Los del monopatín
Ochenta y uno… Ochenta y dos…
Kathy llamó desde el móvil a eso de las cuatro, cuando Aaron estaba durmiendo la siesta y Todd estaba a punto de terminar su tercera y última ronda de flexiones.
Ochenta y tres…
«Hola —dijo el contestador automático emitiendo su voz con interferencias por toda la planta baja—. ¿Cómo están mis dos chicos preferidos? ¿Os habéis divertido en la piscina?»
Ochenta y cinco…
«Todd, llegaré a casa sobre las seis y media. Una de las entrevistas con prisioneros de guerra se ha alargado más de la cuenta, y me he pasado la tarde tratando de recuperar el tiempo. Lo lamento.»
Él gruñó, procurando no romper el ritmo… Ochenta y siete… había confiado en salir a correr un poco antes de cenar… Ochenta y ocho… inclinándose a la izquierda… Ochenta y nueve… mejor solucionarlo…
«Las hamburguesas y los Smart Dogs están en la nevera, sólo tienes que hacer la ensalada y poner los pimientos y la berenjena a marinar en un poco de aceite de oliva del bueno. Bien, creo que eso es todo. Pórtate bien con papá, Aaron. Mami te manda besos. Adiós.»
Noventa y dos… los brazos le temblaban… Noventa y tres… la verdad es que le apetecía mucho ir a correr… Noventa y cuatro… putos prisioneros… Noventa y cinco… Smart Dogs, qué nombre más estúpido… Noventa y seis… dentro de unos años será la hostia… Noventa y siete… cuando todos esos críos se despierten y se den cuenta de que han estado comiendo esta mierda de salchichas vegetarianas… Noventa y ocho… faltan dos… Noventa y nueve… vamos, ánimo… Cien… ¡Sí!
Se puso en pie de un salto. Todo el cuerpo le zumbaba del placer que le producían tres tandas de cien flexiones. Por supuesto, había muchas cosas en el mundo que eran una mierda. Por ejemplo, que Kathy volviera tarde del trabajo, jodiéndole sus planes de ejercicio físico. ¿Por qué siempre volvía a casa tan cansada y, encima, sintiéndose mal por no haber visto a Aaron en todo el día? Y su manera de actuar, como si la culpa de todo la tuviera Todd, aunque así era hasta cierto punto, pero ¿por qué tenía que recordárselo siempre?
Por otra parte, había muchas cosas que no eran una mierda. Largos días de verano sin nada que hacer, sólo estar tumbado. Las tardes en la piscina rodeado de mamás jóvenes en bañador. Y la sensación física que tenía ahora, con la sangre bombeando en sus músculos, la excelente dureza de sus tríceps. Y cuando Aaron lo llamaba, como ahora mismo; había algo bonito en eso también, que el niño lo necesitara para todo y no tuviera miedo de decirlo.
—Espera, coleguilla —dijo—. Enseguida voy.
Por las mañanas, Aaron solía despertarse cariñoso y con la mirada viva, rebosante de energía como un cachorro. La siesta, por muy necesaria que fuese, tendía a producirle el efecto contrario. El niño salía de su habitación aturdido y malhumorado como un adolescente, su gorro de bufón achatado y cómicamente al sesgo, el pañal empapado y tocándole casi las rodillas. Hasta la pregunta más inocente —¿Quieres comer algo?— podía sacarlo de quicio y provocar un ataque de gritos o llanto desgarrador. Meses de experiencia habían enseñado a Todd a no decir ni palabra. Ponía a Don Mal Genio en una silla, le pasaba una taza de leche y una Oreo y ponía Raffi in concert en el reproductor de CD.
Mientras Aaron permanecía desconectado, Todd empezó los preparativos de la cena, escurrir la lechuga en un centrifugador y preparar una nueva vinagreta balsámica. Luego sacó la tabla de picar y empezó a cortar la berenjena y los pimientos para la parrilla.
—¡Tingalayo! —cantó distraído—. ¡Corre, burrito, corre!
—Paaapi. —A diferencia de Raffi, Aaron era contrario a cantar al unísono—. Calla.
