Capítulo 15

En manos de la Dama

Con las siete de la tarde cada vez más cerca, Perillán repasó todas sus precauciones y preparativos antes de salir de la alcantarilla a cierta distancia, para que lo vieran caminando con desparpajo hacia el establecimiento público El León.

No lo sorprendió ver al señor Bazalgette sentado en un banco de la calle, vestido con lo que tal vez llamaría ropajes prácticos para deambular bajo las calles de Londres. El joven parecía un niño esperando a que empezara el espectáculo de «Punch y Judy», y estaba engalanado con instrumental diverso y un cuaderno de buen tamaño, además de haber tenido la previsión de traer linterna propia, aunque Perillán ya había pedido prestadas tres de ellas. Había previsto cobrarse algunos favorcillos que le debían, pero para eso estaban los favores.

El joven ingeniero rodeaba con manos remilgadas una pinta de cerveza de jengibre, y casi sin saludar siquiera emprendió una conversación con Perillán acerca de la naturaleza de las cloacas, con referencias al caudal de agua que Perillán había visto en ellas, la tasa de infestación por ratas, los peligros de estar bajo tierra y demás temas de interés para un caballero tan entusiasta como Bazalgette.

—¿Se hace el ánimo de ver a su Dama, don Perillán? —preguntó.

«Sí, a las dos», pensó Perillán, pero sonrió y dijo:

—No la he visto nunca, ni una sola vez. Pero a veces, ya sabe, cuando estás solo allí abajo, da la sensación de que alguien ha pasado a tu lado y se nota un cambio en el aire, y cuando miras abajo todas las ratas están correteando como locas en la misma dirección. Y luego hay veces en que te fijas en un trozo de pared podrida de alcantarilla y algo te dice que a lo mejor valdría la pena hurgar un poco entre los ladrillos medio deshechos. Así que echas un vistazo y ¡aleluya! Hay un anillo de oro con dos diamantes engarzados. A mí me pasó una vez. —Y al momento añadió—: Hay alcantarilleros que dicen que la han visto, pero se supone que solo pasa cuando están muriendo, y yo no tengo intención de hacerlo hoy. Eso sí, señor, estaría encantado de verla ahora mismo si me puede señalar un alcantarillón.

A lo que siguió una conversación sobre los legendarios alcantarillones y cómo llegaban a formarse. Por suerte, apenas iniciada llegó un gruñón que escupió a Charlie y al señor Disraeli, que tenía una sonrisa tan limpia como su atuendo pero también parecía algo inquieto, como tendían a estar los ciudadanos razonables en las inmediaciones de Seven Dials. Charlie lo hizo sentarse en el banco y entró en el pub, de donde salió poco después acompañado de un hombre con dos pintas de cerveza en una bandeja. El señor Bazalgette se frotó las manos.

—Bueno, caballeros —dijo—, ¿cuándo empezamos?

—Muy pronto, señor —respondió Perillán—. Pero ha habido un pequeño cambio de planes. La señorita Burdett-Coutts quiere que uno de sus lacayos nos acompañe para ver si la excursión lo anima a labrarse un futuro mejor. —En tono animoso, añadió—: A lo mejor acaba haciéndose ingeniero como usted, señor.

Perillán cerró la boca, porque un carruaje muy elegante con dos cocheros fornidos acababa de entrar en el patio del pub, y sus portezuelas se abrieron para dejar salir al mencionado lacayo, algo más relleno en algunas zonas que el lacayo medio y —bien, pensó Perillán— con un intento de perilla mal afeitado en el rostro. Simplicity, con la posible ayuda de Angela, estaba tomándose muy en serio aquella farsa. Los demás se la tomaron con resignación.

No era mal disfraz en absoluto, ya que muchos sirvientes jóvenes engordaban un poco con todas las sobras, pero para cualquiera que la hubiera visto con vestido allí estaba Simplicity, absolutamente Simplicity y, en opinión de Perillán, más hermosa que nunca aun mal afeitada. Pero la joven se había equivocado en una cosa: ¡no tenía los muslos gordos! No, en la mente de Perillán estaban tallados a la perfección, y tuvo que obligarse a dejar de pensar en sus piernas y volver a la tarea que tenía por delante.

No estaba muy seguro de lo que estaría pensando Joseph Bazalgette, pero era muy posible que fuese en alcantarillas y, de todos modos, apenas se había relacionado con Simplicity en la fiesta. Y como Angela estaba presente, Charlie y Disraeli estaban viendo —¡sí, perfecto!— lo que se suponía que debían ver. Perillán pensó que era una especie de niebla política.

La señorita Coutts se asomó por la ventanilla del carruaje y dijo:

—Volveré dentro de hora y media para recoger a mi lacayo, caballeros. Confío en que cuiden bien de él porque no querría tener que responder por él ante su llorosa madre. Roger es muy buen chico, más bien tímido y poco hablador. —Y añadió con cierto tono—: Si sabe lo que le conviene.

La ventanilla del carruaje volvió a cerrarse y la señorita Angela se marchó. Fue Charlie quien dijo:

—Bueno, caballeros, ¿qué tal si empezamos? Ahora estamos en sus manos, don Perillán.

Cualquier plan que se urdiera en las barriadas tenía que pensarse con mucho detenimiento, como sabía Perillán. Por eso, justo antes de salir del patio dejó caer un puñado de medios peniques y cuartos al suelo, para que los pilluelos del lugar tuvieran cosas más interesantes entre manos que seguirlos, concentrados en disputar a los demás aquella repentina tempestad de riqueza.

Perillán marcó un paso animado y dio una serie de rodeos y repeticiones innecesarias hasta llegar a la entrada de alcantarilla de su elección, y procedió a ayudar a bajar al grupo miembro a miembro, empezando por el joven lacayo.

Cuando estuvieron todos reunidos, mirando con los ojos muy abiertos los ladrillos medio podridos y la vida sin nombre que crecía en las paredes, se llevó un dedo a los labios para pedirles silencio, avanzó unos pasos e hizo el silbido en dos tonos, que se alejó flotando por los túneles. Esperó una respuesta que no se produjo. No esperaba que aquel día hubiera más alcantarilleros pero, de haberlos, le habrían devuelto la señal; era de sentido común que todo el mundo supiera si había alguien más trabajando allí abajo.

—Y ahora, caballeros —dijo con desenfado—, bienvenidos a mi mundo. Como pueden ver, con la luz que entra hasta parece un pelín dorado. Es increíble lo mucho que se cuela el sol. ¿Qué le parece, señor Disraeli?

Disraeli, que disgustó un poco a Perillán al ver que llevaba puestas unas botas adecuadas a su propósito, torció el gesto y respondió:

—Bueno, el olor no se lo recomendaría a nadie, pero no está tan mal como esperaba.

