Capítulo 5
El héroe del momento vuelve a reunirse con su
damisela en apuros, pero se lleva un beso de
una señora muy entusiasta
Solomon todavía estaba trabajando con su pequeño torno cuando Perillán subió la escalera. Siempre se hacía extraño ver trabajar a Sol: era como si hubiera desaparecido. Sí, estaba allí, pero tenía la mayor parte del cerebro instalada en las puntas de los dedos, y no hacía caso a nada excepto a lo que estuviera manipulando con tal esmero que acababa pareciendo parte de algún proceso natural, tan sutil como el crecimiento de la hierba. Perillán le envidiaba aquella calma, pero sabía que no estaba hecha para él.
La forma de vestir de Sol tampoco estaba hecha para él, desde luego que no. Cuando iba a la sinagoga, el anciano llevaba pantalones bombachos y una gabardina raída, fuese verano o invierno; al regresar a la seguridad de su madriguera en la buhardilla, se ponía unos bombachos aún más largos sacados de vete a saber dónde y un chaleco que, había que reconocerlo, solía estar tan blanco como Solomon podía lograr. En los pies optaba por unas pantuflas de minucioso bordado, adquiridas en algún país extranjero donde Solomon había vivido en algún momento y, posiblemente, del que había logrado escapar a duras penas. Por supuesto, a todo ello se añadía su delantal con un gran bolsillo delantero, para recoger cualquier objeto complejo y caro que saliera rodando de su mesa de trabajo.
De la caldera que había puesta al fogón salía un olor apetitoso, el cordero de la señora Quickly bien empleado, que provocó en Perillán el acto reflejo de relamerse. No sabía cómo se las ingeniaba Solomon, pero ese hombre era capaz de cocinar una cena deliciosa a partir de medio ladrillo y un cacho de madera. Un día se lo había preguntado, y la respuesta de Solomon fue: «Mmm, supongo que es por haber vagado tanto en la espesura, que te obliga a apañártelas con lo que tienes».
Perillán se quedó despierto en su colchón casi toda la noche, una gesta nada difícil de llevar a cabo, ya que solía haber trifulcas en los patios cuando los hombres volvían a casa, y luego los llantos de los bebés y unas broncas terribles en los hogares: la canción de cuna cacofónica de Seven Dials. «Familias felices —pensó—. ¿Existe alguna?». Y al fondo, en lo alto, las campanas repicaban por toda la ciudad.
Perillán miró el techo, rumiando sobre el carruaje. Bessie la Ausente no iba a servirle de mucho más, por lo que Perillán pensó que la única forma de hacer averiguaciones era seguir preguntando, con la esperanza de llamar la atención de esa gente a la que no gustaba que se preguntara nada, y mucho menos que se respondiera. Seguro que ellos sabrían cuatro cosas.
¿Por dónde empezar, por dónde empezar? Una rueda chirriante y un carruaje de postín. ¿Llevaba un blasón? ¿A lo mejor alguno con águilas? Puede que la chica se acordara de algo más si volvía a verla…
«Bueno —pensó—, el señor Mayhew quiere hablar conmigo y su esposa también, así que a lo mejor un joven listo puede arreglarse un poco, intentar sacar algo de brillo a las botas y lavarse la cara antes de ir a verlos, a ver si por ser tan buen chico saca algo del encuentro aparte de una taza de té, quizá algo de comer. Y quién sabe, igual si me porto muy bien y guardo mucho respeto, me dejan ver a la chica del maravilloso pelo dorado otra vez».
Y como no se puede sofocar la astucia a voluntad, la mente de Perillán le sugirió, traicionera: «A lo mejor además te dan dinero, por ser tan bueno». Porque le parecía saber la clase de personas que eran el señor y la señora Mayhew; por extraño que pareciera, de vez en cuando uno se encontraba a ricachones que se preocupaban de verdad por la gente de la calle y se sentían un poco culpables por ellos. Si eras pobre y te preocupabas de asearte un poco, y si además no tenías la menor vergüenza y sabías contar una historia de desgracias tan bien como sabía Perillán —aunque la verdad era que no le hacía falta inventársela, ya que su vida, tal y como la había relatado a Charlie con sinceridad casi absoluta, ya incluía buenas dosis de desgracia—, entonces hasta serían capaces de darte un beso, porque al hacerlo se sentían mejor.
Tumbado en la penumbra y pensando en la chica, Perillán se arrepintió un poco de estar considerando únicamente qué podría sacar del asunto, ya que sin duda haber salvado a la joven era su propia recompensa, pero tampoco se arrepintió demasiado porque de algo había que vivir, ¿o no?
