8. La historia de amor (2024)
MODICUM había enviado a un chico bastante desaliñado con un grave caso de acné, una perpetua expresión de estar pidiendo disculpas y un gemebundo acento del medio oeste. No consiguió que le explicara por qué le habían ordenado que fuese a verla. El chico afirmaba que él lo entendía tan poco como ella, que todo era un misterio insondable nacido en el cerebro de algún burócrata que había estado pensando demasiado y que esos proyectos nunca tenían el más mínimo sentido, pero que aun así esperaba que ella se avendría a seguir adelante porque si no él lo iba a pasar francamente mal. Un trabajo es un trabajo y, aparte de eso, este trabajo le serviría para doctorarse.
¿Iba a la universidad?
Sí, pero no había venido para estudiarla, se apresuró a asegurarle el chico. Los estudiantes eran reclutados para que perdieran el tiempo en esos proyectos estúpidos porque no había el trabajo real suficiente en que ocuparlos. El estado del bienestar es así, y el chico tenía la esperanza de que se llevarían muy bien y acabarían haciéndose muy amigos.
La señora Hanson se sintió incapaz de mostrarse claramente hostil con el pobre muchacho, pero aun así le preguntó de una forma bastante brusca en qué se suponía que iba a consistir exactamente esa amistad. Len — no conseguía recordar su nombre, y el chico no paraba de recordarle que se llamaba Len — sugirió que quizá podría leerle un libro.
— ¿En voz alta?
— Sí, ¿por qué no? Me tocó leerlo para hacer un trabajo sobre él. Es un libro soberbio.
— Oh, estoy segura de que lo es — dijo ella volviendo a sentir una leve punzada de alarma —. Estoy segura de que aprendería montones de cosas interesantes, pero... — Ladeó la cabeza y leyó las letras doradas impresas en el lomo del grueso volumen negro que el chico había dejado sobre la mesa de la cocina, una frase bastante larga que terminaba en OLOGÍA —. No creo que sea una buena idea.
Len se echó a reír.
— ¡Vamos, señora Hanson, no me refería a ese libro! Ése no soy capaz de leerlo ni yo.
El libro que le leería en voz alta era una novela que le habían asignado en la clase de literatura inglesa. Len lo sacó de su bolsillo. La tapa mostraba a una mujer embarazada y totalmente desnuda sentada sobre el regazo de un hombre vestido con un traje azul.
— Qué tapa tan rara — dijo la señora Hanson intentando elogiarla y no estando muy segura de haberlo conseguido.
Len interpretó sus palabras como si fuesen otra muestra de reluctancia, e insistió en que una vez hubiese aceptado la premisa básica del autor la historia le parecería de lo más normal. Era una historia de amor, nada más, y estaba seguro de que le encantaría. Aquel libro había gustado muchísimo a todos los que lo habían leído.
— Es un libro soberbio — repitió.
La señora Hanson ya se había dado cuenta de que el chico estaba decidido a leerle el libro y acabó rindiéndose. Le llevó a la sala, se instaló en un extremo del sofá y dejó que Len se instalara en el otro. Metió una mano en su monedero y buscó sus Oralinas. Sólo le quedaban tres, por lo que no le ofreció ninguna. Se metió un bastoncito en la boca, empezó a chuparlo con expresión complacida y, como una especie de broma que se le hubiera ocurrido en el último momento, colocó un botoncito de regalo en el extremo. ¡No lo creo!, decía el botoncito. Pero Len no se fijó en el botoncito o, si lo hizo, no captó el chiste.
Empezó a leer en voz alta, y todo era sexo y más sexo desde la primera página. Eso no la molestaba, claro. Siempre había creído en el sexo y había disfrutado de él, y el que opinara que el sexo no debía salir de la esfera personal no le impedía abordar el tema de una forma franca y sin prejuicios. Lo embarazoso era que la escena que le estaba leyendo ocurría en un sofá que se inclinaba a un lado porque le faltaba una pata. El sofá en el que estaban sentados también se inclinaba a un lado porque también le faltaba una pata, y la señora Hanson tuvo la impresión de que esa coincidencia hacía que las comparaciones resultaran inevitables.
