Novillos
El examen para obtener el título profesional de abogado se desarrollaba en una doble jornada maratoniana, más una prueba de resistencia física que de conocimientos legales. El ejercicio del Día Uno era de seis horas, doscientas preguntas a cual más quisquillosa, con opciones múltiples y complejo enunciado, una endodoncia mental a cuyo lado el examen de aptitud para acceder a la universidad parecía una rutinaria limpieza de dientes. Y una vez te tenían desmoralizado y hecho polvo, pretendían que volvieras el Día Dos para someterte a la prueba de redacción, que, al menos para Todd, era todavía peor: enfrentarte durante ocho horas al vacío mental, al ruido blanco de la incapacidad de pensar, que el furioso garabatear de tus compañeros de convocatoria convertía en un mal sueño. Parecía que no hubieras asistido nunca a clase, que estuvieras viviendo una versión interminable, y en tiempo real, de esa pesadilla en la que te ves desnudo en medio de un aula desconocida, en pleno examen final de swahili o de ingeniería eléctrica, una materia de la que no tienes ni idea, pero en la que te has matriculado y de la que te has saltado todas las clases.
—Desayuna —le dijo Kathy la mañana del Día Uno—. No querrás desmayarte en la recta final, ¿verdad?
Todd obedeció y dio un mordisco a la tostada. Pese a que Kathy había expresado con frecuencia —y a veces airadamente— su inquietud acerca de la preparación y motivación de Todd en las últimas semanas, había retomado su papel de esposa colaboradora a medida que se acercaba el temido examen. Sonrió a Todd como si fuera un niño que vuelve al colegio tras una breve enfermedad.
—Tengo buenos presentimientos —dijo—. Dicen que a la tercera va la vencida.
«Y también dicen en béisbol “al tercer strike, eliminado”», pensó Todd, pero se abstuvo de mencionarlo. No había motivo para complicar aún más la situación.
—Voy a comprar una botella de champán —continuó Kathy—. La meteré en la nevera, y en cuanto recibas la buena noticia, la abrimos.
Para Todd, todo ese calvario tenía una ventaja: el resultado del examen llegaría al cabo de unos meses, de modo que Kathy no sabría hasta finales de noviembre o primeros de diciembre que había suspendido por tercera vez. Quizá para entonces ya no importase demasiado.
—No te hagas muchas ilusiones —la advirtió—. Ya hemos pasado por esto.
—Esta vez será diferente —dijo ella—. Estoy segura.
Kathy mantuvo su pertinaz optimismo durante el desayuno y el breve trayecto en coche hasta la estación de cercanías, y Todd hizo lo que pudo por seguirle la corriente. Fue un alivio despedirse de ella y el niño y bajar del coche, un alivio dejar por fin de fingir. Se quedó en el aparcamiento con el maletín en la mano, saludando cuando se marcharon.
Para acceder al andén había que subir un tramo de escaleras, pero Todd permaneció abajo, paseándose delante de la cabina de teléfono, obligándose a no mirar el reloj a cada momento. Sarah apareció a las 7.45, justo cuando el tren hacía su entrada en la estación, despertando con su potente silbato a un tropel de oficinistas letárgicos. Todd subió al Volvo y le dio un beso.
—Justo a tiempo —dijo.
Ella lo miró un instante tratando de detectar alguna ambivalencia tras su comportamiento animado.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó.
En lugar de responder, Todd abrió el maletín y lo giró un poco para que ella viera su contenido: un traje de baño, un envase de crema solar con protección ultra y una botella de vino blanco, que todavía sudaba recién sacada de la nevera.
—El perfecto boy scout —dijo Sarah.
Hacía una espléndida mañana de verano, calurosa pero no sofocante, con una suave brisa intermitente, un tiempo que parecía pedir un techo corredizo o un descapotable. Se dirigieron a North Shore en dirección opuesta al tráfico de hora punta, la radio a todo volumen compitiendo con el zumbido del viento y el ruido de la carretera. Sarah alargó el brazo sobre el cambio y cogió la mano de Todd. Estaba más guapa que nunca, la mirada brillante y mechones de pelo rebelde acariciándole la cara.
—Nunca hice nada igual en el instituto —reconoció—. Ni siquiera en el último curso.
—Te estoy corrompiendo —repuso él.
Ella soltó una carcajada.
—Más vale tarde que nunca.