—Perdona. Lo había olvidado.
Si alguien le hubiera dicho diez años antes que se convertiría en un amo de casa y que disfrutaría con música para niños mientras preparaba la cena, Todd no habría sido capaz de reconocerse. Por entonces era el típico chico cachas, fan de Pearl Jam y Buffalo Tom. Raffi ni siquiera estaba en su sintonía, pero ahora el tipo era la mayor presencia musical en su vida. Aaron y él escuchaban al menos dos veces al día su disco en directo. Era la banda sonora de ese verano, no menos crucial de lo que lo había sido Nevermind para Todd y sus compañeros durante el semestre de primavera de su primer año de universidad. Había llegado a un punto en que se sabía toda la cháchara de Raffi entre canción y canción y podía recitarla con el CD.
«Chicos y chicas, ¿sabéis la canción de los cinco patitos? —Pausa, mientras el público ruge afirmativamente—. Bien, pues ésta es distinta.»
A diferencia de muchos otros padres, que aseguraban sentir repelús ante la música que sus hijos les hacían escuchar, Todd no tenía miedo de admitirlo: le gustaba Raffi. La música era contagiosa, y el tipo en cuestión, amable y discreto. No había nada impostado, nada de todo ese teatro que volvía tan pesadas a las estrellas del rock cuando uno llegaba a cierta etapa de la vida. Desde luego, Raffi no iba a meterse caballo, abandonar a su mujer y su hija y luego volarse la tapa de los sesos, sólo para dar a entender que ser rico y famoso es un mal rollo.
—Papi… —Aaron se olfateaba el dedo índice con expresión de duda.
—¿Sí?
—Pues…
—¿Qué pasa?
—Huele a caca.
—Vaya. ¿Cuántas veces te he dicho que…?
—Yo no toco pañal —dijo Aaron, negando vehementemente con la cabeza—. De verdad que no.
Choque de Trenes era una actividad que se ajustaba perfectamente a la mentalidad de un niño de tres años. Este juego simple, inventado por Aaron, no requería más que empujar dos máquinas de tren (Gordon y Percy, de Thomas la locomotora) en sentidos opuestos por el círculo de vías colocado en el suelo del salón, y emitir alegres ruidos ferroviarios hasta el momento de la inevitable colisión frontal.
—¡Spdang! —gritó Aaron. Era el efecto de sonido que siempre acompañaba al choque—. Toma ya, Gordon.
—¡Ay! —gimió Todd mientras su locomotora volcaba de lado—. Cómo duele, Percy.
Aaron se desternilló al oír la voz de su padre con acento de mayordomo victoriano. Si hubieran escenificado un centenar de descarrilamientos, el niño habría gritado ¡Spdang! un centenar de veces y se habría desternillado de risa cien veces ante la centésima queja de Gordon. (Todd siempre era Gordon, y Gordon siempre era la víctima.) Ésa era una de las cosas bonitas aunque un tanto insensatas de tener tres años: nada envejecía. Si era bueno, era bueno, al menos hasta que cumplías los cuatro.
Sin saber por qué, a Todd le molestaba tan poco la repetición constante del descarrilamiento como leer ciertos cuentos cinco o seis veces seguidas, o jugar una y otra vez a una estupidez de juego como Candyland. Quizá era cosa de chicos, pero el espectáculo de dos objetos sólidos en colisión era innegablemente satisfactorio.
—¡Spdang!
—¡Ay!
El juego terminó bruscamente con el sonido de una llave en la cerradura. Aaron soltó a Percy y se puso de pie, mirando la puerta que ya se abría como si algo maravilloso estuviera a punto de aparecer.
Y Kathy era maravillosa, desde luego, incluso después de un largo día de trabajo, mientras soltaba un suspiro y dejaba caer al suelo su sobrecargada bolsa. Era el tipo de mujer que siempre te sorprendía por ser tan encantadora como la recordabas, aunque en su ausencia eso no pareciera posible.
—¡Mami! —boqueó Aaron, quitándose el gorro y lanzándolo hacia atrás—. ¡Has vuelto!
