Estas son las meditaciones de mi corazón
Ella no tenía intención de comprarse una máquina de escribir antigua. No necesitaba nada ni quería más posesiones, fueran nuevas, usadas o antiguas: nada de nada. Se había prometido a sí misma capear sus últimos reveses personales con una temporada de vida espartana: un nuevo minimalismo, una vida que pudiera caber entera en un coche.
Le gustaba su pequeño apartamento al oeste del río Cuyahoga. Había tirado todas las ropas que había usado mientras estaba con él, con el Cabeza-Hueca; cocinaba para ella sola casi cada noche y escuchaba un montón de podcasts. Tenía ahorrado lo suficiente para llegar a fin de año, con lo que podía permitirse un verano relajado y libre de ocupaciones. En enero el lago se helaría y las cañerías del edificio probablemente reventarían, pero para entonces ya se habría ido. A Nueva York, o Atlanta, a Austin o Nueva Orleans. Tenía opciones en cantidad, siempre y cuando viajara ligera. No pensaba comprar nada más. Pero resultó que la iglesia metodista Lakewood, de la esquina de Michigan y Sycamore, organizaba el sábado un mercadillo con el fin de recaudar fondos para servicios comunitarios como la guardería infantil, los programas de rehabilitación de doce pasos y quizá, vaya a saber, el reparto de comidas a domicilio. Aunque ella no iba a la iglesia ni era metodista bautizada, estaba segura de que darse una vuelta por un aparcamiento lleno de mesas plegables cargadas de cachivaches no constituía un acto de devoción religiosa.
Por simple diversión, estuvo a punto de comprar un juego de bandejas de aluminio para cenar ante la tele, pero tres de ellas presentaban signos de óxido. Las cajas de bisutería no contenían ningún tesoro. Pero entonces reparó en un juego de Tupperware para hacer polos. De niña, era ella la que se encargaba de verter Kool-Aid o zumo de naranja en los moldes y de insertar los palitos de plástico, para producir —cuando el congelador obraba su magia— deliciosos y baratos helados. Todavía notaba el cálido viento veraniego de las montañas y las manos pegajosas de helado de frutas derretido. Sin tener que regatear siquiera, se quedó el juego por un dólar.
En la misma mesa estaba la máquina de escribir. Era un modelo rojo Pop Art desteñido, nada del otro mundo. Lo que le llamó la atención fue la etiqueta pegada en la parte superior izquierda de la cubierta. En minúsculas subrayadas (pulsando el 6 y la tecla de mayúsculas) el propietario original había escrito:
estas son las meditaciones de mi corazón
Esas palabras habían sido escritas hacía por lo menos treinta años, cuando la máquina estaba nuevecita, recién sacada de la caja: quizá un regalo a una chica al cumplir los trece. Otro propietario más reciente había escrito CÓMPRAME POR 5 $ en una hoja y la había dejado metida en el carro.
La máquina era portátil, con armazón de plástico. Tenía una cinta de dos colores, negro y rojo, y un agujero en la tapa, allí donde habían arrancado el rótulo de la marca: Smith Corona, o Brother, u Olivetti. Había además un estuche de piel sintética rojiza, con un bolsillo adosado y un cierre con botón. Pulsó tres teclas —A, F, P— y las tres saltaron sobre el papel y volvieron a su posición. O sea que más o menos funcionaba.
—¿De veras solo cuesta cinco dólares esta máquina? —le preguntó a una señora metodista apostada cerca de la mesa.
—¿Esa? —dijo la mujer—. Creo que funciona, pero ya nadie utiliza máquinas de escribir.
No era eso lo que había preguntado, pero no importaba.
—Me la quedo.
—A ver el dinero.
Y así, sin más, los metodistas se ganaron cinco pavos.
Ya en su apartamento, preparó una remesa de polos de zumo de piña para esa noche. Se tomaría un par cuando refrescara, cuando pudiera abrir las ventanas y contemplar las primeras luciérnagas. Sacó la máquina de escribir de su estuche, la colocó en la mesita de la cocina y metió en el rodillo una hoja de papel de su impresora láser. Probó las teclas una a una; muchas estaban atascadas. Faltaba uno de los cuatro pies de goma de la base, y la máquina bailaba un poco. Aporreó todas las teclas, para tratar de desatacarlas, empezando por la hilera superior y probando también las mayúsculas, y lo consiguió hasta cierto punto. Aunque la cinta era vieja, las letras resultaban legibles. Probó el interlineado del retorno del carro —simple y doble—, y funcionaba, aunque la campanilla, no. Los topes de los márgenes rechinaban, pero encajaban en su sitio.