La idea se les había ocurrido dos días atrás, y no hizo falta hablar mucho para urdir un plan. Todd estaba tan nervioso por el examen que se había vuelto aburrido incluso para sí mismo. Sabía que iba a suspender, así que ¿para qué tomarse la molestia? ¿Para qué desperdiciar dos días de su vida en una prueba desquiciante? ¿Por qué no pasarlos en la playa? ¿Y por qué no pasarlos en la playa con Sarah?
Todo se organizó muy rápido. Kathy se tomaba dos días libres para cuidar de Aaron, de modo que por ese lado no había problema. Y Jean siempre se ofrecía a hacer de canguro de Lucy, ¿no? Sarah sólo tuvo que inventarse un intempestivo reencuentro con una antigua amiga de la universidad que estaría unos días en Providence.
—¿Cómo se lo ha tomado Lucy? —preguntó él—. ¿Ha llorado?
—¿Estás de broma? Un poco más y me echa a patadas. ¿Qué tal por tu casa?
—Lo normal. Todos contentos menos yo.
Llegaron a la playa a las nueve y extendieron la manta sobre la arena fresca, sujeta por las esquinas con los zapatos y el maletín de Todd, y una nevera pequeña que Sarah había llenado de fruta, bocadillos y seis botellas de agua. Todd se tumbó con las manos en la nuca y sonrió a la mañana perfecta. Si había sentido culpa, ésta quedó mitigada por una inmensa sensación de alivio: lucía el sol, las olas rompían, las gaviotas revoloteaban allá arriba, y él no estaba en aquella sala desagradablemente iluminada con otros quinientos aspirantes a abogado, compartiendo mesa con algún cerebrito de la Ivy League que se presentaba a su primera convocatoria y que cuando llegara a los treinta gobernaría el mundo.
—Es increíble. —La mano de Sarah viajó hasta el muslo de Todd—. Es nuestra primera salida. Quiero decir, sin niños.
Todd se acodó en la manta y miró alrededor. Era temprano y la playa estaba relativamente desierta. Sólo había algunas personas corriendo o paseando a sus perros, más algunas familias con niños.
—¿Crees que deberíamos haberlos traído?
Ella se inclinó hacia delante como un penitente, y su cara eclipsó el sol por un momento. Lo besó en el hombro.
—Hoy no. Hoy es para nosotros solos.
Nadaron un rato y luego caminaron por el borde del agua cogidos de la mano, deteniéndose para examinar una concha o una piedra, maravillados ante la belleza de unas pinzas de cangrejo, meneando la cabeza a la vista de un tampón desechado y envuelto en algas, unas gafas de nadar con una correa rota. Se cruzaron con un jubilado que caminaba a paso vivo, la tripa colgando sobre un bañador desagradablemente escaso.
—Una vez Richard me llevó a una playa nudista —dijo ella—. Cuando empezábamos a salir.
—¿Por esta zona?
—En Nueva Jersey. En uno de los parques naturales. Richard lo leyó en una guía turística.
A Todd no le sorprendió. Ella le había hablado hacía poco de las tendencias sexuales de su marido: el asunto de las bragas, sus intentos de convencerla para ir a una fiesta de «intercambio» cuando ella todavía daba de mamar.
—¿Te quitaste la ropa?
—Sólo la parte de arriba.
—Muy europeo.
Sarah sonrió.
—Eso creo.
—¿Y Richard? ¿Tomó el sol en cueros?
—¿Bromeas? Hizo el viaje en coche desnudo. Sólo con una toalla sobre el regazo. Los de las cabinas de peaje lo miraron bastante extrañados.
Guardaron silencio, y sonrieron a modo de saludo a un padre frustrado, más o menos de su edad, un tipo corpulento y bronceado que llevaba media hora intentando remontar una cometa rebelde, mientras sus dos hermosas mellizas —de cinco o seis años— observaban con cara de fulminante desprecio. El hombre había hecho un sprint de treinta metros, tratando de elevar la cometa, que sin embargo se obstinaba en arrastrarse por la arena.
—Hoy no hay brisa —dijo, jadeante y a la defensiva, como si sospechara que aquellos desconocidos se reían de él—. Ayer no hubo problema.
Todd y Sarah lo miraron como haciéndose cargo y continuaron andando.
—Bueno, dime, ¿te excitó? —preguntó él.
—¿La playa nudista? —Tal vez inconscientemente, bajó la mano y se pellizcó el pequeño michelín que asomaba a la cintura del biquini—. No, por Dios. Si quieres sentirte joven, delgado y atractivo, vete a pasar el día con unos nudistas.
