Domingo de misa
Como católico no practicante, a Larry Moon no le gustaba levantarse temprano los domingos, ponerse ropa buena y dirigirse a la iglesia de Santa Rita para el servicio de las ocho y media. Él prefería la rutina de periódico y donuts heredada de su difunto padre, un ritual perezoso que, curiosamente, parecía en perfecta armonía con el mandato evangélico de descansar el día del Señor. Pero su abogado le dijo que fuera, de modo que fue.
Se había entrevistado con Walt Rudman, de Rudman & Bosch, poco después de que el abogado de su mujer le notificara por escrito que ella estaba tramitando el divorcio. Rudman, un tipo orondo de pelo canoso que usaba tirantes, parecía menos un abogado que un actor de televisión en ese papel. Escuchó el relato de las calamidades conyugales de Larry con la expresión solidaria de un viejo amigo.
—El dinero me da igual —dijo Larry al final—. Es que no quiero que me separen de mis hijos.
—¿Tiene algún motivo para pensar que su esposa quiera restringir su contacto con ellos?
—Tengo mal genio —admitió Larry—, y a veces digo cosas que quizá debería callarme.
—¿A los niños?
—A su madre.
—¿En presencia de ellos?
Larry asintió, contrito.
—¿Es algo que sucede con frecuencia?
—No, sólo alguna vez.
—¿Y cuántos años llevan casados?
—Ocho. Es que, verá, ella a veces me saca de quicio. —Soltó un suspiro y agregó, tratando de ser justo—: Y yo a ella también.
—Son cosas que pasan —observó Rudman—. Incluso en matrimonios felices.
—Soy consciente de que la ira me puede —reconoció Larry.
Rudman se toqueteó las mejillas sonrosadas como si se aplicara loción para el afeitado.
—Detesto tener que preguntarlo, señor Moon, pero es importante para el caso que nos ocupa. ¿Ha utilizado alguna vez la violencia contra su esposa o sus hijos?
—En absoluto. Jamás.
—Me alegro. —Rudman se permitió una sonrisa cauta—. Entonces, resumiendo, ¿la principal queja de su esposa son sus ocasionales exabruptos?
—Para serle franco, eso sólo es la gota que colmó el vaso.
Larry explicó cuál era el principal motivo de tensión en su matrimonio: el hecho de que él, un hombre físicamente sano de treinta y tres años, estuviera jubilado y cobrando una pensión de invalidez del departamento de policía. Lo cual, explicó, volvía loca a Joan. Ella pensaba que él se había estancado, que se dejaba hundir en un marasmo de indolencia y autocompasión. Quería que se buscara un empleo, que se reincorporase a la vida, que saliera un poco de casa.
—¿No podría usted complacerla en algo? —preguntó Rudman—. No vendría mal que hiciera un esfuerzo importante para conseguir trabajo en las próximas dos semanas. Aunque fuera a tiempo parcial o incluso por horas. Eso ayudaría. La verdad, un hombre de su edad, en paro… no creo que el juez lo vea con buenos ojos.
—Yo no estoy en paro —señaló Larry—. Estoy retirado.
—¿Y si tomara algunas clases? Quizá podría aprender otro oficio —aventuró Rudman.
—Preferiría dedicar mi tiempo a vigilar a mis hijos. Se habrá enterado de lo de Ronnie McGorvey, ¿no?
—El nombre no me suena.
—Abusos a menores.
Rudman torció el gesto.
—Leí algo en el periódico. O quizá lo vi en un poste de teléfono.
—Ese canalla vive en nuestro mismo barrio —dijo Larry—. Mi principal prioridad es procurar que mis hijos estén a salvo de ese pervertido.
—Es perfectamente comprensible. Yo también estaría nervioso. —Rudman consultó su reloj—. ¿Alguna otra cosa que yo deba saber?
—Joan quiere que asista a la iglesia —dijo Larry—. Cree que debería dar mejor ejemplo a los chicos.
—¿Es importante para ella?
—Mucho. Mi mujer es católica a rajatabla.
—¿Por qué no lo hace? Al menos un par de meses, hasta que solucionemos el asunto de la guarda y custodia.
—Es que yo soy ateo —protestó Larry.
Rudman lo miró unos instantes. Pese a su cara rechoncha y jovial, tenía una manera de entornar los ojos hasta casi cerrarlos que probablemente resultaría muy efectiva delante de un jurado.
—Hágase un favor a sí mismo, señor Moon —lo aconsejó—. Suprima esa palabra de su vocabulario durante un tiempo. Y vaya a la iglesia el domingo.
La noche en que se conocieron, hacía poco más de diez años, ni Larry ni su futura esposa habrían ganado ningún premio por ser católicos de estricta observancia. Si se hubieran atenido más a los preceptos de la iglesia en que se habían criado, seguramente Joanie no habría competido en el concurso Miss Pezones del jueves por la noche en Kahlua’s, y Larry —junto con el otro gorila del club, un gigante taciturno al que llamaban «Duke»— seguramente no habría remojado a las cuatro finalistas con cubos de agua helada. (Joanie quedó en un decepcionante segundo puesto, pero eso, como Larry le explicó después de cerrar entre numerosos tragos de tequila, fue porque él era sólo el que las remojaba y no uno de los jueces, los cuales, en su modesta opinión, deberían haberse hecho mirar la puta vista.)
Sin embargo, pese a su sesión de sexo anticonceptivo y prematrimonial (¡aquella misma noche!) —por no mencionar su mutua disposición a cortar por lo sano si se producía el infausto resultado de un embarazo—, tanto Larry como Joanie se consideraban buenos católicos de un modo arraigado e inmutable que tenía menos que ver con la práctica religiosa que con la identidad cultural. Eran católicos igual que eran norteamericanos: les venía de herencia, una forma de ciudadanía que sus padres les habían legado y que ellos a su vez legarían a sus hijos, al margen de si observaban o no las reglas vaticanas sobre temas éticamente conflictivos como el aborto y los concursos con camiseta mojada.