Hacía falta limpiarla a fondo, y lubricarla, lo cual, suponía, podía costar unos veinticinco dólares. Pero se detuvo a reflexionar sobre la gran cuestión que se le plantea a cualquiera que se compra una máquina de escribir en el tercer milenio: ¿para qué sirve? Para escribir la dirección en los sobres. A su madre le gustaría recibir cartas mecanografiadas de su hija errante. También podía enviarle mensajes envenenados a su ex, del tipo: «¡Eh, Cabeza-Hueca, has cometido un error del carajo!», sin dejar el rastro de su correo electrónico. Y podía mecanografiar algún comentario, sacarle una foto digital con el móvil y colgarlo en su blog y en su cuenta de Facebook. Asimismo, podía redactar listas de tareas para colgar en la puerta de la nevera. Con lo cual ya contaba con cinco motivos Hipster-Retro para poseer su propia máquina de escribir nueva-antigua. Si además redactaba unas cuantas meditaciones con el corazón en la mano, tendría seis propósitos justificados para utilizarla.
Tecleó el propósito que el propietario original le había atribuido a la máquina.
E stas son l as med ita cio n e s de m ico raz ón.
La barra espaciadora saltaba, así no había forma de escribir. Cogió el teléfono móvil y buscó en Google «reparación máquina escribir antigua».
Tres listados distintos le ofrecieron varias opciones: una tienda cerca de Ashtabula, que quedaba a dos horas; un sitio en el centro donde no respondían al teléfono, e, increíblemente, otro sitio llamado «Máquinas Comerciales Detroit Avenue», que estaba a unos pocos minutos andando. Conocía esa tienda; estaba junto a un taller de neumáticos. Había pasado muchas veces para ir a una pizzería buenísima, o bien, unas puertas más allá, a la tienda de artículos de arte que estaban a punto de cerrar. Creía que se trataba de un pequeño taller de reparación de ordenadores e impresoras, pero, tras caminar unos minutos y examinar el escaparate con más atención, descubrió divertida que tenían una antigua máquina de sumar, un contestador telefónico de hacía treinta años, un aparato llamado «dictáfono» y una máquina de escribir antiquísima. La campanilla de la puerta tintineó cuando se decidió a entrar.
En un lado del local no había más que impresoras: montones y montones de cajas, junto con cartuchos de tóner de todos los modelos. El otro lado de la tienda venía a ser como un museo de «utensilios comerciales antiguos». Había máquinas de sumar de ochenta y una teclas con manivela, calculadoras desechables de diez teclas, un estenógrafo, máquinas de escribir eléctricas IBM, la mayoría de ellas con la cubierta de color beis, y, en los estantes de la pared, todo un surtido de máquinas de escribir relucientes: negras, rojas, verdes, incluso de color azul cielo. Todas parecían en perfecto estado de funcionamiento.
El mostrador estaba al fondo del local. Detrás, había dos escritorios y una mesa de trabajo, donde un hombre viejo estaba examinando unos papeles.
—¿En qué puedo ayudarla, joven? —preguntó con un ligero acento, probablemente polaco.
—Espero que pueda usted salvar mi inversión —dijo ella colocando el estuche de piel sintética sobre el mostrador y sacando la máquina de escribir.
El viejo suspiró en cuanto la vio.
—Sí, ya —dijo ella—. Esta joya necesita un repaso. La mitad de las teclas están estropeadas. Baila mientras escribo, la barra espaciadora está a la virulé y la campanilla no suena.
—¡Vaya!
—¿Puede echar una mano a una chica en apuros? He tirado cinco pavos en este cacharro.
El viejo la miró un momento y a continuación volvió a mirar la máquina. Suspiró otra vez.
—Joven, no puedo hacer nada por usted.
Ella se quedó desconcertada. Por lo que veían sus ojos, ese era el lugar indicado para que una máquina de escribir volviera a funcionar. ¡En la mesa de trabajo había máquinas desmontadas y montones de piezas sueltas, por el amor de Dios!
—¿Es porque esas piezas de ahí no encajan con mi máquina?
—No hay recambios para esto —dijo el hombre agitando la mano sobre la máquina roja y el estuche de piel sintética.