—Mi niñito —dijo Kathy, hincando una rodilla en el suelo y tendiéndole los brazos, como un póster de Jesús que Todd recordaba haber visto mucho años antes en una clase de catequesis—. Cuánto he echado de menos a mi príncipe.
Aaron corrió hacia los brazos de su madre y hundió la cabeza en su pecho. Ella le acarició el pelo con tanta ternura que Todd tuvo que apartar la vista, casualmente hacia la locomotora que aún sostenía, como si hubiera un mensaje personal en la malhumorada expresión de Gordon.
«Me has hecho daño, Percy.»
—Te ha dado un poco el sol, ¿no? —dijo Kathy meneando la cabeza al examinar la cara adorable de Aaron—. ¿Papá se ha olvidado otra vez de ponerte crema protectora?
Los días laborables, después de cenar, Todd preparaba el examen para obtener el título profesional de abogado en la biblioteca municipal. Podría haberlo hecho en casa —Kathy y él habían montado un despacho confortable y más o menos a prueba de ruidos en un cuarto pequeño y soleado—, pero para él era una necesidad psicológica salir de casa un par de horas al día, él solo. Caminando a paso vivo por delante de las tiendas de Pleasant Street, saboreaba la sensación de ser un adulto libre, de paseo en la tarde cálida, sin el estorbo de un cochecito ni las tiránicas exigencias de un crío de tres años.
Además, en casa le costaba concentrarse. Lo distraía saber que Aaron y Kathy estaban cerca, riendo o haciéndose cosquillas o arrumacos, sin reparar en él. Por el motivo que fuera, esa pasión madre/hijo que alumbraba todas las noches el apartamento tenía algo de alienante. Era como si Todd se convirtiera en un don nadie cuando Kathy llegaba a casa, un simple desconocido que inexplicablemente ocupaba un espacio dentro de la casa, y no el padre que había dedicado toda su vida —literalmente— a procurar seguridad y felicidad a su hijo.
Lo que más le molestaba era el gorro de bufón. Aaron se pasaba el día tratándolo como su más preciada posesión —comía, jugaba y hacía la siesta con el gorro puesto, y rompía a llorar si le sugerías que se lo quitara para ir a la piscina—, pero, apenas llegaba Kathy, el gorro salía volando como si fuera algo inútil. Todd estaba convencido de que era la manera que Aaron tenía de anunciar que toda la jornada hasta ese instante —la parte de papá— no había sido más que una broma estúpida. Ahora que mami había vuelto empezaba lo bueno, esas pocas horas antes de acostarse, cuando Aaron no sentía la necesidad de mandar a la mierda (versión niño pequeño) al mundo, yendo todo el rato con un gorro rosa y morado, y encima con campanillas.
Todd no debía tomárselo como algo personal. Era absurdo que un hombre hecho y derecho se sintiera desairado por el apego de un niño hacia su madre. Había estudiado algo de psicología y estaba versado en las sutilezas del complejo de Edipo y las fases del desarrollo. Sabía que Aaron superaría ese molesto apego a su madre en pocos años; una vez llegara a la pubertad, podría cruzarse por la calle con Kathy y simular que no la conocía. Pero eso sería más adelante. De momento, Todd tenía celos y se sentía excluido e incluso irritado, y el único remedio para eso era largarse de casa.
Los del monopatín estaban enfrente de la biblioteca y Todd se detuvo en su sitio acostumbrado para ver qué tramaban. Hoy eran cuatro chicos de diez a trece años, vestidos con pantalones por la rodilla, camisetas holgadas y zapatillas de deporte a la moda retro. Llevaban casco, pero dejaban la hebilla del mentón sin abrochar o colgando, con lo que el casco dejaba de ser un elemento más o menos útil. Unos días atrás, Todd le había hecho esta observación al jefe de los patinadores, un chaval temerario, flaco y de movimientos desgarbados al que los otros llamaban G., pero el chico le había respondido con una de esas miradas inexpresivas en las que son tan avezados; ni se molestó en encogerse de hombros.
