Ve a ver a Costas

Línea decorativa

Ibrahim había cumplido su palabra. Por el precio de una botella de Johnnie Walker etiqueta roja, le había proporcionado a Assan dos botellas: sin duda robadas, pero eso les traía a ambos sin cuidado. En esa época, el licor americano era más valioso que el oro, incluso más que los cigarrillos.

Con ambas botellas tintineando en su mochila y vestido con su traje casi nuevo de rayas azules, Assan recorrió las muchas tabernas de la ciudad portuaria de El Pireo, buscando al patrón del Berengaria. Era bien sabido que ese hombre apreciaba el sabor y los efectos del Johnnie Walker etiqueta roja. También era bien sabido que el Berengaria llevaba cargamento a Norteamérica.

Assan encontró al patrón en la taberna Antholis, tratando de saborear su café matinal.

—No necesito otro fogonero —le dijo a Assan.

—Pero yo conozco los barcos. Hablo muchas lenguas. Soy mañoso. Y nunca fanfarroneo. —Assan sonrió ante su pequeño chiste. El patrón, no—. Pregúntele a cualquiera en el Despotiko.

El hombre le pidió al mozo otro café con una seña.

—Usted no es griego —le dijo a Assan.

—Búlgaro —respondió él.

—¿Y ese acento? —Durante la guerra, el patrón había hecho negocios con los búlgaros muchas veces, pero ese búlgaro en concreto hablaba con una cadencia extraña.

—Soy de las montañas.

—¿Pomaco?

—¿Eso es malo?

El patrón negó con la cabeza.

—No. Los pomacos son duros y callados. La guerra fue terrible para ellos.

—Fue terrible para todo el mundo.

El mozo apareció con el segundo café.

—¿Cuánto tiempo ha estado en el Despotiko? —preguntó el patrón.

—Seis meses.

—Usted quiere que lo contrate para poder desertar en América. —El patrón no era tonto.

—Quiero que me contrate porque usted usa fuel. El fogonero comprueba el flujo del combustile en el indicador, y ya está. No mete carbón a paladas. Si uno pasa mucho tiempo dando paladas, al final solo saber hacer eso.

El patrón encendió un cigarrillo sin ofrecerle ninguno a Assan.

—No necesito otro fogonero.

Assan hurgó en la mochila, que tenía entre los pies, sacó las botellas de Johnnie Walker etiqueta roja, una en cada mano, y las dejó sobre la mesa, junto a la taza de café.

—Tenga. Ya me he cansado de cargarlas de aquí para allá.


Cuando llevaban tres días navegando, algunos miembros de la tripulación empezaron a darle problemas al patrón. El camarero chipriota tenía una pierna mala y no limpiaba lo bastante deprisa después de las comidas. El marinero Sorianos era un mentiroso; decía que había revisado los imbornales cuando no lo había hecho. A Iasson Kalimeris lo había dejado su mujer —otra vez—, y su mal genio se disparaba aún con mayor facilidad. Cada conversación con él se convertía en una discusión, incluso jugando al dominó. Assan, en cambio, no ocasionaba problemas. Nunca se lo veía haraganeando con un cigarrillo en los labios, sino que siempre andaba limpiando las válvulas o quitando el óxido con un cepillo de alambre. Jugaba a las cartas y al dominó en silencio. Y lo mejor de todo quizá era que se mantenía lejos de las miradas del capitán. Este se fijaba en todo, como bien sabía el patrón. Pero en Assan no se fijaba.

Sobrepasado Gibraltar, el Berengaria entró en las agitadas aguas del Atlántico. Durante las travesías, el patrón se levantaba temprano todas las mañanas y rondaba por el barco para ver si había algún inconveniente. Ese día subió como de costumbre al puente, para servirse el café que siempre había allí preparado; después recorrió el navío. Lo encontró todo en orden hasta que llegó al depósito del combustible y oyó hablar en búlgaro.

Assan estaba de rodillas, haciéndole friegas en las piernas a un hombre apoyado en el mamparo: un hombre negro de mugre, de una mugre aceitosa; la ropa se le pegaba a la piel.

—Ahora ya puedo andar, déjame estirarme —dijo el hombre, y dio unos pasos vacilantes por la cubierta de acero. Él también hablaba búlgaro—. Ah. Qué buena —añadió, y continuó bebiendo largamente de una botella de agua; luego engulló una gruesa rebanada de pan que tenía envuelta en un trapo.

—Ya estamos en el océano —dijo Assan.

—Sí, ya notaba que el barco se movía más. —El hombre se acabó el pan y bebió más agua—. ¿Cuánto tardaremos?

—Diez días quizá.

—Ojalá sean menos.

—Será mejor que vuelvas a meterte ahí dentro —dijo Assan—. Toma, tu lata.

Le dio al hombre mugriento una lata vacía de galletas y recogió de sus manos otra lata: una que en su momento había sido de café, pero que ahora —el patrón notó el olor— estaba llena de excrementos. Assan la cubrió con el trapo; entonces le entregó una botella de agua tapada con un corcho, y el otro se metió de nuevo por un agujero, una estrecha abertura de la cubierta que, normalmente, quedaba oculta bajo una plancha. Con cierto esfuerzo, se apretujó por allí y desapareció. Assan, con una barra de hierro, levantó la plancha y la arrastró hasta colocarla en su sitio, como si fuese la pieza de un puzle.


El patrón no informó al capitán de lo que había visto. Regresó a su camarote y contempló las dos botellas de Johnnie Walker etiqueta roja: una por Assan y la otra por ese amigo oculto en un hueco de medio metro entre las cubiertas. Los polizones no eran infrecuentes en los barcos que iban a América, y la vida siempre resultaba más sencilla si no veías nada y no hacías preguntas. Naturalmente, el resultado era que a veces había que acabar descargando un ataúd.

Ah, el mundo era un desbarajuste. Pero siempre lo parecía un poco menos después de abrir la primera botella y tomarse un trago. Si alguien descubría a ese hombre mugriento agazapado en un hueco bajo la cubierta, se armaría un follón de mil demonios; y eso sin contar el papeleo que le caería encima al capitán. Todo dependía de Assan. Si el capitán no llegaba a descubrirlo… bueno, nunca se enteraría de nada.


Dos tormentas ralentizaron el avance del Berengaria, y tuvieron que aguardar dos días anclados hasta que el práctico llegó por fin con su bote; el hombre subió por la escalerilla y se dirigió al puente para llevar el barco a puerto. Ya era de noche cuando quedó amarrado al muelle: un buque más entre tantos otros. El patrón vio a Assan apoyado en la barandilla, contemplando la línea de los rascacielos que se recortaban a lo lejos.

—Eso es Filadelfia, Pensilvania. América.

—¿Dónde está Chee…ca…go? —preguntó el búlgaro.

—Más lejos de Filadelfia que El Cairo de Atenas.

