Capítulo 3

Perillán se hace con un traje que le castiga

los inmencionables y Solomon echa

espumarajos por la boca

Cuando Perillán subió la escalera que daba a la buhardilla había empezado a llover de nuevo, una espantosa y lúgubre llovizna. Paseó inquieto por el rellano mientras Solomon llevaba a cabo el complicado proceso de abrir los cerrojos, y después entró con tanto ímpetu que hizo dar una vuelta sobre sí mismo al anciano. Solomon tenía suficientes años y sensatez para permitir que Perillán se tumbara y se hiciera un ovillo oloroso sobre el viejo colchón de paja del fondo de la buhardilla, hasta estar en condiciones de vivir de nuevo sin ser solo un fardo de pesadumbre. Después Solomon, sabio como su famoso tocayo, puso una cacerola de sopa a cocer y dejó que su olor llenara la estancia hasta que Onán, que había estado durmiendo como un tronco junto a su amo, despertó con un gemido que sonaba como un corcho infernal saliendo de una aterradora botella.

Perillán se desembarazó de la manta y aceptó agradecido el plato de sopa que Solomon le entregó sin abrir la boca. El anciano volvió a su banco de trabajo con el torno a pedal, y la buhardilla se llenó del suave y hogareño sonido que habría recordado a Perillán a los saltamontes en el campo si alguna vez hubiera visto un saltamontes o, ya puestos, un campo. Recordara a lo que recordara, era un sonido reconfortante, y mientras la sopa lo ayudaba a recuperarse y los saltamontes bailaban, Perillán explicó al anciano… bueno, todo: todo sobre la chica, sobre Charlie, sobre la señora Quickly y sobre el Abuelo. Solomon no dijo una sola palabra hasta que a Perillán se le terminaron las suyas, y entonces murmuró:

—Tuviste una noche ajetreada, bubele, y qué lástima lo de tu amigo el Abuelo, mmm, que su alma descanse en paz.

—¡Pero lo he dejado allí para que se lo coman las ratas! —gimió Perillán—. ¡Me ha pedido que lo haga!

A veces Solomon hablaba como si acabase de despertar y se hubiera acordado de algo; era un curioso ruidito parecido a un «mmm» que le salía como el canto de un pajarito y anticipaba lo que diría a continuación. Perillán nunca había terminado de entender lo que significaba aquel «mmm» automático. Era un sonido amistoso, y le daba la impresión de que anunciaba que Solomon estaba dando cuerda a su siguiente idea. Al cabo de un tiempo se dejaba de notarlo, y luego se echaba de menos cuando faltaba.

—Mmm, ¿y eso es mejor o peor que dejar que se lo coman los gusanos? —dijo Solomon—. Es el destino que espera a toda la humanidad, por desgracia. ¿Estabas con él cuando ha muerto, mmm, como amigo suyo? Eso es bueno. Yo conocía al caballero y creo que debía de tener… ¿cuántos años, mmm, treinta y tres? Muy buena edad para un alcantarillero, y por lo que dices al final llegó a ver a su Dama. Es triste reparar en que yo mismo tengo cincuenta y cuatro, aunque por suerte gozo de buena salud. Tuviste suerte de conocerme, Perillán, igual que yo tuve suerte de conocerte a ti. Conoces las bondades de la limpieza y del ahorro. Hervimos el agua antes de beberla, y me alegra decir que te he hecho conocer, mmm, la posibilidad de limpiarte los dientes, motivo por el que, mmm, querido, aún conservas algunos. El Abuelo ha muerto como vivió, y por ello lo recordarás con cariño pero no lo llorarás más de lo debido. Los alcantarilleros mueren jóvenes: ¿qué otra cosa puede esperar quien se pasa media vida guarreando en guarrerías? Nunca verás a un alcantarillero judío. ¡La alcantarilla no es precisamente kosher! Debes guardar un buen recuerdo de tu amigo el Abuelo y aprender cuantas lecciones puedas de su vida y de su muerte.

Y los saltamontes retomaron su danza chisporroteante.

Perillán oyó ruidos de pelea, en algún lugar de las calles. Bueno, siempre había alguna pelea en marcha. Las peleas brotaban como hongos, en general porque la gente apelotonada en aquellos suburbios sucios y miserables terminaba perdiendo no solo los estribos, sino también todas sus demás posesiones. Había oído a gente decir que la culpa de todo era la bebida, pero… en fin, había que beber cerveza. Sí, beber demasiada te ponía borracho, pero el agua sacada de la bomba tenía buenas probabilidades de ponerte muerto si no se hervía antes, para lo que había que poder permitirse el carbón o la madera. Y el combustible siempre iba al menos en el tercer lugar de la lista de prioridades, por detrás de la comida y la cerveza (normalmente en el orden inverso).

Perillán pensó: «Creo que el Abuelo ha tenido la muerte que quería. Pero ¿quién iba a querer morir así? Desde luego, yo no me quedaría nada satisfecho». Y de pronto lo asaltó otro pensamiento: «Si lo que quiero no es esto, ¿a qué tendría que aspirar?». Fue una idea casual pero sorprendente, de las que flotan fuera del campo visual hasta que de pronto se hinchan como una verruga. Perillán se colocó la idea detrás de la oreja, por así decirlo, para reflexionar sobre ella más adelante.

Solomon volvía a hablar.