—¿Tiene que pedirlas? Puedo esperar.
—No, no lo entiende. —En el borde del mostrador había una cajita con las tarjetas del establecimiento. El viejo cogió una y se la dio—. ¿Qué dice aquí, joven?
Ella leyó la tarjeta:
—«MÁQUINAS COMERCIALES DETROIT AVENUE. Impresoras. Ventas. Servicio. Reparación. Cerrado el domingo».. Que es mañana —añadió ella—. «Horarios de atención: de nueve de la mañana a cuatro de la tarde. Sábados: de diez de la mañana a tres de la tarde». Tanto mi reloj como el suyo marcan las doce y diecinueve. —Le dio la vuelta a la tarjeta. No había nada en el dorso—. ¿Qué es lo que no he entendido?
—El nombre de la tienda —dijo el viejo—. Lea el nombre de mi tienda.
—«Máquinas Comerciales Detroit Avenue».
—Sí. Máquinas Comerciales.
—Vale, sí.
—Mire, joven. Yo trabajo con máquinas. Pero ¿esto? —Otra vez desdeñó con un gesto la máquina de cinco dólares—. Esto es un juguete.
Dijo «juguete» como quien suelta una palabrota.
—Hecho de plástico para que parezca una máquina de escribir. Pero no es una máquina de escribir.
Tiró de la tapa de lo que él consideraba un juguete: el plástico se dobló hasta que salió con un chasquido, y dejó a la vista el mecanismo.
—Los martillos de los tipos, las palancas, las bobinas de la cinta: todo de plástico. El inversor de la cinta. El vibrador.
Ella no tenía ni idea de lo que era el vibrador de una máquina de escribir.
El hombre aporreó varias teclas, manipuló las palancas, deslizó el carro de un lado para otro, giró el rodillo, pulsó la barra espaciadora. Todo, con un rictus de repugnancia.
—Una máquina de escribir es un utensilio. En las manos adecuadas, un utensilio que puede cambiar el mundo. Pero ¿esto? Esto solo sirve para ocupar espacio y armar ruido.
—¿No puede ponerle al menos un poco de aceite para que yo haga el intento de cambiar el mundo? —le preguntó ella.
—Podría limpiarla, lubricarla, apretar cada tornillo. Conseguir que sonara la campanilla. Por sesenta dólares, la rociaría de polvos mágicos. Pero me estaría aprovechando de usted. En un año, la barra espaciadora estaría otra vez…
—¿A la virulé?
—Mejor será que se la lleve a casa y la use de florero —dijo el viejo volviendo a meterla en su estuche como quien envuelve un pez muerto en papel de periódico.
Ella se sentía fatal, como si hubiera defraudado a uno de sus profesores con un ensayo poco trabajado y mal estructurado. Si aún hubiera seguido con el Cabeza-Hueca, el muy idiota estaría ahora a su lado dándole la razón al viejo: «Ya te lo dije, este chisme es una porquería. Cinco dólares malgastados».
—Mire. —El hombre señaló las máquinas alineadas en los estantes de las paredes—. Esas sí son máquinas de verdad. Están hechas de acero. Son obras de ingeniería. Las producían en fábricas de América, Alemania y Suiza. ¿Y sabe por qué están ahora en esos estantes?
—¿Porque las tiene en venta?
—¡Porque las fabricaron para durar siempre!
El viejo ahora gritaba. A ella le pareció oír a su padre vociferando: «¿Quién ha dejado esas bicicletas en el jardín? ¿Por qué soy yo el único que está vestido para ir a la iglesia? ¡El padre de esta casa ha llegado y necesita un abrazo!». De repente se dio cuenta de que estaba sonriéndole al viejo.
—Esta, por ejemplo —continuó él, yendo a los estantes y bajando una Remington 7 negra; se llamaba «Silenciosa»—. Páseme ese bloc. —Ella cogió del mostrador un bloc de papel blanco y se lo dio. El hombre arrancó dos hojas y las metió en el rodillo de la reluciente máquina—. Escuche.
Tecleó unas palabras:
Máquinas Comerciales Detroit Avenue
Las letras susurraron en la página, una a una.
—América estaba en plena actividad —explicó el hombre—. La gente trabajaba en oficinas atestadas, en sus apartamentos, incluso en los trenes. Remington llevaba años y años vendiendo máquinas de escribir. Pero alguien sugirió: «Hagamos una máquina más pequeña y menos ruidosa. Reduzcamos ese estruendo». ¡Y lo consiguieron! ¿Usaron piezas de plástico? ¡No! Recalcularon la tensión, la fuerza de cada pulsación. Fabricaron una máquina tan poco estridente que podía venderse como «Silenciosa». Venga. Pruebe.