Después de almorzar fueron al Sea Breeze, un motel barato —y con razón— situado entre una tienda que suministraba propano y un puesto de marisco en una desangelada calle comercial, medio kilómetro al oeste de la playa. Era un auténtico establecimiento de mala muerte, anticuado y regentado por el propietario original. La habitación estaba provista de moqueta mohosa, una horrenda colcha sintética de tacto pringoso y, sobre la cabecera de la cama, un cuadro de motivo inequívocamente fálico: un faro. Brindaron por ellos con el vino de Todd servido en vasos de plástico previamente liberados de su aséptica envoltura, e hicieron el amor sin ducharse, pegajosos y salpicados de arena, sal y restos de loción solar.
—Parecemos dos muslos de pollo rebozados —dijo él, satisfecho con su metáfora, pero Sarah meneó la cabeza como si hubiera dicho algo ofensivo.
—Nada de chistes —dijo. Estaba tumbada de costado, con las piernas en tijera sobre las sábanas—. Hoy no. Quiero concentrarme.
—¿En qué?
—En ti. Quiero sentirte dentro de mí.
Cerró los ojos y su cara se tensó en una mueca más de esfuerzo que de placer. Todd había fantaseado toda la mañana sobre estar con ella a solas en un sitio privado, sin niños que pudieran despertarse, una oportunidad de soltarse por fin. La imaginó gritando su nombre con la voz ronca de una actriz porno, para sobresaltar a los del propano y hacer que las camareras del chiringuito de marisco se sonrojaran. Pero, en cambio, estaba extrañamente apagada, incluso más callada que de costumbre. Cuando la penetró, Sarah dejó escapar un suspiro. Sus embestidas le provocaron gemidos aún más flojos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Todd.
Ella asintió con más fuerza de la necesaria, como si hubiera perdido la facultad de hablar y necesitara acentuar sus gestos.
—Quiero ayudarte —dijo.
—¿Por qué?
—Estás triste. —Sarah ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos, retándolo a contradecirla—. Quiero hacerte feliz.
—Ya lo haces. —Dio un pellizco al pecho que tenía más a mano—. No puedo serlo más.
—Ella te presiona demasiado. Yo no haría eso.
—No es culpa suya.
—Dame una oportunidad —rogó ella—. Sé que no soy tan guapa como Kathy.
—Eres hermosa.
—Mentiroso.
—Tienes un buen culo.
Ella sonrió con malicia, moviendo las caderas para acomodarlo a él.
—¿Te parece?
—¡Dios! Me voy a correr.
—Quiero sentirlo.
Todd notó cómo una oleada de energía le subía desde los dedos de los pies.
—Ahora —ordenó ella.
Todd se arqueó por la cintura. Un fuerte estremecimiento sacudió sus brazos, seguido de otro más flojo. Ella lanzó un grito como si se hubiera escaldado. Durante una eternidad, Todd fue un imparable embestir y aflojar, hasta que un vibrante espasmo final convirtió sus extremidades en gelatina y se derrumbó encima de ella, aplastándola bajo su peso. Sarah soltó una risa ronca y se separó.
Todd despertó con un sobresalto, la cabeza turbia, el cuerpo empapado de terror. Por un momento, le pareció que nada tenía sentido: aquel cuchitril, el resuello del aire acondicionado, la luz fuerte de la tarde colándose entre las cortinas, el extraño peso inerte de un brazo encima de su pecho.
—¿Hum? —Sarah pareció ligeramente alarmada—. ¿Ocurre algo?
Los ojos de Todd viraron rápidamente hacia el despertador digital de la mesilla. Eran sólo las dos y cuarto. Aún tenía mucho tiempo. Dejó caer la cabeza sobre la almohada.
—Nada. Una pesadilla.
—Cuéntame.
—Ya no me acuerdo.
Lo único que quedaba de ello era la imagen de una cinta transportadora y una interminable procesión de linternas amarillas idénticas, pero ¿cómo podía eso haberle producido aquel extraño dolor en el pecho, aquella respiración entrecortada, preñada de pánico?
—¿Tenía que ver con la prueba? —preguntó ella—. Quizá sientes remordimientos.
Ojalá dejara de hablar de una vez del maldito examen. Pues claro que sentía remordimientos. Había pagado cuatrocientos dólares sólo por el derecho a presentarse, un dinero esfumado para siempre, y dedicado incontables noches de primavera y verano a fingir que estudiaba. Había convencido a su abnegada esposa de que se esforzaba por acometer un examen que debería estar haciendo en ese momento, en vez de estar con una mujer en la cama de un motel miserable, especulando sobre un sueño ridículo.