—¿Tan lejos? Qué hijo de puta.

—Filadelfia parece un paraíso, ¿eh? Pero cuando amarremos en New York, New York, verás lo que es una ciudad americana de verdad.

Assan encendió un cigarrillo y le ofreció otro al patrón.

—En América los cigarrillos son mejores. —El patrón dio una calada y miró al búlgaro, que no le había causado problemas. Ni uno solo—. Mañana registrarán el barco.

—¿Quién?

—Los capitostes americanos. Lo registrarán de arriba abajo, buscando polizones. Comunistas.

Ante la mención de los comunistas, Assan escupió por encima de la barandilla.

—Cuentan a toda la tripulación —prosiguió el patrón—. Si los números no cuadran, hay problemas. Si no encuentran nada, descargamos y nos vamos a New York, New York. Allí te llevaré a un barbero. Afeitan mejor que los turcos.

Assan permaneció un momento callado.

—Si hay comunistas en este barco, espero que los encuentren —dijo, y volvió a escupir por encima de la barandilla.


Assan se quedó tumbado en su litera fingiendo que dormía mientras los demás iban y venían. A las cuatro de la madrugada, se vistió con sigilo y se deslizó por el corredor, vigilando en cada esquina para comprobar que nadie lo veía. Llegó junto al depósito de combustible y, con la barra de hierro, levantó la plancha de la cubierta y la apartó.

—Ahora —dijo.

Ibrahim salió a rastras, con los codos y las rodillas despellejados y ensangrentados después de estar tanto tiempo en ese estrecho y oscuro hueco entre la cubierta y el casco interior. ¿Cuánto llevaba ahí? ¿Dieciocho días? ¿Veinte? ¿Acaso importaba?

—Voy a recoger la lata —susurró Ibrahim con voz ronca.

—Déjala. Nos vamos ahora mismo.

—Un segundo, por favor. Mis piernas.

Assan se las masajeó un poco —temía entretenerse—, y ayudó a su amigo a levantarse. Ibrahim solo había estado de pie unos minutos cada día. La espalda le dolía espantosamente y las rodillas le temblaban.

—Hemos de irnos —dijo Assan—. Sígueme a dos metros. Pararemos en cada esquina. Si me oyes hablar con alguien, escóndete donde puedas.

Ibrahim asintió y lo siguió a pequeños pasos.

Treparon por una escalerilla hasta una escotilla que daba a una habitación que llevaba, a su vez, a otra escotilla y luego a otro corredor y otra escalerilla. Al llegar arriba, había un corredor y una escalerilla más, aunque esta ya parecía una escalera normal. Assan tiró de una pesada puerta de acero que se abría hacia dentro e hizo un alto. Ibrahim percibió el olor del aire fresco por primera vez en veintiún días: ese era el tiempo transcurrido desde que el Berengaria había zarpado de El Pireo, mientras él iba escondido bajo la cubierta de acero.

—Todo en orden —susurró Assan.

Ibrahim cruzó el umbral y salió por fin al exterior. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, la noche le pareció una bendición. El aire era cálido, veraniego. Estaban junto a la barandilla de babor; el muelle quedaba a sus espaldas y el agua, a doce metros más abajo. Unas horas antes, sin que nadie lo viese, el fogonero pomaco había dejado atada una cuerda en el barrote inferior de la barandilla.

—Baja por aquí. Rodea el barco a nado hasta el muelle y busca por dónde subir.

—Espero ser capaz de nadar todavía —dijo Ibrahim riéndose, como si fuera un chiste muy gracioso.

—Hay unos arbustos cerca. Escóndete ahí hasta que yo vaya a buscarte mañana.

—¿Y si hay perros?

—Hazte amigo de ellos. —Esta respuesta hizo reír otra vez a Ibrahim mientras pasaba las piernas por encima de la barandilla, sujetando bien fuerte la cuerda entre las manos.


El patrón estaba con el capitán en la parte de estribor de la timonera tomando el primer café de la mañana. Los estibadores ya habían descargado la mayor parte del cargamento y los muelles rebosaban de camiones, grúas y obreros.

—Iremos al hotel Waldorf —dijo el capitán en el instante en que el patrón observó que Assan bajaba por la pasarela y abandonaba el barco con su mochila: la misma mochila donde había llevado en su momento las botellas de Johnnie Walker etiqueta roja. También llevaba un paquete bajo el brazo. Los tripulantes solían volver a bordo cargados con paquetes de productos que, únicamente, podían comprar en América. Assan, en cambio, estaba bajando con un paquete.

—Ponen unos filetes así de gordos. —El capitán le mostró con dos dedos el grosor del filete que se comería—. El Waldorf Astoria. Ahí tienen filetes de campeonato.

—Un buen sitio, sí, señor —dijo el patrón, mientras Assan desaparecía entre unos arbustos.


Assan no encontraba ni rastro de Ibrahim. Temía que los capitostes americanos hubieran registrado los arbustos, en busca de comunistas y tripulantes sin papeles. Como no quería levantar la voz, aulló como un perro. Sonó otro aullido como respuesta, pero era Ibrahim, que emergió entre los arbustos con el torso desnudo y llevando en la mano los zapatos cubiertos de grasa.

—¿Quién es ese perrazo? —dijo, sonriendo.

—¿Qué tal has pasado la noche?

—Me hice una cama de juncos. Muy mullida. Y no ha refrescado en toda la noche.

Assan abrió el paquete, donde había algunas ropas, jabón, comida y útiles para afeitar. También llevaba un periódico doblado y atado con un cordel. Dentro, estaba la parte que correspondía a su amigo de los dracmas que habían ido ahorrando con sus trabajillos en Grecia. Se guardó los billetes sin contarlos.

—¿Cuánto costará un billete de tren a Chee…ca…go, Assan?

—¿Cuánto cuesta de Atenas a El Cairo? Busca en la estación una casa de cambio.

Una vez que Ibrahim se hubo alimentado y aseado, Assan le indicó que se sentara sobre una piedra y lo afeitó con la cuchilla, porque no había un espejo para que lo hiciera él mismo.


Desde el puente del barco, el patrón escudriñó los arbustos con unos prismáticos. En un hueco entre las ramas mecidas por el viento, entrevió a Assan afeitando a un hombre al que no conocía. Un problema menos que había desembarcado sin causarle molestias al capitán. No hacía falta un ataúd tampoco. Assan era un pomaco avispado.

Mientras Ibrahim se pasaba un peine por el pelo mojado, su colega trató de limpiarle los zapatos.

—Es lo mejor que he podido —dijo dándoselos.

Ibrahim sacó un dracma del bolsillo y se lo puso en la mano.

—Toma. Un brillo perfecto en unos zapatos perfectos.

Assan le hizo una reverencia y ambos se echaron a reír.