A diferencia de Joanie, Larry había estudiado en un colegio católico hasta octavo curso (en aquellos tiempos todavía permitían que las ancianas monjas locas de Saint Anthony’s dieran clase; fue un milagro que Larry y los otros alumnos aprendieran a leer siquiera), e incluso durante una temporada había hecho de monaguillo, ayudando al padre MacManus, un cura joven y viril al que le encantaba jugar al baloncesto y que al final se fugó con la estupenda mamá de Dave Michalek, una mujer muy devota y muy exuberante que para recibir la comunión abría la boca y enseñaba la lengua con movimientos tan sensualmente lentos, que a Larry siempre se le ponía tiesa bajo la casulla (por lo visto, lo mismo le pasaba al padre Mac, aunque nunca llegaron a hablar del asunto después de misa). Tras dejar escandalizada a toda la parroquia, el atlético ex cura y la otrora señora Michalek se mudaron a un pueblo no muy cercano, donde abrieron una tienda de alquiler de vídeos llamada Mister Movie que prosperó rápidamente hasta la llegada de Blockbuster, lo que los llevó a la quiebra en pocos meses.
Aunque, con respecto al catolicismo, Larry y Joanie habían comenzado más o menos al mismo nivel, a lo largo de los últimos diez años se habían ido distanciando. Él sabía con certeza el momento exacto en que se produjo la fractura teológica. Fue un sábado por la mañana, llevaban poco tiempo casados y más de un año intentando concebir un bebé. A Joanie se le retrasaba la regla desde hacía una semana, y ambos dedujeron que esta vez la cosa iba en serio. Hicieron el amor con insólita ternura, en honor del gran misterio de la vida, pero al terminar vieron que había sangre en las sábanas y en sus cuerpos. Joanie fue al baño a lavarse y Larry la oyó sollozar desde la cama. Sin embargo, cuando volvió a salir —con unas viejas bragas floreadas sobre una compresa súper— sus lágrimas habían desaparecido.
—Lo siento —dijo él, acariciándole el pelo cuando ella se tumbó a su lado—. Pensaba que había campo libre.
Joanie se volvió y miró a su marido con una expresión templada.
—He pensado que… —dijo— que quizá Dios no quiere que tengamos hijos.
Sus palabras fueron como una bofetada para Larry.
—¿Qué coño le importa a Dios? Millones de personas tienen hijos en todo el mundo. ¿Qué tiene Él contra nosotros?
—No lo sé —reconoció ella—. No siempre se puede saber lo que quiere. Pero tenemos que aceptarlo.
—Quizá deberíamos ir a esa clínica que nos recomendaron John y Karen. Igual es un problema mecánico, algún bloqueo o qué sé yo. Algo que se pueda solucionar mediante cirugía.
—O podría ser la voluntad de Dios.
—Oye —dijo él—, no todo es voluntad divina. Si no te funciona el vídeo, no es porque Dios no quiera que veas una peli.
—No te rías de mí, Larry.
—Sólo digo que cuando se te estropea el vídeo, no lo llevas al cura para que lo arregle. Lo llevas al servicio técnico especializado.
—Somos seres vivos —objetó ella—. No aparatos de vídeo.
—El cuerpo humano es una máquina. A veces hay que ajustarla un poquito.
Aquella tarde Joanie fue a confesarse —la primera vez en años—, y el domingo a misa. Pero el lunes siguiente llamó a la clínica de fertilidad y pidió hora para unos análisis.
Para alivio de ambos —aunque Larry lo recibió con un desconsuelo que le duraría tiempo—, el diagnóstico fue fácil: su volumen espermático era tan bajo que una concepción mediante un coito normal se consideró «altamente improbable». El médico les recomendó la fertilización in vitro y Joanie no puso objeción, pese a que un embarazo en un tubo de ensayo le parecía una expresión sumamente dudosa de la «voluntad divina».
—Ojalá lo hubiera sabido hace años —dijo Larry al salir de la clínica—. Me habría ahorrado una pasta en condones.
Joanie quedó encinta al primer intento, pero abortó al principio del segundo trimestre, una experiencia dolorosa y horrible que llevó con un estoicismo que a Larry le pareció admirable y también un poco preocupante.
—Lo dejo en manos de Dios —decía ella—. No es algo que yo pueda controlar.
Con ayuda económica de los padres de ella, hicieron un segundo intento, que esta vez se tradujo en un exitoso, si bien arduo, embarazo. Joanie tuvo que guardar reposo las últimas ocho semanas, un período increíblemente largo que soportó rezando el rosario y leyendo la Biblia, así como viendo mucha televisión. Sus primeras palabras cuando nacieron los mellizos no fueron para el doctor ni las enfermeras, tampoco para el padre de sus hijos, que la había animado y reconfortado durante las once horas que duró el parto, sino para el Altísimo.
—¡Gracias, Jesús! —había exclamado mientras le ponían a las dos criaturas idénticas sobre el pecho. Parecía en éxtasis, como una cantante de gospel de Alabama—. ¡Gracias, Señor!
Incluso en ese sublime momento, Larry apenas pudo disimular su irritación. «¿Qué pasa? —tuvo ganas de decirle—. ¿Es que Dios ha cambiado de idea? ¿Ahora resulta que le parece bien que tengamos hijos?»
Al mismo tiempo, su corazón estaba tan henchido de dicha —los niños estaban sanos y eran preciosos, y ya pensaba en enseñarles a jugar al fútbol y al béisbol y llevárselos de cámping— que Larry casi deseó haber compartido la fe de su esposa. Gustosamente habría elevado la mirada al cielo para dar gracias y ensalzar al todopoderoso y omnisciente Dios de su niñez, si hubiera podido hacerlo sin partirse de risa.