Perillán sabía que debía de ser cierto, porque había dedicado buena parte de las horas anteriores y de sus mejores esfuerzos a preparar el tramo de alcantarilla más saludable que el mundo había visto nunca. Al fin y al cabo, Simplicity iba a caminar por él.

—En los viejos tiempos era mejor —comentó—. Ahora que la gente está abriendo agujeros desde sus casas, ya no tanto, pero ustedes miren dónde pisan y, por favor, si les pido que hagan algo, háganlo con celeridad y sin cuestionarlo.

Estaba muy orgulloso de haber dicho «celeridad», porque de vez en cuando Solomon le soltaba alguna palabra que no entendía y Perillán tenía buena memoria. Dejó que anduviesen durante un rato y después, como un guía de viajes, miró hacia abajo y dijo, en el tono empalagoso de los hombres de la corona y el ancla:

—Estamos llegando a un lugar interesante y que a veces trae suerte a los alcantarilleros. —Dio un paso atrás—. Señor Disraeli, ¿quiere probar suerte alcantarilleando? Veo que ha echado el ojo a lo que siendo generosos llamaríamos una «barra de arena» en el suelo, al lado de ese chorrito, y debo decir que con mucha razón, señor, así que tenga este palo y le sugiero que lo compruebe.

El grupo avanzó mientras Disraeli, con la sonrisa congelada de quien quiere hacerse ver a la altura del desafío y no se atreve a negarse, cogía el palo de manos de Perillán y se acercaba cauteloso al montón de residuos variados. Se agachó y empezó a remover de mala gana hasta que Perillán sacó un par de guantes finos y se los entregó, diciendo:

—Pruebe con estos, señor. Van muy bien para según qué circunstancias, si puede permitírselos.

Le pareció que Disraeli estuvo a punto de dejar escapar una risita —resultó que no estaba desprovisto del todo de agallas—, pero se puso los guantes, se arremangó e introdujo una mano en el montón, gesto que tuvo como recompensa un tintineo.

—¡Vaya! —exclamó Perillán—. ¿Será suerte del principiante lo que tenemos aquí? Eso ha sonado a guita, se lo digo yo. A ver qué ha encontrado.

Se apiñaron a su alrededor y Disraeli, casi estupefacto, levantó una moneda de media corona, tan brillante y sin pátina como el día que la acuñaron.

—Madre mía, señor, tiene la suerte del alcantarillero, no puede ser otra cosa. Más me vale que no vuelva a bajar por aquí, ¿eh? Yo en su lugar probaría otra vez, señor, porque donde hay una moneda muchas veces se encuentra otra. Además, piense que hacen falta dos para tintinear. Todo depende de cómo corra el agua, ¿saben? Nunca se sabe del todo dónde puede aparecer el botín del día.

Volvieron a estirar el cuello todos mientras Disraeli, ahora con todo signo de entusiasmo, escarbó en el montón de desechos hasta que un nuevo tintineo acompañó a un anillo de oro y diamantes, que el político sostuvo en alto.

—No me lo puedo creer, señor. —Perillán extendió la mano hacia el anillo y Disraeli apartó la suya, hasta que cayó en que era de mala educación y dejó que Perillán cogiera su tesoro—. Bueno, señor, es de oro, eso sí. Pero no son diamantes de verdad, son de pasta. Impresionante, ¿verdad?, aunque ahí lo tiene: en su primer intento ya se ha sacado el jornal de un obrero. —Perillán enderezó la espalda—. Deberíamos seguir adelante, no vayamos a quedarnos sin luz, pero a lo mejor nuestro joven amigo quiere ser el siguiente en probar. ¿Le apetece, maese Roger? ¡Podría sacarse un jornal como ha hecho el señor Disraeli!

La propuesta le valió una gran sonrisa, y Disraeli, también con los dientes muy pelados, comentó:

—Se parece un poco al juego de sacar regalitos de un barreño, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo Perillán—, pero ahora mismo no hay muchas ratas por aquí ni está muy mojado. Están viendo esto en su mejor momento.

Bazalgette y Disraeli se pusieron a hablar de la construcción de las cloacas, mientras el primero daba golpecitos a los ladrillos de vez en cuando y el segundo intentaba evitar compromisos como el de invertir dinero en mejorarlas. Charlie los seguía un poco rezagado, tomando notas y observando, con sus preocupantes ojos despiertos en todas partes.

Avanzaron despacio y con cautela, agachándose a veces cuando el techo parecía combarse, hasta que Perillán señaló un par de ladrillos rotos.

—Ahí podría haberse quedado atrapada una moneda o dos. Es como una presa en miniatura, ¿lo ven? El agua pasa, pero las cosas pesadas se enganchan. Esta le toca a usted, maese Roger. Tengo otros guantes.

Se los pasó al lacayo mientras le guiñaba el ojo.

Lo embargó la euforia mientras la chica se arrodillaba en la fangosa penumbra, observaba los ladrillos, daba tirones y empujones durante un rato y por fin se levantaba con algo en la mano. Dio un respingo, que imitó Disraeli antes de decir:

—¿Otro anillo de oro? Debe usted de vivir como un lord, don Perillán. Enhorabuena, señorita Simplicity.

De pronto las alcantarillas se quedaron en un silencio que solo rompía alguna gota al caer. Al poco tiempo Charlie carraspeó.

—Ben, que me aspen si entiendo cómo has podido confundir a este joven, por apuesto que sea, con la dama en cuestión. Imagino que los vapores de este lugar se han sumado a tu júbilo por haber encontrado un oficio nuevo y sospecho que han conspirado para subírsete momentáneamente a la cabeza.

Disraeli tuvo la elegancia de responder:

—Sí, sí, eso habrá sido. Qué tonterías digo.

Joseph Bazalgette se limitó a componer una sonrisa nerviosa, como quien sabe que se le ha quedado un chiste sin captar, y volvió a su detallada inspección de la pared de la alcantarilla.

Quien preocupaba a Perillán era Charlie, que hablaba poco, observaba y se había inclinado hacia delante y tal vez hubiera notado el segundo respingo que dio Simplicity al leer la inscripción del anillo, y casi con certeza se había dado cuenta de que se había girado con los ojos como platos para mirar directamente a la cara de Perillán. Con Charlie nunca podía estar seguro del todo: siempre le daba la impresión de poder mirar dentro del cerebro de Perillán e incluso lo que había al otro lado. Se apresuró a decir:

—Hagamos una cosa, amigos. Dejen que me adelante un poco. Alcantarilleen todo lo que quieran y yo indicaré algunas cosas interesantes al señor Bazalgette. Por supuesto, todo lo que encuentren les pertenece. Y si yo fuera usted, maese Roger, me guardaría ese anillo a buen recaudo en el bolsillo, y ahora mismo.

