Blueberry Court

Ronnie no estaba cooperando.

—Está bien —dijo—. A ver esto. Ex presidiario obeso, con calva incipiente, se muerde las uñas y fuma como una chimenea. Le gusta el porno infantil y sentarse a mirar la tele por la noche.

—No tiene gracia —dijo May.

—No era un chiste.

—Vamos, Ronnie. Esto no funcionará si no lo intentas. Tenemos que ver el lado positivo.

—¿El lado positivo? Haberlo dicho antes. Veamos… No tengo empleo ni amigos, y todo el mundo me odia. Creo que no hay más.

—Tienes amigos —replicó May, pero en el acto lamentó haberlo dicho.

—Ah, ¿sí? ¿Por ejemplo?

—Pues, por ejemplo, Eddie Colonna —dijo May tras pensarlo un poco.

—Eso fue en el bachillerato, mamá. Si Eddie me viera ahora, seguramente me escupiría a la cara.

—Algún amigo debías de tener en… en la… —A May le costaba pronunciar la palabra «cárcel»—. Estuviste allí tres años.

—Pues sí —dijo Ronnie—. Era tremendamente popular.

A la doctora Linton le caías bien —continuó ella, sin saber por qué insistía en un tema tan desagradable.

—Para eso le pagaban. Si el estado hubiera dejado de enviarle cheques, dudo que hubiéramos pasado tanto rato juntos.

—¿No decía ella que eras muy inteligente?

—También dijo que tenía una mente excepcionalmente tortuosa y que no era de fiar en compañía de niños.

—Bueno, yo sé que a Bertha le gustas. —No era del todo cierto, pero May se negaba a resignarse—. Me lo dijo el otro día.

—Oh, ahora me siento mucho mejor. Es bonito tener de mi parte a una vieja desagradable y alcohólica.

—Bertha es mi mejor amiga. Y no permito que hables así de ella.

—¿Sabes por qué le caes bien, mamá? —Ronnie la miró de aquel modo duro y despiadado que a veces la asustaba. Como si pudiera traspasar objetos y personas y llegar a las peores verdades imaginables—. ¿Lo has pensado alguna vez?

—No —dijo May—. No me hagas eso.

Ronnie soltó un largo suspiro de cansancio y se frotó la cara. Luego sonrió mansamente, esforzándose por ser un buen chico.

—Perdona, mamá. Sé que haces lo que puedes, pero a veces eso empeora las cosas.

May no podía culparlo por estar desanimado. Bastante tenía con que su propia hermana se negara a hablar con él o no permitiera que se acercara a sus hijos, y encima que no pudiera conseguir un trabajo, ni siquiera de basurero o repartidor de pizzas o dependiente de supermercado. Todas las solicitudes incluían una pregunta acerca de los antecedentes penales: si mentías, tenías problemas con el agente de la libertad condicional, y si decías la verdad, nadie te contrataba. Y luego empezaron a aparecer carteles con su foto, carteles en los que se divulgaba el rumor de que él había estado implicado en la desaparición de aquella pobre niña cinco años atrás. Pero la policía ya había investigado eso. Lo interrogaron tres veces (una de ellas, el FBI) y no sacaron nada en limpio. Si Ronnie hubiera tenido algo que ver, lo habrían arrestado, ¿no?

—Vamos —dijo May. Le tendió la página de contactos del Bellington Register—. Ahí tienes dos columnas enteras de mujeres solas, y sólo unos cuantos hombres. Llevas las de ganar.

Ronnie encendió un cigarrillo y la miró con la misma incredulidad con que lo hacía desde que era un adolescente, como si su madre fuera una criatura fantástica o extraterrestre.

—No me mires así —dijo ella—. ¿Por qué no van a querer conocer a una persona tan agradable como tú?

—Yo no soy una persona agradable. Soy la escoria de la sociedad.

—Hiciste una cosa mala —reconoció May—, pero no por eso eres una persona mala.

—Tengo un trastorno psicosexual, mamá.