Creyó que a Joanie se le pasaría el fervor religioso una vez diese a luz, pero no hizo sino aumentar. Se convirtió en una adicta a la iglesia y empezó a fastidiarlo para que fuera a misa con ella y comulgara, en parte por su propio bien y en parte porque Joanie quería dar una imagen de padres unidos a los mellizos. Y Larry, diciéndose que una hora de hipocresía a la semana era un precio bajo por la armonía doméstica, le siguió la corriente durante casi un año, hasta el otoño de 1998, cuando su vida experimentó un serio revés.
A principios de aquel año a su padre le diagnosticaron un cáncer de pulmón. El tumor se extendió rápidamente, pero lo mató despacio: la suya fue una muerte miserable que no le ahorró dolor ni humillación, un final apocalíptico propio de un Hitler o un Jeffrey Dahmer, no de un tipo campechano que se había deslomado durante media vida en la tienda de accesorios para coche de su suegro y que llevaba unos tres meses jubilado cuando el médico le leyó su sentencia de muerte. Luego, un mes después del funeral de su padre, Larry se encontró en la zona de restaurantes del centro comercial de Bellington, jadeando y mirando al delincuente armado al que acababa de meter una bala en el cuello en un momento de pánico desbocado, tratando de asimilar que el supuesto criminal era un chaval que empuñaba una pistola de juguete, una imitación tan mala que casi parecía una broma macabra.
Las dos tragedias que sacudieron su vida en tan escaso lapso de tiempo —en su memoria parecían ocurridas el mismo día, como si hubiera ido directamente del cementerio al centro comercial— sólo confirmaron las sospechas que venía albergando desde hacía tiempo, a saber, que el mundo era un lugar cruel donde sucedían cosas horribles a gente buena y gente mala por igual, al margen de su bondad o su maldad. Las cosas pasaban, y punto. Y si había algún Dios que lo controlaba todo siguiendo inescrutables designios, como a Joanie le gustaba decir, entonces ese Dios era un capullo o, en el mejor de los casos, un incompetente; sea como fuere, de nada le servía a Larry Moon ni a nadie que simplemente quisieran llevar una vida decente y proteger a sus seres queridos de la desdicha, el dolor y la muerte.
—¿Me tomas el pelo? —le preguntó Joanie, cuando él trató de explicárselo—. ¿De veras crees que Dios es un «capullo»?
—Por lo que a mí respecta, ya puede quemarse en el infierno. Pero después de besarme el culo.
—Te lo juro, Lar —dijo ella—. Si alguna vez te oigo hablar así delante de los niños…
—¿Qué? ¿Qué harás, eh?
Joanie calló lo que iba a decir, y Larry se marchó con la sensación de haber ganado la disputa. Pero más adelante, cuando le daba por sincerarse consigo mismo, aceptaba que a partir de entonces las cosas entre ellos ya no fueron como antes.
Con una adorable expresión de culpabilidad en su cara de marimacho, Sandra Bullock extraía un donut de chocolate del corpiño de su traje de noche y se lo entregaba al actor británico, como se llame, el que hacía de homosexual poco convincente. May soltó una risita, mirando de reojo a Ronnie.
—Eso ha estado bien —comentó.
Ronnie volvió la cabeza despacio, escrutándola con aquella altiva mirada suya, como si fuera un profesor de Harvard y no un bedel en paro con antecedentes penales.
—Es un disparate —le dijo.
—Ella tiene hambre —explicó May—. Y ha birlado algo de comer.
—Ya lo entiendo, mamá, pero está ocurriendo en plena noche.
—¿Y qué?
—¿Cómo es que hay una bandeja de donuts allí en medio, en plena noche?
—Es un desfile de belleza. Dejan algo de comer para las chicas.
—Se supone que las chicas están durmiendo.
—Alguien debió de olvidarla allí.
—¿En qué planeta vivimos? Nadie se olvida una bandeja de donuts.
—No seas pesado.
—¿Qué quieres que te diga? Es una estupidez de peli.
Una familiar sensación de fracaso, de esperanza frustrada, se apoderó de May como un virus. Ella sólo pretendía pasar una agradable velada en casa, una película y unas palomitas al microondas para ver si su hijo olvidaba sus preocupaciones. Porque algo lo reconcomía, y cada vez estaba más deprimido y desanimado.
Al volver de la cárcel, Ronnie había intentado conseguir empleo, imaginarse un futuro, dirigirse a su madre con amabilidad, aunque sólo fuera de vez en cuando. Pero desde la cita a ciegas de haría dos semanas el pesimismo se había adueñado de él. Ronnie se había rendido. Ya ni siquiera fingía leer las ofertas de trabajo, y se negaba a llamar a las otras chicas que contestaron a su anuncio. Lo único que hacía era vagar por la casa y quejarse de que no daban nada bueno en la tele. Ese sábado parecía especialmente nervioso; no paraba de mover la pierna y mecerse de atrás adelante, suspirando como si estuviera en pleno atasco de tráfico y llegara tarde a una cita importante.
—No me lo puedo creer —murmuró—. Toda una tienda llena de vídeos y acabamos viendo esta porquería.
Sandra Bullock estaba hablando con el guaperas, diciéndole que pensaba abandonar el desfile de belleza. Era evidente que al guaperas le gustaba mucho, a pesar de que daba un mordisco a una chocolatina justo cuando parecía que iba a besarla.
—Ese vestido le sienta muy bien —dijo May—. Al principio estaba muy sosa, pero ahora se ve que es muy atractiva.
—El patito feo —refunfuñó Ronnie—. Esta película podría haberla escrito un retrasado mental.
—Pues a mí me gusta.
May había escogido Miss Agente Especial porque prometía entretenimiento sin complicaciones, nada de dramas ni cosas deprimentes, sin el sexo ni las palabrotas que hoy en día te encontrabas en tantas películas. Bertha y ella la habían alquilado dos meses atrás y se habían reído mucho. «Claro —pensó May—. Quizá fue eso, quizá no debería haber mencionado a Bertha.» Cualquier cosa que tuviera su sello de aprobación se convertía en veneno para Ronnie. Y ahora decía que no le gustaba por puro despecho.