—No era la prueba —explicó—. Me parece que estaba haciendo una especie de control de calidad, pero no sabía diferenciar las linternas buenas de las malas.
Sarah se incorporó, asintiendo con la cabeza, como si eso tuviera sentido. Estaba preciosa, pensó Todd, absorta en la conversación, ajena a su desnudez. Sus pezones, erectos por el aire acondicionado, imploraban que alguien los chupara. Sin querer, se la imaginó en la playa nudista, negándose a quitarse la parte de abajo, mientras su futuro marido le recriminaba su gazmoñería.
—¿Qué fue lo que pasó? —dijo—. ¿Has querido realmente ser abogado alguna vez?
—Digamos que fue un accidente —reconoció él—. Había un chico en la fraternidad, Paul Berry, y él sí quería ser abogado. Solía decir que era una carrera emocionante y sofisticada. Se matriculó para pasar el test de aptitud, pero no quería ir solo. Una noche nos emborrachamos con tequila y Paul me convenció para que también me presentara, sólo por hacerle compañía. Fuimos a la academia Stanley Kaplan, estudiamos juntos unas semanas e hicimos el examen uno al lado del otro. Cuando llegaron los resultados, a mí me había ido mejor que a él. Con aquellas notas, era una estupidez no estudiar Derecho.
—Lo era si tú no querías ser abogado.
—Yo entonces no sabía lo que quería. Lo aplacé un par de años después de terminar la universidad. Trabajé en dos o tres cosas, nada interesante, y después decidí mandar las solicitudes.
—Imagino que Derecho debió de ser difícil.
—No tanto. Al fin y al cabo, era estudiar, ¿no? Haces los deberes y te presentas a los exámenes.
—Entonces, ¿qué te pasó con la prueba final?
—No lo sé.
—Podrías presentarte otra vez en invierno. Yo te ayudaría a estudiar. Podría evaluar tus tests y tú me razonarías las respuestas. A veces va bien repasar con alguien.
Todd se sintió conmovido por el ofrecimiento, aun siendo éste inviable, pero ya no iba a presentarse más veces. Jamás sería abogado. Le dijo a Sarah que no sabía qué le había pasado, pero no era del todo cierto. Sí lo sabía, sólo que nunca lo había traducido en palabras. Algo le había sucedido en los dos últimos años; tenía que ver con estar todo el día en casa con Aaron, obligado a seguir su ritmo vital. Los pequeños quehaceres, los pequeños placeres. La repetición que está más allá del tedio, que te da cierta paz. Y si eso dura lo suficiente, uno empieza a perder de vista el mundo de los adultos. Y aunque luego trates de alcanzarlo, ya has perdido el tren.
—¿Puedo chuparte un pecho? —le preguntó.
El día había sido un completo éxito, tal como Todd lo veía, una de esas raras ocasiones en que los planes salen perfectos. Eludió la dificultad y la humillación del examen, sustituyéndolo por una mañana tranquila en la playa y una tarde de sexo adulto y desinhibido, un nuevo hito en su relación con Sarah.
Sin embargo, el trayecto de regreso fue sombrío, como si algo hubiera salido terriblemente mal. Pero ¿qué? En lo que a él respectaba, la única sombra en toda la jornada había sido la de su críptico sueño recordado a medias. Más que brindarle un dibujo de sus dilemas amorosos y profesionales, el sueño de las linternas parecía actualizar una advertencia más general —y en cierto modo más inquietante— acerca de lo impredecible de la vida y la imposibilidad de conocer o controlar los sentimientos. Te acuestas feliz y te despiertas triste. No sabes por qué y no puedes remediarlo.
A diferencia de Kathy, quien ya no se interesaba demasiado por los matices de sus emociones, Sarah pareció muy consciente de su cambio de humor. Como había hecho por la mañana, alargó el brazo para tocarle la mano, pero esta vez fue un gesto más de apoyo que de complicidad, como si Todd fuera un paciente de hospital y necesitara que alguien le diera ánimos.
—¿Recuerdas a ese chico? ¿Tu amigo de la universidad?
—Paul Berry.
—¿Todavía sois amigos?
—Nos distanciamos un poco el último año. Yo empecé a salir con Kathy, y ellos dos no se llevaban muy bien.
—¿Sabes si llegó a ser abogado?
