Capítulo 7
Perillán se ve apurado y se convierte en héroe
(¡de nuevo!); Charlie se lleva una historia… y unos
pantalones para el arrastre
Perillán volvió a casa y se lavó las manos y la cara mientras Solomon servía el guiso de cerdo. El anciano nunca hablaba mucho de la época en que había vagado por otros países, pero desde luego había aprendido a cocinar en sus viajes, con unas especias y unas hierbas de las que Perillán no había oído hablar nunca.
Una vez había preguntado a Solomon por qué decidió venir a Inglaterra, y Solomon había respondido:
—Mmm, bueno, querido, soy de la opinión de que casi todos los gobiernos recurren a disparar a su pueblo si las cosas se les ponen feas, pero en Inglaterra antes han de pedir permiso. Además, a la gente no le preocupa mucho a qué se dedique uno, siempre que no arme demasiado escándalo. Mmm, eso me gusta de este país. —Había callado un momento—. Una vez, cuando estaba huyendo como de costumbre, recuerdo que conocí a un joven más bien peludo que me dijo que todas esas cosas se suprimirían. En esa época nos escondíamos de los cosacos. A veces, mmm, me pregunto qué habrá sido del joven Karl…
Después de la cena, que estaba deliciosa, Solomon y Perillán sacaron a pasear a Onán mientras el sol se precipitaba hacia el horizonte. Ver cerrar la casa a Solomon era todo un aprendizaje. Los escalones del desván eran estrechos y destartalados, igual que el resto del edificio y que más o menos todo lo demás, pero las diferencias no se notaban hasta entrar en la buhardilla en sí: los refuerzos de acero en el marco de la puerta, o la cerradura que parecía sencilla pero era muy, muy complicada, ya que la había diseñado el propio Solomon. Entrar en el desván sin invitación habría requerido un pequeño ejército, y hasta el propio Perillán tenía que llamar con una secuencia especial para que Solomon le abriera la puerta. Alguna vez había preguntado a Solomon a qué venía tanta molestia, y el anciano había respondido: «Una lección que aprendí, amigo mío», sin elaborar más.
Las calles tenían cierto aspecto de país de cuento de hadas bajo el brillo meloso del sol vespertino, aunque en honor a la verdad habría que decir que tampoco demasiado. Pero el sol daba la impresión de sanar a la ciudad de los altercados y los insultos del día, aunque todavía quedaban algunos tenderetes abiertos, con sus propietarios encendiendo candiles a medida que menguaba la luz. Todo era calma y placidez, pero Perillán sabía que aquello era un mero cambio de turno, porque la gente nocturna seguiría a la gente diurna igual que… en fin, igual que la noche sigue al día, aunque la noche, en términos generales, no intenta vaciar el monedero al día.
Compraron cerveza en una tienda que la vendía embotellada y dieron un poco a Onán mientras Perillán contaba a Solomon el hallazgo del perro en las alcantarillas y le explicaba que al día siguiente pretendía regresar a casa de los Mayhew para sacar a Simplicity de paseo, si era posible. Cansados, por fin emprendieron el regreso a la buhardilla.
Por el camino, Perillán se fijó en algo que brillaba con bastante intensidad entre el aire sucio y preguntó:
—¿Qué es eso, Sol? ¿Es un ángel?
Hablaba más en broma que otra cosa, pero Solomon dijo:
—Mmm, mis experiencias con los ángeles son algo limitadas, amigo mío, aunque sí creo en su existencia, mmm. Pero ese ángel en particular, si no me equivoco, es el planeta Júpiter.
Perillán entornó los ojos para mirarlo.
—¿Y eso qué es?
Sol siempre estaba explicándole cosas, pero aquello era algo nuevo del todo.
—¿No lo sabes? Júpiter es un mundo gigantesco, mucho más grande que la Tierra.
Perillán lo miró fijamente.
—¿Quieres decir que Júpiter es un mundo que tiene gente viviendo?
—Mmm, creo que la ciencia astronómica no se ha decantado al respecto, mmm, pero yo doy por hecho que debe de haberla, porque de lo contrario ¿qué propósito tendría? Y si me permites extenderme, mmm, te diré que no es más que uno de los varios planetas, es decir, mundos, que giran alrededor del sol.
—¿Cómo dices? Yo pensaba que el sol giraba alrededor de nosotros. O sea, se ve cómo lo hace, es de cajón.
Perillán estaba desconcertado, y la voz medida de Solomon dijo:
—Mmm, no hay duda de lo que digo, es un hecho establecido. Tal vez también te interese saber que el planeta Júpiter tiene cuatro lunas, que le dan vueltas igual que nuestra luna da vueltas a la Tierra.