Sabía lo que iba a ocurrir a continuación. Pasaba lo mismo a todos los alcantarilleros nuevos: cuando encontraban su primera moneda, se apoderaba de ellos la fiebre de la alcantarilla. Allí había dinero que recoger, y Simplicity y Disraeli ya estaban fascinados por los huecos en los ladrillos, los hoyos interesantes, los montoncitos de basura y todo lo que pareciera centellear.

El señor Bazalgette, en cambio, refunfuñaba y tomaba medidas al mismo tiempo.

—Estos ladrillos no sirven para nada —dijo desde una esquina cercana—. Están podridos. Habría que sacarlos y volver a levantar la pared, pero recubierta de azulejo para que no le entre agua; no hay otra forma de progresar.

—Por desgracia, no tenemos los fondos —dijo Disraeli, absorto en lo que resultó ser media rata muerta.

—Pues si no hay fondos, tendremos que quedarnos con el hedor —replicó Bazalgette—. He visto el río cuando hay marea baja y es como si el mundo entero hubiera tomado un purgativo. Es imposible que sea saludable, señor.

Siguieron caminando mientras se lo permitía la luz, y la cosecha conjunta de los dos aspirantes a alcantarillero ascendió a un chelín y un cuarto de penique más que Disraeli, eso había que reconocérselo, ofreció a Simplicity con una inclinación. Y Charlie siguió observando, con las manos en los bolsillos y una curiosa sonrisa calculadora, sacando de vez en cuando su condenado cuadernillo para tomar notas, vitoreando algún hallazgo y en ocasiones estudiando los montoncitos más pequeños de basura.

La luz empezaba a escasear. No había problema: tenían faroles de sobra. Perillán se había asegurado de que hubiera uno por persona, aunque en general él podía ingeniárselas sin iluminación artificial. Pero las linternas solo alumbraban pequeños círculos en la oscuridad y, a medida que la luz cambió, las alcantarillas empezaron a cobrar una vida propia. No era siniestra de por sí, pero los ruiditos se hacían más nítidos, las ratas dejaban sus quehaceres para apartarse de ellos, el goteo de agua desde el techo pareció intensificarse, las sombras empezaron a dar la impresión de moverse y el conjunto podría dar a entender a alguien que, si tropezaba con algún ladrillo a medio desmigajar, o si se equivocaba al girar en los lugares donde confluían las alcantarillas, de pronto estaba muy lejos de lo que conocía como civilización.

Perillán pensó: «Bueno, Simplicity no debería tener ningún problema». Había preparado con mucho cuidado la ruta especial, con el ocasional ladrillo más ligero que los demás y montones de cascotes y desperdicios para ocultar todos los desvíos. Cayó en que la joven lo miraba con intensidad y se dijo que no era momento de perder los nervios. Bastaría con unos pocos minutos más, pensó. Cuando te falla el sol es cuando te conviertes en un auténtico alcantarillero.

Mientras pensaba aquello, Charlie dijo:

—Hay un lugar con muy buen aspecto por ahí, Perillán. Cuesta verlo, pero se distingue algo similar a una entrada.

Perillán se apresuró a retroceder hasta él.

—No dé ni un paso más en esa dirección, señor, que es muy peligroso. El suelo está desgastado por el agua y hay muchos túneles atascados; las alcantarillas están llenas de sitios como ese, porque se limpian muy poco. En fin, como ya nos queda muy poca luz, ¿qué les parece si aceptamos todos que el señor Disraeli es, además de un caballero, todo un alcantarillero? ¡Hurra!

Simplicity —es decir, maese Roger— estalló en carcajadas, imitada por Bazalgette, y Charlie aplaudió, y al concluir sus palmadas hubo otro sonido, un sonido rasposo, el inconfundible sonido de que por delante de ellos una palanca estaba levantando una tapadera de desagüe.

—¿Qué ha sido eso, Perillán? —preguntó Charlie.

Perillán le quitó importancia encogiéndose de hombros antes de responder.

—Podría ser cualquier cosa, señor. A veces las alcantarillas te engañan, podría decirse. El sol se ha puesto, las cosas se encogen y se ensanchan, o eso dicen, y hacen toda clase de ruiditos. En realidad hoy ha hecho bastante calor. Hay veces en las que uno diría que no está solo aquí abajo, pero si damos media vuelta tenemos el camino fácil hacia el lugar por donde hemos entrado. Tampoco es que hayamos recorrido un gran trecho, la verdad.

El señor Bazalgette meció su linterna mientras decía:

—Yo querría quedarme un poco más de tiempo, si no les importa.

Perillán tuvo que tranquilizarlo con la promesa de llevarlo a explorar más lejos al día siguiente, quizá acompañados por don Henry Mayhew, que no había podido unirse a aquella pequeña excursión.

Después de decirlo, volvió a hacer el silbido de dos notas de los alcantarilleros. No se lo devolvieron, y eso lo inquietó, porque cualquier alcantarillero habría silbado también. Hasta los cazarratas daban una voz cuando oían un silbido de alcantarillero, sabiendo que evitaría situaciones incómodas a las dos partes. «Qué le vamos a hacer —pensó—. Era un plan bastante bueno, sí que lo era, pero no puede hacerse si aquí abajo hay alguien más paseando». Gimió para sus adentros. Bueno, quizá al día siguiente se le ocurriera otro plan.

Pensó que no había oído más ruidos después del sonido rasposo, aparte de los de su grupito, y eso significaba que alguien estaba intentando no hacerlos. Por tanto, lo importante era sacar de allí a Simplicity. Podía ser un alcantarillero joven que aún estuviera muy verde o podía ser otra cosa… pero no valía la pena arriesgarse. A Simplicity no debía ocurrirle nada.

Mantuvo una actitud risueña mientras pastoreaba su pequeño rebaño de vuelta por donde habían venido, maldiciendo en silencio a cada paso. No era un trayecto tan fácil como pudiera haber previsto, ni siquiera con la luz de los faroles, que tampoco llegaba tan lejos.

—Caballeros, si no les importa querría comprobar algunas cosillas aquí abajo —dijo mientras se acercaban a la salida de la alcantarilla—. Cuando hayan subido, confío en que puedan cuidar de… Roger hasta que llegue el carruaje. A veces entran algunos indeseables… bueno, más indeseables que lo que ya hay aquí abajo. Voy a echar un vistazo rápido por ahí y volveré muy pronto. Seguro que no es nada, pero estando también aquí el señor Disraeli, creo que será mejor andar con pies de plomo.