—Lo que viene es muy divertido —dijo cuando empezaba el concurso de talentos—. Te va a encantar.
Sandra Bullock tenía una pinta de lo más estrambótica, con sus coletas y un vestido con volantes. Hacía música pasando la yema del dedo por el borde de unos vasos medio llenos, y lo cierto es que sonaba bien. La gente se pirraba por ella, pero luego un tipo raro con sombrero de vaquero se aproximaba al escenario. Su levita se abría al caminar, y entonces veías que llevaba un arma.
—Espero que le pegue un tiro —rezongó Ronnie—. Así nos ahorramos el resto de este tostón.
—Si no te gusta, vete a leer o algo. Y deja de menear la pierna de una vez. Me estás poniendo nerviosa.
Ronnie hizo un esfuerzo por estarse quieto, pero ella vio que estaba a punto de saltar. Era como un adolescente, con un ojo en la puerta y el cuerpo en constante movimiento. A su madre le dio mala espina: había estado así de inquieto la mañana que hizo exhibicionismo delante de aquella pobre girl scout.
—No sé qué me pasa —dijo él—. Y no puedo leer. Es como si hubiera olvidado cómo concentrarme.
Ella le pagó con la misma moneda, volviéndose hacia la pantalla. El británico estaba metiendo rellenos dentro del bañador de Sandra Bullock, introduciendo toda la mano por la parte inferior del top. Ronnie rió, pero algo en su risa le recordó a ella cosas que no le gustaba recordar.
—Deberías haber sido más amable con esa chica —dijo—. La que llevaste a cenar.
—¿Quieres dejarlo ya? Ya te dije que no era mi tipo.
—Sí, ya sé cuál es tu tipo.
—Tú no lo entiendes, mamá. Esa tía está como una cabra.
May se mordió la lengua. Ronnie no lo sabía, pero ella había llamado a Sheila unos días después de la cita. No había querido hacerlo, pero sentía curiosidad y Ronnie se negaba a contarle nada, ni siquiera lo que habían cenado. La chica no fue clara sobre los detalles —Ronnie tenía razón en eso: Sheila estaba un poco chalada—, pero May dedujo que su hijo no se había comportado como un caballero.
—Tienes que otorgar a la gente el beneficio de la duda —dijo—. No creas que existe la mujer perfecta y que está esperando a que tú la llames.
—¿Sabes lo que necesitamos? —dijo Ronnie de pronto—. Un ordenador.
—¿De qué nos serviría un ordenador?
Ronnie lo pensó un poco.
—Correo electrónico.
—¿Y a quién le vas a mandar e-mails? —preguntó May.
—No es sólo eso. —Ronnie enumeró con los dedos—. Puedes pagar las facturas, jugar a juegos, hacer reservas de avión, un montón de cosas. Todo el mundo tiene uno.
—Son muy caros.
—Si yo aprendiera a utilizar el ordenador, me sería mucho más fácil encontrar trabajo. Sale en todos los anuncios. Actualmente, si no entiendes de ordenadores estás en clara desventaja. Podríamos conseguir uno de segunda mano por quinientos dólares.
May se asustó. Sabía cómo funcionaba la mente de su hijo. Cuando empezaba de ese modo tan razonable, aportando inteligentes argumentos, seguro que no tramaba nada bueno.
—Ya sé para qué quieres tú un ordenador —dijo—. ¿Crees que no leo el periódico?
—¿Qué? —Ronnie en el papel de inocente, uno de sus personajes favoritos—. No sé de qué me hablas.
—Lo quieres para mirar esas fotos.
—¿Qué fotos?
May no respondió. Había encontrado algunas fotos hacía años, antes de que Ronnie fuera a la cárcel. Tenía una colección completa metida en una vieja maleta dentro de su armario. May las había quemado en la bañera, llorando todo el tiempo, reconociendo por primera vez que su hijo estaba enfermo, que quizá era una especie de monstruo.
—Ya no me interesa mirar fotos, mamá. Te lo juro. Eso se acabó.
Ronnie era tan buen actor que May casi creyó que decía la verdad. Pero lo conocía muy bien.
—Nada de ordenadores —le dijo muy seria—. Y otra cosa te diré: vendrás conmigo a la iglesia mañana por la mañana.
—Ni hablar —repuso Ronnie—. No pienso ir.
—Necesitas poner algo positivo en tu vida —dijo May.
—Por eso quiero el ordenador.
—No insistas con eso.
—Me compraré uno tarde o temprano —se obstinó Ronnie—. Tanto si te gusta como si no.
—¿Qué quieres decir, si se puede saber?
—No me gusta recordártelo, mamá, pero no vas a estar siempre aquí para decir que no.
—Tienes razón. Puede que me marche antes de lo que crees.
May se puso seria de repente. Porque era cierto: algo malo le pasaba. Los dolores de cabeza que las aspirinas no aliviaban, los mareos cuando se ponía de pie. La semana anterior se había despertado dos veces en el suelo de su habitación, sin saber cómo había llegado allí.
—¿Qué harás cuando yo no esté? —le preguntó con voz temblorosa—. ¿Quién va a cuidar de ti?
Ronnie se le arrimó en el sofá. Le puso una mano en el hombro y se lo apretó un poco, la primera vez en varias semanas que la tocaba. Ella se echó a llorar como una esponja mojada.
—¿Qué te pasa, mamá?
—No me encuentro bien, Ronnie.
—¿Por qué no vas al médico?
—¿De qué serviría? Soy vieja. Quizá me ha llegado la hora.
May apoyó una mano en la mejilla de su hijo. Vio que estaba muy asustado.
—Ven a la iglesia mañana. Reza por tu pobre madre enferma.
—Está bien —cedió él—. Pero no creo que Dios me haga mucho caso.
—Dios hace caso a todo el mundo. Todos somos hijos suyos. Todos sin excepción.