La escena del sofá parecía no terminar nunca. Después llegaron unas cuantas páginas llenas de charla y descripciones en las que no ocurría nada. La señora Hanson no paraba de preguntarse cuál podía ser la razón de que el gobierno pagara a estudiantes universitarios para que vinieran a tu casa y te leyeran una novela pornográfica. Después de todo se suponía que la universidad servía para mantener ocupada a la máxima cantidad posible de jóvenes y retrasar el momento en el que buscarían su primer trabajo, ¿no?
Pero quizá fuese un experimento. ¡Sí, era un experimento educativo hecho con adultos y estudiantes universitarios! Cuando pensó un poco en ello se dio cuenta de que no había ninguna otra explicación que encajara ni la mitad de bien. Ver el libro bajo esa luz lo convirtió en un desafío y la impulsó a prestarle toda la atención posible. Alguien había muerto, y la protagonista — se llamaba Linda — iba a heredar una fortuna. La señora Hanson había tenido una compañera de escuela que también se llamaba Linda, una chica negra bastante estúpida cuyo padre era propietario de dos colmados, y le había cogido una manía terrible al nombre desde entonces. Len dejó de leer.
— Oh, siga — dijo ella —. Lo estoy pasando en grande.
— Yo también, señora Hanson, pero son las cuatro.
La señora Hanson pensó que estaba obligada a hacer alguna observación inteligente antes de que se marchara, pero no quería revelar que había adivinado cuál era el propósito del experimento.
— Tiene un argumento muy raro.
Len indicó que estaba totalmente de acuerdo con una sonrisa que reveló sus dientes pequeños y no muy limpios.
— Siempre he dicho que no hay nada mejor que una buena historia de amor.
Y antes de que pudiera añadir su chistecito («Salvo quizá un buen revolcón»), Len ya se le había adelantado.
— Tiene toda la razón, señora Hanson. Bueno, entonces hasta el viernes a las dos, ¿eh?
De todas formas el chistecito era de Gamba, no suyo.
La señora Hanson tuvo la impresión de que habría podido hacer un papel más lucido, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. Len recogió su paraguas y su libro de tapas negras sin dejar de hablar ni un instante, e incluso se acordó de recuperar la gorra mojada que la señora Hanson había colgado para que se secara. Y se fue.
El corazón se le empezó a hinchar dentro del pecho martilleando como si se le hubieran saltado unos cuantos engranajes, ¡kabum, ka—blam! Volvió al sofá. Los almohadones del extremo ocupado por Len aún estaban aplastados, y de repente la señora Hanson pudo ver la habitación tal y como debía de haberla visto él — ese suelo de linóleo tan sucio que no se podía distinguir el dibujo, los cristales de las ventanas cubiertos de mugre, las persianas rotas, los montones de juguetes y de ropa y la confusión desperdigada de juguetes y ropa que había por todas partes —, y luego, como para completar aquel impacto devastador, Lottie emergió tambaleándose de su dormitorio envuelta en una sábana sucia y un aura de pestilencia.
— ¿Queda algo de leche?
— ¡Queda algo de leche!
— Oh, mamá... Bueno, ¿y ahora qué pasa?
— ¿Tienes que preguntarlo? Echa un vistazo. Parece como si hubiera caído una bomba.
Los labios de Lottie se curvaron en una débil sonrisa entre perpleja y divertida.
— Estaba durmiendo. ¿Ha caído alguna bomba?
¡Pobre Lotto, pobre tontita! ¿Quién podía enfadarse con ella? Nadie, claro. La señora Hanson dejó escapar una carcajada indulgente y empezó a hablarle de Len y del experimento, pero Lottie ya había vuelto a encerrarse en su pequeño mundo privado. «Qué asco de vida», pensó la señora Hanson, y fue a la cocina para preparar un vaso de leche.