Incómodo, cambió de postura y meditó sobre Charlie, que parecía creer que Perillán era una especie de rey de los piratas y, si se paraba a pensarlo, Charlie también estaba jugando a su propio jueguecito. «Todos los chavales quieren que los vean como peces gordos, como pillastres con categoría, ¿verdad? —pensó—. Porque así se creen importantes». Para Charlie, las palabras eran una especie de juego complicado, y el hecho de que Perillán tal vez no conociera bien sus reglas no lo hacía menos juego… y él, Perillán, era bastante bueno en el juego de sobrevivir.
Mientras miraba la nada pensó en el Abuelo, muriendo con una sonrisa en la cara allá en las alcantarillas y en todo lo que contenían. Pasaría mucho tiempo antes de que volviera al Torbellino. Las ratas eran pequeñas, pero había muchísimas, y más que habría cuando se corriera la voz. Tendría que esperar una semana o dos antes de volver al lugar donde había muerto el viejo. Muerto, se recordó a sí mismo, allí donde quería morir.
Y luego estaba Muñón, que había tenido dos piernas hasta que lo alcanzó una bala de cañón cuando luchaba en algún lugar de España.
Y allí estaba él, y de pronto las palabras de Charlie se estaban aferrando a su conciencia y cambiándole el mundo, un mundo donde uno estaba alcantarilleando tranquilamente y, antes de darse cuenta, era alguien a quien los policías podían llamar héroe y que se paseaba por casas elegantes. Una persona distinta a la que había sido al levantarse. Era como si algún arroyo caudaloso estuviera tirando de él… y quizá, tal vez más pronto que tarde, un chico debería decidir qué clase de hombre iba a ser. ¿Iba a ser un jugador o una pieza del juego?
En la oscuridad, Perillán sonrió antes de quedarse dormido y soñar con cabellos dorados.
Por la mañana Perillán se limpió tanto como pudo y se dirigió a casa del señor Mayhew. El edificio tenía bastante buena pinta a la luz del día; no era un palacio, pero sí el hogar de alguien con el suficiente dinero para hacerse llamar caballero. La calle entera daba la misma sensación pulcra, ordenada y limpia. Incluso había un policía patrullando, que para enorme sorpresa de Perillán lo saludó con un leve gesto al cruzarse con él. No fue nada exagerado, solo un movimiento de dedos, pero hasta aquel momento los policías de un lugar como aquel le habrían dicho que se largara a otro sitio perdiendo el culo. Envalentonado, Perillán recordó la forma de hablar de Charlie y devolvió el saludo al agente.
—Buenos días tenga usted, y a fe mía que hace un día hermoso.
¡No ocurrió nada! El alguacil se cruzó con él y siguió paseando despacio, sin más. ¡Caramba!
Perillán encontró la casa con un renovado buen humor. Había aprendido a una edad muy tierna la forma de presentarse en la puerta trasera de las casas de la gente bien, y también algo muy importante, a hacerse ver como un joven vivaz. Se había dado cuenta de que, si se era un pilluelo, convenía tomárselo como vocación y hacerlo bien de verdad: si querías ser un pilluelo, debías aprender a pilluelear, así de sencillo. Y si ibas a pilluelear, debías convertirte en algo parecido a un actor. Tenías que saber la forma de dar conversación a todo el mundo, a los mayordomos y a las cocineras, a las criadas y hasta al cochero; en breve, debías ser el amiguete divertido, menudo es él, al que todos conocían. Era puro teatro y él era el protagonista. No era un camino que llevara a la fama y la fortuna, pero sin duda tampoco llevaría al Árbol de Tyburn y la corbata de cáñamo. No, la seguridad radicaba en tener un talento que pudiera llamarse propio, y el de él consistía en ser Perillán, Perillán hasta la médula. De modo que dio la vuelta hasta la puerta trasera, con la esperanza de volver a dar con la señora Quickly, la cocinera, y quizá salir de nuevo con una empanada o una porción de cordero.
La puerta la abrió una doncella, que dijo:
—¿Sí, señor?
Perillán se puso derecho antes de responder.
—Vengo a ver al señor Mayhew. Creo que me espera. Me llamo Perillán.