Recorrieron los muelles, mezclándose con todos los que iban y venían. Vieron coches enormes, camiones descomunales cargados hasta los topes y muchos otros barcos: algunos eran nuevos y más grandes que el Berengaria; otros, meros cascarones oxidados. Vieron grupos de hombres comiendo panecillos con salchichas junto a un quiosco con un rótulo que Assan pudo deletrear, porque había estado aprendiendo el alfabeto inglés: H O T D O G S. Los dos amigos búlgaros estaban hambrientos, pero no tenían dinero americano. Al final del muelle había una barrera y, en una garita, un guardia, pero los americanos pasaban por delante sin detenerse siquiera.

—Assan, nos veremos un día en Chee…ca…go —dijo Ibrahim. Y añadió en inglés—: Tenk yu verry much.

—Lo único que he hecho ha sido llevarme tu mierda —replicó Assan y, sacando un cigarrillo, le entregó el paquete. Se quedó allí fumando mientras miraba cómo su amigo caminaba hasta la barrera, pasaba frente al guardia al que saludó con un gesto y desaparecía por la calle hacia los rascacielos de Filadelfia.

 

* * *

 

De nuevo en el barco, Assan se mantuvo atareado toda la mañana, sin acudir al comedor hasta que el primer turno de comidas estaba a punto de concluir y solo quedaban unos pocos tripulantes. Cogió lo que quedaba de pan, verduras y sopa, y se sentó a una mesa. El chipriota de la pierna mala le llevó un café.

—¿Tu primera vez en América? —preguntó.

—Sí.

—América es lo máximo, te lo digo. New York, New York tiene todo lo que tú quieras. Espera y verás.

—Los capitostes… ¿cuándo suben a bordo? —preguntó el búlgaro.

—¿Qué capitostes?

—Los americanos que registran el barco. Buscando comunistas. Armando jaleo.

—¿De qué coño hablas?

—Lo que nos cuentan a todos para ver si cuadran los números. Me lo explicó el patrón. Que venían unos capitostes y registraban el barco de arriba abajo.

—Registrarlo… ¿para qué? —El chipriota volvió al interior de la cocina para servirse un café.

—Ellos comprueban nuestros papeles, ¿no? Nos ponen en fila y miran nuestros papeles. —Assan había tenido que ponerse en fila muchas veces para que se los revisaran. Parecía lógico suponer que también en América deberían hacerlo.

—El capitán se ocupa de toda esa mierda. —El chipriota engulló la mitad de su café—. Oye, conozco una casa de putas en Nueva York. Tráete dinero mañana y yo me encargo de que echemos un polvo.


En su pueblo, Assan había visto películas en blanco y negro proyectadas sobre un muro encalado. A veces eran películas americanas, en las que salían cowboys a caballo disparando unas pistolas que arrojaban largos penachos de humo. A él lo que más le había gustado era un noticiero sobre una ciudad llamada Chicago, que mostraba las fábricas y los solares en construcción, y un edificio nuevo alzándose hacia el cielo: en Chicago había muchos edificios altos y unas calles llenas de coches negros.

Pero New York, New York parecía una ciudad inacabable, una ciudad que arrojaba una neblina coloreada hacia el cielo nocturno, dorando las nubes bajas e irisando las aguas del río. Mientras el barco avanzaba lentamente, la ciudad desfilaba como una cortina centelleante de piedras preciosas: una masa de millones de ventanas iluminadas, de torres relucientes como castillos, de faros de coches, de infinidad de coches hormigueando en todas direcciones. Assan, pegado a la barandilla mientras la cálida brisa le agitaba la ropa, lo contemplaba todo boquiabierto y con los ojos como platos.

—Qué hija de puta —le dijo a New York, New York.


Por la mañana, el patrón lo encontró en el depósito del combustible.

—Assan, ponte ese traje de rayas. Vamos al barbero.

—Pero si tengo trabajo aquí.

—Y yo te digo que no, y soy el patrón. Venga. Y deja tu dinero aquí, no vayan a desvalijarte el primer día.

Los coches circulaban a montones por las calles. Muchos eran amarillos, exhibiendo palabras pintadas en los lados, y frenaban chirriando en las esquinas para que se bajaran los pasajeros y subieran otros. Unas cajas de luces montadas sobre un poste iban cambiando una y otra vez del rojo al verde y del verde al naranja. Había rótulos en todas partes: en las paredes, en los escaparates, en las farolas, y Assan se detenía para intentar descifrar las letras. Los americanos que parecían ricos caminaban deprisa. Los que no lo parecían, también. Tres hombres negros, a quienes les abultaban los músculos bajo las sudadas camisas, estaban subiendo un gran cajón de madera por la escalera de un edificio. Se oían gritos y música, motores y radios.

Un hombre joven montado en una motocicleta pasó rugiendo a tanta velocidad que a punto estuvo de atropellar al búlgaro y al patrón cuando cruzaban una ancha avenida. El muchacho había visto en un noticiario a unos policías con grandes motocicletas, pero ese joven no era un policía. ¿En América todo el mundo podía montar en uno de esos cacharros?

Pasaron frente a un quiosco que vendía periódicos, caramelos, bebidas, cigarrillos, revistas, peines, bolígrafos y mecheros. A los dos minutos pasaron junto a otro igual, que vendía lo mismo. Resultó que había quioscos por todos lados. Una riada de coches, de gente, de autobuses repletos, de camiones e incluso de carros tirados por caballos fluía por las calles, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

El patrón caminaba deprisa.

—En New York, New York debes andar como si llegaras tarde a una reunión importante; si no, los carteristas te echan el ojo.

Cruzaron una calle tras otra y doblaron por muchas esquinas. Assan se había quitado la chaqueta azul de rayas y la llevaba colgada del brazo. Estaba sudoroso y mareado, rebosante de América.

El patrón se detuvo en una esquina.

—A ver. ¿Dónde estamos?

—¿No lo sabe?

—Estoy intentando encontrar la mejor manera de llegar desde aquí. —El patrón echó un vistazo alrededor y vio algo que le arrancó una risotada—. ¿Has visto eso?

Assan miró hacia arriba también, hacia la planta superior de un edificio, y vio en la ventana una bandera colgada de un mástil: la bandera azul y blanca de Grecia, con los símbolos de la cruz, por la iglesia, y de las franjas, por el cielo y el mar. En la ventana había un hombre en mangas de camisa, que llevaba la corbata aflojada; hablaba a gritos por teléfono y esgrimía un puro.

—Los griegos estamos por todas partes, ¿eh? —El patrón volvió a reírse y alzó la palma de la mano—. Mira, New York, New York es una ciudad fácil de aprender. Tiene la misma forma que tu mano. Las avenidas numeradas son largas y van desde las yemas de los dedos hasta la muñeca. Las calles numeradas atraviesan la palma de lado a lado. Broadway es la línea de la vida y recorre toda la ciudad dando una gran curva. Los dos dedos medios son Central Park.