Grácil y osado, G. era un atleta innato que parecía poseer una conexión casi mística con su monopatín. Saltaba escaleras y bordillos, surcaba barandillas metálicas y muros de contención, y casi siempre aterrizaba de pie. Sus amigos más terrenales se limitaban a practicar maniobras básicas, aunque muchas veces acababan tirados por el suelo, gimiendo quedamente y frotándose el trasero dolorido.
Todd no estaba seguro de por qué acudía todas las noches allí para ver al mismo grupo de chavales ejecutar el mismo repertorio de acrobacias una y otra vez. En parte era por genuino interés, una especie de educación correctiva sobre lo que se había convertido en un ejercicio de pericia propio de chicos. Él no había aprendido a andar en monopatín —de chaval se había centrado en deportes más organizados y competitivos— y quería ser capaz de enseñar a Aaron cuando éste tuviera la edad, igual que el padre de Todd le había enseñado a montar en bici de dos ruedas. Una semana atrás había entrado en Jock Heaven con la intención de comprarse un monopatín, pero se había arrepentido al acercarse el dependiente, como si de alguna manera no fuese propio de un hombre de treinta años comprar una de aquellas planchas para su uso personal.
Si Kathy lo hubiera visto al pie del haya, con un brazo apoyado en un buzón verde, estudiando a los del monopatín como si fuera un autonominado juez olímpico, habría dado una explicación muy simple: a saber, que Todd estaba poniendo en peligro su propio futuro profesional y las perspectivas financieras de la familia a largo plazo. Y no le habría faltado razón: sólo había una cosa peor que tener que pasar el examen de licenciatura, y era tener que estudiar otra vez, como el actor que memoriza frases y luego las olvida en el momento de pisar el escenario. Pero si Todd hubiera querido simplemente perder el tiempo, había muchas maneras de perderlo (se las sabía todas). Podía leer revistas en la biblioteca, navegar por Internet, comprarse un helado y comérselo con golosa lentitud sentado en un banco del parque, o echar migas de bagel a los malhumorados patos de Greenview Pond. Incluso podía ir hasta el instituto y ver a las animadoras ensayar sus piruetas, que eran mucho más sexys que en los tiempos de Todd. Pero no hacía nada de eso. Siempre iba a ese sitio.
Todd llevaba semanas observando a G. y sus amigos, a veces incluso una hora seguida, pero ninguno de ellos se había hecho eco de su presencia: ni un «hola» a media voz ni un desganado cabeceo. Tenían una actitud parapetada y completamente autónoma respecto al mundo, como si nada importante existiera fuera de su muy limitado círculo de actividad. Mantenían la vista baja y se comunicaban mediante gruñidos y monosílabos, sin apenas levantar la cabeza cuando uno de ellos aterrizaba mal o caía estrepitosamente, ni siquiera cuando unas chicas guapas de su edad se detenían para observarlos, intercambiando susurros y risitas.
«Yo debería ser así —pensaba a veces Todd—. Debería ser como ellos.»
La tarde que murió su madre, Todd y sus amigos estaban lanzando bolas de nieve a los coches que pasaban. Las calles estaban resbaladizas y una camioneta a la que habían bombardeado patinó y se subió a la otra acera, arrastrando unos cubos de basura y sembrando de porquería el jardín de los Anderson. La mayoría de los amigos de Todd huyeron a todo correr, pero él y Mark Tollan permanecieron agazapados detrás de unos arbustos, riendo por lo bajo al ver salir al hombre del vehículo y ponerse a chillar lastimeramente en medio del crepúsculo invernal.
—¿Qué, estáis contentos? ¿Es esto lo que queríais?
Cuando llegó a casa una hora después, helado, regocijado y hambriento —en aquella época siempre estaba famélico—, la primera cosa rara que notó fue que la casa no olía a comida. La segunda fue la presencia de su padre, que siempre volvía del trabajo a última hora de la tarde; estaba sentado en el sofá en una postura extrañamente envarada, con una expresión funesta. Antes de que abriera la boca, Todd supo que la había jodido, aunque no estaba seguro de cómo. ¿Lo habría reconocido el conductor? ¿Alguno de sus colegas se había chivado? ¿Algún vecino adulto había presenciado la gamberrada?
