de la historia sabrán que Tenniel no ilustró su primera portada de Punch hasta 1850 y que sir Robert Peel ya era ministro de Interior antes de que la reina Victoria llegara al trono. Pero no son cambios muy enormes y, además, Perillán es una obra de fantasía basada en una realidad. Me costó horrores averiguar dónde estaba la redacción del Morning Chronicle. Parece ser que cambiaba de oficina de forma periódica, por lo que para este libro la he situado en Fleet Street, que es donde debería haber estado en todo caso. Esto es una fantasía histórica, y desde luego no una novela histórica. Está escrita por diversión y también, a ser posible, para interesar al público en esa época que tan maravillosamente catalogaron Henry Mayhew y sus aliados.

Porque, aunque haya trasteado con las posiciones de la gente y tal vez con sus posibles reacciones a ciertos hechos, la porquería, la miseria y la desesperación de una clase baja que aun así sobrevivió, a menudo ayudándose a sí misma, no las he alterado en absoluto. Además, fue una época en la que no existían conceptos como la educación universal o la salud y la seguridad laboral, ni muchísimas otras normas y restricciones que hoy en día damos por supuestas. Y siempre había espacio para los espabilados y listos perillanes de ambos sexos.

TERRY PRATCHETT, 2012