—Ahora estás mejor. Si no, no te habrían soltado.

—Me soltaron porque tenían que hacerlo.

Ronnie encendió otro cigarrillo y chupó de él como un poseso. May se asustó bastante, como si estuviera al borde de uno de sus ataques de asma. Tenía el inhalador arriba, junto a la cama, al lado del vaso con la dentadura postiza. «Debería haberlo bajado», pensó.

—Quizá si encontraras una amiga… —hizo una pausa para tomar aire— más o menos de tu edad, no tendrías esos malos instintos.

—No quiero una amiga de mi edad. Ojalá lo deseara.

—Mira este anuncio —dijo May, eligiendo uno al azar. Incluso con las gafas de leer, la letra le resultó tremendamente pequeña—: «Preciosos ojos verdes. Blanca, buena persona, treinta y tres años, busca amistad y quizá más. Preferible no fumadores.» ¡Vaya! Descartada. ¿Y esta otra? «Cuarentona rellenita, me gustan los bailes de salón, Everybody Loves Raymond y levantarme tarde los domingos.»

—Rellenita… —dijo Ronnie, socarrón—. Seguramente pesa ciento veinte kilos. Ésa les gustaría a los negros de la cárcel.

—¿Y qué si es un poco gorda? Quizá por dentro es una magnífica persona. Quizá agradecería que alguien le diera una oportunidad y no la hiciera sentir mal por su aspecto físico. Quizá ella también estaría dispuesta a pasar por alto los defectos ajenos.

Ronnie dio otra calada y expelió dos chorros de humo por la nariz, igual que solía hacer su padre. Si Pete hubiera sido más bueno y fiable, creía May, Ronnie habría sido un niño feliz. Tal vez los otros chicos no se habrían metido tanto con él, o habría sabido cómo defenderse de ellos. Pero su ex marido era un embustero y un farsante, un borracho que disfrutaba haciendo que los demás se sintieran inferiores y estúpidos, y Ronnie era su blanco favorito. Cuando Pete se fue, May lo vivió como el fin del mundo, pero ahora se daba cuenta de que había sido lo mejor. Ronnie hizo un gesto de rendición.

—Muy bien, mamá. Si eso te hace feliz, probaré con ella. Pero sólo una cita, ¿vale? No pienso dedicarme a ligar.

Sólo le seguía la corriente, pero mejor eso que nada. No era normal que un hombre adulto viviera con su madre, que no tuviera aficiones ni diversiones, que se pasara el día leyendo el periódico y viendo la tele. Era casi como si siguiera en prisión, si se descontaban los largos paseos en su vieja bicicleta, cosa que a May la intranquilizaba porque Ronnie no le decía adónde iba ni para qué. Pero una bici siempre era mejor que un coche, ¿no? Ella no quería tenerlo rondando por ahí en un coche o una furgoneta, santo Dios. Además, el ejercicio le iba bien. Ronnie siempre se quejaba de la comida de la cárcel, pero al volver a casa pesaba seis kilos más que cuando lo habían encerrado.

Lo que necesitaba era una novia, y May estaba empeñada en ayudarlo a encontrarla. Con una chica en su vida, Ronnie no se pasaría tanto rato solo en su habitación, espiando a los niños de los vecinos con unos prismáticos. Él siempre lo negaba, pero May sabía que lo hacía. Y si alguna vez se casaba —¿por qué no?, ¿no se casaba toda clase de gente: enanos, subnormales, tullidos…?—, ella podría morir en paz, sin preocuparse de lo que sería de su niño cuando ya no estuviera a su lado para sacarlo de los apuros. Porque a veces se sentía tan cansada que sólo quería descansar un rato, poner las piernas en alto. ¿No se lo merecía, después de una vida con tantos problemas y tan poca felicidad? A menudo, mientras se dormía, pensaba en el cementerio y le parecía un lugar bonito y acogedor, con toda aquella hierba y hermosos árboles y vecinos que no te hacían sentir como si tuvieras una enfermedad o algo parecido. Abrió su bloc y empezó a escribir.