Tan pronto como lo dijo se oyó un estrépito procedente del interior y la doncella se asustó un poco, a la manera de todas las doncellas (sobre todo frente a la brillante sonrisa de Perillán), pero se relajó a ojos vistas cuando la reemplazó en la puerta su vieja amiga, la señora Quickly, que lo miró de arriba abajo con aire crítico y exclamó:
—¡Madre mía, anda que no vienes hecho un figurín! Le ruego me disculpe que no haga una reverencia, pero es que voy cargada de menudillos hasta las orejas. —Se retiró y volvió a la puerta al cabo de un momento, ya libre del peso de las entrañas animales. Echó a la doncella diciendo—: Don Perillán y yo vamos a hablar un momentín, así que vete a echar un ojo a las manitas de cerdo. —Entonces dio a Perillán un abrazo que incluía cierta cantidad de menudillos y se los limpió con un trapo—. Eres el héroe del momento, cariñito, ya lo creo que sí. ¡Estaban comentándolo en el desayuno! ¡Parece, pequeño granuja, que ayer impediste tú solo que el Morning Chronicle acabara arrasado por una horda de ladrones! —Dedicó una sonrisa pícara a Perillán y añadió—: Bueno, pues yo me dije: «Si es el mismo joven que conocí el otro día, la única forma de que evite un robo sería agarrarse las manos por detrás de la espalda». Pero ahora por lo visto te has batido en duelo contra unos atracadores y los has perseguido hasta el fin del mundo, o eso dicen. ¡Qué cosas pasan! A este paso, cualquier día te propondrán para lord alcalde. Si se da el caso, me gustaría que me eligieras a mí como lady alcaldesa, y tranquilo, que he estado casada muchas veces y sé cómo se hace. —Volvió a reír al ver la expresión de Perillán y, ya más seria, dijo—: Así me gusta, chaval. La chica te llevará arriba para ver a la familia, pero no te vayas sin bajar otra vez, que a lo mejor tengo un paquetito de comida para que te lleves.
Perillán siguió a la doncella por unos escalones de piedra hasta una puerta, el mágico portal verde y tachonado que separaba a quienes limpiaban los suelos de quienes los pisaban, el piso de arriba y el piso de abajo del mundo. Pero lo que encontró al cruzarla fue una especie de pandemónium en el que un marido y su esposa actuaban de reticentes jueces en la disputa de dos chicos por quién había roto el soldado de juguete de quién.
El señor Mayhew cogió del brazo a Perillán e hizo una seña con la cabeza a su esposa, que no pudo más que sonreír frenética al recién llegado desde el centro de aquella guerra en miniatura mientras él se dejaba llevar al despacho del marido. Henry Mayhew lo dejó en una silla incómoda y se sentó al otro lado del escritorio, donde no perdió ni un segundo antes de hablar.
—Es un placer volver a contar con tu presencia, joven, y mucho más a la luz de tu intervención de ayer por la tarde, de la que ya estoy informado por Charlie. —Se detuvo un momento—. Eres un joven de lo más interesante. ¿Podría hacerte… algunas preguntas personales? —Mientras hablaba, su mano se había desplazado hacia un cuaderno y un lápiz.
Perillán no estaba acostumbrado a aquellas cosas. En general, la gente que pretendía hacerle preguntas personales como «¿Dónde estabas la noche del día dieciséis?» se limitaba a formularlas sin pedir permiso, y además esperaba obtener respuesta con la misma celeridad.
—Me parece bien, señor —logró decir—. Siempre que no sean demasiado personales.
Mientras el hombre reía, Perillán estudió el despacho y pensó: «¿Cómo puede alguien tener tanto papel?». Había libros y montones de folios en todas las superficies planas, incluido el suelo, cubierto del todo pero cubierto con orden.
El señor Mayhew dijo:
—Me imagino que no estás bautizado. Encuentro muy improbable que lo estés. ¿Perillán es un nombre que… te encontraste por el camino?
Perillán se decidió por una variante de la sinceridad. Al fin y al cabo, había pasado por lo mismo con Charlie, así que recitó una versión algo abreviada de El cuento de Perillán, porque nunca había que explicar todo a nadie.
—No, señor. Fui un expósito, señor, y me llamaron Perillán en el hospicio porque espabilo deprisa, señor.
El señor Mayhew abrió el cuaderno, despertando una mirada de sospecha en Perillán. El lápiz estaba situado encima del papel, presto a actuar, por lo que Perillán dijo:
—No se ofenda, pero me da un poco de tembleque cuando se apuntan las cosas y entonces me quedo sin habla.
Ya estaba buscando otras salidas del despacho pero, para su sorpresa, el señor Mayhew respondió:
—Disculpa que no te haya pedido permiso, joven. Por supuesto, no apuntaré nada más sin preguntarte. Verás, es que siempre anoto cosas para mi trabajo, o quizá debería decir para mi vocación. Es una investigación a la que he dedicado bastante tiempo, a estas alturas. Mis colegas y yo pretendemos hacer ver al gobierno las terribles condiciones que imperan en esta ciudad, que, aun siendo como es la más rica y poderosa del mundo, depara a muchos de sus habitantes una forma de vida que no se aleja mucho de la de Calcuta. —Se percató de que Perillán no reaccionaba al oírlo—. ¿Es posible, joven, que no sepas dónde está Calcuta?
Perillán se quedó mirando el lápiz un momento. En fin, qué se le iba a hacer.
—Exacto, señor —dijo—. No tengo ni idea, lo siento, señor.