Simplicity lo miraba atenta, el señor Bazalgette tenía aspecto abatido y Charlie se limitaba a deshacer el camino con paso tranquilo pero cuidadoso. El señor Disraeli los sorprendió un poco a todos cogiendo la mano de Simplicity.

—Venga conmigo, señorita… amigo. La verdad es que me vendría bien un poco de aire fresco.

Cuando salieron a la calle, Perillán se acordó de insistir:

—Digo yo que no será nada, alguna tontería, pero más vale que me asegure.

Volvió a dejarse caer a la alcantarilla y se sintió libre, libre de otras personas. Había entrado alguien más en su alcantarilla y, si fuese alguna de las cuadrillas de trabajadores, habría oído algún grito del estilo de «¡Largo de aquí, alcantarilleros!», que no era el saludo más amistoso del mundo pero al menos sí un gesto humano. No, allí abajo había alguien. No podía ser el Peregrino, ¿verdad? Sería demasiada casualidad. Pero sabía la Dama que aún había quienes buscaban a Perillán, y todo el mundo sabía dónde era fácil encontrarlo. Bueno, por lo menos estaba en su territorio, por pegajoso y maloliente que fuera.

Ya a oscuras, oyó el traqueteo de un carruaje por encima y varias voces, una de las cuales pertenecía sin asomo de duda a Simplicity. Dio un profundo suspiro de alivio. Muy bien, ahora pasara lo que pasara no podía pasarle a ella. Se repitió que, por supuesto, era casi imposible que fuese el Peregrino, que además seguro que era un cuento de viejas, a fin de cuentas… pero por mucho que lo intentara, su ánimo cayó en picado del buen humor optimista al «Soy tonto, joder». Si el Peregrino llevaba tan bien su negocio, a aquellas alturas tenía que saberlo todo acerca de Perillán y Simplicity.

Ese fue solo el principio de las terribles visiones que se disputaban el espacio ante sus ojos. Por su mente se sucedieron las imágenes, unas imágenes espantosas. A ver, ¿alguien como el Peregrino se metería en las alcantarillas? Quizá alguien le hubiera pagado lo suficiente. ¿Y qué más escenas podía regurgitar su mente al borde del pánico? Todo el mundo sabía que Perillán había bajado a la alcantarilla con su grupo. ¿A quién conocía el Peregrino? ¿Cuánto corrían las noticias? ¿Cómo de listo tenía que ser alguien como el Peregrino para seguir vivo habiéndose ganado enemigos en tantos países? ¿Cómo de idiota había sido Perillán, el bueno de Perillán, para haber creído que podía pasar por alto esa amenaza? Pero quizá fuese otra persona…

Bueno, de momento Simplicity estaba a salvo. Por lo tanto, lo más razonable que podía hacer Perillán era salir de la alcantarilla a toda prisa, antes de que el extraño lo alcanzara, pero con el corazón aporreándole las costillas como nunca se detuvo a considerar sus limitadas opciones. Sí, podía salir a la calle por otro desagüe que había más adelante, pero en el tiempo que le costaría llegar podía pasar cualquier cosa y, si trataba de coger la salida más cercana, fuese quien fuese el desconocido —y de pronto tuvo la certeza de que sí era el Peregrino y estaba atrapado allí abajo con él— podría salir pisándole los talones.

Entonces la luz solar se esfumó del todo. Perillán pensó: «Este es mi mundo. Me conozco hasta el último ladrillo. Me sé todos los sitios donde dar un mal paso te deja hundido hasta la cintura en pringue apestoso». Y concluyó: «Muy bien, aquí estoy». Quizá pudiera aprovechar la situación. Trazar un plan nuevo, una forma distinta de alcanzar el mismo objetivo. Y en su mente apareció Julio César, aunque desde que había visto la obra lo imaginaba sentado en un retrete y la imagen lo acompañaría mucho tiempo, y Perillán pensó: «Era un guerrero, ¿verdad?, un fulano muy difícil de matar».

—Eso es —susurró, y levantó la voz en la oscuridad—. Venga, sal. Estoy aquí, amigo. ¿Quieres que te enseñe el paisaje?

Al mirar hacia abajo supo que sin duda se le acercaba alguien, porque las ratas corrían en tropel en su dirección, tratando de huir de quienquiera o lo que fuese que subía alcantarilla arriba. Perillán ya se había apretado contra el muro de la alcantarilla, con casi todo el cuerpo metido en el pequeño recoveco que habían dejado unos ladrillos ancestrales al caer (y donde recordaba con cariño que una vez encontró dos cuartos de penique y uno de los viejos cuatro peniques de plata que ya no se veían por ahí).

Las ratas pasaban sobre él y a su alrededor como si no estuviera, y pensó: «Me ven casi todos los días». Él nunca las había cazado, ni aplastado a pisotones, ni siquiera intentaba espantarlas. Las dejaba en paz y ellas lo dejaban en paz a él. Además, no tenía muy claro qué opinaría la Dama de que fuese cruel con sus pequeñas súbditas. El Abuelo siempre había sido muy categórico en aquello y decía que «si pisas una rata, estás pisando la túnica de la Dama». Perillán habló en susurros para no perturbar el silencio.

—Dama, soy Perillán otra vez. ¿Se acuerda de la suerte que le mencioné? Me vendría muy bien ahora, si no es molestia. Gracias por anticipado, Perillán.

Y de la oscuridad llegó el chillido de una rata herida. Podían tener unas muertes bastante escandalosas, sí, y ahí llegaba otro gritito, mientras crecía el caudal de ratas que pasaban correteando sobre él y a su alrededor.

De pronto, apenas visible en aquella luz cochina, vio al intruso, que recorría la alcantarilla con encomiable velocidad y hasta dejó atrás a Perillán en su escondrijo apestoso, ya que el joven se había vuelto invisible del todo con el mismo color, y ciertamente el mismo olor, que la cloaca en sí. Las ratas también corrían por encima del intruso, pero él les daba golpes con algo que Perillán no acertaba a distinguir, y las ratas chillaban, y seguro que la Dama estaría escuchando.

En la mano de Perillán había aparecido —¡sí!— la navaja de Sweeney Todd. La había traído no tanto a modo de arma como de talismán: era un regalo del destino que había cambiado su vida, como había cambiado la de Sweeney Todd. En un día como aquel, ¿cómo podría haberla dejado en casa?

A los ojos de Perillán, adaptados a la oscuridad, llegó el brillo del estilete que el hombre llevaba en la mano. Era un arma de asesino, más que ninguna otra que hubiera visto. Ningún matón decente usaría una cosa como esa. Tuvo el pensamiento repentino, rápido y completo de que allí abajo no tenía nada que temer. Estaba en su mundo y podía sentir el apoyo de la Dama, estaba convencido. No, quien debería estar asustado era el hombre que avanzaba con sigilo por la alcantarilla, a plena vista de Perillán… que le saltó encima y lo derribó al instante, y por muy asesino que fuera era difícil usar un estilete espatarrado en el fango y con Perillán sentado sobre la espalda.