—Siéntate, hijo. Tengo que hablar contigo.
—¿Es por lo del coche? —preguntó Todd.
Su padre se sorprendió.
—¿Alguien te lo ha dicho?
—No; ha sido un presentimiento. —Todd se preparó para una reprimenda, pero su padre se sumió en un silencio extraño, como si hubiera olvidado que estaban hablando—. Ha sido culpa mía, papá. Debería haberlo sabido.
—¿De qué estás hablando? —repuso su padre sin alzar la voz pero con cierta tensión, como esforzándose por conservar la calma—. Ha sido un accidente. Nadie ha tenido la culpa.
La fugaz sensación de alivio que Todd experimentó se trocó rápidamente en confusión. Su padre, por algún motivo, empezó a hablarle de su madre en un tono raro, casi monocorde. Volvía de Sears en coche. Mala visibilidad. Perdió el control al salir de la autopista. Rompió un pretil. Se incrustó en un árbol. Ésta fue la frase que se le quedó en la memoria, aunque con posterioridad fue incapaz de creer que su padre hubiera evocado tan terrible imagen en aquel momento.
—Lo siento, Todd. Eso es lo que ha pasado. Acabo de estar en el hospital. Los médicos han hecho todo lo humanamente posible.
—¿Lo sabe Janie?
—Dentro de una hora iremos a buscarla al aeropuerto.
«Nosotros lo habíamos vaticinado», pensó Todd de repente. Él y su hermana Janie —siete años mayor y en su primer año de universidad— habían tomado el pelo a su madre cientos de veces por ser tan mala conductora. Mientras iba al volante, se miraba todo el tiempo en el retrovisor para comprobar su maquillaje o retocarse los labios. También apartaba la vista de la calzada cuando buscaba algo en su bolso o manipulaba el dial de la radio. «Mira por dónde vas —solían decirle—. Algún día te vas a matar.» «Es probable», replicaba ella con una voz extrañamente alegre.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Todd.
Su padre no supo qué responder. Se miró la mano unos segundos, como si esperara encontrar la respuesta escrita en la palma, y le dio a su hijo unos golpecitos en el hombro.
—Tendremos que seguir adelante —dijo, recuperando parte de su tono de autoridad—. Nada va a cambiar. Quiero que sigas viviendo como si esto no hubiera pasado. Es lo que quiere tu madre.
Todd se sintió tan aliviado de que existiera un plan del cual no tenía noticia, que no se le ocurrió cuestionarlo. Dos días después del funeral jugó un partido de la liga juvenil de baloncesto y anotó diecisiete puntos. Al día siguiente volvió a clase. Cuando algún profesor le preguntaba cómo se encontraba, con aquella voz bonachona tan típica de ellos, Todd siempre decía «Bien» con tanto énfasis que nadie insistía en averiguar si era verdad, o si quizá necesitaba hablar con alguien sobre el duro trance que estaba atravesando.
Hasta que terminó el instituto y luego la universidad, Todd se atuvo exactamente a los deseos de su difunta madre y de su padre (que volvió a casarse enseguida). Destacó en clase y en el campo de deportes, encarnando a un chaval con la cabeza sobre los hombros que había sabido encajar un golpe terrible sin perder pie: quarterback del equipo de fútbol, delegado de curso, mención honorífica, montones de novias, y aceptado en tres de las cinco facultades de Derecho en que solicitó ingresar.
Fue sólo después, una vez casado y padre de un niño, cuando empezó a sospechar que algo no iba del todo bien, que en lo más hondo de su ser había algo defectuoso o incompleto. Y debió de ser ese algo —ese defecto o carencia o lo que fuere— lo que todas las noches mantenía pegado su brazo al buzón verde mientras observaba a los chavales del monopatín, confiando desesperadamente en que se fijaran de una vez en él y le dirigieran la palabra, quizá invitándolo a salir de las sombras y ocupar el lugar que le correspondía entre ellos.