—¿A qué te refieres? ¿No acabas de decir que nosotros damos vueltas al sol? ¿Qué hace la luna, entonces? ¿No gira también alrededor del sol?
—En efecto, la luna rodea la Tierra y las dos juntas rodean el sol, y lo de las lunas de Júpiter puedo garantizártelo porque las vi por un telescopio cuando estuve en Holanda.
Perillán creía que le iba a explotar la cabeza. Las cosas de las que se enteraba uno. Te levantabas y caminabas por ahí creyendo saberlo todo, y de pronto resultaba que en el cielo todo estaba dando vueltas como una peonza. Casi lo indignó que nadie le hubiera contado el secreto antes y, mientras continuaban su paseo, prestó mucha atención mientras Solomon le enseñaba toda la astronomía que recordaba, proceso que concluyó al preguntar Perillán:
—¿Podemos llegar a alguno de esos mundos?
—Mmm, es muy improbable porque están muy lejos.
Perillán vaciló al oírlo.
—¿Tan lejos como Bristol, a lo mejor?
Había oído hablar de Bristol, que al parecer era un puerto importante, aunque no tanto como Londres.
Solomon suspiró.
—Por desgracia, Perillán, está mucho más lejos que Bristol. Está mucho más lejos incluso que la Tierra de Van Diemen, que según tengo entendido es lo más lejos que se puede llegar desde aquí, al estar en el otro lado del mundo.
Perillán tuvo la sensación de que todo lo que le decía Solomon se le quedaba enganchado como un alfiler de plata, sin hacerle daño pero llenándolo de una especie de zumbido. Empezaba a ver un mundo que se extendía mucho más allá de los túneles bajo las calles, un mundo lleno de cosas que desconocía. Cosas que ni siquiera había sabido que no sabía hasta aquel momento. Cosas que, sobresaltado, descubrió que quería averiguar. También se preguntó si quizá Simplicity estaría más interesada en un hombre que supiera aquellas cosas… y comprendió lo mucho que le apetecía volver a verla.
Mientras subían la escalera, Solomon dijo:
—Si se te dieran mejor las letras, Perillán, quizá trataría de interesarte en la obra de sir Isaac Newton. Pero entremos, que ya empiezo a acusar la humedad. Mmm, antes me has preguntado por los ángeles, que son, mmm, mensajeros, por lo que sospecho que cualquier cosa que te proporcione información puede considerarse un ángel, querido Perillán.
—¿No se suponía que debían ser mensajes de Dios?
Solomon suspiró mientras emprendía la tarea de abrir su puerta.
—Mmm, veamos —dijo—, si un día renunciaras a guarrear en… bueno, en guarrerías, podría hablarte de los escritos de Spinoza, un filósofo que te podría ampliar la mente porque, si quieres mi opinión, tienes espacio de sobra, y te transmitiría la naturaleza del ateísmo, que cuestiona la creencia en Dios. Por lo que a mí respecta, algunos días creo en Dios y otros días no creo.
—¿Eso está permitido? —preguntó Perillán.
Solomon por fin abrió la puerta y, cuando hubieron entrado, se afanó en volver a cerrarla.
—Perillán, no comprendes los pactos inauditos que hay entre el pueblo judío y Dios. —Desvió la mirada hacia Onán y añadió—: No siempre estamos de acuerdo. Tú me has preguntado por los ángeles; yo te hablo de las personas. Pero ¿quiénes somos los humanos para, por ejemplo, atribuirnos el amor en exclusiva? Allí donde hay amor debe haber, mmm, sin duda un alma, pero curiosamente el Señor parece opinar que solo los humanos la tenemos. Le he explicado largo y tendido por qué debería, mmm, reconsiderar Su postura al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que hace mucho tiempo, antes de conocerte, me asaltó una vez un caballero muy perturbado que sostenía tanto la creencia de que todos los judíos debían morir como una barra de metal muy grande. Circunstancia, debo añadir, que de todos modos no me resultaba novedosa. Onán, que por aquel entonces era poco más que un cachorro, le dio un valeroso mordisco en los inmencionables, con el que logró distraerlo para que yo pudiera esconderme empleando un truquito que, mmm, aprendí en París. ¿Quién puede afirmar que su acto no lo impulsó el amor? Sobre todo sabiendo que al esforzarse por mantenerme a salvo, el altruismo de Onán le valió la somanta de palos que posiblemente hiciera de él el perro que es hoy. Mmm, y ahora estoy bastante cansado y me gustaría apagar la luz.