Assan examinó su propia palma. El patrón prosiguió:

—Ahora bien, esos signos —le señaló dos flechas que formaban un aspa sobre un poste— nos dicen que estamos en el cruce de la Calle Veintiséis con la Séptima Avenida. Lo cual nos sitúa más o menos aquí, ¿ves? —El patrón señaló el mapa de su mano—. La Veintiséis y la Séptima. ¿Entiendes?

—Como mi mano. Qué hija de puta.

El chico creía haberlo entendido. Siguieron andando por el lado en sombra de la Séptima Avenida, y al rato doblaron una esquina. El patrón se detuvo ante unos escalones que descendían a una barbería instalada en un sótano.

—Este es el sitio —dijo, y bajó hasta la puerta.

El establecimiento era exclusivo para hombres, como en las barberías de su país. Todo el mundo los miró cuando entraron. Había una radio puesta, aunque no sonaba música, sino la voz de un hombre que hablaba y hablaba, imponiéndose al ruido de fondo que generaba una gran multitud; una multitud que a veces rugía o aplaudía. En los estantes del local se alineaban botellas de líquidos de distintos colores. Muchos de los que allí estaban fumaban cigarrillos, y fumaban tanto que los dos ceniceros de pie rebosaban de colillas.

El patrón habló en inglés con el barbero más viejo (había otro más joven, quizá el hijo), y tomó asiento un poco apartado. Assan se sentó junto a él y aguardó, escuchando cómo hablaban en inglés y mirando las revistas con ilustraciones de maleantes armados con pistola y de mujeres con falda ceñida. Había tres americanos esperando también. A uno de ellos le tocó el turno con el barbero más joven y se sentó en una butaca grande y confortable de cuero y acero. Un cliente pagó y dijo algo que arrancó una carcajada general; después salió y subió los escalones hacia la calle. Otro cliente, cuando hubo terminado, dijo también algo gracioso, le dio unas monedas al barbero y se largó.

El patrón ocupó la butaca de cuero y habló con el barbero, señalando a Assan, como si estuviera explicándole algo. El barbero miró al chico y dijo: Yuu bet-cha [Ya lo creo]. Le puso al patrón un paño blanco encima, ajustándoselo bien por detrás del cuello, y procedió a afeitarlo. Tres pasadas con la toalla caliente, la espuma, la navaja: un afeitado muy parecido al que te proporcionaban los turcos en Constantinopla. También le cortó el pelo, rapándole alrededor de las orejas y por toda la nuca con espuma y navaja. Los hombres reían y charlaban, y el patrón decía tantas cosas en inglés que debía de hablarlo con fluidez, pensó Assan. Los americanos se reían y lo miraban a él, como si fuese el objeto de los chistes.

Cuando el patrón estuvo listo y perfumado de colonia, pagó al barbero con billetes, dijo algo en inglés y señaló a Assan. El barbero volvió a decir: Yuu bet-cha y le indicó al chico que tomara asiento en la butaca.

Mientras el barbero lo envolvía con el paño, el patrón le habló en griego.

—Un afeitado gratis. Ya está pagado —dijo dándole un fajo de billetes doblados: dinero americano—. Un tipo avispado como tú prosperará en este país. Buena suerte.

Lo último que vio Assan del patrón fueron sus zapatos, subiendo por la escalera hacia la calle.


Con una sensación de suavidad en la cara y un penetrante olor a colonia, Assan caminó por las calles mientras caía la noche veraniega en New York, New York y las luces cobraban una calidez especial. Vio muchas cosas asombrosas: un escaparate con docenas de pollos asándose en unos espetones mecánicos; un hombre que vendía cochecitos, de los que funcionan dándoles cuerda, colocados en una caja con una barandilla de madera en la parte superior, para evitar que se cayeran fuera; un restaurante con una pared entera de cristal, tras la cual había americanos ocupando las mesas y los taburetes de un largo mostrador, y camareras que se desplazaban de aquí para allá, cargadas con bandejas de menús completos y de platitos de pasteles. Pasó por una larga escalinata que, flanqueada por una verja de hierro, descendía por debajo de la calle y por la cual la gente subía y bajaba a toda prisa: demasiado deprisa para que los carteristas les echaran el ojo.

Y entonces los edificios se interrumpieron y el cielo se abrió y al otro lado de una calle transitada vio unos árboles de espeso follaje. El chico supuso que debía de estar en los dos dedos medios: en Central Park. No sabía cómo cruzar aquella calle tan ancha, pero siguió a los demás cuando se pusieron en marcha. Junto a un murete bajo y redondeado, un hombre vendía H O T D O G S en un carrito, y él, de repente, se sentía muy muy hambriento. Sacó el dinero que el patrón le había dado, separó un billete que llevaba impreso el número «1» y se lo dio al hombre, que no paraba de hacer preguntas para las que él no tenía respuesta. La única palabra que distinguió fue «Coca-Cola»: ese era todo el inglés que sabía, en realidad.

El hombre le pasó un sándwich de salchicha —rezumante de salsas de color rojo y amarillo y de cebolla húmeda— y una botella de Coca-Cola. A continuación le dio un puñado de monedas de diferentes tamaños. Assan se las guardó con la mano libre, se sentó en un banco y disfrutó de la más deliciosa de las comidas. Todavía con la mitad de la Coca-Cola, volvió a acercarse al carrito y sacó las monedas. El hombre cogió la más delgada y le preparó otro sándwich de salchicha bien condimentado.

El sol ya había descendido, el cielo estaba oscuro y las farolas relucían en lo alto mientras Assan recorría los senderos del precioso parque, terminándose la Coca-Cola y observándolo todo. Vio fuentes y estatuas. Vio hombres y mujeres en pareja, cogidos de la mano, riendo. Una mujer rica paseaba a un perrito diminuto, el perro más raro que había visto en su vida. A punto estuvo de soltarle un aullido en broma, pero luego pensó que tal vez la mujer iría a quejarse a un policía, y lo último que él quería era que un poli le pidiera los papeles.

En una entrada lateral del parque, una simple verja en el muro, llegó al punto donde la ciudad volvía a empezar de nuevo. Era tarde ya, y mucha gente cruzaba la calle hacia el parque con mantas y almohadas. Esas personas, se dio cuenta a simple vista, no eran como la señora rica del perrito, sino familias blancas, negras o morenas, acompañadas de niños sonrientes, o bien hombres y mujeres de aspecto cansado después de una jornada de trabajo. Él se sintió de pronto muy cansado también. Siguió a una familia otra vez hacia el parque y llegó a una extensión de hierba donde había muchos otros extendiendo mantas y colchas para pasar al raso la calurosa y húmeda noche. Algunos ya estaban dormidos. Otros arrullaban a sus hijos y se instalaban cerca de los árboles, en el borde del prado.

El chico encontró un trecho de hierba mullida. Se quitó los zapatos y utilizó la chaqueta como almohada. Se durmió escuchando el rumor lejano del tráfico y las conversaciones en voz baja entre maridos y mujeres.