—Mmm, y en cuanto a ese don Charlie tuyo, he oído hablar de él en la sinagoga. Es un tipo listo, ya lo creo, de los que se las saben todas y además las ven venir, o eso se comenta. Dicen que le basta con echarte un vistazo para tener un estudio completo sobre ti, desde tu forma de hablar hasta la de hurgarte la nariz. Y tiene buenas relaciones con la policía, son como uña y carne, así que ahora el viejo Solomon está pensando: «¿Qué hace un hombre como él encargando trabajo policial a, mmm, a un alcantarillero mocoso como tú?». Y con razón te llamo mocoso; sé que sabes usar el pañuelo porque te enseñé yo, y meterlo para dentro y escupirlo a la acera es una asquerosidad. ¿Me estás escuchando? Si no quieres acabar como el pobre Abuelo, más te valdrá acabar como otra persona, y un excelente primer paso para lograrlo sería, mmm, tener el aspecto de otra persona, sobre todo, mmm, si vas a ocuparte de ese encargo para don Charlie. Así que mientras preparo la cena, quiero que vayas a ver a mi amigo Jacob, el de la tienda de baratillo. Dile que vas de mi parte y que te vista de los pies a la cabeza con schmatte del bueno hasta el valor de un chelín, incluidas las botas, y no te olvides de mencionarle esa última palabra. Tal vez puedas considerar que estás invirtiendo parte de la herencia, mmm, que te ha dejado el difunto don Abuelo. Y ya puestos, llévate a Onán; le vendrá bien un poco de ejercicio, pobrecito mío.

Perillán había empezado a protestar antes de darse cuenta de que sería una bobada. Solomon tenía razón: si se vivía en la calle, en la calle se moría (o quizá, en el caso del Abuelo, debajo de ella). De algún modo, parecía apropiado gastar parte del regalo que le había hecho el Abuelo y de su botín de las alcantarillas en acicalarse un poco, y de verdad le vendría bien tener mejor aspecto si quería probar aquella nueva vertiente laboral… y le gustaba la idea de cobrar algo más de guita a don Charlie. Además, si iba a ayudar a una damisela en apuros, no estaba de más presentarse arreglado.

Marchó seguido de Onán, que estaba encantado de salir de día y del que solo cabía esperar que no se dejara llevar por el entusiasmo. Todos los perros tienen un olor fuerte, pues una parte primordial, si no esencial, de ser un perro es ser capaz de oler y ser olido, pero debe resaltarse que Onán no se limitaba a oler como los demás de su especie: además añadía a la mezcla una generosa proporción de olor a Onán.

Se dirigieron a la tienda de baratillo para hablar con Jacob y, si Perillán no recordaba mal, con su esposa, una mujer más bien extraña cuya peluca, se mirara como se mirara, nunca parecía bien puesta. Jacob tenía una casa de empeños además de la tienda de baratillo, y Solomon sospechaba que Jacob compraba objetos sin preocuparse de su procedencia, aunque nunca había dicho a Perillán por qué lo sospechaba.

La casa de empeños era donde llevaban sus herramientas quienes se quedaban sin trabajo y donde se revendían a quienes volvían a encontrarlo, porque es más fácil comer pan que martillos. Los que iban muy, muy pelados empeñaban también la ropa innecesaria, o al menos una parte. Cuando no volvían a por ella, pasaba a la tienda de baratillo, donde Jacob y sus hijos trabajaban de sol a sol cosiendo y remendando y cortando y uniendo y, a grandes rasgos, convirtiendo la ropa vieja si no en ropa nueva, al menos en ropa respetable. Perillán encontraba a Jacob y sus hijos bastante simpáticos.

Jacob saludó a Perillán con una sonrisa cara, definida como la que tiene lugar cuando el vendedor espera que el comprador le compre algo.

—Vaya, pero si es mi joven amigo —dijo—, el que una vez salvó la vida a mi amigo más viejo, Solomon, y… ¡saca fuera a ese perro!

Onán se quedó atado en el minúsculo patio trasero de la tienda con un hueso para entretenerse, y Perillán le deseó buena suerte en su empeño, porque cualquier hueso que se le diera a un perro en aquella parte del viejo Londres ya había perdido todo lo aprovechable hirviendo para hacer sopa. A Onán no pareció preocuparlo demasiado, a juzgar por cómo empezó a resoplar y triturar con alegre optimismo, y Perillán volvió al interior de la tienda, donde le hicieron quedarse de pie en el poco espacio disponible en el centro y lo trataron como a un señor en una de las sastrerías de postín que había en Savile Row y en Hanover Square, aunque a buen seguro en aquellos otros establecimientos no le estarían probando ropa que ya hubiesen llevado antes cuatro o cinco personas.

Jacob y sus hijos se afanaron alrededor de él como abejas, entrecerrando los ojos para examinarlo con gravedad, sosteniendo unas camisas «blancas» que solo estaban un poco amarillentas frente a él y luego llevándoselas antes de que apareciera por arte de magia el siguiente sastre, portador de unos pantalones de lo más sospechosos. La ropa venía y se marchaba para no volver jamás, pero no importaba porque ¡ahí llegaba la siguiente prenda! Y todo ello aderezado con frases como: «Pruébate estos… ay, madre, mejor no», o «¿Qué tal esta? Seguro que te entra… Ah, no, pero da igual, ¡para un héroe tenemos todas las que hagan falta!».