Ronnie le apretó de nuevo el hombro.
—Te pondrás bien, mamá. Estoy seguro.
May sorbió por la nariz y esbozó una sonrisa.
—Mira la película —dijo—. Ahora viene lo mejor.
Lo único que le gustó a Larry de ir a la iglesia fue la cara de confusión que puso Joanie. Larry se lo notó aquel primer domingo, cuando fue a comulgar —se había saltado la confesión, pero como ateo se sentía liberado de esas sutilezas de la doctrina cristiana— y pasó cerca de ella camino de su banco. Los chicos se animaron al verlo; tiraron a su madre del brazo, señalando hacia él, por lo que ella tuvo que abandonar su estrategia de mirar al frente y fingir que no lo veía. Volvió la cabeza y lo miró con fingida sorpresa y una sonrisita que no bastó para camuflar el recelo y la hostilidad de su mirada.
Se había rehecho un poco cuando Larry «tropezó» con ella después de misa, encuentro que él planeó de antemano situándose en la acera que iba de la salida al aparcamiento. Tuvo que esperar allí casi un cuarto de hora mientras ella charlaba con amigos y conocidos delante de la iglesia, para al final enfrascarse en una conversación más «sociable» de la cuenta con el cura nigeriano, un individuo flaco y de ojos saltones, con un acento petulante y un nombre poco menos que imposible, Nagoobi o Ganoobi, algo así. Larry lo había tomado por gay —además del acento, tenía unos gestos teatrales y amanerados—, pero corrigió dicha opinión en vista de la atención que el nigeriano dedicaba a Joanie, quien, como de costumbre, se había vestido como si Dirty Dancing fuera el octavo sacramento: minifalda, medias negras, tacones de vértigo y un top rojo ceñido que no dejaba dudas acerca de su pasado como seria candidata al título de Miss Pezones. Ambos cónyuges habían discutido antiguamente por su atuendo dominical; el desafortunado epíteto de «puta de los cojones» que había provocado su separación provenía de un vestido de escote insinuante que ella se había puesto para ir a misa durante la ola de calor de julio. La excusa de Joanie era siempre la misma: debido a su trabajo de enfermera, se pasaba el día embutida en un feo uniforme: ¿no se merecía estar guapa un día a la semana?
Eso parecía opinar el padre Banoogi o como fuese. No dejaba de tocarle el brazo y de asentir con gestos tan descendentes, que se habría dicho que le hablaba a las tetas y no a la cara. Luego empezaron a reírse de algo, y la cosa fue tan excesiva que Larry pudo oír las carcajadas desde treinta metros de distancia. Empezaba a cabrearse. ¿Qué coño podía ser tan gracioso un domingo a las nueve y media de la mañana? ¿No había millones de niños muriéndose de hambre en África? Ya había decidido encararlos y poner fin a su pequeña diversión cuando ellos mismos lo hicieron. Joanie y el padre Nooganbi se abrazaron en la acera con tan incongruente fraternidad que Larry recordó de pronto una escena de su propio pasado.
«Joder —pensó—, mi mujer es la próxima señora Michalek. Dentro de un par de días abrirán una tienda de alquiler de vídeos.»
A todo esto, los mellizos habían aguardado sumisamente al lado de su madre, un par de angelitos serios con sus camisas de manga corta y sus corbatas. Pero en cuanto el maldito africano se dio la vuelta empezaron a empujarse y lanzarse reproches. Joanie los desoyó olímpicamente y, con su eficiencia habitual, tomó a cada uno de la mano y los tres echaron a andar por el sendero que conducía directo a Larry.
Los chicos lanzaron vítores al verlo y se soltaron de su madre para correr hacia él. Sólo habían pasado un día sin su padre —Joanie le había dejado tenerlos el sábado—, pero Larry se moría por estar con ellos. Así había sido desde que los niños empezaron el preescolar en septiembre, y Larry tuvo que pasarse los largos días laborables sin su bulliciosa presencia. Los cogió en brazos y se acercó despacio a Joanie. Era bonito estar toda la familia reunida un domingo soleado y en aquel entorno. De no ser por el factor litúrgico, Larry habría acudido regularmente a la iglesia.
—Vaya, vaya —dijo Joanie—. Pero si es el padre pródigo.
Larry le ofreció la mejilla para un beso formal, pero ella siguió hacia el aparcamiento. Eso lo obligó a girar sobre los talones y apresurarse tras ella, cosa que no fue fácil pues Joanie andaba deprisa incluso con tacones altos, y él cargaba con dos niños que pesaban y no dejaban de moverse. Cuando le dio alcance, ella ya había abierto las puertas de su Camry.
—Se supone que la gente se alegra de ver al padre pródigo, ¿no? —dijo él, aflojando los brazos para que sus hijos se soltaran.
Joanie abrió la puerta de atrás.
—Adentro, chicos.
Obedecieron, pero antes Gregory preguntó si papá iba a comer con ellos. Larry se encogió de hombros, a la expectativa.
—Hoy no —dijo Joanie.
Cerró la puerta pese a las protestas de los mellizos, y movió la cabeza con fingida admiración.
—No está mal —le dijo a Larry—. Comunión y todo.
—Estás estupenda —dijo él—. ¿Por qué no vamos a tomar una copa una noche de éstas y lo hablamos?
Joanie endureció el gesto.
—No me hagas esto, Larry.
—Te echo de menos. ¿Es un crimen?
Lo bueno de Joanie era que podía ser dura, pero no durante mucho tiempo. De pronto, pareció que iba a echarse a llorar.
—Debiste tratarme mejor cuando tuviste la oportunidad.
—Ya lo intento. ¿Es que no lo ves?
—Lo veo, Lar. Sólo que es demasiado tarde.
Fue hasta la puerta del conductor, dejando entre ambos la mole del coche, como si temiera por su seguridad.
—Apuesto a que ese cura se está tirando de los pelos —dijo Larry.