Perillán era un joven nervudo, pero mantuvo al hombre más o menos fijo contra el suelo como si estuviera clavado a él, mientras aporreaba toda parte del hombre que pudiera aporrearse. Su enemigo intentó zafarse, pero Perillán tocó su garganta con el frío acero y susurró:

—Si sabes algo de mí, sabes que lo que tienes al cuello es la navaja de Sweeney Todd, que está afiladísima, ¿verdad que sí?, y quién sabe lo que podría cortar. —Permitió que el hombre tendido sacara al menos la boca y la nariz del fango un momento antes de añadir—: De verdad que esperaba más que esto de un asesino. ¡Venga, habla!

Perillán cogió el estilete y lo arrojó a las tinieblas.

El sujeto que tenía debajo escupió barro y un trozo de la que tal vez un día formara parte de una rata e intentó decir algo que Perillán no entendió, por lo que preguntó:

—¿Qué es lo que has dicho?

Y una voz, una voz de mujer, terció:

—Buenas tardes, don Perillán. Si se fija bien, verá que tengo en la mano una pistola de considerable potencia. No hará ni el menor movimiento hasta que mi amigo deje de vomitar de forma tan desagradable, momento en el que supongo que querrá hacer con el prójimo así como el prójimo acaba de hacer con él. Mientras tanto, te quedarás de pie sin dar un paso y apretaré el gatillo si te mueves aunque sea una sola pulgada. Después mataré a tu amiga con calma… Por cierto, no es que tenga demasiado aprecio a ese caballero de ahí, que ni de lejos es el mejor ayudante con que he contado. Ay, ay, ay, ¿por qué todo el mundo da por sentado que el Peregrino es un hombre?

La propietaria de la voz se acercó más y Perillán pudo verlas tanto a ella como a su pistola.

No había discusión posible: la Peregrina era atractiva incluso con tan poca luz, y Perillán no pudo precisarle el acento. No era china y sin duda tampoco europea, aunque hablara un inglés muy fluido. Perillán llevaba el pimentero de Sol metido en la bota porque más adelante lo habría necesitado, aunque por supuesto el plan inicial había saltado por los aires.

—Disculpe, señorita —dijo—, pero ¿por qué quiere matar a Simplicity?

—Porque cuando lo haga me pagarán una suma muy considerable de dinero, joven. Supongo que ya te lo imaginabas. Por cierto, contigo no tengo asuntos pendientes, aunque cuando Hans pueda ponerse de pie estoy segura de que querrá tener una conversación breve, muy breve, contigo. Solo tenemos que esperar a que el pobre se recupere. —La chica, porque la Peregrina tenía aspecto de chica no mucho mayor que Simplicity (y Perillán tuvo que reconocer que un poco más delgada), le dedicó una sonrisa encantadora—. Ya falta poco, don Perillán. ¿Y qué es lo que mira tan fijamente, aparte de a mí, por supuesto?

Perillán estuvo a punto de tragarse la lengua, pero dijo:

—Bueno, señorita, no es que mirara, ya sabe, solo estaba rezando a la Dama.

Y era cierto que rezaba, pero también estaba observando cómo cambiaban las sombras. Bailaban incluso allí abajo.

—Ah, sí, ya había oído hablar de ella. La Madonna de las alcantarillas, la diosa Cloacina, la dama de las ratas, y veo que esta tarde se nos ha unido el grueso de sus fieles.

Las sombras que había detrás de la mujer volvieron a sufrir un cambio sutil. Y la esperanza, que había desaparecido durante un rato, volvió de repente. Perillán se preocupó de que no asomara a sus rasgos mientras la Peregrina seguía hablando.

—Te honra la fe que muestras suplicando a las tinieblas, pero me temo que haría falta algo más que unas ratas para salvarte, por muy fijamente que mires la oscuridad…

—¡Ya! —chilló Perillán, y el pesado trozo de madera que había en las manos de Simplicity voló hacia la nuca de la Peregrina y la derribó de golpe al suelo.

Perillán saltó, resbaló y asió la pistola antes de darse un atropellado cabezazo contra la pared de la alcantarilla y espantar a las ratas, que salieron corriendo y chillando por todas partes.

Dio otra patada rápida a Hans para asegurarse de que no se levantara en otro rato y Simplicity, con gran aplomo, se sentó encima de la mujer. Perillán dio gracias en silencio por las contundentes salchichas alemanas y gritó a viva voz:

—¿Por qué has vuelto? ¡Esto es peligroso!

Simplicity miró a Perillán desconcertada y respondió:

—Pues porque estaba mirando el anillo que he encontrado y llevaba inscrito con letra muy pequeña: «Para S., con todo el amor de Perillán». ¡Así que claro que tenía que volver! Pero no he hecho ruido, porque has dicho que no había que hacer ruido en las alcantarillas. He dicho a los demás que esperaría a que salieras de aquí abajo, pero he pensado que algo iba mal. Y en fin, me habías dicho que el Peregrino siempre lleva a una mujer muy guapa con él, y he pensado que una dama atractiva que acompañe a alguien como ese asesino tiene que ser una mujer muy poderosa. Me he preguntado si se te habría ocurrido también a ti, y parece, mi queridísimo Perillán, que tenía razón.

Entre los ecos de aquel pequeño discurso, durante un breve y nebuloso momento, a Perillán le había parecido oír la voz del Abuelo, con su timbre alegre y desdentado, diciéndole: «¡Ya te lo decía yo! Eres el mejor alcantarillero que he conocido. Ya tienes tu alcantarillón. Esa joven de ahí… ¡ella es tu alcantarillón, chaval!».

No tenía más salida. Tras dar un fuerte pisotón a la Peregrina se acercó a Simplicity, la abrazó y le dio un beso, que por desgracia no pudo alcanzar su duración óptima porque saltaba a la vista que les quedaba mucho que hacer.

Simplicity había dado un buen golpe a la Peregrina; tenía pulso, pero también algo de sangre aquí y allá, y sin duda la asesina tardaría todavía un rato en poder levantarse. En cambio, el hombre sí, aunque fuese sin mucho entusiasmo porque tener la boca llena de surtido de alcantarilla quita las ganas a cualquiera. Estaba doliéndose, tambaleándose y goteando… goteando un limo verde.

Perillán lo agarró y le dijo:

—¿Sabes inglés?

No entendió la respuesta, pero Simplicity se acercó y, tras un breve interrogatorio, dijo:

—Es de una de las Alemanias, de Hamburgo, y parece muy asustado.

