9. El aparato de aire acondicionado (2024)
Lottie podía oír cosas. Si estaba sentada cerca del armario que en tiempos había sido el vestíbulo podía seguir perfectamente el desarrollo de una conversación en el pasillo. Si estaba en su dormitorio se enteraba de cuanto ocurría en el resto del apartamento, desde la turbulencia de las voces que brotaban del televisor hasta los sermones en lo que él imaginaba era castellano con que Mickey castigaba a su muñeca pasando por el continuo refunfuñar de su madre. Esos ruidos tenían la ventaja de pertenecer a una escala humana. Lo que realmente temía eran los ruidos que se ocultaban detrás de ellos, y esos ruidos siempre estaban allí esperando que la primera capa de camuflaje se retirase, listos para saltar sobre ella.
Una noche del quinto mes en que estaba embarazada de Amparo salió de casa cuando ya era muy tarde y fue a dar un paseo. Cruzó la plaza Washington y siguió caminando hasta dejar atrás el complejo de la Universidad de Nueva York y los apartamentos de lujo de Broadway Oeste. Se detuvo delante del escaparate de su tienda favorita, justo allí donde los cristales de una gigantesca araña apagada reflejaban las luces de los coches que pasaban por la calzada liberándolos en forma de destellos fugaces. Eran las cuatro y media, la hora más tranquila de la madrugada. Un camión diésel pasó rugiendo detrás de ella y giró por Prince yendo en dirección oeste. Un silencio absoluto se adueñó de todo después de que se alejara, y fue entonces cuando oyó aquel otro sonido, un gruñido lejano que no parecía tener ningún origen determinado, como la primera y aún débil premonición de la catarata que te espera más adelante cuando has empezado a deslizarte por la tranquila comente de un arroyo. Desde entonces el sonido de aquellas cataratas siempre había estado con ella, a veces muy claro y a veces — igual que las estrellas ocultas detrás de la capa de niebla y contaminación — sólo como una presencia casi impalpable, un artículo de fe.
Siempre era posible oponer cierta resistencia. La televisión era una buena barrera cuando podía concentrarse y cuando los programas no la ponían nerviosa, o la conversación si se le ocurría algo que decir y encontraba a alguien que estuviese dispuesto a escucharla; pero Lottie había aguantado tal cantidad de monólogos maternos que había acabado adquiriendo una considerable sensibilidad a las señales delatoras del aburrimiento y se diferenciaba de su madre en que era incapaz de seguir adelante sin prestarles atención. Los libros exigían demasiado y no servían de nada. Hubo un tiempo en el que le gustaban esas historias tan sencillas como jugar al tres en raya de los comics románticos que Amparo traía a casa, pero Amparo ya había superado esa etapa y Lottie no se atrevía a comprarlos porque le daba vergüenza que pudieran sorprenderla leyendo esas cosas a su edad, y de todas formas costaban demasiado dinero y no podía permitirse el lujo de adquirir esa adicción.
No le había quedado más remedio que arreglárselas con las píldoras, y la mayor parte del tiempo parecían funcionar.
En agosto del año en que Amparo debía empezar sus estudios en la Escuela Lowen la señora Hanson habló con Ab Holt y le entregó el segundo televisor — que llevaba años sin funcionar — a cambio de un aparato de aire acondicionado marca Rey del Frío que también llevaba años sin funcionar salvo como ventilador. Lottie siempre se había quejado del calor que hacía en su dormitorio. La habitación estaba atrapada entre la cocina y el dormitorio principal, y su único medio de ventilación era una ventanita abatible muy poco efectiva colocada sobre la puerta que daba acceso a la sala de estar. Gamba había vuelto a casa, y consiguió que el fotógrafo amigo suyo que vivía en el piso de abajo quitara la ventanita e instalara el aparato de aire acondicionado en el hueco.
El ventilador ronroneaba suavemente durante toda la noche acompañándose de vez en cuando con el contrapunto de un suave eructar que recordaba el murmullo de un corazón amplificado. Lottie podía pasarse horas enteras en la cama mucho rato después de que los niños se hubieran quedado dormidos en sus catres sin hacer nada salvo escuchar aquel maravilloso zumbido sincopado. Resultaba tan relajante como el sonido de las olas y, al igual que ocurre con el sonido de las olas, había momentos en los que el aparato de aire acondicionado parecía estar murmurando palabras o fragmentos de palabras, pero por mucho que aguzara el oído jamás conseguía enterarse de lo que estaba diciendo, y el zumbido nunca dejaba escapar algo inteligible. «Once, once, once — le murmuraba —treinta y seis, tres, once.»