Joanie abrió la puerta pero no subió. Soltó un suspiro, dando a entender que no le interesaba seguir hablando.
—¿Y eso? —dijo.
—He visto cómo te miraba. —Larry sonrió, retándola a negarlo—. Eso del voto de celibato debe de ser muy jodido.
Era sólo la tercera semana que Larry iba a Santa Rita, pero ya se sentía como un habitual. Se dirigió al que se estaba convirtiendo en su puesto —lado derecho, cuarta fila desde atrás, asiento contiguo a la nave— y saludó cortésmente a sus vecinos. Estaba todo el equipo: el tipo desaliñado con problemas de caspa y voz de barítono, la cincuentona nerviosa que llevaba un inhalador para el asma colgado del cuello, el caballero entrado en años de recta espalda y con un corte de pelo militar que, a juzgar por las dos últimas semanas, lloraba quedamente durante toda la misa, haciendo apenas una pausa para sonarse ruidosamente con su pañuelo.
Larry había elegido ese puesto menos por solidaridad con los inadaptados y solitarios que frecuentaban los últimos bancos de la iglesia —tampoco lo avergonzaba contarse entre ellos— que por la perspectiva que le ofrecía de Joanie y los chicos, que siempre se sentaban en el lado izquierdo de la nave, a unas doce filas del altar, en la zona del templo que solían ocupar las familias con hijos pequeños. Le gustaba esa sensación de poder, la posibilidad de verla sin ser visto, sabiendo que ella tenía ganas de volverse pero su orgullo y su obstinación se lo impedían. Por suerte, los chicos no tenían esos escrúpulos. A cada momento, el uno o el otro volvía la cabeza y le sonreía tímidamente o levantaba la mano, a lo que él, con discreción, enseñaba el pulgar enhiesto.
Larry se levantó con los demás feligreses. Le sorprendió agradablemente ver que Joanie llevaba pantalones, aquellos negros y ceñidos sin bolsillos que ofrecían una apetecible imagen trasera, y la milagrosa ropa interior que cumplía exactamente lo que ponía el envoltorio, haciendo «desaparecer las antiestéticas marcas de las bragas». (De no haberlo sabido, habría dicho que Joanie no llevaba nada debajo.) En cualquier caso, su culo quedaba en toda su gloriosa evidencia, y Larry iba a tener cuarenta y cinco minutos por delante para dedicarle toda su extasiada y reverente atención. Seguramente no era la clase de culto dominical que el papa de Roma habría aprobado, pero Larry se temía que a Su Santidad no le iban los culos.
El entusiasmo de Larry por las tetas de su mujer había menguado un poco con los años —el embarazo y la lactancia las habían cambiado, física y conceptualmente—, pero su admiración por su trasero permanecía inalterable, incluso con el paulatino ensanchamiento propio de la madurez. Como Joanie sería la primera en admitir, su culo se había expandido, pero de una manera agradable, volviéndose más redondo y blando pero sin perder su belleza esencial. Y a pesar de lo mucho que la preocupaba, nunca trataba de esconder el trasero como hacían muchas mujeres de su edad. Sus bragas eran ceñidas; sus faldas, cortas; sus pantalones cortos, más cortos aún. Ni siquiera en la iglesia se privaba de enseñarlo al mundo entero. Y desde luego el mundo —o al menos Larry Moon— lo agradecía.
De una manera curiosa —en realidad, tristemente irónica—, Larry la quería más ahora que estaban separados que durante los dos últimos años de su matrimonio. Desde que había disparado las balas que mataron al pobre Antoine Harris, Larry había perdido el gusto por el sexo, entre otros placeres. Era siempre Joanie quien daba el primer paso, y Larry el que con frecuencia no estaba literalmente a la altura de las circunstancias. Llegó un punto en que ella empezó a darle la lata para que tomara Viagra, lo que en su momento sonó a insulto si bien, mirado en retrospectiva, probablemente no era mala idea. Larry empezó a sentirse agraviado por la sexualidad de su mujer, incluso un tanto amenazado, razón por la cual se ponía como un basilisco cuando ella se vestía como una furcia. Pero, al mismo tiempo, se enorgullecía de tener una mujer tan sexy, sabiendo que en tiempos había sido lo bastante hombre para conquistarla (aunque ya no supiera muy bien qué hacer con ella).
Sin embargo, ahora que Joanie lo había dejado y su cuerpo no podía darse por cosa hecha (no la veía vestirse por las mañanas, ni quitarse el arrugado uniforme por las noches), volvía a tener ganas de ella, como las había tenido cuando era guardia de seguridad en Kahlua’s, o de novio vestido de esmoquin, o después como poli novato en la pausa del almuerzo, con el cinto y el arma por los tobillos. Nada de Viagra, estaba seguro de que no iba a hacer falta. Pero todo eran especulaciones, porque Joanie estaba cada vez más lejos y él no podía hacer más que observarla y anhelar que las cosas cambiaran.
Sumido en tales cuestiones, Larry no se percató de que Ronald James McGorvey y su madre habían entrado en el templo. La misa ya llevaba diez minutos y seguramente habían pasado por su lado.
Más tarde, Larry se preguntaría por qué no se sentaron en la parte de atrás. De haberse instalado discretamente en el último banco, quizá nada habría pasado. En cambio, avanzaron por la nave central, a la vista de todos, y eligieron un banco un par de filas por detrás del que ocupaban Joanie y los mellizos.
Larry oyó el murmullo sin ser consciente de ello. Empezó como un susurro colectivo que fue creciendo hasta casi ahogar las palabras del padre Mugabe —Larry había resuelto por fin el asunto de su apellido—, el cual llegó a pedir silencio a la congregación como si fuera una clase de niños traviesos. Pero no sirvió de nada; el airado murmullo de voces siguió, ahora acompañado por una brusca oleada de movimiento colectivo: familias enteras abandonaron sus bancos y desfilaron indignadas por la nave central como si alguien hubiera tirado una bomba fétida.