Pero Perillán no se había comportado como un héroe, en realidad. Aún se acordaba de que tres años antes había tenido una tarde muy mala en la alcantarilla, y encima había empezado a llover, y había llegado a sus oídos que alguien acababa de encontrar un soberano justo por delante de él, así que estaba de un humor horrible, irritable, y tenía muchas ganas de pagarla con alguien. Sin embargo, cuando volvió a las calles neblinosas, había dos fulanos dando una buena paliza a alguien en la acera. En aquellos tiempos, cuando su temperamento era mucho más proclive a estallar y convertirlo en un manojo de botas y puños, habría sido muy posible que el pequeño engranaje de su cabeza hubiera girado mal y lo hubiera puesto del lado de los asaltantes, aunque solo fuese para desquitarse. Pero resultó que el engranaje rodó hacia el otro lado, hacia la idea de que los dos fulanos que estaban atizando al viejo que gimoteaba en el suelo eran unos mangantes sifilíticos. Así que Perillán había tomado cartas en el asunto y se había puesto a repartir estopa, igual que la noche anterior, por cierto, jadeando y soltando patadas hasta que aquellos dos ahuecaron el ala y se vio demasiado cansado para perseguirlos.

Había sido un acto demente nacido de la frustración y el hambre, aunque Solomon decía que se debió a la mano de Dios, cosa que Perillán consideraba improbable porque en esas calles no solía vérselo demasiado. Después había ayudado al anciano a llegar a su casa, aunque el tipo fuese un malsín, y Solomon había preparado su sopa sin dejar de dar las gracias a Perillán en ningún momento. Como el viejo vivía solo y le sobraba un poco de espacio en su buhardilla de la casa de vecindad, todo encajó: Perillán empezó a hacer algún recadillo para Solomon, a recoger madera para su fuego y, si podía, a mangar carbón de las barcazas del Támesis. A cambio, Solomon preparaba la comida a Perillán, o al menos cocinaba cualquier cosa que él hubiera «adquirido», y le servía los mejores platos que había probado en su vida.

También conseguía unos precios mucho mejores por lo que traía Perillán de las alcantarillas, aunque con la desventaja de que el viejo judío siempre, siempre, le preguntaba si estaba vendiendo objetos robados. Bueno, cualquier cosa que viniera de las alcantarillas era legítima, lo sabía todo el mundo. Era dinero caído por el desagüe, de camino hacia el mar y perdido para la humanidad. Los alcantarilleros, por supuesto, no contaban como humanidad… y eso también lo sabía todo el mundo. Pero en aquellos tiempos Perillán no hacía ascos a algún hurto aquí y allá, y a veces traía cosas que cabría calificar de muy sospechosas y, en palabras de Solomon, «muy poco kosher».

Cada vez que el anciano le preguntaba si su cosecha procedía solo del alcantarilleo, Perillán respondía que sí, pero lo notaba en sus ojos si Solomon pensaba que estaba mintiendo. Lo peor de todo era que los ojos de Solomon acertaban sin excepción. Le aceptaba el botín de todas formas, pero después se notaba un poco de frialdad en la buhardilla durante unos días.

De modo que de un tiempo a aquella parte Perillán solo mangaba cosas que pudieran quemarse, beberse o comerse, como productos de los puestos de mercadillo y otras presas fáciles. Después de tal cambio de actitud, las cosas habían mejorado entre ellos, y además Solomon leía los periódicos en la sinagoga y de vez en cuando encontraba unos anuncios tristones en la columna de Objetos Perdidos, puestos por alguien que había extraviado su anillo de boda o alguna otra joya. Y esas alhajas eran las más valiosas porque… bueno, porque al fin y al cabo era un anillo de boda, ¿verdad?, y no una mera cantidad de oro. A menudo aparecían las palabras mágicas «Se ofrece recompensa» y, tras cierto grado de cuidadosa negociación, señalaba Solomon, se podía sacar más de esa joya que llevándola a un perista. En todo caso, no podías llevarla a un joyero kosher, porque te echaría encima a la policía aunque solo te la hubieses «encontrado» y no fuese robada. En ocasiones la sinceridad es su propia recompensa, decía Solomon, pero Perillán la prefería acompañada de unas monedas.

Dinero aparte, Perillán había descubierto que estaba más contento los días en que de verdad lograba poner a alguien en contacto con su precioso collar o anillo perdido, o cualquier otra baratija a la que tuvieran aprecio. Durante un rato se sentía en las nubes, lo que sin duda era mejor que en lo que solía estar cuando bajaba a las alcantarillas.

Un día, tras recibir el beso de una dama que había sido una novia radiante hacía poco y cuyo anillo de boda había tenido la mala suerte de escurrírsele del dedo mientras subía al carruaje que la llevaría a su nuevo hogar, Perillán había preguntado a Solomon, harto de las continuas chanzas de los otros alcantarilleros:

—¿Estás intentando salvar mi alma?

Y Solomon, con la leve sonrisa que nunca se le apartaba mucho de la cara, había respondido:

—Mmm, bueno, dejémoslo en que exploro la posibilidad de que la tengas.

Aquel leve cambio en sus costumbres, que contribuyó a afianzar su relación con Solomon, implicaba que, al contrario que otros alcantarilleros, por las noches Perillán no tenía que tiritar en los portales, ni acurrucarse bajo un trozo de lona, ni pagar medio penique por dormir sentado en los apestosos bancos de la pensión, sujeto contra la pared con una cuerda para no caer al suelo. Lo único que Solomon pedía a cambio era un poco de charla al final de la tarde, aunque de vez en cuando el anciano solicitaba con educación la compañía de Perillán cuando iba a ver a algún cliente y, por lo tanto, llevaba encima mecanismos, joyas y otras cosas peligrosamente caras. La personalidad volátil de Perillán se conocía en el vecindario, por lo que Solomon y él podían desplazarse sin que los importunara nadie.