—Bien, pues dile que si se porta bien y hace lo que le decimos, a lo mejor puede volver a ver su patria. No le digas que creo que lo que verá de ella es un patíbulo, porque no quiero que se preocupe. Ahora mismo necesito hacerme amigo de este pobre hombre al que descarrió una mujer malvada, y que creo que puede venirnos muy bien… ¡Ah, y dile que se quite los pantalones, deprisa!

Eran unos pantalones extranjeros y bastante buenos, pero con el hombre desnudo plantado delante de él Perillán los cortó en tiras y las usó para atar a la postrada Peregrina y su empleado.

Simplicity era toda sonrisas, pero su expresión se nubló mientras decía:

—¿Qué hacemos ahora, Perillán?

—Lo mismo que en el plan —respondió él—. Ya sabes el sitio del que te hablé. Lo llamamos el Caldero porque se convierte en eso cuando hay una buena tormenta, pero por eso mismo al menos está más limpio que casi todo lo de aquí abajo. ¿Te acuerdas de los ladrillos más ligeros? Allí hay comida y una botella de agua. Y llegará gente corriendo cuando se oiga el disparo. —Le entregó el pimentero de Solomon—. ¿Sabes cómo se disparan estos trastos si hace falta?

—Bueno, he visto disparar a hombres, con mi… marido, y creo que sabría hacerlo.

—¡Exacto! —dijo Perillán—. Solo hay que apuntar el trocito del final hacia cualquiera que te entre por el ojo izquierdo, y listos. Si todo va bien, creo que podré ir a buscarte más o menos a medianoche. Tú no te preocupes: ahora mismo lo peor que hay en estas alcantarillas soy yo, y estoy de tu parte. Oirás voces, pero tú quédate escondida y no hagas ningún ruido, y sabrás que soy yo el que va a buscarte porque me oirás silbar, como habíamos planeado.

Simplicity lo besó.

—Tu primer plan también habría funcionado, Perillán.

Levantó las manos para que él las viera y se puso el anillo que había «encontrado» alcantarilleando, y después se marchó siguiendo el camino de ladrillos un poco más ligeros en la oscuridad.

Perillán trabajó deprisa. Volvió corriendo alcantarilla abajo, hasta el lugar donde había prohibido a Charlie que entrara, y sacó del escondrijo y de entre los fardos de lavanda los restos mortales de la pobre y desgraciada chica, tan rubia como Simplicity y vestida con unos bombachos y un gorro idénticos a los suyos. Le puso en el dedo frío el maravilloso anillo, el anillo de oro con el blasón de águilas.

Faltaba la peor parte. Sacó la pistola de la Peregrina, resolló unas cuantas veces, disparó al cadáver en el corazón dos veces, porque la asesina acostumbraría a asegurarse con un segundo disparo, y asqueado y casi sin mirar abrió fuego por tercera vez hacia una mejilla, donde las ratas ya habían empezado a… bueno, a hacer lo que hacían siempre con un cadáver fresco y apetitoso. Pidió perdón con un susurro. Fue a otro recoveco de la basura que se acumulaba en la alcantarilla y sacó un cubo lleno de sangre de cerdo. Lo vertió mientras intentaba no estar del todo allí, mientras trataba de volverse un espíritu que observaba al que hacía todas aquellas cosas, porque siempre que se decía a sí mismo que no había hecho nada malo de verdad, había una pequeña parte de él que lo discutía.

Y acto seguido regresó por la alcantarilla, se sentó y se echó a llorar mientras oía los pasos que llegaban chapoteando con prisas, sorprendentemente encabezados por Charlie, que había adelantado a dos policías. Encontraron a Perillán hecho un ovillo y llorando a lágrima viva, lágrima que en aquel momento salía por iniciativa propia.

—Sí —farfulló Perillán entre sollozos—, está muerta, está muerta de verdad… Pero he hecho todo lo que he podido, de verdad que sí.

Una mano se posó en la nuca de Perillán y Charlie dijo:

—¿Muerta?

—Sí, Charlie —respondió Perillán mirándose las botas—. Le han disparado. No he podido hacer nada. Ha sido… el Peregrino, un asesino hecho y derecho. —Levantó el rostro y sus lágrimas reflejaron la luz de los faroles—. ¿Qué oportunidad podía tener alguien como yo contra alguien como él?

Charlie miró iracundo al joven.

—¿Me estás diciendo la verdad, Perillán?

Este alzó la vista sin bajar la frente.

—Ha sido todo tan rápido que lo tengo un poco como una niebla. Pero sí, yo diría que es la verdad.

De pronto la cara de Charlie estuvo mucho más cerca de la de Perillán.

—¿Una niebla, dices?

—Eso mismo, la clase de niebla en la que la gente ve lo que quiere ver.

¿Era una insinuación de sonrisa lo que asomaba a los ojos de Charlie? Perillán confió en que sí.

—Supongo que habrá un cadáver.

Perillán sonrió con tristeza.

—Sí, señor, puedo llevarlos donde está ahora mismo. Es más, creo que debería.

Charlie insistió con un hilo de voz.

—¿Ese cadáver…?

Perillán suspiró.

—El de una pobre chica… Oiga, tengo a los culpables y los llevaré ante la justicia con su ayuda, Charlie, pero a Simplicity me temo que no volverá a verla con vida.

Eran unas palabras más que medidas, y las había dicho sin apartar la mirada de los ojos de Charlie, que respondió:

—No puedo decir que me alegre oírlo, don Perillán, pero aquí tenemos a un alguacil y lo seguiremos hasta donde nos lleve. —Se volvió hacia Disraeli, que estuvo a punto de dar un paso atrás, y le sugirió, con cierto matiz de orden explícita en la voz—: Deberías acompañarnos, Ben; como pilar del Parlamento, tienes que ser testigo de esto.

A los pocos minutos, en efecto, llegaron al lamentable cadáver de «Simplicity», tendido en un charco de desechos y sangre.

—Dios mío —dijo Disraeli, esforzándose en fingir estupefacción—. Parece ser que el lacayo de Angela en realidad es… la señorita Simplicity.

—Si no le importa que lo pregunte, señor, ¿qué hacía aquí abajo una chica vestida como un hombre? —dijo el alguacil, porque al fin y al cabo era agente de policía, aunque en aquel momento parecía saber que aquella situación requería al menos un sargento.

Charlie se giró hacia él.

—La señorita Simplicity era una joven muy decidida, creo. Pero les ruego a todos que, por favor, por el bien de la señorita Coutts, nunca se sepa que la chica iba así vestida al morir.