—No pudo entrar en la facultad de Derecho. Se metió en el negocio inmobiliario, justo a tiempo para el boom del condado de Westchester. Lo último que sé es que tenía un BMW y salía con una periodista de televisión.
Sarah miró por el retrovisor y cambió de carril. A él le sorprendió que fuese tan buena conductora, ni demasiado prudente ni demasiado exaltada. Kathy conducía despacio, casi como una anciana, pero su personalidad cambiaba por completo en cuanto le parecía que otro conductor trataba de hacerle una jugarreta, como adelantarla en la cola del peaje o no dejarla incorporarse al tráfico. En una fracción de segundo se transfiguraba en un demonio: aceleraba hacia el coche del infractor, se colocaba a su lado y le cantaba las cuarenta a voz en grito por la ventanilla, desoyendo las advertencias de Todd en el sentido de que por mucho menos se producían accidentes mortales.
—No sueles hablar de tus amigos —dijo Sarah.
—Es que no tengo muchos. Mantenía contacto con un par de tipos de la facultad, pero cada cual se fue por su lado. De vez en cuando nos escribimos e-mails, pero nada más. Creo que se sienten incómodos conmigo. Ellos tienen trabajo, están ganando mucho dinero, mientras que yo…
—¿Y aquí en Bellington? ¿Te ves con alguien?
—Sólo con los polis de mi equipo de fútbol. Casi todas las personas que he conocido estos dos últimos años son mujeres. No puedo llamarlas y decir: «Eh, tías, vamos a tomar unas cervezas.»
Sarah asintió en silencio. Abrió la boca un par de veces, como para preguntar algo, pero no lo hizo. Todd no se sorprendió. Nunca había tenido una novia que supiera estarse callada en un coche, sobre todo cuando él parecía molesto o distraído, o simplemente poco propenso a conversar. Era una especie de impulso femenino, eso de tener que romper el silencio diciendo algo, como si las palabras pudieran tapar la tristeza o el descontento del otro.
—Adelante —dijo—. Si quieres preguntarme algo, no te prives.
—No, sólo estaba pensando en tu hermandad de la universidad.
—¿En qué, concretamente?
—No lo sé. Nunca salí con nadie que perteneciera a una. Cuando estaba en la universidad, pensaba que eran un hatajo de gilipollas sexistas y descerebrados.
—Y probablemente lo éramos —dijo él, riendo—. Sé que Kathy pensaba lo mismo.
—¿A ti te gustaba?
—Al principio me encantaba. Después simplemente lo toleré. Y ya en último curso, me repateaba.
—¿Eran como cree la gente? ¿Fiestas salvajes, polvos locos y todo eso? En mi escuela tuvieron que prohibir una de esas hermandades después de que una chica de instituto terminara en coma etílico durante una de aquellas fiestas. El Centro de Mujeres solía organizar protestas anuales contra las hermandades.
—Nosotros no éramos así —explicó Todd—. En el campus nos conocían como «los aburridos». Muchos miembros eran estudiantes de ciencias.
—Ya, típico. Yo pensaba que eras el clásico chico arrogante que tenía montones de novias. Creo que incluso me excitaba pensarlo. Por lo de acostarme con el enemigo.
—Ocurrió una cosa muy extraña —dijo él tras unos instantes de duda—. En el penúltimo año, una chica de la Universidad de Connecticut vino a una de nuestras juergas. Sus amigas se marcharon, pero ella se demoró hasta que todo el mundo se fue a casa. Era muy guapa, un poquito regordeta. Y empinaba el codo como el que más.
—Vaya por Dios. No sé si quiero que me lo cuentes.
—Está bien. Olvídalo.
Ella lo miró.
—Vamos, Todd. Ahora no me dejes en ascuas.
—No quiero escandalizarte.
—Ya soy mayorcita.
—Es que no te imaginas lo que pasó. En cierto momento, la chica se ofreció a hacer una mamada a todo el mundo. A todos los chicos del grupo.
—¿Se ofreció? ¿Voluntariamente?
—Te lo juro, fue idea suya.
—Ya.
—Yo estaba allí. Tú no.
—Supongo que la pobre estaba borracha.
—Todos lo estábamos.
—Bien, ¿y qué pasó?
—Nada. Se lo quitamos de la cabeza. Le dijimos que no era buena idea.
—¿En serio?
Todd la miró. Sí, en serio.
—¿Y tú…?
—Yo no quería, pero ella me hizo sentir culpable, como si mi negativa fuese un insulto intolerable.