En la penumbra, Perillán desenrolló su colchón; Onán lo miró expectante, con la esperanza de que aquella fuera una de las noches lo bastante frías para que Perillán quisiera a un perro oloroso compartiendo con él su fino colchón. Tenía en la mirada el amor incondicional que solo puede albergar un perro… un perro con alma, sin duda. Pero Onán era perro hasta la médula, lo que volvía sus disquisiciones metafísicas mucho menos complicadas que las de los humanos, aunque a veces pasaba por la leve crisis de tener dos dioses a los que adorar, el viejo que olía a jabón y el joven que tenía un olor delicioso a todo lo demás, al menos cuando volvía de la alcantarilla y para los sentidos de Onán era como un arcoíris relleno de caleidoscopios. El esperanzado perro cautivó a Perillán con la algo inquietante sinceridad de su amor, y Perillán se rindió, como siempre hacía.
La pequeña estancia era toda silencio y oscuridad, salvo por los suaves ronquidos de Solomon, la luz desleída que lograba filtrarse por la ventana sucia y el olor de Onán, que en cierto modo peculiar casi podía oírse.
Mientras tanto, en la calle había un hombre observando, aunque este desearía que fuesen dos hombres porque un hombre solitario podía fácilmente hallarse muerto por la mañana, si es que los muertos pueden hallarse muertos a sí mismos, que era uno de los enigmas filosóficos que tanto gustaban a Solomon.
Y arriba, en la buhardilla, Perillán dormía, y en sueños escuchaba los planetas rodando en el cielo, entremezclados aquí y allá con visiones de la chica del pelo dorado.
A la mañana siguiente Perillán despertó incluso antes que Solomon; normalmente, si no tenía planes para la jornada, remoloneaba bajo la manta hasta que Onán le lamía la cara, cosa que nadie deseaba que sucediera más de una vez.
Solomon no dijo nada, pero Perillán se fijó en la sonrisita del hombre mientras preparaba la sopa que desayunarían aquel día. Era cierto que, con la magia de Solomon y sus contactos en Covent Garden, podía convertir unas meras gachas en una sopa muy elegante, que en opinión de Perillán era casi imposible de mejorar, ni siquiera por Marie Jo. Al cabo de un tiempo, Perillán dejó la cuchara en la mesa.
—Estaba muy buena, gracias, Sol, pero tengo que irme.
—Mmm, de eso ni hablar, hasta que te hayas cepillado las botas. Ahora eres casi un caballero, al menos en condiciones de iluminación escasa, y tienes una misión de, mmm, gran importancia, y por lo tanto debes presentar tu mejor aspecto, sobre todo si esta tarde vas a volver a ver a la señorita Simplicity. Ya se hace bastante complicado formar parte del pueblo elegido de esta ciudad para que encima me acusen de enviar a un joven como tú sin el schmatte adecuado. ¡La gente volverá a dedicarse a tirar piedras al edificio! Y mucho ojo con ensuciar ese traje: cuando vuelvas, no quiero verle ni una mancha. Y ahora, chico, las botas. —Solomon abrió una de sus cajas fuertes y pasó a Perillán un pequeño contenedor de metal—. Esto es lustrador de botas como debe ser, del auténtico, que hasta huele bien, mmm, no como esa condenada grasa de cerdo que usáis aquí. Y ahora vas a dejarte las uñas lustrando tus botas de baratillo hasta que puedas verte en ellas la cara, también de baratillo en cierto modo… Lo que me lleva a lo siguiente que tendrás que hacer, porque comprobarás que tu cara necesita casi tanto trabajo como tus botas, ya que, mmm, no te la lavaste anoche.
Antes de que Perillán pudiera poner objeciones, Solomon continuó hablando.
—Y entonces comprenderás que lo que tú tiendes a considerar tu pelo es, de hecho, peor que los bombachos de un mongol, que son unas cosas asquerosas de verdad, por el pelo y los trocitos de yak; es más, tengo entendido que es leche de yak lo que se ponen en el pelo para las ocasiones especiales. Y por eso, dado que no quiero tener que volver a huir a otro país, mmm, cuando estés acicalado y ya parezcas cristiano (porque, querido mío, la posibilidad de que algún día parezcas judío es afortunadamente escasa), te sugiero que vayas a buscar un buen barbero para que te haga un corte de pelo y un afeitado profesionales, mejores que los de un, mmm, anciano cuyas manos empiezan a temblar si se cansa.