Como trabajo, Perillán pensaba que el de Solomon era bastante bueno. El viejo fabricaba cosas pequeñas, en general cosas para reemplazar a otras cosas, a objetos valiosos y apreciados que se habían perdido. La semana anterior Perillán lo había visto reparar una caja de música muy cara, llena de engranajes y alambres. El trasto se había roto al dejarla caer unos mozos que se ocupaban de la mudanza de sus propietarios, y Perillán había observado cómo el anciano trataba cada pieza como si fuera algo especial, limpiándola y devolviéndole su forma, doblándola despacio como si tuviera todo el tiempo del mundo. En la cajita de palisandro se habían roto algunas incrustaciones de marfil, y Solomon las reemplazó por trocitos de marfil de su pequeña reserva, después de pulirlos con tanto esmero que la dueña de la caja le había pagado media corona además de la tarifa establecida.

Era cierto que a veces algunos colegas de Perillán lo llamaban «ajudiado», pero él había caído en que comía mejor que ninguno de ellos y por menos dinero, ya que en los puestos de mercado Solomon podía vencer regateando hasta a un cockney, y que el cielo se apiadara del tendero que le racaneara el peso, le vendiera pan rancio o intentara colarle manzanas podridas, y ya no digamos si intentaba algún truco del oficio como las naranjas hervidas o los plátanos de cera. Si se tenía en cuenta la comida buena y sana, el arreglo que tenía con Solomon era de los de tirarse el moco, y a Perillán nunca le había gustado resfriarse.

Cuando Jacob y sus hijos consideraron concluido el baile de pantalones, camisas, calcetines, chalecos y zapatos voladores, dieron un paso atrás e intercambiaron unas sonrisas con la satisfacción del trabajo bien hecho.

—Que me aspen —dijo Jacob—, menudos magos estamos hechos, ¿verdad que sí? Lo que hemos creado aquí, hijos míos, es un caballero digno de moverse en cualquier sociedad a la que no le importe un leve aroma a alcanfor. Pero es eso o las polillas, como sabe todo el mundo, hasta Su Mismísima Majestad, y ahora mismo estoy convencido, queridos míos, de que si entrara por esta puerta diría: «Buenas tardes, joven señor. ¿Nos conocemos, por casualidad?».

—Me tira un poco en la entrepierna —dijo Perillán.

—Pues no tengas malos pensamientos hasta que se dé de sí —replicó Jacob—. Ya sé lo que vamos a hacer. Por ser tú, te llevas también este excelente sombrero, que es justo de tu talla si le pones un poco de relleno para que no te caiga en las orejas. Creo que el estilo va a volver a ponerse de moda bien pronto. —Jacob retrocedió, muy complacido con la transformación que había logrado. Inclinó la cabeza a un lado y dijo—: ¿Sabes, joven? ¡Solo te falta un buen corte de pelo y tendrás que quitarte a las señoritas de encima con un palo!

—Solomon me ayuda a cortarlo cuando la cosa se acalora y quiero dejar que se enfríe un pelín —dijo Perillán, a lo que Jacob dedicó la clase de bufido explosivo que solo podía hacer un comerciante judío ofendido, con más matices que un francés que se ha levantado con el pie izquierdo. Si tuviera que escribirse, empezaría con algo parecido a «fuuuiu» y terminaría con cierta cantidad de saliva en las inmediaciones.

—Eso no es un peinado, chico —lamentó Jacob—. ¡Parece que te hayan esquilado! ¡Como si acabaras de salir de la trena! Si la reina Victoria te viera así, seguro que llamaría a los corredores. ¡Hazme caso, la próxima vez ve a un barbero como debe ser! Sigue el consejo de tu viejo amigo Jacob.

Y así, en compañía del perro Onán, que seguía llevando el hueso entre las fauces con optimismo, Perillán regresó al mundo. Por supuesto, y por muchas vueltas que se le diera, la ropa de baratillo seguía siendo de baratillo: podía valer, pero no era de auténtica calidad. ¿Qué había por allí que lo fuera? De todos modos, a Perillán le gustaban sus trapos nuevos, que, aun con su problema inguinal asociado y un cierto picor en las axilas, sin duda eran mejores que todos los demás que poseía y, con un poco de suerte, aceptables para la chica de la tormenta.

Volvió al callejón y subió los desvencijados escalones hasta el desván, donde Solomon lo recibió con un: «¿Quién es usted, joven?».

En la mesa estaba extendido el juego de las familias felices.

—Mmm… Es muy interesante —dijo Solomon—. Me has traído un juego admirable y, mmm, algo mortífero. Engaña con su simpleza aparente, pero no tardan en acumularse los nubarrones negros.

—¿Qué? —dijo Perillán, mirando los naipes de colores vivos que había en la mesa—. Parece hecho para niños, aunque no tiene nada que ver con la carreta de familias felices de animales, qué cosa más rara. Es solo un juego de niños, ¿verdad?

—Por desgracia, sí —respondió Solomon—. Voy a contarte mi pequeña teoría. A cada jugador se le reparte una mano del mazo de cartas, y el objetivo parece ser reunir una familia completa, la «familia feliz», por el sencillo método de preguntar a un adversario si tiene una carta en particular. Puede parecer un juego entretenido para niños pero, en realidad, los padres no saben que están preparando a su hijo para convertirse en jugador de póquer o, peor aún, en político.

—¿Qué?