—Don Perillán, la culpa no es de usted. De hecho —siguió diciendo el señor Mayhew como si hablara solo—, la ignorancia, la mala salud y la ausencia de nutrición adecuada y agua potable son las responsables de que la situación empeore aún más. Lo único que hago es pedir a la gente algunos detalles sobre su vida y sobre su forma de ganársela, ¡porque el gobierno no podrá quedarse de brazos cruzados ante una colección minuciosa de pruebas! Resulta curioso que las clases altas, normalmente tan generosas a la hora de hacer donativos a iglesias, fundaciones y otras grandes obras, tiendan a mirar muy poco hacia abajo aparte de preparar sopa de vez en cuando para los necesitados.
Pensar en comida volvió a hacer rugir el estómago de Perillán. Debió de rugir lo suficiente para que lo oyera el señor Mayhew, porque de pronto puso cara de aturullado y dijo:
—Ay, apreciado Perillán, seguro que traes mucha hambre. Ya lo esperaba, de modo que tocaré la campanilla para que la doncella te traiga un poco de panceta y un huevo o dos. No somos ricos, pero por suerte tampoco somos pobres. Debo señalar que cada cual hace esta clase de cálculos a su propia manera, porque he conocido a personas a las que consideraría en la más extrema pobreza y, sin embargo, afirman que van tirando, y por otra parte he conocido a hombres que viven en mansiones y con unas rentas muy cuantiosas y se consideran a punto de ir a la cárcel por morosos. —Sonrió a Perillán mientras tocaba la campanilla—. ¿Y qué me dice de usted, don Perillán, que creo que es alcantarillero y hace sus pinitos en otras líneas improvisadas de negocio cuando se presenta la ocasión? ¿Se considera rico o pobre?
Perillán captaba al vuelo las preguntas con trampa. Razonó que con toda probabilidad el señor Mayhew no estaba tan resabiado como Charlie, pero aun así era mala idea subestimarlo, por lo que optó por su último recurso, la sinceridad.
—Supongo que Sol y yo no somos de los más pobres, señor. Ya sabe, nos buscamos las habichuelas haciendo un poco de esto y un poco de aquello, y creo que no nos va mal, comparados con otros muchos.
La respuesta pareció contentar al señor Mayhew. Miró su cuaderno y dijo:
—Sol debe de ser el caballero de convicciones judías con el que dice Charlie que compartes alojamiento, ¿verdad?
—Ah, no creo que haya que convencerlo de nada, señor. Creo que ya nació judío, o al menos eso dice siempre.
Perillán se preguntó por qué se echaba a reír el señor Mayhew, y también cómo había podido decirle Charlie dónde vivía Perillán cuando él mismo no recordaba habérselo contado al periodista. Pero el asunto perdió toda importancia cuando oyó a la doncella al otro lado de la puerta y el triquitraque de una bandeja. Un triquitraque como aquel significaba que la bandeja pesaba, lo que siempre era buena señal. Y resultó ser así. El señor Mayhew dijo que él ya había desayunado, por lo que Perillán se abalanzó sobre la panceta y los huevos a una velocidad considerable.
—Charlie te ve mucho futuro, como ya sabes —dijo el señor Mayhew—, y yo debo confesar que me admira que te arriesgaras por nuestra joven dama, sobre todo teniendo en cuenta que no la conocías, según tengo entendido. Te llevaré a verla enseguida. Parece comprender el inglés, aunque me temo que su mente se ha visto afectada por la naturaleza de su suplicio y la incapacita para relatarme las calamidades que parecen haberle acaecido.
Perillán hizo algo muy poco propio de él, que fue mirar la comida que tenía delante sin devorarla al instante.
—Estaba muy asustada —dijo—. Su marido era un tipo que la trataba fatal, créame. Y además…
Perillán estuvo a punto de decir más, pero vaciló, pensando: «Está herida, sí, y está asustada, sí, pero no creo que haya perdido la chaveta. A mí me da que está haciendo tiempo hasta que averigüe quiénes son sus amigos. Y si yo fuera ella, por muy malherido que estuviera, creo que me las ingeniaría para fingir que estoy un poco peor todavía. Es la regla de la calle: resérvate algunas cosas».
Notó que el caballero seguía mirándolo, y en efecto el señor Mayhew preguntó:
—Si no te importa, ¿dónde naciste, Perillán?
Tuvo que esperar a que Perillán se hubiera terminado el plato y hubiera lamido el cuchillo por los dos lados. Solo entonces respondió:
—En Bow, señor, aunque tampoco lo sé seguro.
—¿Podrías hablarme de tu crianza… de cómo te hiciste alcantarillero?
Perillán se encogió de hombros.