Perillán podía darse un afeitado mediocre él solo, aunque en honor a la verdad no hubiera tanto que afeitar todavía, pero no había tenido un corte de pelo oficial en su vida. Solía cortárselo él mismo, rebanando puñados de pelo con el cuchillo y usando a Solomon a modo de espejo inteligente, ya que el anciano se quedaba delante de él e iba indicándole por dónde debía dar el siguiente tajo. El resultado dejaba bastante que desear, más bien todo, y a continuación Perillán se daba una pasada con la lendrera, que resultaba más que molesta pero acababa con los picores. Era un gusto ver caer los bichitos al suelo y matarlos a pisotones, sabiendo que al menos durante los siguientes pocos días no andaría por ahí hecho un piojoso.
De momento se metió una mano en el pelo y recorrió el cuero cabelludo, una técnica que Solomon llamaba «cepillado alemán», y tuvo que reconocer que el anciano llevaba razón: por encima de sus cejas tenía bastante que mejorar.
—Sé dónde hay una barbería —dijo—. La vi el otro día, cuando estuve en Fleet Street.
Tenía tiempo, pensó mientras se dejaba las mencionadas uñas aplicando el lustre recién descubierto. Solomon, que rondaba cerca de él para asegurarse de que lo hiciera bien, dijo que había comprado el mejunje en Polonia. No parecía haber fin a los países que Solomon había visitado y de los que había huido a la carrera; mejor no obligarlo a marcharse a otro.
Perillán recordó que una vez Solomon había sacado un revólver pimentero de una caja fuerte. Al preguntarle para qué lo quería, Solomon había dicho: «Gato escaldado del agua fría huye, pero a veces…».
Cuando las botas estuvieron limpias a satisfacción del anciano, que no era fácil de satisfacer, Perillán salió a toda prisa en la dirección general de Fleet Street. Las calles empezaban a calentarse pero él se sentía limpio, aunque hubiera un signo de interrogación pendiente sobre el traje de baratillo: ¡le picaba horrores! Quedaba de maravilla y a Perillán le apetecía pasearlo con aire despreocupado y expansivo, pero tener que rascarse alguna parte del cuerpo cada minuto echaba a perder bastante el efecto. Era un picor que quería ver mundo, un picor juguetón, con ganas de echar una partida al escondite, que lo mismo aparecía dentro de las botas que detrás de las orejas, o se desplazaba a toda velocidad a su entrepierna, donde era difícil hacer algo al respecto en público. Perillán decidió que tal vez le conviniera apretar el paso, de modo que llegó algo falto de aliento a la barbería que había visto el día anterior, y por primera vez echó un vistazo a la pequeña placa, cuya inscripción descifró al cabo de un tiempo: «Sweeney Todd, cirujano barbero».
Entró en el establecimiento, que parecía vacío hasta que Perillán reparó en el hombre de aspecto pálido y bastante nervioso que estaba sentado en la silla de barbero y bebía un brebaje que resultó ser café. El barbero suspiró al ver a Perillán, se sacudió el delantal y dijo con una quebradiza jovialidad:
—¡Buenos días, caballero! ¡Hermosa jornada tenemos hoy! ¿En qué puedo ayudarle?
Al menos había intentado que su saludo sonara jovial, pero se le notaba que no estaba mucho por la labor. Perillán nunca había visto un rostro tan apesadumbrado, excepto la vez en que Onán cayó en una ignominia mayor que la habitual al comerse la cena de Solomon cuando el anciano le dio la espalda.
Se veía a la legua que el señor Todd no tenía un carácter animado por naturaleza: la melancolía parecía serle innata y sin duda tenía la complexión adecuada para hacer de mudo de enterrador, trabajo que consistía en seguir al ataúd del difunto con respetable gesto de duelo pero sin decir una palabra, porque entonces costaba dos peniques más. No habría sido tan grave si el señor Todd no tratara de compensarlo fingiendo alegría, pero en la práctica era como poner colorete a una calavera. Perillán estaba fascinado. «A lo mejor todos los barberos son como este —se dijo—. Pero en fin, yo solo quiero que me afeite y me corte el pelo».
Se sentó en la silla con un poco de recelo y Sweeney le puso una sábana blanca encima con un ademán que podría haberse calificado de dramático si al barbero le hubiera salido bien a la primera. En aquel momento Perillán percibió un olor leve pero persistente que salía de algún sitio. Era un tufo a descomposición que se mezclaba con los aromas del jabón y los frascos de lociones diversas. Perillán pensó: «Bueno, como esto no es una carnicería, será que su casero ha abierto un agujero en el retrete hacia las alcantarillas. Ojalá no hicieran esas cosas».
