3: El uniforme blanco (2021)

Gamba intentó concentrar su atención en la música — la música era la fuente de significado más importante que había en su vida —, pero sólo podía pensar en Enero — el rostro de Enero y sus manazas, las palmas rosadas cubiertas de callosidades, el cuello de Enero, los músculos tensos que se iban derritiendo poco a poco bajo la presión que ejercían los dedos de Gamba; o, siguiendo la dirección opuesta, los gruesos muslos de Enero oprimiendo el depósito de gasolina de una moto, la desnudez de la carne negra, la desnudez del metal negro, ese sonido casi mareante del motor mientras esperaba a que el semáforo cambiara de color, y luego su rugido una fracción de segundo antes de que se hubiese puesto verde y la veloz huida por la autopista de camino a... ¿Cuál podía ser el destino adecuado? ¿Alabama? ¿Spokane? ¿El sur de San Pablo? —, sí, Enero y solamente Enero.

O también Enero vestida de enfermera, el uniforme limpísimo de un blanco cegador que crujía suavemente cada vez que se movía. Gamba estaría dentro de la ambulancia, claro, y la gorrita blanca del uniforme rozaría el techo del vehículo. Le ofrecería la blanda carne de la parte interior de su antebrazo, los dedos de piel oscura buscarían una vena, un poquito de alcohol, una sensación de frío que sólo duraría unos instantes, la hipodérmica y Enero sonreiría, «Ya sé que duele un poco», y cuando llegaba a ese punto Gamba siempre sentía el deseo de perder el conocimiento y caer al suelo. Un desmayo, no es nada, un mareo, ya estoy mejor.

Se sacó los auriculares y dejó que la música siguiera desenrollándose dentro de la cajita de plástico donde nadie podía oírla porque acababa de ver cómo un coche abandonaba la calle y se detenía delante de la pequeña masa roja de la caja registradora automatizada. Enero salió de la gasolinera caminando muy despacio, cogió la tarjeta que le alargaba el conductor, la metió en la ranura de créditos y la máquina replicó con un suave «Ding». Trabajaba como si fuese una modelo de alta costura y estuviera en un escaparate, siempre en movimiento, siempre con los ojos bajos, perdida en su propio universo aunque Gamba sabía que ella sabía que estaba allí, en el banco, contemplándola, deseándola, languideciendo por ella.

« ¡Mírame! — pensó con todas sus fuerzas —. ¡Hazme existir!»

Pero el flujo incesante de coches, camiones, autobuses y motos que se movía velozmente entre ellas dispersó el mensaje mental con tan poca dificultad como si fuese una nubecilla de humo, aunque puede que un conductor alzara los ojos diez metros más allá de la gasolinera sintiendo una fugaz punzada de pánico, o quizá una mujer que había terminado su jornada laboral y volvía a casa en el autobús 17 se preguntó qué le había devuelto a la memoria a ese chico del que creyó estar enamorada hacía ya veinte años.

Tres días.

Y cada día al final de esa vigilancia silenciosa Gamba pasaba por delante de una tienda sobre cuya mugrienta fachada había un letrero pintado a mano, «Myers — Uniformes e insignias», y en el escaparate había un policía bigotudo cubierto de polvo, un agente de las fuerzas del orden de otra ciudad (las insignias de su chaqueta eran distintas a las de los policías de Nueva York) enarbolando displicentemente una porra de madera con un par de esposas y varios rociadores colgando de su cartuchera negra. A su lado, tocándole sin que pareciera darse cuenta de ello, había un bombero vestido con un traje de goma amarillo surcado por rayas negras (otro forastero) que volvía la cabeza hacia el sucio cristal para sonreír a la negra vestida con un blanquísimo uniforme de enfermera inmóvil en el escaparate de enfrente. Gamba pasaba por delante de la tienda caminando muy despacio, seguía avanzando hasta llegar al semáforo y luego se desviaba hacia el escaparate y el uniforme blanco, tan indefensa e impotente como una embarcación cuyo motor se ha averiado dejándola a merced de la corriente.

El tercer día entró en la tienda. Una campanilla tintineó sobre su cabeza y el dependiente le preguntó en qué podía ayudarla.

— Querría... — carraspeó para aclararse la garganta —. Querría un uniforme. Para una enfermera.

El dependiente alargó la mano hacia un montoncito de gorras con visera y cogió una delgada cinta métrica de color amarillo.

— Usted debe de tener la talla...

— No es... Bueno, la verdad es que no es para mí. Es para una amiga. Me dijo que como iba a pasar por aquí...

— ¿En qué hospital trabaja? Cada hospital tiene sus pequeñas manías, ya sabe.

Gamba clavó la mirada en aquel rostro de joven envejecido. Vio una camisa blanca con el cuello demasiado apretado y una corbata negra con un nudo tan pequeño como impecable, y mientras le observaba pensó que el dependiente producía la extraña impresión de llevar un uniforme tan indefinido como el de los maniquíes de los escaparates.

— No es un hospital. Es una clínica. Una clínica privada. Puede llevar..., puede llevar lo que quiera.

— Estupendo, estupendo. ¿Y cuál es la talla de su amiga?

— Una talla grande. ¿Cincuenta? Y es muy alta.

— Bueno, deje que le enseñe lo que tenemos.

Y Gamba, entre fascinada y extática, se dejó guiar hasta la penumbra crepuscular que reinaba en el interior de la tienda.