—Tienes una bonita sonrisa —dijo—. ¿Y si empezamos por ahí?

Como de costumbre, Bertha llegó a tiempo para el almuerzo, cargada con una pequeña bolsa de la tienda de comestibles.

—Aquí traigo el zumo —dijo, guiñando un ojo al pasarle la bolsa a May—. Le he traído el zumo como usted me pidió, señora McGorvey.

Por alguna razón, Bertha insistía en llamar «zumo de fruta» al wine cooler. Al principio, May había supuesto que lo hacía por si había algún vecino al alcance del oído —claro que tampoco era asunto de ellos, faltaría más—, pero luego resultó que era uno más de los chistes privados de Bertha. Tenía todo un arsenal, la mayoría más aburridos que graciosos, pero May los asumía como el precio a pagar por su compañía. Peores cosas había tenido que aguantar.

—¿Dónde está el príncipe? —preguntó Bertha, asomándose a la sala de estar—. ¿Callejeando en su triciclo?

Cuando Ronnie acababa de volver de la cárcel, Bertha empezó a llamarlo «el príncipe» en honor a su proclividad al dolce far niente, pese a que May le había explicado repetidas veces que su hijo no estaba en el paro por decisión propia. Bertha resoplaba ante semejante afirmación. A su modo de ver, Ronnie tenía una posición ideal: adulto sin ninguna clase de responsabilidad, manutención a cuenta de su madre, todo el día comiendo patatas fritas y viendo la tele, y por lo demás comportándose como si fuera de la familia real.

—Está haciendo un poco de ejercicio —dijo May. Ambas sabían que Ronnie despreciaba a Bertha y aprovechaba sus visitas para salir en bici.

—Algo huele de maravilla —dijo Bertha, olisqueando el aire como si se tratara de una flor—. ¿Qué hay en el horno?

—Nada. Comeremos bocadillos de atún.

—Y zumo. No olvides el zumo.

Hasta que empezaron a ser amigas, May nunca había tenido la costumbre de beber durante el día —de hecho, apenas bebía nunca—, pero aprendió a hacer una excepción con el wine cooler del almuerzo. En parte lo hacía por ser sociable —a Bertha no le gustaba beber sola—, aunque había acabado por gustarle el placentero aturdimiento que le producía, pese a que a veces la dejara con dolor de cabeza y fatigada toda la tarde. Era un pequeño placer que se permitía, y May creía habérselo ganado a pulso.

Había conocido a Bertha cuatro años atrás en la sala de visitas de la cárcel del condado, donde ambas tenían a un hijo en espera de juicio. Era difícil que no se fijaran la una en la otra, las únicas mujeres mayores blancas entre un mar de caras jóvenes y oscuras. May le ofrecía una tímida sonrisa de conmiseración cuando sus miradas se encontraban, pero era reacia a presentarse o entablar conversación. El caso de Ronnie había despertado mucha publicidad morbosa —la girl scout lo hacía irresistible para la prensa—, y en general May había notado una repentina frialdad por parte de la gente. Los amigos dejaron de llamar. Los vecinos ya no le sonreían ni la saludaban con la mano. Su hija decía cosas horribles de Ronnie que probablemente eran ciertas, pero May creía que no debían ser miembros de la propia familia quienes las airearan. El padre Ortega le sugirió incluso que dejara de ir un tiempo al bingo, hasta que «las cosas se enfriaran». May no tenía prisa por conocer a nadie ni por tener que explicar quién era y qué estaba haciendo en la cárcel del condado.