—¿Qué pasa? —preguntó Larry a su vecino.
—Ni idea —dijo el tipo, un hombre desaliñado y con rastros de caspa en las hombreras de su traje azul—. Habrá sido un infarto.
El caballero lloroso se volvió.
—Seguramente alguien ha vomitado —dijo mientras olfateaba—. La ginebra del sábado noche…
Larry se inclinó para ver mejor. Los que se habían levantado se dirigían hacia el otro lado de la nave central, y los del lado derecho se apretujaban para hacerles sitio. Esto había producido un extraño agujero negro en el lado izquierdo de la nave, tres filas casi vacías a excepción de una anciana y un tipo calvo que obstaculizaba la vista de Joanie.
—Nadie ha vomitado —dijo la señora asmática—. Es ese tipo asqueroso de Blueberry Court. Seguramente se la está tocando.
Como para colaborar en el proceso de identificación, McGorvey giró la cabeza como un malhechor para la foto de la ficha policial, mostrando su perfil. Vestía un traje espantoso, una monstruosidad de poliéster beis con solapas grandes y costuras propias de la ropa tejana. En el momento en que McGorvey giraba de nuevo hacia delante —el padre Mugabe continuaba con la misa como si nada—, Phillip, uno de los hijos de Larry, se volvió y saludó a su padre con la mano, ofreciendo su hermosa cara inocente al pervertido.
En vez de responder con el acostumbrado pulgar en alto, Larry le hizo señas perentorias de que se volviera. Phil no le entendió, pero al final, un poco dolido, obedeció. Le dijo algo al oído a Gregory, quien se volvió hacia Larry con expresión inquisitiva. Apenas tenía cuatro años, pero parecía menos vulnerable que su hermano, más capaz de cuidar de sí mismo. Larry meneó la cabeza y agitó los brazos como si hiciera señas a un avión.
—¿Ocurre algo? —preguntó el casposo.
—Mis hijos están ahí delante. A dos pasos de ese saco de mierda.
—Usted perdone —dijo la asmática—. ¿Ha dicho usted lo que me ha parecido oír?
—Lo siento —se disculpó Larry.
Lo que no entendía era por qué Joanie no había cambiado de lado como los demás, por qué se quedaba allí, permitiendo que un condenado por abusos a menores se recreara mirando a sus hijos —¡a mis hijos!, pensó— para, después, fantasear con ellos mientras se masturbaba. ¿Acaso Joanie lo hacía para fastidiarlo, para recordarle que ella nunca había aprobado su obsesión por Ronnie McGorvey?
—Olvídalo —le había dicho—. Eso no te hace ningún bien.
—Sólo trato de proteger a los niños.
—¿Seguro? Cualquiera diría que es algo personal.
—¿Qué quieres decir?
—No sé, Lar. Quizá si tuvieras menos tiempo libre…
—Podría dedicar más horas al jardín —replicó él—. Así nuestro césped estaría impecable, mientras alguien viola y asesina a nuestros hijos.
—Olvídalo. No he dicho nada.
Larry consiguió mantener la calma durante la homilía, repitiéndose que no iba a armar un escándalo en medio de la iglesia, delante de los niños. Pero entonces el cura empezó a hablar de Jesús, de que Él amaba a todos los hombres por igual, incluso a los más infames, a los leprosos, las prostitutas y los criminales, a los injuriados y los despreciados, a los abandonados y a los que no tienen amigos. Cualquiera hubiera dicho que Ronnie McGorvey era un personaje bíblico, colega de Barrabás y vecino de María Magdalena.
«¿Y Holly Colapinto, qué? —tuvo ganas de gritar—. Curiosa manera, la de Jesús, de demostrar cómo la amaba.»
Intentó distraerse observando las vidrieras de colores, pero su mirada se posó en una estación del vía crucis: Cristo encorvado bajo el peso de su terrible carga mientras los soldados lo injuriaban. «Es lo malo de esta gente —pensó—. El culto al sufrimiento. Siempre desean que ocurra lo peor.»
—Preguntaos a vosotros mismos —decía el padre Mugabe con su voz de sermón—: ¿Amo realmente al prójimo como a mí mismo? ¿Mi corazón está abierto a la gracia de Dios, o bien sellado con la cola de la ira, los clavos de la venganza?
Larry se levantó para marcharse, no aguantaba ni una palabra más. Pero cuando salía al pasillo, Phillip se volvió de nuevo con una sonrisa tan dulce que Larry no pudo menos que corresponderlo, lo cual habría sido perfecto si en aquel instante no se hubiera vuelto también Ronnie McGorvey, de forma que Larry se encontró sonriendo, lleno de amor, al careto del asesino de niñas. Y como burlándose de él, el asesino sonrió también.
«Esto sí que no», pensó Larry. Y en vez de ir hacia el vestíbulo, se encontró avanzando hacia su familia y hacia el pervertido risueño.
—¡A mí no me sonrías, hijo de la gran puta!
Larry no tenía intención de llegar a tanto. Le había pedido en voz baja a McGorvey que por favor se marchara, pero el muy cabrón se negó. Luego la vieja le espetó que debería darle vergüenza, violar un santo sacramento de esa manera. Y para colmo, Joanie empezó a repetirle que se contuviera, que no cometiera ninguna estupidez delante de los niños. «Como si el problema fuera yo», pensó Larry amargamente. Había agarrado a McGorvey del brazo, pero el pervertido se resistía, hasta que se zafó y se agachó en el suelo. Ahora se refugiaba a los pies de su madre, aferrado con ambas manos al reclinatorio.
—Levanta si eres hombre —le dijo Larry—. No me obligues a hacerlo yo.
—Déjelo en paz —dijo la anciana—. A usted no le ha hecho nada.
—Larry —dijo Joanie—. Éste no es el momento ni el lugar.
No le quedó otra alternativa que meterse en el banco y agarrar a McGorvey por los tobillos. Se puso en cuclillas y tiró de él, pero el otro estaba muy bien agarrado.