Por la mañana, se lavó la cara en un baño público de un edificio de piedra. Chasqueando los dedos, se dispuso a cepillarse los pantalones y la chaqueta del traje, y a sacudirse su preciosa camisa y, mientras volvía a vestirse, se preguntó a dónde iría hoy.

Entonces se acordó del hombre que el patrón le había señalado riendo: el hombre que hablaba a gritos por teléfono en aquella ventana en la que ondeaba la bandera griega. ¿Dónde quedaba eso? Se miró la palma de la mano, el mapa de la ciudad, y recordó que el patrón había dicho que estaban entre la Calle Veintiséis y la Séptima Avenida. Seguro que lo encontraría.

Cuando llegó y miró hacia lo alto, no había nadie en la ventana, pero sí estaba la bandera griega. Encontró en uno de los portales un rótulo con la bandera y con unas palabras en griego: SOCIEDAD HELÉNICA INTERNACIONAL. Cruzó la puerta y subió la escalera.

Ya hacía calor, y el ambiente en la oficina era sofocante, aunque la puerta estuviera entreabierta y las ventanas entornadas. Oyó una música: una lenta tonada y una voz que iba repitiendo las mismas palabras. A… a… a… espacio… ese… ese… ese… espacio. A cada palabra sonaba el tecleo de una máquina de escribir: De… clac… de… clac… de… clac. Desde la entrada, solo se veía un escritorio desordenado y varios sillones.

Efe… clac… efe… clac… efe… clac… espacio… chunc. Assan dio unos pasos. En un despachito interior, había una chica ante una mesilla con una pequeña máquina de escribir verde. Estaba concentrada en los dedos de su mano izquierda e iba pulsando las teclas que le indicaba un disco. La observó en silencio, para no interrumpir la lección de mecanografía.

Tikanis.

Assan se volvió. El hombre que había visto el día anterior en la ventana estaba entrando en ese momento con una bolsa de papel.

—¿Usted quién es? —dijo el hombre en griego.

—Assan Chepik.

—¿No es griego?

—No, búlgaro. Pero vengo de Grecia. Y he visto la bandera.

El hombre sacó de la bolsa una taza de cartón llena de algo que olía a café y un pastel redondo con un agujero en medio.

—¡Si me hubiera dicho que venía hoy, Assan, le habría traído desayuno! —dijo, y soltó una carcajada—. ¡Dorothy! Necesitamos otro café para Assan.

Ele… ele… ele… espacio.

—¡Acabo de empezar una lección!

—Será mejor que espabile, porque cuando los búlgaros tienen hambre se ponen como locos. —El hombre se volvió hacia el chico—. Dorothy le traerá un café. O lo que aquí llaman café.


Assan dio un sorbo al brebaje caliente, que en gran parte era leche con azúcar y con un cierto sabor a café. Dorothy estaba otra vez con su máquina de escribir, tecleando al son del disco: Tú… tú… tú… espacio… ojo… ojo… ojo… espacio. Demetri Bakas, que así se llamaba el hombre, le hizo una serie de preguntas al chico. Este le habló de su trabajo en el Berengaria y le dijo que había abandonado el barco el día anterior, aunque sin mencionar a Ibrahim ni explicar que su amigo había viajado oculto entre las cubiertas y se había escabullido en una ciudad llamada Filadelfia.

Tampoco le dijo nada de los cuatro años transcurridos desde el final de la guerra, ni de todos sus intentos de cruzar la frontera entre Bulgaria y Grecia. No le habló de la mañana en la que su hermano cometió el error de encender fuego para calentar agua. Estaban en las montañas, habían dormido entre dos rocas y pensaban seguir adelante de inmediato. Pero Assan llevaba un poco de café en el bolsillo y su hermano quería tomarse una taza; para recobrar fuerzas, dijo, aunque en realidad lo que quería era disfrutar de un café caliente en esa mañana helada. Los cazarrecompensas comunistas les habían seguido el rastro y vieron el humo del fuego. Assan se había ido a cagar detrás de un bosquecillo y desde allí vio la escena: su hermano opuso resistencia y un comunista le pegó un tiro en la cabeza. Tampoco le dijo nada a Demetri del hombre al que había tenido que matar. Él estaba bebiendo en un arroyo que discurría junto al camino cuando un lugareño casi se tropezó con él. El hombre llevaba una insignia del Partido en su raída chaqueta, y la expresión de sus ojos lo decía todo. Cuando salió corriendo hacia el pueblo más cercano para denunciar que había visto a un traidor dirigiéndose a la frontera, Assan lo persiguió, le golpeó con una piedra y arrojó el cuerpo por un barranco.

Prefirió callarse también lo sucedido cuando llegó por fin a Atenas. Un tipo del que se hizo amigo le dijo que fuera a una casa donde vivían otros refugiados como él. Cuando llegó allí, le dieron una paliza, lo arrojaron a un camión sin distintivos y lo volvieron a llevar a Bulgaria, esposado junto con otros que había caído en la misma trampa del traidor. No le contó nada a Demetri del capitán comunista que lo encadenó a una silla y lo interrogó a gritos: como no le gustaban las respuestas, empleó los puños y también unos instrumentos especiales mientras vociferaba las preguntas una y otra vez. Ni dijo nada del campo de prisioneros, ni de los hombres a los que mataron a tiros o a los que ahorcaron en su presencia.

No le habló de la chica a la que había conocido tras su liberación, de su breve romance, del hambre que pasaban siempre. No dijo que su nombre era Nadezhda ni tampoco que se había quedado embarazada; ni habló de su boda, solo unos meses antes de que naciera un niño —su hijo— llamado Petar; ni de las dificultades que sufrió su joven esposa durante el parto, ni de la hemorragia que la comadrona no supo detener. Sin la leche materna, el niño vivió un mes. Pero Demetri no llegó a escuchar siquiera el nombre de ese niño, de su hijo, Petar.

Assan no dijo nada de su arresto por robar botellas vacías, a pesar de que él no había robado ninguna botella vacía. Su nombre figuraba en una lista, simplemente, y lo volvieron a mandar a la prisión. No habló de su cuarto intento de fuga, de su detención, de un año pasado en un campo de trabajo, donde conoció a Ibrahim, ni de la noche en la que al pasar un tren, los dejó a los dos al otro lado de la vía, lejos de los guardias: ocasión que aprovecharon para soltar las palas y lanzarse a un río. No dijo nada del granjero que los encontró a muchos kilómetros de allí, mojados y ateridos, y que habría podido delatarlos al funcionario del Partido del pueblo, pero que, por el contrario, les dio comida caliente mientras sus uniformes se secaban. También les dio algo de dinero: veinte levs a cada uno.