Buena parte de la sábana terminó alrededor del cuello de Perillán y enseguida la retiró el desafortunado Sweeney, que se deshizo en disculpas y le aseguró una y otra vez que no volvería a ocurrir. Ocurrió. Dos veces. En el siguiente intento quedó encima de Perillán, o al menos lo suficiente para que ambos pudieran darlo por bueno, y el sudoroso Sweeney pudo dedicar su atención al trabajo en sí. En algún momento alguien debía de haber dicho al señor Todd que un barbero, además de pericia barberil, tenía que memorizar prácticamente una biblioteca de chistes, anécdotas y gracias diversas, entre las que podían hallarse, si el caballero de la silla era de la edad o disposición adecuada, algunos comentarios atrevidos sobre damas jóvenes. Sin embargo, quien se lo hubiera aconsejado no había tenido en cuenta la espantosa carencia que tenía Sweeney de todo lo que pudiera considerarse afabilidad, alegría, procacidad o incluso simple sentido del humor.
Aun así, Perillán se dio cuenta de que lo intentaba. Ay, cómo lo intentaba, pasando la navaja por el cuero mientras mezclaba unos chascarrillos con otros y, horror de los horrores, se reía de los chistes que con tanta torpeza había ejecutado él mismo. Pero por fin la navaja estuvo lo bastante afilada para el gusto de Sweeney y llegó el momento de hacer la espuma de afeitar, proceso que emprendió después de haber dejado la navaja de forma que su brillante hoja apuntara al norte, para que conservara mejor el filo.
Perillán, impotente en la silla de barbero, observaba el proceso con algo parecido al pasmo, su mente alternando entre el espectáculo de los preparativos de Sweeney y la placentera imagen de la admiración que esperaba provocar en Simplicity cuando se presentara ante ella tan arreglado, un caballerete como debía ser, ya lo creo que sí. Se fijó en que el hombre tenía cicatrices en todos los dedos de las manos, aunque apenas logró entreverlas porque Sweeney estaba batiendo la espuma con el brío y el entusiasmo demente de un payaso de circo. Estaba poniendo perdido el establecimiento entero, porque la espuma tenía tanto aire mezclado que los copos que saltaban casi se comportaban como dirigibles, flotando como si tuvieran las mismas ganas de salir de allí que Perillán en ese momento… sobre todo desde que había captado aquel olor, aquel olor intenso y desagradable que poco a poco impregnaba toda la barbería.
—¿Se encuentra bien, señor Todd? —preguntó—. Le tiemblan un poco las manos, señor Todd.
El rostro del barbero parecía hecho de acero, si el acero pudiese sudar, y giraba de un lado a otro con ojos como dos agujeros en la nieve, perdidos en la lejanía pero mirando alguna otra cosa, en algún otro lugar. Perillán empezó a liberarse de la sábana con sigilo y sin perder de vista al hombre. Y, ay, madre, entonces el señor Todd se puso a farfullar unas palabras que se confundían entre sí al salir en tropel, algunas tan ansiosas por escapar del hombre bamboleante que se adelantaban a sí mismas.
Sweeney estaba entre Perillán y la puerta hacia la calle, meneando la navaja igual que una novia recién casada que intenta mirar de reojo para ver quién atrapará el ramo.
Perillán, esperando que no se oyera el latido de su corazón, dijo con voz calmada:
—Dígame qué ve, señor Todd, porque parece terrorífico. ¿Puedo ayudarlo en algo?
«Pum, pum», sonó su corazón, pero Perillán no le hizo caso. Por desgracia, tampoco se lo hizo Sweeney Todd, cuyos cuchicheos empezaron a cuajar en algo con partes vagamente comprensibles. Con movimientos graduales, muy graduales, Perillán bajó despacio de la silla y, ya en el suelo, pensó: «¿Opio, tal vez?». Olisqueó y se arrepintió al instante, pero el aliento del hombre tampoco olía a alcohol. Con la voz más amable que logró componer, dijo:
—¿Qué es lo que está mirando, señor Todd?