—Antes fui galopín una temporada, porque… bueno, porque es lo que se hace de crío. Sale como por naturaleza, no sé si me entiende, lo de buscar trozos de carbón y cosas por el estilo en el fango de la orilla. En verano no está mal, en invierno es un espanto, pero si eres listo puedes encontrar un sitio donde dormir y pagarte las comidas. También estuve un tiempo de aprendiz de deshollinador, como le dije a Charlie, pero entonces un día empecé a alcantarillear y no me he arrepentido nunca, señor. Me lancé igual que un cerdo se lanza a un montón de bazofia, que viene a ser lo que es. Aún no he encontrado ningún alcantarillón, pero espero encontrarlo antes de morir. —Rio y entonces decidió dar algo que pensar a aquel hombre de aspecto tan serio, por lo que añadió—: Eso sí, he encontrado casi todo lo demás, señor, todo lo que la gente tira, o pierde, o le trae sin cuidado. Es increíble la de cosas que aparecen allí abajo, sobre todo debajo de las clínicas con estudiantes, ya lo creo que sí. Puedo cruzarme Londres de punta a punta bajo tierra, subir por donde quiera y, de verdad, señor, no me va a creer, ¡pero es hasta bonito! A veces es como andar por casas viejas, con sus cuestas haciendo de escalera y las cosas que crecen en las paredes… la Gruta, Rincón Ventoso, el Dormitorio de la Reina, la Cámara de los Susurros y todos los lugares que los alcantarilleros nos conocemos como la palma de la mano, señor, después de haberla lavado, claro. Cuando cae la luz de la tarde y llega desde el río, parece el paraíso, señor. No espero que me crea, pero es así.
Perillán se detuvo y repasó lo que acababa de decir, ya que el sentido común le estaba recomendando no hablar con un hombre que tenía el lápiz a punto sobre hurtos y sobre ser un gatero y un caco. Esa clase de revelación podía ser apropiada para alguien como Charlie, pero de cara al señor Mayhew parecía más razonable dar un poco de relumbre a las cosas.
—Una vez hasta encontré un viejo armazón de cama allí abajo. Y no se hace a la idea de las formas en que se cuela la luz —concluyó mientras sonreía al señor Mayhew, que lo miraba con una expresión entre escandalizada y perpleja, tal vez con un ápice de admiración.
—Una última cosa, Perillán —dijo el hombre—. ¿Te importaría decirme qué ganancias obtienes de tu esfuerzo en las alcantarillas?
Perillán se había esperado algo parecido. Por instinto redujo a la mitad sus beneficios antes de responder.
—Bueno, hay días buenos y días malos, señor, pero yo diría que me saco lo mismo que un deshollinador, con alguna cosilla caída del cielo de vez en cuando.
—¿Y eres feliz con lo que haces?
—Ya lo creo, señor. Voy donde quiero sin responder ante nadie, y cada día es una especie de aventura, señor, no sé si me explico. —Y para mejorar su consideración como joven caballero respetable, añadió—: Por supuesto, a veces encuentro allí abajo algo que ha perdido alguien, y me alegra mucho poder devolvérselo.
Bueno, estrictamente era cierto, pensó, aunque en el asunto intervinieran algunos chelines.
Al cabo de poco, el hombre carraspeó.
—Perillán, gracias por tu relato. Veo que has terminado de desayunar hasta el punto de que el plato brilla, por lo que tal vez sea hora de que te reúnas de nuevo con nuestra invitada. ¿Alguna vez te has dado algo parecido a un baño? Debo decir que, habida cuenta de tu oficio, pareces razonablemente limpio.
Perillán se permitió una leve sonrisa al oírlo.
—Eso es por Solomon, señor, el tipo con el que vivo. No puede ni ver la suciedad, señor, por eso de ser del pueblo elegido. Y sí, hay un baño en la habitación de atrás, señor, uno de esos pequeños de estar de pie, que son como limpiarse con un trapo, señor, y con jabón también, palabrita. He oído decir que la limpieza nos acerca a la divinidad, pero para mí que para Sol la divinidad no llega a la limpieza ni a la suela de los zapatos.
El señor Mayhew estaba contemplando a Perillán como quien acaba de encontrar una moneda de seis peniques en un puñado de cuartos.
—Me sorprendes, Perillán; pareces ser un tizón que se ha arrebatado a sí mismo del incendio. Sígueme, por favor.
Un minuto después, Perillán había subido la escalera y entraba en la habitación del servicio, que estaba bastante oscura. La chica del pelo dorado estaba incorporada en una de las camas, como si acabara de despertar, y de pronto la estancia se iluminó por su sonrisa, al menos para los adentros de Perillán, cuyo corazón algo corroído latía con fuerza.
—Aquí está la joven dama —dijo el señor Mayhew—, de quien me alegra decir que va mejorando. —Hizo un gesto a la otra persona que había en la habitación—. Esta es mi esposa, Jane, a quien creo que ya has visto antes aunque no os haya presentado. Querida, este es don Perillán, salvador de damiselas en apuros, como supongo que ya sabes.
En ocasiones Perillán no estaba seguro de comprender lo que decía el señor Mayhew, pero se le ocurrió que no estaba de más puntualizar, por si luego le traía complicaciones.