—Permíteme explayarme —dijo Solomon, y se percató de la expresión dubitativa de Perillán—. Significa explicarme, joven. Por lo visto, funciona del siguiente modo. Para poder, mmm, reunir tu familia feliz, tienes que elegir una familia, así que pongamos por ejemplo que te propones hacerte con la familia de, mmm, panaderos. Podrías pensar que no tienes más que esperar a que te llegue el turno y pedir a alguien, sin reservas, que te entregue la siguiente carta que buscas. Podría ser la señorita Bollito, la hija del panadero. ¿Y por qué?, dirás. Porque, mmm, al principio te repartieron al señor Bollito el panadero, de modo que su hija sería un buen paso adelante. Pero ¡ojo! Si no dejas de pedir panaderos, un adversario podría, mmm, empezar a pedirte a ti miembros de la misma familia; tal vez no esté intentando reunirlos, sino que en realidad quiera juntar la familia, mmm, Dosis, encabezada por el señor Dosis, el médico. Aunque él necesite a los Dosis, te pediría un Bollito porque se habría fijado en que te interesan, y a pesar de que anhela su Dosis prefiere emplear su turno para, mmm, despistarte a la vez que te roba un precioso Bollito.

—Bueno, pues le miento y le digo que no lo tengo —dijo Perillán.

—¡Ahí está el asunto! A medida que la partida avanza, saldrá a la luz tu posesión del Bollito en disputa, mmm, ya lo creo que sí. Y entonces las pasarás bien canutas. Tienes que decir la verdad, porque de lo contrario nunca podrás ganar la partida. Y así es como se libra esta incruenta batalla, con tu decisión de renunciar a los Bollitos y probar a buscar la salvación, mmm, coleccionando a la familia del señor Corcho, el tabernero, aunque tu propia familia sea abstemia. Confías en transmitir una idea falsa de tus intenciones al menos a uno de tus enemigos, mientras en todo momento te ves obligado a sospechar que todos ellos, por inocentes que parezcan, mmm, están devanándose los sesos para frustrar tus planes. ¡Y la pavorosa inquisición continúa! El hijo aprende a engañar al padre, la hermana aprende a desconfiar del padre y la madre intenta dejarse ganar para que haya paz, pero empieza a darse cuenta de que las expresiones de falso deseo u optimismo que ponen sus hijos para despistar a los demás podrían, mmm, hacer que un adversario lo entendiera al revés.

—Bueno —dijo Perillán—, es como regatear en los puestos del mercado. Lo hace todo el mundo.

—Y la partida llega a su conclusión, sin duda con llantos antes del final, por no hablar de gritos y portazos. ¿Cómo puede hacer esto feliz a una familia? ¿Qué se ha logrado, exactamente? —Solomon dejó de hablar, con la cara muy rosada y alterada.

Perillán tuvo que pensar un momento antes de responder.

—Es solo una partida a las cartas, tampoco es que sea nada importante. Quiero decir que no es real.

La respuesta no satisfizo a Solomon, que dijo:

—No he jugado nunca una partida, pero está claro que un niño que juega con sus padres deberá aprender a engañarlos. ¿Y dices que todo eso es un juego?

Perillán volvió a pensar. Un juego. No un juego de azar como la corona y el ancla, donde hasta podías salir con el bolsillo lleno de ganancias, sino un juego para jugar en familia. ¿Quién tenía tiempo para juegos familiares? Solo los niños pequeños, o los hijos de la gente pudiente.

—No deja de ser solo un juego —insistió, y recibió una de las miradas de Solomon, que si no se iba con cuidado podían atravesar la cara y salir por la nuca.

—¿Qué diferencia hay para un niño de siete años? —contraatacó. El anciano se había puesto rojo y blandía el dedo de Dios frente a Perillán—. Joven, los juegos a los que jugamos son lecciones que aprendemos. Las suposiciones que hacemos, las cosas que pasamos por alto y las que cambiamos nos convierten en lo que somos.

Aquello era material bíblico, seguro que sí. Pero cuando Perillán se paró a pensarlo, ¿qué diferencia había? La vida entera era un juego. Pero si lo era, ¿uno era el jugador o el peón? En su mente caló la idea de que tal vez Perillán pudiera ser algo más que Perillán, si se molestaba en dedicarle un esfuerzo. Era una llamada a las armas que decía: «¡Espabila de una vez!».

Si podía decirse algo de aquella ciudad vieja y sucia, pensó Perillán mientras salía de la buhardilla seguido por Onán y adoptaba un andar lucidor con su traje nuevo, era que por muy cauto que se fuese siempre habría alguien observando absolutamente cualquier cosa. Las calles estaban tan abarrotadas que había que codearse con la gente hasta que se desgastaban los codos, y el lugar donde practicar un poco el codeo podía ser muy bien un sitio como el Barón del Buey, o la Cabra y Seis Peniques, o cualquiera de los establecimientos menos salubres de cerca de los muelles, cuyos parroquianos podían acabar borrachos por seis peniques, como una cuba por un chelín y posiblemente bajo tierra por ser tan idiotas de haber entrado.

En aquellos lugares se encontraba a los alcantarilleros y los galopines echando el cordel a las chicas, y de verdad parecía que les hubieran echado el cordel, porque la mitad de ellos tenía que estar subiéndose los pantalones a todas horas. Eran sitios donde se perdía el tiempo y el dinero, para poder olvidar las ratas, el fango que se quedaba pegado a todo y los olores. Pese a que al final se acababa cogiendo costumbre, los cadáveres que llevaban un tiempo en el río adquirían cierta fragancia propia, y era imposible olvidar aquel olor a podredumbre que se aferraba, denso y pesado, y hacía desear no volver a olerlo jamás, aunque uno supiera que terminaría haciéndolo.

Por extraño que pareciera, el olor de la muerte tenía una cierta vida propia, se infiltraba en todas partes y era imposible quitárselo de encima; en algunos aspectos, por tanto, se parecía al olor de Onán, que caminaba fiel detrás de Perillán, su paso delatado por los miembros de la multitud que miraban a su alrededor para ver de dónde salía aquel olor nauseabundo y esperando que no fuese de ellos.