—Ellos… vuelven sin parar. Sí, sí, no hacen más que volver, intentan llevarme con ellos… Los recuerdo… ¿Sabe lo que puede hacer una bala de cañón, señor? A veces rebotan, qué divertido, ja, ja, y entonces ruedan por el suelo, y siempre hay algún chaval… sí, algún chaval recién llegado de la granja en Dorset o Irlanda, con los sesos llenos de mentiras sobre el combate y en el bolsillo un retrato mal pintado de su novia, a quien a lo mejor gustó porque era un valiente guerrero que marchaba a combatir a Boney… Este joven guerrero ve la espantosa bala de cañón rodando por tierra como en una partida de bolos y, como el condenado idiota que es, llama a sus conmilitones, a los pocos que siguen con vida, y se propone darle una buena patada sin saber cuánta fuerza queda todavía en la bala. Que es más que suficiente para arrancarle la pierna, y no solo la pierna. Cirujano barbero, ese soy yo, con la parte de cirujano poco distinta a la de carnicero, en el campo de batalla, aunque un poco mejor pagada… Y ahora los veo… los hombres destrozados, la obra de Dios contorsionada en formas terribles, terribles… y aquí vienen… aquí vienen, igual que hacen siempre, nuestros héroes gloriosos, algunos mirando por los que no tienen ojos, algunos cargando a los que no tienen piernas, algunos gritando por los que no tienen voz…
La navaja no dejó de bailar y serpentear en ningún momento, hipnótica, a un lado y al otro, mientras Perillán avanzaba pulgada a pulgada hacia el hombre sudoroso.
—No hay bastantes vendas, no hay bastantes medicinas, no hay bastante… vida… —masculló Sweeney Todd—. Lo intenté, vaya si lo intenté. Jamás he apuntado el arma a otro hombre, solo pretendía ayudar, cuando la mejor ayuda que puede darse es un cuchillo amable, y aun así vienen a mí… están viniendo ahora, a todas horas… me buscan… Y dicen que no están muertos, pero yo sé que lo están. Muertos, pero siguen andando. ¡Oh! Qué pena, qué grandísima pena…
La mano de Perillán, que había estado siguiendo el vuelo en zigzag del errático filo, tomó con suavidad la mano que lo sostenía, pero el vaivén de la navaja era tan hipnótico que a Perillán le pareció ver también a aquellos soldados, y sintió que algo lo estaba arrastrando a algún destino terrible hasta que el Perillán interior, la parte que quería sobrevivir, despertó, saludó, asumió el control del brazo de Perillán y, con pericia y cautela, sacó la navaja de la mano de Sweeney Todd.
El hombre siguió meciéndose como si no hubiera pasado nada. Sin dejar de mirar hacia un lugar que Perillán no quería ver, se limitó a soltarla y se derrumbó en la silla de barbero, donde empezaron a posársele encima copos de espuma.
Fue entonces cuando Perillán se dio cuenta de que no estaban solos, pues mientras parte de su conciencia estaba en el mundo onírico de Sweeney Todd habían llegado al umbral, con un sigilo poco propio del oficio, dos peelers sudorosos que los miraban boquiabiertos a él y al pobre señor Todd. Uno de ellos dijo:
—¡Santa María, madre de Dios!
Y los dos hombres dieron un respingo cuando Perillán plegó la navaja y se la metió en el bolsillo, donde no pudiera hacer daño a nadie. Entonces se volvió, dedicó una sonrisa alegre a los peelers y dijo:
—¿Puedo ayudarles, caballeros?
A continuación el mundo se volvió loco, o al menos más loco que antes. Perillán se vio rodeado de gente y el pequeño establecimiento se abarrotó de peelers que pasaban junto a él hacia la trastienda, y luego oyó el repiqueteo de una cerradura, el golpe de una bota y, más alejados, unos reniegos impresionantes. El hedor inundó la barbería en una oleada de proporciones funerarias, provocando gritos entre el gentío y mareando de repente a Perillán, al que por algún motivo disgustaba un poco no haber podido cortarse el pelo.
Entonces llegó el sonido de los silbatos policiales desde el exterior y entraron más peelers en tromba. Dos de ellos asieron al recostado y casi con toda seguridad indiferente Sweeney Todd, con la cara surcada de lágrimas. Se lo llevaron a toda prisa, dejando a Perillán sentado en una silla, en pleno epicentro de un rifirrafe tan sonoro que podía considerarse un rifirrafe con al menos un rifi adicional, por no mencionar el rafe. Había caras observándolo desde todas las direcciones y Perillán provocaba gritos ahogados con cada movimiento, y en su estado algo alterado alcanzó a oír la voz de un peeler que acababa de salir del sótano y decía:
—Se ha quedado ahí plantado. O sea, estaba plantado, mirando a los ojos al hombre, sin parpadear ni nada, ¡solo esperando el momento de agarrar la condenada arma! No nos hemos atrevido a decir ni mu porque se notaba que el malhechor estaba como ensoñado, ¡sueños en la mente de un hombre que blandía un arma mortífera! ¿Qué más puedo decir? Les ruego, damas y caballeros, que no bajen al sótano. No bajen, porque si lo hacen, podrían ver algo que de verdad preferirían no haber visto. ¡Páralos, Fred! Llamarlo degollina espantosa no haría justicia a estos crímenes. Deben confiar en mí, que fui soldado. Estuve en Talavera, y aquello ya fue bastante horrible. Al bajar ahí abajo he devuelto, tal y como lo oyen, por todas partes. Es que… ¡en fin, no saben la peste! ¡Con razón protestaban los vecinos! Sí, señor, usted, ¿puedo ayudarle?