—Solo fue una damisela en apuros, señor… y eso siempre que damisela signifique dama, ojo. Pero es solo una, señor.
La señora Mayhew, que estaba sentada junto a la chica con un plato de sopa y una cuchara, se levantó y extendió un brazo.
—Ciertamente una damisela en apuros, don Perillán. Qué insensatez por parte de mi marido pensar que podría haber habido más de una.
Sonrió, y su marido la imitó, y Perillán se preguntó si se le había escapado alguna clase de chiste, pero la señora Mayhew no había terminado de hablar.
Perillán estaba al tanto de cómo funcionaban las familias, los maridos y las esposas; las mujeres solían ayudar a sus maridos a vender en las calles cosas como patatas asadas y bocadillos (aunque lo mejor eran las patatas asadas) y había familias enteras trabajando juntas. Perillán, que tenía ojo para aquellas cosas, observaba a las familias, les miraba la cara y se fijaba en cómo se trataban entre sí, y a veces le daba la impresión de que, aunque mandara el marido, como por supuesto debía ser, si uno prestaba atención y escuchaba se daba cuenta de que el matrimonio era como una barcaza en el río: la esposa era el viento que decía al capitán hacia dónde iba a llevar la embarcación. La señora Mayhew, si no llegaba a viento, sin duda sabía cuándo aplicar el bufido adecuado.
La pareja se sonrió y la señora Mayhew dijo con tristeza:
—Me temo que los horribles golpes que ha sufrido esta joven, y sospecho que no por primera vez, de algún modo le han nublado el entendimiento, de modo que no puedo presentaros como corresponde. Hasta que sepamos más, «Simplicity» bastará como nombre, un buen nombre cristiano. Además era como se llamaba una vieja amiga mía, por lo que le tengo cariño. Nuestra amiga es bastante joven y debemos confiar en que sane deprisa. Por el momento, sin embargo, procuro mantener las cortinas echadas para evitarle el ruido de los carruajes de la calle, ya que parece tenerle miedo. En cambio, por suerte sus facultades físicas están recuperándose poco a poco y los cardenales van desapareciendo. Por desgracia, cabe suponer que su vida en tiempos recientes no ha sido… agradable, aunque hay señales de que en el pasado pudo ser bastante más… conveniente. Al fin y al cabo, alguien debía de cuidarla si le dio el maravilloso anillo que lleva puesto.
A Perillán no le hacía falta saber el código exacto con que se comunicaba el matrimonio Mayhew, pero estaba claro que en buena parte consistía en miradas cargadas de significado, y uno de los mensajes fue: «Mejor no hablar de un anillo valioso delante de este chaval».
—¿Se espanta al oír carruajes, entonces? —preguntó—. ¿Y qué pasa con los demás ruidos de la calle, como los caballos o los carretones de miel[*], que también traquetean mucho?
La señora Mayhew dijo:
—Eres un joven muy sagaz.
Perillán se sonrojó.
—Lo siento, señora, pero los pantalones buenos los tengo lavándose.
Sin cambiar de expresión, la señora Mayhew dijo:
—No, Perillán, me refiero a que entiendes las cosas deprisa y que eres hombre de mundo, o debería decir hombre de Londres, que viene a ser lo mismo. Sé que el señor Dickens confía en que puedas ayudarnos a resolver este pequeño misterio. —Cruzó otra mirada con su marido—. Doy por hecho que sabes que este satánico asunto tiene otro aspecto sumamente desagradable. —Titubeó, como intentando ahuyentar pensamientos incómodos, antes de decir—: Creo que eres consciente de que esta joven estaba… estaba… ha perdido…
Y la señora Mayhew salió de la habitación casi a la carrera, avergonzada y confusa, dejando atrás un repentino silencio.
Perillán miró a Simplicity y luego dijo al señor Mayhew:
—Señor, si no tiene inconveniente, me gustaría mucho hablar a solas con Simplicity. Seguro que también puedo ayudarla a tomar la sopa. Tengo la corazonada de que podría ser capaz de hablar otro poquito conmigo.
—Bueno, sería harto impropio dejar a una joven dama sola en un dormitorio contigo.
—Sí, señor, y también sería harto impropio dejar medio muerta a una dama de una paliza e intentar ahogarla, pero eso no fui yo, señor. Así que me parece, señor, que en la intimidad de esta casa podría permitir que esa norma fuese un poco más… ¿humana?
Oyeron a la señora Mayhew rondando por el rellano y Henry Mayhew, de repente perplejo, hizo un gesto vago y dijo:
—Dejaré la puerta abierta, si la señorita Simplicity está de acuerdo.
Sus palabras fueron seguidas de inmediato por los inconfundibles tonos de Simplicity, que desde la cama respondió:
—Por favor, señor, me gustaría muchísimo tener una cristiana charla con mi salvador.