—¡Por favor! —chilló la anciana—. ¡No le haga daño!
—¡Sacristanes! —exclamaba el sacerdote—. ¡Retiren a ese hombre!
Larry no supo con seguridad a qué hombre se refería. Tiró con más fuerza.
—Lawrence Moon —dijo Joanie con ese tono exageradamente razonable que la gente emplea con los locos o los niños pequeños—. Haz el favor de soltarlo de una vez.
Larry la miró.
—Ahora no, Joanie. —Dio otro tirón y notó que el pervertido empezaba a perder sujeción—. Ya es mío.
—¡Santo Dios! —clamó la vieja con un matiz de histeria—. ¡No haga eso!
Larry volvió a lo que tenía entre manos y de pronto comprendió por qué la madre estaba tan alterada. No eran los dedos de Ronnie lo que cedía, sino sus pantalones. En ese momento comenzaban a deslizarse, dejando al descubierto la raja del trasero del pervertido, la blasfema palidez de sus nalgas. Larry volvió la cabeza para ahorrarse la visión de tan abominable espectáculo.
—Dios mío —gruñó, soltándolo con tal brusquedad que casi perdió el equilibrio.
Ronnie se levantó como pudo, subiéndose los pantalones, ruborizado de vergüenza. Miró a Larry como si fuera a echarse a llorar.
—¡El pervertido eres tú! —gritó—. ¿Es que intentas violarme o qué?
—Cierra la puta boca —le espetó Larry.
Miró mansamente de reojo a Joanie, que le lanzó una mirada reprobatoria mientras sujetaba a los niños contra su cuerpo. De hecho les había tapado los ojos con las manos, como si los protegiera de algo innombrable.
—Lo siento —se excusó él—. No pretendía bajarle los pantalones.
Larry notó una mano en el hombro. Era uno de los sacristanes, un viejo con cara de susto.
—Señor —le dijo—, haga el favor de marcharse.
—Nos iremos los dos —repuso Larry.
Agarró a Ronnie de la oreja y lo sacó del banco, sorprendido de que esta vez no se resistiera. Retorciéndole el lóbulo —como solían hacer las monjas— y caminando a paso vivo, lo arrastró por la nave como a un niño malo, mientras los feligreses lo miraban sobresaltados pero sin censurarlo. Sus vecinos de banco —el casposo, la asmática y el caballero triste— asistían con callada satisfacción al proceso de echar al infame de la casa del Señor.
—Menudo cristiano —observó Ronnie entre dientes, girando la cabeza con un gesto doloroso.
—Ahí te equivocas, cabrón —le dijo Larry mientras abría la puerta de un puntapié—. Soy tan poco cristiano como tú.
El sol le resultó doloroso tras la penumbra de la iglesia, y Larry no supo qué hacer. No podías sacar a alguien de la oreja y luego soltarlo como si nada. Tenías que hacer o decir algo que pusiera punto final a la situación y justificara el numerito. Pero Larry tenía la mente en blanco. Se quedó paralizado en lo alto de los escalones, pestañeando al implacable resplandor.
—¿Quieres soltarme la oreja de una vez? —pidió Ronnie.
—Todavía no.
Estuvieron un rato así, Larry distraído y McGorvey doblado por la cintura, soportando el dolor y la humillación sin quejarse. Hasta su paciencia era insultante. A falta de otra cosa mejor, Larry le retorció el lóbulo un poco más, sorprendido de la flexibilidad de los cartílagos humanos. Ronnie emitió un gemido suave y sus rodillas cedieron.
—Esto por la pequeña Holly —le dijo Larry.
«Es el momento que había estado esperando», pensó. McGorvey por fin en su poder, los dos solos, hombre a hombre. Tenía mucho que decirle, cosas que se había guardado durante meses. Pero lo único que le vino a la cabeza fue el funeral de su padre.
Aquella mañana el sol era cegador, igual que ahora. Larry recordó lo perdido que se había sentido al enfrentarse al cruel resplandor después de la misa, al ver el coche fúnebre, el chófer con su traje oscuro en actitud indiferente junto al portón trasero. Aquel momento de desolación le había calado muy hondo. Ahora formaba parte de su ser, lo mismo que sus cabellos o sus dientes.
—Te dejo mirarme otra vez el culo —se ofreció Ronnie.
Larry, después, no recordaría haberlo empujado, sólo un acceso de ira y el pervertido cayendo por los escalones, el golpe sordo contra la acera. Y la manera como quedó allí tendido, boca abajo, sin moverse, con brazos y piernas en posturas extrañas.
Larry apenas empezaba a asimilar lo que acababa de hacer —¡santo Dios, otra vez no!— cuando lo distrajo la actividad a su espalda, las puertas de la iglesia que se abrían y la gente saliendo, la opresiva sensación de estar rodeado por una multitud airada, un coro de exclamaciones acusatorias, el padre Mugabe zarandeándolo por el hombro y exigiendo explicaciones.
—Yo no quería hacerle daño —dijo Larry, y a él mismo le sonó inaceptable, peor que falso. Las mismas palabras que había pronunciado en el centro comercial al contemplar la cara de pavor de Antoine Harris.
Cuando por fin cobró arrestos para darse la vuelta, vio, pasmado y con inmenso alivio, que Ronnie no estaba muerto, ni siquiera malherido. Sentado en la acera con las piernas abiertas, su brazo derecho colgaba flácido del hombro correspondiente, cruzado sobre el pecho como si fuera a desenvainar una espada. Luego se agarro el brazo dolorido por el codo y lo levantó ligeramente con la palma vuelta hacia arriba como en ofrenda a los espectadores. Parecía sufrir grandes dolores, aunque ello no le impidió esbozar una sonrisa.
—Verás el puro que te voy a meter —le dijo a Larry—. Y cuando salgas de la trena, podrás venir a visitarme a mi mansión.