Fue Bertha la que rompió el hielo. Una ventosa tarde de primavera siguió a May al aparcamiento y se puso a charlar como si fueran viejas amigas, e hizo una serie de afirmaciones a las que May sólo pudo decir «amén»: lo horrible que era ver a tu propio hijo encerrado, y que, pese a lo que hubiera hecho, seguía siendo tu niño y por eso una no podía sino quererlo, al margen de lo que hubiera hecho, y que las personas que no habían tenido esta experiencia no podían entender la fuerza de los vínculos que unían a una madre con su hijo, al margen de lo que éste hubiera hecho. Luego empezó a quejarse del largo y complicado viaje desde Bellington los domingos, cuando apenas pasaban autobuses, y antes de que May pudiese responder, le dijo que ella también vivía en Bellington y que estaría encantada de acompañarla a casa.

Durante las semanas siguientes, May llevó en coche a su amiga tanto a la ida como a la vuelta, hasta que el hijo de Bertha, Allen, fue sentenciado a seis meses —no era su primer delito— por robar una soldadora de una obra e intentar vendérsela a un hombre que resultó primo del propietario original. Sin embargo, para entonces Bertha ya había empezado a presentarse en casa de May a la hora de comer, primero cuando la invitaban, luego espontáneamente, y al final casi a diario. Durante el año escolar Bertha ejercía de guardia urbano en el cruce de Rayburn School, y le quedaban un par de horas muertas entre el almuerzo y la salida de los alumnos, así que ¿por qué no pasarlas con su amiga May?

Y lo cierto es que May agradecía tener a alguien con quien hablar. No porque le cayera demasiado bien —eso era difícil, visto cómo era Bertha—, sino porque necesitaba compañía. Una se agriaba por dentro si no tenía alguien con quien hablar. No importaba que Bertha se tiñera el pelo de rojo metálico y empinara demasiado el codo (aunque May no aprobaba que bebiera los días de colegio) y contara chistes malos y que casi nunca tuviera nada bueno que decir de nadie. Nadie más iba a ver a May, salvo su hija Carol, quien aparecía una vez al mes para quejarse de Ronnie y empeñarse en que su madre reconociera que su hijo era repulsivo. Diane Thuringer, vecina de la misma calle y a quien May había considerado una buen amiga, fingía no verla aunque sus carritos casi chocaran en el pasillo del súper. De modo que ése era el dilema: no entre Bertha y la familia, o entre Bertha y alguien más agradable, sino entre Bertha y nadie.

No fue difícil elegir.

—Él sabe dónde está el cadáver —insistió Bertha—. Se le nota en cómo parpadea con esos ojillos que tiene.

A May no le gustaba pensar en Gary Condit, y mucho menos hablar de él. La niña desaparecida, los pobres padres, el asesino que aún andaba suelto: era demasiado horrible. Bertha, en cambio, nunca tenía bastante.

—Podría llevar la palabra «culpable» estampada en la frente. Y aun así, la mequetrefe de su mujer se le cuelga del brazo.

«¿Qué va a hacer si no? —quiso preguntar May—. ¿Qué va a hacer si lo quiere?»

—Tengo algo que decirle a ese congresista. —Bertha abrió la segunda botella de wine cooler. Podía pulirse tres o cuatro en un almuerzo normal—. Su mierda apesta como la de todo el mundo.

—Por Dios —repuso May—. Esa boca.

—Espero que ella tenga que ir a verlo a la cárcel. Seguro que el tipo estará muy elegante con el mono reglamentario. —Rió sólo de pensarlo—. Oye, ¿quién ha pintado eso en tu camino particular?

Hizo la pregunta de manera tan brusca y directa que May tardó en percatarse de que ya no hablaban del congresista.

—¿Otra vez?

—¿No lo sabías? —Bertha no pudo disimular su contento por ser portadora de malas noticias—. Anoche alguien te hizo una nueva pintada.

—Oh, no. ¿Algo obsceno?

—Sólo es una palabra, aunque no muy agradable.

May empezó a levantarse de la silla, pero se lo pensó mejor. La dichosa palabra —podía imaginarse cuál era sin demasiado esfuerzo— podía esperar. No quería inquietarse por una tontería, ni que le estropeara el almuerzo.

—Hay que ver cómo es la gente —murmuró.

—Este atún está muy rico —dijo Bertha, aunque apenas había probado su bocadillo—. ¿Es de StarKist?