Fiel a su palabra, el señor Mayhew dejó la puerta un poco entreabierta y así fue como, por una vez inquieto, Perillán se sentó en la silla que había dejado libre la señora Mayhew y sonrió nervioso a Simplicity, que le devolvió la sonrisa con un interés considerable. Perillán cogió la cuchara de la sopa y se la entregó, mientras preguntaba:
—¿Qué te gustaría que pasara ahora?
Ensanchando la sonrisa, Simplicity cogió la cuchara con mucha suavidad, se la llevó a la boca y sorbió la sopa. Habló en voz baja.
—Ojalá pudiera decir que quiero irme a casa, pero ya no tengo casa. Y necesito saber en quién puedo confiar. ¿Puedo confiar en ti, Perillán? Creo que un hombre que ha luchado con valor por una mujer a la que ni conoce ha de ser de fiar.
Perillán intentó aparentar que solía hacer cosas como aquella a todas horas.
—¿Sabes? Estoy bastante seguro de que puedes fiarte de los Mayhew —dijo.
Pero Simplicity lo sorprendió replicando:
—No, yo no estoy tan segura. El señor Mayhew preferiría que tú y yo no estuviéramos hablando, Perillán. Parece opinar que estás dispuesto a abusar de mí de algún modo, y creo que la palabra para llamar a eso es… —Vaciló un instante—. ¡Incongruencia! Me has salvado, has peleado por mí, ¿y ahora vas a hacerme daño? Son buenas personas, eso sin duda, pero las buenas personas podrían pensar, por ejemplo, que lo correcto es devolverme a los agentes de mi marido porque estoy casada con él. La gente puede ponerse muy literal con esas cosas. Y estoy segura de que, si se presentara un hombre con un documento muy oficial, firmado y lacrado con un sello impresionante, cumplirían la ley. Una ley que me sacaría del país natal de mi madre y me devolvería a un marido al que avergüenzo y que no se atreve a contrariar a su padre.
Su voz ganó cada vez más brío mientras hablaba pero, como comprendió Perillán de sopetón, también sonaba cada vez más como una chica de la calle, como alguien que sabía jugar la partida. Había desaparecido el leve acento germano, reemplazado en sus palabras por las vocales de Inglaterra, y la chica estaba haciendo lo que haría cualquiera con dos dedos de frente, que era no decir a nadie más de lo que debía saber.
Pero no lograba situarle el acento. Perillán sabía de otros idiomas, pero como buen londinense los veía con ciertos malos ojos, sabiendo de sobra que todo el que no fuese inglés acabaría siendo enemigo tarde o temprano. Era imposible vagar por los muelles sin aprender si no los idiomas en sí, al menos la forma en que sonaban los idiomas: si se prestaba atención, un holandés sonaba distinto a un alemán, y los suecos se distinguían a la primera, claro, y los finlandeses parecía que bostezaban más que hablaban. Perillán sabía diferenciar unos idiomas de otros sin problemas, pero nunca se había molestado en aprender ninguno, aunque a los doce años ya supiera las palabras que significan «¿Dónde están las mujeres de moral relajada?» en toda una gama de idiomas que incluía el chino y varios procedentes de África. Todas las ratas de embarcadero las conocían, y las mujeres de moral relajada soltaban un cuarto de penique a quien encaminara a un caballero en la dirección correcta. Al crecer comprendió que alguna gente la consideraría, en realidad, la dirección incorrecta; siempre había dos formas de mirar el mundo, pero solo una si se pasaba hambre.
Oyó movimiento en el rellano y se levantó de inmediato, firme como un guarda, y le faltó poco para hacer el saludo militar a un sorprendido matrimonio Mayhew cuando entró.
—Bueno, señor, señora, he tenido una charla agradable con la señorita. Como bien dicen, parece que le da miedo el sonido de los carruajes. Quizá si la sacara al aire libre, podría ver que los que circulan por delante de su casa son solo carruajes normales y corrientes… Así que, si no les importa, ¿podría llevarla a dar un paseo?
La petición provocó tal silencio que Perillán supuso que no debía de ser muy buena idea. Mientras daba vueltas a aquello, de pronto pensó: «¡Estoy hablando con este caballero como si fuera su igual! ¡Es increíble la confianza que pueden darte un traje de baratillo y un plato de panceta con huevos! Pero sigo siendo el chico que se ha levantado esta mañana como alcantarillero, y ellos siguen siendo la dama y el caballero que se han levantado en esta casa inmensa, así que mejor me ando con ojo, no vayan a decidir que vuelvo a ser un alcantarillero y me den puerta». Pero a continuación añadió para sí mismo, en tono bastante osado: «No tengo amo ni nadie que me mande, no me buscan los peelers y no he hecho na de lo que tenga que avergonzarme. Puede que no tenga tanto dinero, vaya, es que ni de lejos, pero no soy peor que ellos».