Con la mirada borrosa, Perillán vio que llegaba Charles Dickens siguiendo a unos peelers.
—Me apellido Dickens, y a fe mía que el joven Perillán, aquí presente, es un individuo excelente y de toda confianza. Además, es el héroe que salvó al personal del Morning Chronicle la otra tarde, gesta de la que seguro que están al tanto.
Perillán ya empezaba a sentirse bastante mejor, y más cuando se produjo un tremendo aplauso, y aún más cuando oyó que alguien de la multitud gritaba:
—¡Propongo que hagamos una colecta para este joven de tan excepcional valentía! ¡Yo aporto cinco coronas!
En ese momento intentó levantarse, pero Charles Dickens, que estaba a su lado, volvió a empujarlo con suavidad a la silla, se inclinó hasta acercar mucho sus labios a la oreja de Perillán y susurró:
—Lo apropiado sería gimotear un poco por las secuelas del terrible encuentro que acabas de tener, amigo mío. Confía en un periodista: eres el héroe del momento, de nuevo, y sería una lástima que ahora se te escapara un comentario desafortunado que lo echara a perder. —Se acercó un poco más—. Escucha cómo gritan lo mucho que se comprometen a entregarte mientras yo te pongo de pie con delicadeza y te llevo a las espléndidas oficinas del Chronicle, donde redactaré un artículo como no se ha escrito tal vez desde los tiempos de César.
Charlie sonrió. «Casi como un zorro», pensó Perillán en aquel mundo que daba vueltas, rugía y lo desconcertaba por momentos. Charlie se acercó todavía más y dijo:
—Por cierto, mi intrépido amigo, te interesará saber que, según acabo de enterarme, don Sweeney Todd utilizó su navaja para rajar los gaznates de seis caballeros que vinieron a lo largo de esta semana para un corte de pelo y un apurado. De no ser por tu reacción casi mágica, habrías sido el séptimo. ¡Y estos eran mis mejores pantalones!
Las últimas palabras llegaron en un grito, o un chillido para ser más exactos, porque Perillán acababa de vomitar su desayuno encima de Charlie.
Un tiempo después, Perillán estaba sentado a la larga mesa del despacho del director del Chronicle, aunque habría deseado estar de camino a ver a Simplicity. Tenía enfrente a Charlie, cuyo enfado se había evaporado casi por completo, pues, al ser hombre acaudalado, había adquirido unos pantalones nuevos y enviado los otros a lavar. El tabique interior del despacho era de los que solo llegaban a media altura, para que desde la redacción pudiera verse lo que pasaba y, en aquel momento, él pudiera ver cómo pasaban ellos. Y cómo se hacían los remolones, con cada redactor, periodista e impresor buscando su propia excusa para echar un vistazo al joven que, según decía el taumatúrgico telégrafo de la calle, había reducido por la fuerza al terrible Barbero Diabólico de Fleet Street.
Aquello empezaba a irritar bastante a Perillán.
—¡Pero si apenas lo he tocado! ¡Solo lo he empujado un poco hacia abajo y le he quitado la dichosa navaja, nada más! ¡De verdad de la buena! Era como si hubiera tomado opio o algo, porque estaba viendo soldados muertos, cadáveres que iban hacia él, lo juro, y hablaba con ellos como si le diera vergüenza no haber podido salvarlos. ¡Don Charlie, le juro que al final yo también los veía, palabra de honor! ¡Hombres, todos hechos pedazos! ¡Y cosas peores, como hombres medio hechos pedazos y chillando! No era un demonio, señor, aunque me da que sí que pudo haber visto el infierno, y yo no soy ningún héroe, señor, de verdad que no. Ese hombre no era malo: estaba loco, y triste, y perdido en su cabeza. No hay más, señor, eso es todo, señor. Y esa es la verdad que tendría que escribir. O sea, yo no soy un héroe, porque no creo que él fuera un villano, señor, ya me entiende.