Assan e Ibrahim compraron billetes para el autobús que iba a las montañas situadas cerca de la frontera con Grecia. La policía subió a revisar los documentos, y ellos no tenían ningún papel. Pero dio la casualidad de que sus uniformes de la prisión eran iguales que los de los soldados rasos del ejército: solo les faltaban las insignias. Él le dijo al policía que iban a presentarse en el Hospital Militar porque eran portadores del tifus. El poli abrió unos ojos como platos al oír la palabra «tifus» y casi se bajó corriendo del autobús.

Cruzaron la frontera por la cumbre de las montañas. En Atenas se ganaron sus dracmas a pico y pala, despellejándose las manos y doblando el espinazo, durante la mayor parte de ese año, hasta que Assan consiguió el puesto de fogonero en el Despotiko, que consistía en meter paladas de carbón en la caldera mientras el ferri navegaba entre El Pireo y la multitud de islas helénicas.

No contó nada de todo eso; contó, eso sí, que había trabajado de fogonero en el Berengaria, controlando el flujo de combustible del indicador, y que ya había dejado el barco y estaba ahí, en América.

Demetri sabía que debía de haber mucho más en la historia de aquel chico, pero le tenía sin cuidado.

—¿Sabe lo que puedo hacer por usted en esta oficina?

—¿Enseñarme mecanografía? —Dorothy seguía tecleando al dictado del disco: Mayúscula… chunc… cu… espacio… chunc… mayúscula… chunc… doble uve… clac… espacio… chunc.

Demetri se echó a reír a carcajadas.

—Tenemos buena gente que nos ayudará a echarle una mano. Llevará su tiempo. Pero se lo digo de entrada: si se mete en un lío con la policía, todo se complicará. ¿Entiende?

—Claro. Sí.

—De acuerdo. Bueno, ahora ha de aprender inglés. Aquí tiene la dirección de una escuela gratuita. Las clases son por la noche. No tiene más que entrar, registrarse y prestar atención.

Assan cogió la dirección.

—¿Tiene algo de valor que pueda vender? ¿Una joya o un objeto de oro que haya traído de su país?

—Nada. Lo dejé todo en el barco.

—Mi viejo hizo lo mismo. En 1910. —Demetri sacó un puro del bolsillo interior de la chaqueta—. Vuelva dentro de unos días y le daremos unas ropas. ¡Dorothy! Tómele las medidas al chico para dos pantalones. Y también para unas camisas.

—¡Cuando haya terminado! —dijo Dorothy sin levantar la vista del teclado. Mayúscula. Te. Espacio. Mayúscula. Ge. Espacio. Chunc-clac-chunc-clac…

—¿Tiene alguna profesión, Assan? —Demetri encendió su puro en la llamarada de una cerilla gigante.

Assan no tenía ninguna profesión.

—Vaya aquí. Está en la parte baja de la ciudad. —El griego escribió algo en otro papel y se lo dio—. Pregunte por Costas.

—Costas. De acuerdo. —Salió de la oficina justo cuando se terminaba el disco de mecanografía. Dorothy le dio la vuelta para seguir con la segunda lección.


La dirección quedaba muy abajo en la palma de Assan, allí donde las calles no tenían número y seguían un trazado caótico. Estuvo la mayor parte del día pateándose aquellas manzanas de forma irregular, dando vueltas y vueltas y pasando por los mismos sitios más de una vez. Finalmente, encontró el lugar, un pequeño restaurante con un rótulo que decía OLYMPIC GRILL, enmarcado al estilo griego. Había cuatro mesitas junto a la pared con bancos tapizados de cuero, y una barra con ocho taburetes. Estaba todo ocupado y el ambiente era sofocante. Una mujer trajinaba detrás de la barra, demasiado atareada para mirarlo siquiera. Por fin, como él estaba plantado allí en medio un buen rato, le ladró en griego:

—¡Espera fuera hasta que haya un asiento libre, idiota!

—Vengo a ver a Costas —dijo Assan.

—¿Cómo? —gritó la mujer.

—¡Que vengo a ver a Costas! —respondió el chico gritando también.

—¡Cariño! —aulló la mujer girándose—. ¡Aquí hay un idiota que pregunta por ti!

Costas era un hombre achaparrado, de poblado bigote. No tenía tiempo para atenderlo, pero lo atendió aun así.

—¿Qué quiere?

—¿Usted es Costas?

—¿Qué quiere?

—Un empleo —dijo Assan sonriendo.

—¡Ay, Dios! —dijo Costas, y le dio la espalda.

—Me envía Demetri Bakas.

—¿Quién? —Costas estaba recogiendo platos y cobrando a un cliente.

—Demetri Bakas. Él me ha dicho que usted tendría un trabajo para mí.

Costas se detuvo y lo miró. Era tan bajo que tuvo que echarse hacia atrás para fulminar al búlgaro con la mirada.

—¡Lárguese de una puta vez! —Los clientes que hablaban griego levantaron la vista de sus platos. Los que hablaban inglés siguieron comiendo—. ¡Y no vuelva por aquí!

Assan dio medio vuelta y se largó.


La caminata hasta los dedos medios de Central Park le llevó muchísimo tiempo. El aire era cálido y húmedo: tanto que la camisa empapada se le pegó en la espalda y ya no se le secó. Caminó y caminó por una avenida hasta llegar a las luces relucientes y parpadeantes de un lugar donde parecían colisionar nueve calles distintas en medio de una explosión de gente, autobuses, taxis amarillos e incluso soldados a caballo (o acaso eran policías). Assan nunca se había visto rodeado de tantísima gente desplazándose en todas direcciones.

En una cafetería gigantesca, se gastó unas cuantas monedas en otro H O T D O G y en un vaso de un zumo dulce y helado que era la bebida más deliciosa que jamás había probado: incluso mejor que la Coca-Cola. Comió de pie, como la mayoría de la gente, aunque se moría de ganas de quitarse los zapatos. Al otro lado del triángulo de calles y de humanidad, distinguió un cine con una hilera de luces que se perseguían entre sí interminablemente. Vio el precio: cuarenta y cinco centavos. Equivalía a cuatro de las monedas pequeñas que tenía en el bolsillo y a otra más grande y gruesa, en la que había grabada una vaca con joroba. De repente le entraron ganas de sentarse en una butaca mullida, de quitarse los zapatos y ver una película. Esperaba que fuera sobre Chicago.

El cine era como una gran catedral, con hombres y mujeres de uniforme que guiaban a la riada de gente a sus asientos. Abundaban las parejas y los grupitos de chicos jóvenes, y todos hablaban y reían ruidosamente. Había unas columnas como las del Partenón de Atenas, y unos ángeles dorados en las paredes y un telón rojo de treinta metros de altura.