La señora Mayhew dudó un tiempo antes de decir, con gran cautela:
—Bueno, tarde o temprano Simplicity tendrá que salir al aire libre, así que tal vez sea posible, Perillán. Pero, como comprenderás, un requisito imprescindible es que sea en presencia de una carabina. Ya sabes que la sociedad cortés no vería en absoluto con buenos ojos dejarla en la única compañía de un joven, por valeroso que pueda ser. Este punto no admite discusión, aunque por supuesto creo que tus intenciones son inocentes del todo.
El señor Mayhew parecía tan avergonzado como su esposa, y Perillán, todavía confiando en su suerte, dijo en su tono más zalamero:
—Bueno, querida señora Mayhew, le prometo que no habrá ningún tejemaneje, porque no sé lo que es un teje y nunca he tenido manejes. Voy andando a todas partes.
—Eres un hombre muy echado para adelante, Perillán —dijo la señora Mayhew, y su mirada de acero se fundió por un instante.
—Eso espero, señora Mayhew. Vamos, que a veces hasta pienso que tiran de mí sin pretenderlo yo. Sin embargo, señora Mayhew, estará de acuerdo en que ser echado para adelante es mucho mejor que ser echado para atrás. Y creo que le tengo aprecio a la señorita Simplicity. También estaba pensando que todos queremos encontrar a los tipos que la apalearon, así que si paseara con ella por la ciudad a lo mejor ella vería u oiría algo que pudiera darme alguna pista. Sé que el carruaje del que escapó hacía un ruido que yo, al menos, no he oído nunca en una rueda de carro. Así que digo yo que si encontramos el carruaje, sabremos por dónde tirar.
El señor Mayhew miró a su esposa y dijo:
—Tiene usted una elocuencia considerable, don Perillán, pero creemos, mi esposa y yo, digo, que esta situación podría tener otros aspectos.
Perillán enderezó la espalda.
—Sí, señor, me temo que pueda tenerlos, y creo que Charlie opina lo mismo. No sé qué son las elocuencias, pero sí me conozco Londres, señor, hasta la última pulgada mugrienta, y sé dónde es seguro ir y dónde no. Todo el mundo conoce a Perillán, señor, y Perillán conoce a todo el mundo. Así que Perillán averiguará lo que ustedes quieren que averigüe.
—Sí, Perillán —respondió la señora Mayhew—, estoy convencida de que es cierto, pero mi marido y yo creemos que estamos in loco parentis para con esta joven dama, que no parece tener quien la cuide, por lo que debemos respetar las convenciones sociales.
Perillán, que tampoco sabía lo que era un loco parentis, se encogió de hombros.
—Como usted diga, señora, pero me pasaré por aquí mañana después de la hora del almuerzo. —Y levantando un poco la voz, añadió—: Por si acaso alguien ha cambiado de opinión.
El señor Mayhew lo alcanzó cuando ya llegaba a la cocina.
—Mi esposa está un poco levantisca con todo esto —le dijo—, ya me entiendes.
Lo único que se le ocurrió responder a Perillán fue:
—La verdad es que no.
Y como dos caballeros lo dejaron ahí, y Perillán estrechó la mano del señor Mayhew y se apresuró a cruzar la puerta de la cocina, aún sin terminar de asimilar la forma en que le habían permitido dirigirse a ellos. ¡Tenía que contárselo a Sol!
La cocinera no puso cara de sorpresa al verlo entrar en la cocina.
—Vaya, vaya, amigo mío —le dijo—, ahí te veo, subiendo como la espuma y codeándote con la flor y nata. ¡Así me gusta! Me parece a mí que lo que tengo delante no es un alcantarillero del montón, sino un joven bien espabilado para el que el mundo es su oportunidad. —Le entregó un paquete grasiento—. Aquí no andan muy sobrados de dinero últimamente. Las cosas están un poco feas por todas partes, y aunque no te lo parezca hemos tenido que despedir a la segunda doncella. Como esto vaya a peor, me da que la siguiente es la señora Sharples, ahí no hay problema, y luego me temo que voy yo, aunque de verdad que no me imagino a la señora trabajando aquí abajo. Pero te he preparado un paquete de sobras, con unas patatas cocidas, zanahorias y una buena cortada de cerdo.
Perillán cogió el paquete y dijo:
—Muchas gracias. Te estoy muy agradecido.
Sus palabras provocaron que la señora Quickly extendiera los brazos en un intento de abrazo.
—Hablas como un auténtico caballero. ¿Sería mucho pedir un besito de nada? —preguntó, esperanzada.
Así que Perillán besó a la cocinera, una dama más bien neumática y partidaria de los besos largos, y cuando por fin logró liberarse, ella le dijo:
—Cuando estés en lo alto, recuerda a los que vivimos aquí abajo.