En la sala pequeña y limpia se hizo el silencio, que la mirada de Charlie logró llenar de algún modo. Un reloj hacía tictac y, sin girarse, Perillán pudo sentir que los trabajadores seguían aprovechando la menor oportunidad para mirar al modesto y reacio héroe del día. Charlie no le quitó ojo de encima mientras jugueteaba con su pluma, y al cabo de un tiempo dijo, con un suspiro:
—Mi apreciado Perillán, debes saber que la verdad no es algo simple, sino un constructo parecido al mismísimo Cielo. Los periodistas, en cuanto que meros esgrimidores de la pluma, debemos extraerle por destilación las verdades que la humanidad, al no ser divina, pueda entender. En ese sentido, todo hombre es escritor, periodista que escribe en el interior de su cráneo el relato de lo que ve y oye, por mucho que su compañero de enfrente pueda macerar una visión absolutamente distinta del mismo suceso. Ahí residen la salvación y la condena del periodismo, en el conocimiento de que casi siempre existe una perspectiva diferente desde la que afrontar el acertijo.
Charlie siguió dando vueltas a su pluma, con aspecto incómodo, y siguió hablando.
—A fin de cuentas, mi joven Perillán, ¿qué eres tú exactamente? ¿Un muchacho leal, intrépido y valeroso, en apariencia inmune al miedo? ¿O quizá, podría sugerir, un granuja callejero que rebosa astucia animal y tiene la suerte del mismísimo Belcebú? Yo opto, amigo mío, por que eres las dos cosas y también todos sus tonos intermedios. ¿Y qué hay del señor Todd? ¿Es en verdad un demonio? ¡Los seis hombres del sótano dirían que sí! Si pudieran hablar, por supuesto. ¿O es la víctima, como a ti te gustaría considerarlo? ¿Cuál es la verdad?, preguntarías si te diera ocasión de meter baza, cosa que no haré de momento. Mi respuesta sería que la verdad es una niebla en la que un hombre ve la hueste celestial y otro ve un elefante volador.
Perillán empezó a protestar. Él no había visto ninguna hueste celestial ni tampoco un elefante; en realidad no sabía ni lo que eran, aunque apostaría un chelín a que Solomon había visto ambas cosas en sus viajes.
Pero Charlie seguía hablando.
—Los peelers han visto a un joven enfrentándose a un asesino con un arma terrible, y por ahora esa es la verdad que deberíamos imprimir y celebrar. Sin embargo, añadiré una tintura, por así decirlo, de naturaleza levemente distinta, relatando que el héroe del día se apiadó del miserable, comprendiendo que había perdido el juicio a consecuencia de las cosas horripilantes que había presenciado en las últimas guerras. Escribiré que insististe con gran elocuencia en que el propio señor Todd había sido víctima de esas guerras, igual que lo fueron los hombres de su sótano. Me encargaré de que tu punto de vista llegue a las autoridades. La guerra es algo horrible, y muchos regresan de ellas con heridas invisibles al ojo.
—Muy listo por su parte, don Charlie, eso de cambiar el mundo garabateando un poco en los periódicos.
Charlie suspiró.
—Tal vez no lo cambie. A Todd o bien lo colgarán o bien lo enviarán a Bedlam. Si no tiene suerte, porque dudo que pueda pagarse una estancia confortable allí, será Bedlam. Por cierto, te lo agradecería mucho si pudieras acudir a las dependencias del Punch mañana para que nuestro ilustrador, el señor Tenniel, pueda hacerte un retrato para imprimirlo.
Perillán intentó asimilar todo aquello, y al cabo dijo:
—¿De quién dice que quiere depender?
—No voy a depender de nadie. Las dependencias son las oficinas, y el Punch es una nueva revista sobre política, literatura y humor, que por si no lo sabes significa cosas que hacen reír y, con un poco de suerte, pensar. Uno de sus fundadores fue el señor Mayhew, nuestro común amigo. —De pronto Charlie se quedó boquiabierto y apuntó unas palabras en el papel que tenía delante—. Y ahora márchate, pásalo bien y, por favor, vuelve mañana tan temprano como puedas.
—Bueno, si me disculpa, señor, de todas formas tenía otra cita —dijo Perillán.
—¿Tú tenías otra cita, Perillán? Caramba, me da la impresión de que te estás convirtiendo en un hombre de lo más polifacético.
Mientras Perillán salía a toda prisa, se preguntó qué había querido decir Charlie exactamente. No iba a preguntárselo ni muerto, pero averiguaría lo que significaba tan pronto como pudiera. Por si acaso.