—No me lo puedo creer.
—Pero eso no es lo más raro.
—¿Aún hay más?
—La chica se quedó todo el fin de semana.
—¡Qué me dices!
—No, espera, no es lo que piensas. Acabó durmiendo en la habitación de un tal Bobby Gerard, un tipo muy simpático. Un memo total que jamás había tenido novia.
—¿Y?
—Se casaron. Tienen tres hijos.
—¿Te burlas de mí?
—Yo asistí a la boda. Y muchos de la hermandad también.
—¿De los que estuvieron allí aquella noche?
—Exacto.
—¿Y bien?
—Fue como si nunca hubiera pasado nada. Nadie hizo el menor chiste al respecto, ni la menor indirecta. Cuando la gente preguntaba a los novios dónde se habían conocido, ellos decían: «En la fiesta de una hermandad de la universidad», como si fuera lo más normal del mundo.
—Espeluznante.
—No creas. Fue una boda muy bonita —dijo Todd.
Kathy tuvo ganas de hablar a la hora de la cena. Aaron y ella lo habían pasado muy bien. Habían hecho lo de siempre: al parque por la mañana y a la piscina municipal por la tarde. Después habían vuelto a casa y trabajado un rato con las fichas de mates.
—Está aprendiendo mucho —dijo—. Ya sabe poner los números por orden, del uno hasta el veinte.
—¿De veras?
—Casi. —Kathy bajó la voz—. Se encalla un poco con el catorce, pero por lo demás muy bien.
—Caramba —dijo Todd—. Tenemos un niño prodigio en casa.
—Muy gracioso.
—Lo digo en serio. Yo no supe hacer eso hasta los doce años.
Tardó varias horas en darse cuenta de su error. Kathy y él estaban en la cama. Ella había acostado a Aaron en su cuarto; por una vez, parecía que no necesitaba tenerlo a su lado, después de haber pasado todo el día con él. Se puso ropa interior de la buena, unas braguitas rosa y un top a juego, con un escote vertiginoso. Estuvo leyendo a Stephen Ambrose unos cinco minutos y luego cerró el libro.
—Estoy muy animada —dijo.
—¿Sobre qué?
Kathy rió, como si él le tomara el pelo.
—El examen, tonto. Te he visto muy relajado en la estación. Las dos últimas veces estabas hecho un asco cuando volviste a casa. No me dirigías la palabra, no jugabas con Aaron. Hoy te veo muy diferente.
—Será que me voy acostumbrando.
Para su sorpresa, ella le puso la mano sobre el paquete.
—Hace mucho tiempo —dijo Kathy, acariciándolo sobre el calzoncillo—. Sé que últimamente he estado muy tensa.
—No te preocupes. Los dos hemos estado tensos.
Ella lo besó y él le devolvió el beso. Notó que empezaba a excitarse con las caricias, pero una sensación dolorosa le recordó que ya había hecho dos veces el amor aquella tarde. Seguramente se le pondría dura —ya estaba en proceso— pero no lograría eyacular, al menos no a su debido tiempo. Le apartó la mano.
—¿Sabes qué? —dijo—. Mejor lo dejamos.
Ella soltó un bufido.
—¿Por qué?
—Todavía me queda la prueba de mañana. Más vale que ahorre energías.
—Ya, tal vez tengas razón —suspiró ella—. Así pues, ¿me concedes un aplazamiento?
—Pues claro.
Al día siguiente por la tarde, Todd procuró poner cara de desaliento cuando ella llegó en coche a la estación. No fue difícil. El Día Dos de examen había sido largo, pesado e insulso. Sarah se había quedado en casa con Lucy —no hubo manera de encontrar otro canguro con tan poca antelación—, de modo que Todd se dedicó a pasear solo por Boston como un turista. Pasó la mañana en Newbury Street y el Common, y después de almorzar se metió en un cine desierto. Al salir leyó un par de revistas en una cafetería y luego fue andando a North Station.
Kathy trató de disimular su desencanto cuando él subió al coche. Durante la cena estuvo apagada, vigilante. Cuando le preguntó cómo le había ido la prueba, él respondió con una sola palabra:
—Horrible.
Aquella noche, Kathy no trató de cancelar el aplazamiento solicitado. Estuvo leyendo durante una hora y luego dejó el libro. Apagó la lámpara y se puso de costado, dándole la espalda. Tras un largo silencio, se volvió y dijo:
—Todd.
—¿Hum?
—Háblame de Sarah.