—Estoy de acuerdo —declaró el señor Disraeli—. La muerte de una joven ya es abominable, pero una joven con bombachos… ¿Qué vendrá después?

Había un matiz político en su pequeño discurso, un olorcillo a: «¿Qué diría el público si supiera que estuve aquí, aquí abajo, involucrado en todo esto?».

—Son perfectos para las chicas que trabajan —dijo Perillán—. Ni se lo imaginan. He visto a chicas trabajar en las barcazas de carbón, unas mozas bien robustas, ya lo creo. Nadie les dice nunca que no deberían, porque recuerdo ver a una que tenía un puño que ya querrían muchos hombres.

Charlie se volvió de nuevo hacia el cadáver.

—Bueno —dijo—, estamos todos de acuerdo en que esta dama que lleva bombachos es la señorita Simplicity. Pero su muerte… ¿Qué opina usted, agente?

El alguacil miró a Charlie, luego a Perillán y respondió:

—Bueno, señor, eso es una herida de bala y por lo menos tiene otra de ellas indiscutible. Pero ¿quién se las ha hecho?, es lo que querría saber yo.

—Ah, vaya —dijo Perillán—, para responder a eso tengo que pedirles que me sigan hacia allí, caballeros. Si no les importa iluminar con las linternas, verán que hay una mujer atada que descubrirán que responde al nombre del Peregrino.

Hasta Charlie pareció sorprenderse de aquello.

—¡No puede ser!

—Me ha dicho que es ella —replicó Perillán—. Y ahí tumbado está la «prueba B», su cómplice. Habla en alemán, es todo lo que sé de él, pero creo que estará ansioso por contarles todo lo que ha ocurrido porque, que yo sepa, no ha tenido nada que ver con la muerte de Simplicity ni ha cometido ningún otro delito en Londres. Aparte de intentar matarme a mí. —Entonces sostuvo en alto la pistola—. He aquí el arma, caballeros, y poco he podido hacer yo para impedir que esta mujer disparara a la señorita Simplicity… a la señorita…

Perillán se echó a llorar y Charlie le dio unos golpecitos en el hombro, mientras decía:

—No había forma de que detuvieras a una pistola, y no hay más que hablar del asunto. Pero enhorabuena por haber capturado a los malhechores. —Se sorbió la nariz y, en un aparte, sin que los oyera el alguacil, añadió—: Bueno, es evidente que nos has dicho la verdad, pero yo he visto algunos cadáveres en mis tiempos, más de los que querría, y este de aquí parece que no esté del todo… ¿muy fresco?

Perillán pestañeó.

—Sí, señor, creo que es por las efusiones miasmáticas, señor. Ya sabe que las alcantarillas están llenas de muerte y podredumbre, y al final todo eso termina calando, señor, créame que sí, y de lo lindo, que no vea, señor.

—Efusiones miasmáticas —repitió Charlie, ya en voz más alta—. ¿Lo has oído, Ben? ¿Qué más hay que decir? Creo que todos sabemos que don Perillán nunca habría hecho daño a Simplicity, y comprendemos que la apreciaba mucho y cuidaba de ella. Así que espero que me acompañen en mi compasión por este joven, que pese a la pérdida de su ser querido ha logrado llevar a una horrible asesina ante la justicia. ¿Qué dice usted, agente?

El policía puso el rostro grave.

—Bueno, señor, eso parece, señor, pero habrá que informar al forense. ¿El cadáver tiene algún pariente que conozcan?

—Desafortunadamente no —dijo Charlie—. De hecho, agente, tengo entendido que nadie sabe quién era de verdad, ni de dónde procedía. Era una muchacha desgraciada, una furtiva de la tormenta, por así decirlo. Una chica a la que la señorita Coutts había acogido y protegido por la bondad innata de su corazón. ¿Qué dices tú, Ben?

El señor Disraeli parecía estar horrorizado con todo aquel asunto y, nervioso, respondió:

—Ciertamente es espantoso, señor Dickens. Creo que solo nos queda dejar que la ley siga su curso.

Charlie asintió con la cabeza como un hombre de estado.

—Bueno, don Perillán —dijo—, creo que debería usted decir al alguacil dónde puede encontrarlo, y por supuesto yo respondo de usted como el pilar de la comunidad que es. Como tal vez sepa, agente, Perillán es el hombre que redujo al infame Sweeney Todd, y permítame expresar mi consternación por el desastroso final que ha tenido nuestra pequeña e inocente excursión. —Suspiró—. No podemos más que especular por qué esta pobre y desgraciada chica ha sido víctima de esa mujer demente. Pero he reparado, agente, en que la difunta lleva un anillo de oro de buena factura, muy ornamentado y además con un blasón ducal. No sé si ayudará o no a dilucidar la cuestión, pero debo pedirle que se lo lleve como una prueba que tal vez resulte crucial en la investigación. Lo cual no quita —añadió, echando un nuevo vistazo a Disraeli, que seguía con la expresión horrorizada— que dadas las circunstancias, agente, confíe en que usted y sus superiores, por supuesto después de haber investigado este triste asunto a su entera satisfacción, se encarguen de que no provoque unas especulaciones innecesarias, pues resulta evidente que los hechos hablan por sí mismos. —Miró alrededor en busca de muestras de acuerdo.

»Y ahora —concluyó—, creo que deberíamos marcharnos, aunque me parece que algunos de nosotros… —Y en la breve pausa su mirada cayó sobre Perillán—. Algunos deberíamos esperar aquí a que vengan a levantar el cadáver. Permítame recomendarle, señor agente, que haga venir al forense con la mayor presteza.

Para asombro de Perillán, el policía saludó, de verdad hizo el saludo marcial, antes de responder:

—Por supuesto, señor Dickens.

—Muy bien —dijo Charlie—. Pero sigue teniendo aquí a estos asesinos, así que yo en su lugar informaría sin tardanza y haría venir el carromato tan pronto como fuese posible. Yo esperaré con don Perillán y la pistola, si no le importa, a que regresen usted y sus compañeros. —Se volvió hacia el señor Bazalgette—. Joseph, ¿cómo te encuentras?

El topógrafo parecía un poco inquieto, pero aun así dijo:

—La verdad, Charlie, he visto cosas peores.

—En ese caso, ¿serías tan amable de acompañar a Ben a su casa? Creo que todo esto lo ha alterado mucho. Desde luego, no ha resultado el feliz paseo que todos esperábamos.

Casi de inmediato llegaron otros dos policías, seguidos al poco de otros más, y ya se estaba acumulando una multitud en torno a la entrada de la alcantarilla, por lo que hubo que llamar a más agentes para apartar al gentío. Ni uno solo de los policías se resistió a bajar a la alcantarilla en algún momento, para tener algo que contar a sus nietos. Y las imprentas de los periódicos ya se relamían… habría otro «¡Pantoso asesinato!» en portada del día siguiente, eso seguro.