—De la marca del súper.

—Yo nunca compro marca de la tienda. —Bertha sacudió la cabeza, como si hubiera aprendido la lección a fuerza de grandes fiascos—. Te ahorras algo de dinero, sí, pero yo prefiero comer tranquila.

—Es el mismo producto —dijo May distraídamente. No quería enzarzarse en algo que solían discutir cada vez que comían atún—. Sólo cambian la etiqueta de las latas.

—No seas ingenua —repuso Bertha, pero de repente se fijó en el bloc que había sobre la mesa, con el bolígrafo rojo encima. Cogió el bloc y lo miró—. ¿Qué es esto?

—El anuncio de Ronnie. Quiero buscarle una novia.

—Hum. —Bertha pareció impresionada. Leyó bizqueando un poco—: «Blanco, cuarenta y tres años, ojos y sonrisa agradables. Me gusta ir en bici y dar largos paseos por la playa. No soy perfecto pero tampoco espero que tú lo seas.»

—¿Qué opinas? —preguntó May. A ella le parecía bastante bien.

Bertha reflexionó unos segundos y luego negó con la cabeza.

—No funcionará. Tienes que poner «guapo».

—Ya quería, pero Ronnie no me ha dejado.

—Hazme caso —insistió Bertha—. Si no, pensarán que es feo.

—Es lo que le he dicho. Pero ya sabes lo tozudo que es.

Bertha quitó el capuchón al bolígrafo e hizo una rápida corrección.

—Listo —dijo—. Verás cómo le llueven las ofertas.

May salió al sol de mediodía y contempló la horrible palabra pintada en el camino particular. No era la que ella esperaba. Las piernas le flaquearon.

—¿Cómo puede ser tan maleducada la gente? —dijo—. Antes, ésta era una ciudad agradable.

—Nunca fue tan agradable —le dijo Bertha—. Sólo hacía ver que lo era.

—Pero hacer gamberradas en el camino de otro…

—Serán jovencitos. Se van a beber al bosque y luego se desmadran.

—No —dijo May—. Es el tipo del monovolumen, seguro. Siempre pasa por aquí haciendo sonar el claxon y pega octavillas por todas partes.

May supuso que Ronnie habría visto la palabra al salir del garaje. Habría pasado por encima en su bici. Confió en que eso no le amargara el día ni lo deprimiera más de lo que ya estaba.

—Iré a la ferretería —dijo—. Taparé eso con un poco de pintura negra.

—Si quieres, te presto una pistola —dijo Bertha—. Allen tiene tres.

—Ni siquiera sabría cómo cogerla —dijo May.

—Es muy fácil. Yo puedo enseñarte.

May negó con la cabeza. No quería pensar en pistolas. Quería pensar en el día que se había mudado a esa casa. Hacía mucho tiempo, más de treinta y cinco años. Estaba embarazada de Carol; Ronnie había empezado a ir al colegio. Era la primera casa de propiedad que había tenido.

Tampoco entonces tenía ilusiones en su vida. Sabía ya que se había equivocado de marido —al principio era un borracho encantador, al menos, pero luego todo el encanto había desaparecido— y que su hijo no lo iba a pasar bien en el colegio. Había algo en él que no gustaba a la gente.

Sin embargo, a pesar de todo, había tenido esperanzas. Se mudaban a una casa propia en un barrio bonito cerca de una buena escuela. Quizá allí las cosas serían diferentes; quizá serían felices. Al atardecer, había susurrado una oración para que su familia pudiera prosperar en Blueberry Court, para que su matrimonio mejorara y para que sus hijos crecieran sanos y las cosas les fueran bien de mayores.

Y en esto había quedado todo: la palabra «MALDAD» pintada con grandes letras fosforescentes en el camino particular, con una flecha que señalaba hacia la casa.

—Que Dios nos asista —dijo, estirando el brazo para agarrarse a Bertha y prepararse para lo que pudiera venir a continuación.