Se quitó los zapatos en el instante en que se abría el telón y empezaba un corto en una pantalla tan inmensa como el casco del Berengaria. Sonó una música y surgieron unas palabras que giraban sobre sí mismas y desaparecían tan deprisa que no consiguió descifrar ni una letra. En el corto salían mujeres bailando y hombres discutiendo. Acto seguido pusieron otro, con más música y más palabras girando y volando por la pantalla. En ese aparecían boxeadores y aviones que inundaban el cielo. En el tercer corto salía una mujer muy seria diciendo cosas muy serias, luego lloraba, luego corría por una calle gritando un nombre y luego se terminaba la película. Al cabo de un momento, la pantalla se llenó de vívidos colores y un hombre de aspecto gracioso vestido como un cowboy, aunque no era un cowboy, y una mujer imponente de pelo negro y labios rojísimos cantaban canciones y decían cosas que provocaban fuertes carcajadas en aquella catedral. Pese a lo cual, Assan se quedó enseguida profundamente dormido.


Al día siguiente no había nadie en la Sociedad Helénica. Toda la ciudad parecía guardar silencio, había menos gente subiendo y bajando las escaleras que conducían a los túneles, y había también muchos edificios vacíos. Assan encontró la dirección de las clases de inglés, un edificio de la Calle Cuarenta y Tres, pero no vio a nadie con quien hablar en inglés.

Cuando volvió al parque, sin embargo, le pareció como si la gente de todas las casas de alrededor de los dos dedos medios hubieran salido para inundar los senderos, los campos de juegos y los extensos prados cubiertos de césped. Había personas por todas partes: en un zoo, en los botes del lago, en un concierto de música; gente deslizándose de aquí para allá con unos zapatos con ruedas, otros jugaban con perros y una multitud de niños lanzaban, atrapaban y chutaban pelotas de todas clases. A él le gustaban los perros sobre todo y los estuvo mirando más tiempo que ninguna otra cosa.

Por la tarde, cuando las nubes oscurecieron el cielo, las familias recogieron sus cosas, los partidos de pelota se interrumpieron y el parque se vació. La lluvia llegó poco después. Assan encontró un pasaje cubierto bajo el que guarecerse y acabó pasando la noche allí, junto con algunos hombres que dormían sobre cartones y se tapaban con sus chaquetas. Ninguno hablaba las lenguas que él conocía. Ninguno parecía muy contento. Él, en cambio, se había visto otras veces atrapado por la lluvia y no se sentía abatido en absoluto. Se había escondido bajo un puente más de una vez, había caminado durante días con la ropa mojada, había huido en su país de hombres con la misma cara huraña que esos tipos. Esto, para él, no era nada.

Por la mañana, se despertó con dolor de garganta.

—Estos pantalones deberían entrarle —dijo Dorothy en griego—. Las botas, también. Pruébeselos en el servicio del pasillo.

—¿Qué es el servicio? —Assan nunca había oído esa palabra.

—El lavabo. El baño de hombres.

Los pantalones le caían bastante bien. Las botas no solo le entraban en sus pies más bien pequeños, sino que ya estaban rotas. Dorothy le dio calcetines, varias camisas y dos pares de pantalones gruesos. Todo le resultaba cómodo después de tantos días con su traje azul de rayas, que la mujer se quedó para lavarlo.

—¿Qué ha sido del muchacho búlgaro que estuvo aquí el viernes? —Demetri entró con una bolsa de esos pasteles redondos con un agujero en medio y con más café azucarado americano—. ¿Assan? ¡Tienes toda la pinta de un tipo de Jersey!

Dorothy volvió a sentarse ante su máquina de escribir y puso otro disco. La música sonaba esa vez con un ritmo más rápido mientras ella iba aporreando las teclas: Mayúscula, te, hache, e, espacio, cu, tú, ojo, ka, espacio.

—¿Fuiste a ver a Costas? —pregunto Demetri.

Assan dio un sorbo al café y un mordisco al pastel redondo. Le dolía al tragar, pero estaba muy bueno.

—Sí. Me dijo que me largara de una puta vez. —Echó un vistazo al despachito de Dorothy, pero por suerte ella no había oído esa expresión grosera.

—¡Ja! A Costas no debió gustarle tu aspecto. Pero ahora pareces un tipo de Hoboken, como Sinatra en un fin de semana. —El chico no tenía ni idea de lo que significaba eso—. Costas está en deuda conmigo, así que vuelve y dile que vas de mi parte. Le dijiste que te enviaba yo, ¿no?

—A él le tenía sin cuidado quién me enviaba.

—Tú dile que te envío yo.


Assan volvió a recorrer todo el trayecto hasta la parte baja de la ciudad y llegó al Olympic Grill; no estaban ocupados más que la mitad de los asientos. Costas se hallaba sentado en el taburete del fondo, leyendo el periódico con una taza de café delante. Era tan bajito que balanceaba las piernas en el aire como un niño. Se le acercó y aguardó a que el hombre levantara la vista del periódico. Pero no lo hizo.

—Demetri dice que usted me dará un trabajo.

Costas siguió leyendo.

—¿Humm? —murmuró anotando una palabra en un cuaderno con un lápiz. Había muchas palabras anotadas en la página.

—Demetri Bakas. Él me envía a verlo.

Aunque Costas no se movió, Assan logró arrancarlo esa vez de su tarea con el periódico y la lista de palabras.

—¿Qué demonios? ¿Qué es esto?

—Demetri Bakas. Ha dicho que venga a verlo para que me dé un trabajo. Porque usted le debe un favor.

Costas siguió leyendo y anotando palabras.

—Yo no le debo una mierda a Demetri Bakas. Pida una consumición o lárguese de aquí.

—Él ha dicho que venga para que me dé trabajo.

Costas se bajó del taburete echando chispas por los ojos.

—¿De dónde es usted? —gritó.

—De Bulgaria. Pero vengo de Atenas.

—¡Pues vuelva a Atenas! ¡No puedo hacer nada por usted! ¿Sabe dónde estaba yo mientras usted se hacía una paja en su apestosa cuadra de Bulgaria? ¡Estaba aquí! En América. ¿Y sabe lo que hacía? ¡Llevarme una tanda de palos por pensar siquiera en montar este restaurante!

—Pero Demetri me ha dicho: «Ve a ver a Costas». Por eso he venido.

—Que le den por el saco a Costas. Y usted váyase al carajo. Yo atiendo a varios policías aquí. Y si se lo pido, podrían abrirle la cabeza. ¡Como vuelva otra vez, le mando a los polis!

Assan salió apresuradamente del restaurante. ¿Qué remedio le quedaba? No quería líos con la poli.


Hacía más calor que nunca. El fragor de coches y autobuses era más ruidoso que un vendaval. La cháchara de la multitud que tenía trabajo y dinero en el bolsillo, y pocas preocupaciones, le atronaba en los oídos. La garganta le ardía y las piernas le pesaban como dos sacos de arena.