Pero el sol brillaba y había algunos chicos y chicas bebiendo fuera de la Hija del Artillero, sentados en toneles vacíos, rollos de cuerda, inmundas pilas de madera podrida y demás desechos de la ribera. A veces a Perillán le parecía que la ciudad y el río eran una sola criatura, solo que con algunas partes más empapadas que otras.

En aquel momento, en aquel desbarajuste enredado y oloroso pero amigable en general, reconoció a Henry el Torcido, Lucy la Buceadora, Dave el Manco, el Predicador, Mary Tiovivo, Bessie la Ausente y Rodillo, que abandonaron las conversaciones que estuvieran manteniendo para decir lo que siempre decía la gente cuando uno de los suyos aparecía con ropas que pudieran considerarse por encima de su categoría. Cosas como: «Vaya, vaya, pero ¿quién es el caballerete?», «Ay, madre, no habrás comprado la calle entera, ¿verdad?» y, por supuesto, «¿Nos prestas un chelín? ¡Te lo pago el día de San Nunca!». Y había muchas más frases como aquellas, por lo que la única forma de sobrevivir en esas circunstancias era sonreír con timidez y capear el temporal, aunque Perillán sabía que podía interrumpir las chanzas cuando quisiera, y así lo hizo.

—El Abuelo ha muerto. —Lo dejó caer como una losa desde el cielo.

—¡Imposible! —exclamó Henry el Torcido—. ¡Estuve alcantarilleando con él anteayer mismo, justo antes de la tormenta!

—Y yo lo he visto hoy —cortó por lo sano Perillán—. ¡Lo he visto morir delante de mis ojos! ¡Tenía treinta y tres años! Que nadie diga que no está muerto porque lo está, ¿vale? ¡Debajo de Shoreditch, por donde el Torbellino!

Mary Tiovivo se echó a llorar; era una chica decente, con un aire perenne de proceder de alguna otra parte y acabar de llegar a la ciudad. Vendía violetas a las damas cuando era temporada, y el resto del tiempo vendía cualquier otra cosa a la que pudiera echar mano. No era mala del todo como carterista, sobre todo porque tenía aspecto de ángel que se hubiera dado un golpe en la cabeza y nadie sospechaba de ella pero, se mirara como se mirase, tenía más dientes que sesos y tampoco es que luciera una gran dentadura. Los demás se limitaron a parecer un poco más desgraciados que antes: no miraron a los ojos de Perillán sino hacia el suelo, como si desearan no estar allí. Perillán dijo:

—Me ha dado su cosecha, aunque tampoco era gran cosa. —Incomodado por la sensación de que no bastaba, añadió—: Por eso he venido, para invitaros a todos a una ronda a su salud.

Aquello último pareció levantar bastante el ánimo de los presentes, sobre todo cuando Perillán echó mano al bolsillo y se desprendió de seis peniques, que por arte de magia se transformaron en jarras de un líquido tan denso que alimentaba.

Mientras las jarras se vaciaban con variaciones sobre el tema de «glop», Perillán se fijó en que Mary Tiovivo aún lloraba un poco y, dado que era una persona amable, le dijo con voz suave:

—Si te sirve de algo, Mary, se ha ido sonriendo. Ha dicho que ha visto a la Dama.

Al parecer la información no la satisfizo, y entre sollozo y sollozo Mary cambió de tema:

—Henry Doble acaba de venir a por papeo y un poco de brandy, y dice que le ha tocado sacar a otra chica del río.

Perillán suspiró. Henry Doble era barquero y se pasaba el día remando arriba y abajo por el Támesis, a la caza de clientes que buscaran transporte. Por desgracia, el resto del relato de Mary fue más o menos el de siempre. La pandilla con la que solía verse Perillán, de su edad aproximada, estaba compuesta por gente dura, y por eso seguían vivos, pero la ciudad y su río eran crueles con los que no daban la talla.

—Le parecía que se había tirado del puente en Putney —dijo Mary—. Estaría preñada.

Alicaído, Perillán volvió a suspirar. Solían estar embarazadas, pensó. Eran chicas de sitios lejanos con nombres raros como Berkhamsted o Uxbridge, que habían llegado a Londres confiando en que la vida allí fuese mejor que estar rodeadas de fardos de paja. Pero tan pronto como llegaban, la ciudad las masticaba a sus muy diversas maneras y luego las escupía, casi siempre al Támesis.

No era forma de morir, ya que lo que bajaba por el río solo podía llamarse agua porque fluía demasiado para llamarlo mugre. Cuando los cadáveres emergían a la superficie, los pobres barqueros tenían que pescarlos y llevarlos remando a la morgue del distrito más cercano. Había recompensa por llevar a la autoridad aquellos tristes restos mortales, y Henry Doble le había dicho una vez que, a veces, valía la pena cargar con el cuerpo un buen trecho para llegar al distrito que mejor pagara, aunque solía ser siempre la morgue de Four Farthings. El alguacil acusaba recibo del muerto y en ocasiones, según había oído Perillán, el acuse llegaba hasta la prensa. Los cuerpos de las chicas podían acabar en el cementerio Cross Bones o en cualquier otro lugar de entierro para pobres, aunque por supuesto a veces, como sabía todo el mundo, podían acabar en las clínicas y bajo el bisturí de los estudiantes de medicina.

Mary seguía llorando, y en frases compuestas sobre todo de burbujas de moco, dijo:

—Qué triste. Todas tienen el pelo largo y rubio. Todas las chicas de campo tienen melena rubia y, en fin, también… ya sabes, inocencia.