Fue una tarde muy extraña para Perillán. Lo interrogaron varias veces distintos policías, a los que a su vez Charlie vigiló con ojos de halcón. Resultó algo embarazoso que algunos otros agentes se acercaran para estrechar la mano a Perillán, no porque gracias a él se hubiera capturado al Peregrino —¿quién habría pensado que el peligroso asesino pudiera ser una chica, a fin de cuentas?—, sino por el señor Todd, y por cómo ahora había más motivos para llamar héroe a Perillán, aunque hubiera muerto una joven. Y la niebla no dejó de cubrirlo todo, de infiltrarse hasta el último rincón y cambiar en silencio las realidades del mundo.

Se llevaron a la Peregrina y a su cómplice. Entonces llegaron los ayudantes del alguacil de la morgue y el propio alguacil, y hubo carruajes y carros, y en todas partes estaba Charlie, y al final metieron los restos de la pobre chica muerta en un ataúd que tendría por último destino Lavender Hill.

El forense, le explicó Charlie más adelante, había adoptado la postura de que, dado que a la chica no se le conocían más amigos ni parientes que un joven que a todas luces la quería mucho y una dama que la había cobijado para impedir que siguiera el mal camino de otras jóvenes, no podía haber caso más cerrado que aquel. Aunque quedaran algunos pequeños misterios por resolver.

La asesina estaba ya a buen recaudo y bajo llave, a pesar de que la muy facinerosa negaba haber disparado a nadie, aseveración que desmentía su aliado, del que había que decir que estaba cantando como un pajarito en aras de la salvación.

Enviaron despachos a Downing Street, acompañados del anillo para su examen ya que, tan pronto como descubrieron el blasón de la joya, todo tomó un cariz político. Y desde luego la palabra «político» daba la impresión de pender cual niebla sobre ese caso, como una advertencia a todos los hombres de buena voluntad de que, si sus amos se daban por satisfechos, lo mismo deberían hacer ellos.

Charlie y Perillán no se quedaron solos hasta casi llegada la medianoche. Perillán sabía por qué se había quedado en la alcantarilla, pero Charlie ya había enviado su artículo al Morning Chronicle, por lo que no tenía ni idea de por qué seguía allí.

Hasta que, en la penumbra de la medianoche, Charlie dijo:

—Perillán, creo que existe un juego de naipes llamado Encuentra la Dama, pero no estoy pidiendo jugar a él. Solo deseo saber que hay una dama a la que pueda encontrar con buena salud un joven que sepa ver más allá de la niebla. Por cierto, en calidad de periodista y también de hombre que escribe cosas sobre cosas y personas que no existen, debo preguntarme, Perillán, qué habrías hecho si la Peregrina no se hubiera presentado.

—Usted estaba observándome todo el rato —dijo Perillán—. Me he dado cuenta. ¿Tanto se me notaba?

—Sorprendentemente poco. ¿Puedo suponer que la joven que tan muerta hemos visto no murió a manos tuyas, si me disculpas que sea tan directo?

Y Perillán supo que la partida estaba decidida pero tal vez no hubiera terminado.

—Charlie, era una de esas chicas que se tiran al río y no preocupan mucho a nadie. Ahora tendrá un entierro decente en un cementerio decente, que es más de lo que le habría tocado en otro caso. Y ahí tiene la verdad. Mi plan era la simplicidad pura, señor. Simplicity se habría excusado un momento, porque era un chico «más bien tímido». Habría tenido la desgracia de perderse por las alcantarillas, así que yo me habría lanzado a buscarla. En la oscuridad se habrían oído ruidos de pelea y un chillido mientras yo seguía luchando a golpes con un desconocido que debía de haberse enterado de nuestra excursión, y al que aún no habrían capturado a estas alturas. Al huir el malhechor, yo habría vuelto con ustedes para implorarles que ayudaran a Simplicity, a quien encontraríamos ya muerta, y luego que persiguieran al asesino por las alcantarillas. Habría sido una persecución aterradora pero sin éxito.

—¿Y dónde habría estado la Simplicity viva, si puede saberse? —preguntó Charlie.

—Escondida, señor. Escondida en un sitio donde solo podría encontrarla otro alcantarillero, en un lugar llamado el Caldero por cómo lo limpia el agua, con un paquete impermeable de bocadillos de queso y una botella de agua hervida con un chorrito de brandy, para ayudar a pasar el frío.

—En ese caso, don Perillán, nos habría dejado a todos como unos idiotas.

—¡No, señor! ¡Los habría dejado como unos héroes! Porque yo nunca se lo contaría a nadie, y Simplicity tampoco, y algún día el mundo entero conocería el nombre de Charlie Dickens.

A Perillán le pareció que Charlie intentaba aparentar gravedad, pero que en realidad estaba bastante impresionado.

—¿De dónde has sacado una pistola?

—Solomon tiene un pimentero fabricado por Nock. Una mala bestia. Creo que lo he tenido todo en cuenta, señor, menos a usted, claro está.

—Oh —dijo Charlie—. Esos ladrillos de allí tienen un curioso aspecto revuelto. Me pregunto qué hacían en ese sitio. También me pregunto por qué sigues todavía aquí abajo. ¿Ayudaría en algo si te digo que no transmitiré a nadie mis sospechas porque, la verdad, no iban a creérselas? —Sonrió al ver la incomodidad de Perillán y añadió—: Perillán, hoy te has laureado, que significa que lo has hecho excepcionalmente bien, y tienes mi respeto. Por supuesto, no formo parte del gobierno, gracias a Dios. Ahora te recomiendo que vayas a buscar a la señorita Simplicity, que supongo que estará empezando a pasar un poco de frío.

Cogido por sorpresa, raro en él, Perillán soltó:

—En realidad aquí abajo puede hacer bastante calor de noche. Retiene bien el calor, ya sabe.

Charlie se rio con ganas.

—Debo marcharme —dijo—, y sospecho que tú también.

—Gracias, señor —dijo Perillán—, y muchas gracias por enseñarme cosas sobre la niebla.

—Ah, sí —respondió Charlie—, la niebla. Cuán poderosa es a pesar de ser intangible, ¿no es así, don Perillán? Seguiré su carrera con gran interés o, por el contrario, con inquietud.

Cuando estuvo seguro de que no había nadie más cerca, Perillán recorrió las alcantarillas hasta llegar al pequeño lugar oculto donde lo esperaba Simplicity y silbó con suavidad. Nadie los vio marcharse, nadie vio dónde fueron y el velo de la noche se extendió sobre Londres para cubrir a los vivos y a los muertos.