Se dirigía a la Calle Cuarenta y Tres, a las clases de inglés, pero se detuvo en un diminuto triángulo de hierba y árboles al sentir una oleada de dolor. Era un dolor nuevo que le martilleaba en la cabeza, justo por encima de los ojos. Se acercó a una fuente y ahuecó las manos para recoger un poco de agua y dar unos sorbos, pero el ardor no le dejaba tragar. Vio a dos hombres en un banco a la sombra, un banco largo donde cabían cuatro, y se apresuró hacia allí para sentarse. Entonces un puñetazo invisible en el estómago lo obligó a inclinarse y sacó todo lo que tenía en las entrañas.

Un hombre le hacía preguntas que no entendía y otro se lo cargó al hombro y lo llevó a la sombra del banco. Alguien, tal vez una señora, le dio un pañuelo para que se secara la boca. Otra persona le dio una botella de soda tibia, y él la usó para limpiarse y enjuagarse la boca. Una voz lo increpó a gritos por hacer eso, pero Assan no dijo nada. Apoyó la cabeza en el respaldo del banco y cerró los ojos.


Pensaba que había dormido unos minutos, pero al despertarse vio que las sombras eran más pronunciadas y que había otras personas en el diminuto parque: americanos que no hacían caso de un hombre sesteando en un banco.

Se llevó la mano al bolsillo. Su dinero había desaparecido. Quedaban algunas monedas, nada más. Tal como le había advertido el patrón, había dejado de estar activo y algún carterista lo había desvalijado. Aún le dolía la cabeza y se quedó sentado mucho tiempo.

Empezó a caer la tarde. No quería caminar hasta Central Park, pero apareció un policía que no dejaba de mirarlo, así que se puso en marcha. Al cabo de una hora más o menos, estaba durmiendo bajo un árbol del parque, con la cabeza sobre sus pantalones de repuesto enrollados.


Había otras personas en la oficina de Demetri, todas con traje y con maletines de cuero llenos de documentos. Ninguno era griego. Demetri se hallaba junto a la ventana, hablando a gritos por teléfono, en inglés, igual que el primer día, cuando el patrón se lo había señalado desde la calle. Dos de los hombres trajeados se rieron al oír una frase del griego; los demás encendieron cigarrillos. Uno sacaba volutas de humo por la boca. Assan oyó a Dorothy tecleando, clac, clac, clac, esta vez sin la ayuda del disco de mecanografía.

—Espera un momento —dijo Demetri al ver a Assan, tapando el auricular con la mano—. Dorothy tiene tu traje. ¡Dorothy!

Todas las miradas se volvieron hacia él y examinaron sus ropas arrugadas y su barba crecida: otro de esos pobres e ignorantes pringados que se presentaban siempre en la oficina de Demetri. Dorothy salió de su despachito con el traje del chico colgado de una percha de alambre. La chaqueta y los pantalones estaban limpios y planchados; la camisa, doblada formando un cuadrado como un mantel. Assan cogió la ropa y salió de la oficina, inclinando la cabeza varias veces para dar las gracias. Las miradas y las caras de esos hombres de la oficina conseguían que se sintiera insignificante, igual que en su país cuando los soldados lo registraban y vapuleaban, y revisaban sus papeles más tiempo del necesario; igual que cuando los guardias lo obligaban a permanecer de pie y a responder una y otra vez a las mismas preguntas, o cuando en el campo de prisioneros los hacían formar durante horas para pasar lista.

Mientras bajaba la escalera hacia la calle, oyó una avalancha de carcajadas de los hombres y otra vez el ruido de la máquina de escribir de Dorothy: clac, clac, clac. Clac.


Mientras Costas contaba el cambio disponible en la caja registradora, un hombre vestido con un traje azul de rayas ocupó un taburete de la barra. El alboroto de la hora del almuerzo empezaría pronto, y hasta las tres de la tarde no dejarían de entrar y salir parroquianos, de modo que el tipo necesitaba cambio suficiente para cobrar. Después, tendría tiempo para leer el periódico y continuar con su lista de palabras nuevas. El inglés no era un idioma difícil de aprender si estudiabas el periódico todos los días y contabas con un montón de clientes americanos a quienes escuchar mientras charlaban.

Su mujer estaba limpiando las mesas, así que él miró al hombre del traje azul de rayas, un traje limpio e impecablemente planchado, y le preguntó:

—¿Qué le pongo, amigo?

Assan depositó sobre la barra sus escasas monedas, lo último que le quedaba en el bolsillo.

—Un café, por favor. Café americano con azúcar y leche.

Costas reconoció entonces a Assan y enrojeció de furia.

—¿Tú qué eres?, ¿un bromista?

—No, yo no hago bromas.

—¿Demetri te ha enviado aquí otra vez?

—No, vengo a tomar un café.

—¡Y una mierda vienes a tomar un café!

Rabioso como estaba, el hombre cogió una taza, la estampó violentamente frente a la cafetera y la partió por la mitad.

—¡Nico! —gritó.

Un chico tan achaparrado como él salió de la cocina.

—¿Sí?

—¡Trae más tazas de café!

Nico le llevó una bandeja de grandes tazas para el café americano. Era imposible que ese chico no fuera el hijo de Costas. La única diferencia entre ambos eran veinte años y diez kilos.

Costas estuvo a punto de derramarle a Assan el café caliente en el regazo.

—¡Cinco centavos! —dijo cogiendo una de las monedas gruesas de la barra, la que tenía grabada la vaca con joroba. Assan añadió leche y azúcar al café y lo removió con la cucharita lentamente.

—Te presentas en mi local y te crees que porque has llegado a América ya te está esperando un trabajo. —Los ojos de Costas, acodado sobre la barra, le llegaban a Assan a la altura del pecho—. Vas a lloriquearle a ese hijo de puta de Corfú, él te dice: «Ve a ver a Costas», ¿y se supone que yo he de pagarte para que trabajes para mí?

Assan dio un sorbo de café.

—¿Cómo demonios te llamas?

—Assan.

—¿Assan? ¡Ni siquiera eres griego y vienes aquí buscando un empleo!

—Hoy he venido a tomar un café.

Costas se balanceaba sobre los talones, como si estuviera tan furioso que pudiera saltar en cualquier momento el mostrador e iniciar una pelea.

—Se supone que soy tan rico que debo tener empleo para todo el mundo, ¿no? «Costas es un pez gordo. ¡Posee su propio restaurante! ¡Le va tan bien el negocio que le sobran los putos trabajos! ¡Ven a América a trabajar para él!». ¡Chorradas!

La taza de Assan casi estaba vacía.

—¿Puedo tomar otro, por favor?

—¡No! ¡No hay más café para ti! —Costas lo miró a los ojos largamente—. Conque búlgaro, ¿eh?

—Así es. —Assan se terminó el café y dejó la taza en la barra.

—Muy bien, pues —dijo Costas—. Ahora quítate esa chaqueta tan elegante y cuélgala en un gancho en la trastienda. Nico te enseñará cómo hay que fregar las ollas.