—Yo fui inocente una vez —terció Bessie la Ausente—. Pero no me servía de nada. Luego me enteré de lo que estaba haciendo mal. Pero yo nací en las calles de aquí y sabía lo que esperarme. Esas pobres inocentes ya están perdidas cuando el primer caballero amable las atiborra de licores.

Mary Tiovivo se sorbió los mocos de nuevo y dijo:

—Un caballero intentó atiborrarme a mí de licor una vez, pero se le acabó el dinero y me llevé casi todo lo que tenía encima cuando se quedó dormido. El mejor reloj con cadena que he mangado en la vida. Aun así —continuó—, esas pobres chicas no nacieron por aquí como nosotros, así que no saben na.

Sus palabras hicieron que Perillán se acordara de Charlie. De ahí, sus pensamientos pasaron a lo que le había dicho Sol. Dirigiéndose más al aire que a ninguno de sus contertulios, dijo:

—Tendría que dejar las alcantarillas…

Abandonó su discurso a medias porque en realidad hablaba consigo mismo. «Pero ¿a qué me podría dedicar? A fin de cuentas, todo el mundo ha de trabajar, todos tenemos que comer, todos tenemos que vivir».

Ah, pero aquella sonrisa en la cara del Abuelo… ¿Qué habría visto con esa última sonrisa? Había visto a la Dama. Los alcantarilleros siempre conocían a alguien que había visto a la Dama; ninguno la había visto en persona, pero cualquiera de ellos podría describir su apariencia. Era bastante alta, llevaba un vestido todo brillante, así como de seda, tenía unos bonitos ojos azules y siempre estaba rodeada de una especie de niebla fina, y bajando la mirada a sus pies se veían las ratas sentadas en sus zapatos. Se decía que, si algún día alguien lograba verle los pies, serían zarpas de rata. Pero Perillán sabía que jamás se atrevería a mirar porque ¿y si era verdad? O peor aún: ¿y si no lo era?

Todas esas ratas mirándote y luego mirándola a ella… A lo mejor —él nunca llegaría a saberlo—, bastaría con una palabra de la Dama para que, si habías sido mal alcantarillero, se te echaran todas encima. Y si habías sido un alcantarillero muy bueno, ella te sonreiría y te plantaría un buen beso (algunos decían que bastante más que un beso), y a partir de ese día siempre tendrías suerte en el alcantarilleo.

Volvió a cavilar sobre aquellas pobres desgraciadas que saltaban al río. Muchas de ellas estaban embarazadas, claro… Y llegado ese punto, dado que el barómetro del carácter de Perillán casi siempre gravitaba hacia «sin nubes», abandonó aquel hilo de razonamiento. A grandes rasgos, siempre había intentado guardar las distancias con la aflicción, y además tenía asuntos urgentes que atender.

Pero no tan urgentes como para que le impidieran alzar su jarra y exclamar:

—¡Por el Abuelo, allá donde narices esté!

Los presentes repitieron el grito, posiblemente, conociéndolos, con la esperanza de que hubiera una segunda ronda. Pero se llevaron una decepción, porque Perillán siguió diciendo:

—¿Me escucháis un momento? La noche de la tormenta había alguien intentando matar a una chica, una de las inocentes esas que decíais, supongo, solo que esta escapó y más o menos acabé encontrándola yo, y ahora tiene quien la cuide. —Titubeó, solo ante el muro de silencio, y siguió adelante cada vez con menos esperanzas—. Tenía el pelo dorado… y le dieron una buena tunda, y quiero saber por qué. Quiero dar de hostias a la gente que se lo hizo, y quiero que vosotros me ayudéis.

Al terminar, Perillán fue el espectador privilegiado de una maravillosa obra de teatro callejero, que aun sin apenas palabras se desarrolló en tres actos: el primero se titulaba «Yo no sé na», el segundo «Yo no he visto na» y por último llegó el clásico «Yo no he hecho na», seguido sin coste adicional por un bis, que era el tradicional e infalible «Yo no estaba allí».

Perillán se había esperado algo similar, incluso viniendo de sus colegas ocasionales. No era nada personal, solo que a nadie le gustaban las preguntas, sobre todo por si algún día las preguntas se hacían sobre uno mismo. Pero se trataba de un tema importante para él, de modo que chasqueó los dedos y un obediente Onán empezó a gruñir, con un sonido que no cabría esperar de un perro mediano como Onán sino de algo terrible surgido de las profundidades oceánicas, y para colmo con apetito. Tenía un retumbar inquietante, y sencillamente no se detenía. Entonces Perillán dijo, en tono tan llano como áspero era el retumbar:

—¿Queréis hacer el favor de escucharme? Soy Perillán, soy yo, ¿estamos?, vuestro amigo Perillán. ¡Era una chica con el pelo dorado y tenía la cara llena de moratones!

Perillán vio algo parecido al pánico en los ojos de los demás, como si creyeran que se había vuelto loco. Pero entonces los rasgos grandes y redondos de Bessie la Ausente empezaron a alterarse mientras lidiaban con el concepto de algo poco frecuente, como un pensamiento.

No solía tener muchos: para ver todos sus pensamientos seguro que haría falta un microscopio, como el que Perillán había visto una vez en un espectáculo itinerante. Por allí había espectáculos itinerantes casi a diario, que siempre atraían público, y uno en concreto consistía en un aparato por el que se podía mirar un vaso de agua. Cuando la vista se acostumbraba, empezaban a verse los bichitos minúsculos que serpenteaban en el líquido, subiendo y bajando, dando vueltas y bailando pequeñas jigas, pasándolo tan bien que el dueño del puesto decía que demostraban lo buena que era el agua del Támesis, si había tantas criaturas diminutas capaces de sobrevivir en ella.

Para Perillán, la mente de Bessie se parecía un poco a aquello: estaba casi vacía, pero muy de vez en cuando algo serpenteaba. Intentó animarla.

—Venga, Bessie.

Ella miró a los otros, que intentaron no corresponder a su mirada. Perillán lo comprendía, en cierto modo. No convenía labrarse fama de contar las cosas que veías, por si en algún momento dichas cosas incluían algo que no interesaba que se supiera; al fin y al cabo, por ahí había gente mucho peor que los galopines y los alcantarilleros, gente que se manejaba con un pincho o una cuchilla bien afilada y en cuyos ojos no había ni un destello de piedad.

Pero en los ojos de Bessie la Ausente se vio una firmeza muy poco habitual. Bessie no tenía el pelo dorado; de hecho, no es que anduviera muy sobrada en el departamento capilar, y los pocos mechones que tenía estaban grasientos y tendían a enrollarse formándole extraños ricitos en el flequillo. Enrolló uno de ellos en torno a un dedo, miró con gesto desafiante a los demás y dijo:

—Estaba yo mendigando un poco por el Mall, el día antes de la tormenta, y pasó un carruaje todo lustroso que llevaba la portezuela abierta, ¿bien?, y entonces una chica saltó al suelo y echó a correr piernas pa qué os quiero calle abajo, ¿vale? Y enseguida se bajaron dos tipos y echaron a correr detrás de ella perdiendo el culo, quitando a la gente de en medio como si no valieran nada.

Bessie calló y se encogió de hombros, indicando que eso era todo. Sus asociados estaban mirando distraídos en todas las direcciones excepto en la suya, como para dejar bien claro que no tenían nada que ver con aquella mujer tan rara y peligrosamente habladora. Sin embargo, Perillán dijo:

—¿Qué clase de carruaje?

No desvió su atención de Bessie, porque sabía que en caso contrario a la chica le entraría un repentino ataque de amnesia, y lo que obtuvo, tras cierto remover de recuerdos por parte de Bessie, fue:

—De los caros, así bien lustroso, con dos caballos.

Bessie la Ausente cerró la boca con firmeza, dando a entender que no tenía la menor intención de volver a abrirla a menos que su futuro inmediato incluyera otra jarra de cerveza. Perillán podía leerle la mente con bastante facilidad; al fin y al cabo, allí dentro había mucho espacio. Hizo tintinear las monedas que le quedaban en el bolsillo, usando el idioma universal, y en la cara redonda y triste de Bessie se encendió otra luz.

—El carruaje tenía una cosa rara. Cuando se alejó tenía como… como un chirrido en una rueda, casi tan feo como un cerdo en el matadero. Lo oí hasta que giró una esquina.

Perillán le dio las gracias, le pasó unos peniques y saludó con la cabeza a los demás, que ponían cara de acabar de presenciar un asesinato.

De pronto Bessie la Ausente, ya con las monedas en la mano, dijo:

—Acabo de acordarme de otra cosa. La chica gritaba, pero no sé qué decía porque era en alguna jerigonza extranjera. El cochero lo mismo, tampoco era inglés.

Al terminar lanzó una mirada significativa y aguda en dirección a Perillán, que le tendió otro par de cuartos de penique mientras se preguntaba si don Charlie correría con algunos de aquellos gastos necesarios. Pero tendría que ir apuntándolos, porque desde luego Charlie no era de los que se dejaban marear.

Mientras se alejaba, Perillán dudó si debía acercarse a ver a su patrono: al fin y al cabo, tenía información importante, ¿verdad? Información que le había costado dinero adquirir, una cantidad considerable de dinero, y que muy posiblemente valiera un poco más si la adornaba un pelín. Sin embargo, sabía que no sería muy razonable ponerse ambicioso con los pagos…

Hurgó en su bolsillo, un receptáculo que contenía cualquier cosa que Perillán pudiera embutir dentro. Y allí estaba la tarjetita rectangular. Juntó las letras en su mente con esmero, y los números también, pero en realidad todo el mundo sabía dónde estaba Fleet Street. Era donde se publicaban todos los periódicos, pero desde el punto de vista de Perillán era una zona medio decente para alcantarillear, con un par de buenos túneles cerca. El propio río Fleet formaba parte de la alcantarilla, y era increíble la de cosas que terminaban allí… Recordó con placer la vez en que estaba explorando por la zona y encontró una pulsera con dos zafiros engarzados, y aquel mismo día sacó también un soberano entero: el sitio daba suerte, pues, ya que una buena colecta diaria de las alcantarillas podía consistir en tan poca cosa como un puñado de cuartos.

Así que se dirigió hacia allí, con el obediente Onán siguiéndole los pasos al trote. Continuó caminando, ensimismado. Por supuesto, de Bessie la Ausente no podía esperarse que saliera con algo tan útil como un blasón de los que se veían en los carruajes de los nobles, y Perillán cayó en que de todos modos, si el carruaje estaba usándose para actos tan sucios como llevar a jovencitas a sitios donde no deberían ir, su dueño tal vez no quisiera que llevara su blasón. Pero una rueda chirriante seguiría delatándolo hasta que alguien hiciera algo al respecto. No tenía mucho tiempo ni nada más en lo que apoyarse, en una ciudad con cientos de carruajes y otros medios de transporte diversos.

«Me parece a mí que esto va a costarme un poco —pensó—, pero si depende de mí, esa rueda chirriante voy a dejarla bien engrasada, y el aceite se llama Perillán». Y a lo mejor, sopesó en la intimidad de su cráneo, los hombres implicados podrían entablar una relación íntima con el simpático puño de Perillán…