Giró la máquina, ofreciéndosela. Ella escribió con cuidado:
Silencio. Estoy escribiendo.
—Apenas se oye nada —comentó—. Estoy impresionada. —Señaló entonces una máquina de dos tonos, blanco hueso y azul, con armazón redondeado—. ¿Esa tampoco hace ruido?
—Ah. Una Royal. —El viejo dejó en su sitio la Remington 7 y bajó una pequeña máquina preciosa—. Una Safari portátil. Un modelo muy decente. —Metió dos hojas y la invitó a usarla. Ella buscó unas palabras adecuadas al mundo del safari.
Mogambo.
Bwana, el diablo de la selva.
«Yo tenía una granja en África…».
La Royal hacía más ruido que la Silenciosa y las teclas no volaban con tanta facilidad. Pero tenía algunos detalles que dejaban obsoleta toda la ingeniería de la Remington: el número «1» con el signo «!»; un botón donde decía ALINEACIÓN MÁGICA EN COLUMNAS y, además, ¡era de dos colores!
—¿Este ejemplar de la realeza está en venta? —preguntó.
El hombre la miró sonriendo y asintió.
—Sí. Pero dígame. ¿Por qué?
—¿Por qué quiero una máquina de escribir?
—¿Por qué quiere esta máquina de escribir?
—¿Pretende disuadirme?
—Joven, yo le venderé la máquina que quiera. Cogeré su dinero y asunto concluido. Pero dígame, ¿por qué esta Royal Safari? ¿Por el color? ¿Por la tipografía? ¿Por las teclas blancas?
Ella tuvo que pensarlo. De nuevo se sintió como si estuviera en la escuela, como si fuera a hacer un examen sorpresa y temiera suspenderlo porque no había estudiado.
—Por capricho —afirmó—. Porque compré esa máquina de juguete y pensé que me gustaría utilizar una máquina de escribir, en lugar de usar lápiz o bolígrafo. Pero el maldito trasto no funciona y, encima, a ver si lo adivina, resulta que la tienda de mi barrio de máquinas de escribir se niega a tocarla siquiera. Yo ya me veo en la mesita de mi pequeño apartamento mecanografiando notas y cartas. Tengo un portátil, una impresora, un iPad… Y esto. —Le mostró su iPhone—. Los utilizo tanto como cualquier mujer moderna, pero…
Se interrumpió. Se preguntaba qué era lo que la había impulsado a comprar ese cacharro de cinco dólares —sin campanilla, con la barra espaciadora suelta—, y por qué estaba en ese momento en esa tienda casi discutiendo con un viejo, cuando un día antes ni siquiera se había parado a pensar en máquinas de escribir antiguas.
—Yo tengo una letra desastrosa —prosiguió—, como la de una cría, y todo lo que escribo parece un póster propagandístico de un sanatorio de rehabilitación. No soy de esas personas que teclean entre sorbos de whisky y caladas de cigarrillo. Lo único que quiero es poner por escrito algunas verdades que he descubierto.
Volvió al mostrador y cogió el estuche de cuero sintético. Sacó de un tirón la máquina de plástico, la llevó junto a los estantes y casi la arrojó junto a la Royal Safari. Señaló con un dedo el adhesivo de la cubierta.
—Quiero que mis hijos todavía no concebidos puedan leer un día «las meditaciones de mi corazón». Me encargaré personalmente de dejarlas estampadas en las fibras de una página tras otra: ¡un auténtico flujo de conciencia que guardaré en una caja de zapatos hasta que mis hijos sean lo bastante mayores para leerlas y poder reflexionar sobre la condición humana! —Se dio cuenta de que se había puesto a gritar—. Ellos se pasarán unos a otros las páginas y dirán: «Así que era esto lo que hacía mamá cuando armaba tanta bulla mecanografiando». Disculpe. ¡Estoy gritando!
—Ah —dijo el hombre.
—¿Por qué cree que grito?
El viejo la miró parpadeando y afirmó:
—Está buscando perpetuarse.
—¡Sí, supongo que sí! —Hizo una pausa para inspirar hondo y, de un resoplido, exhaló—. Bueno, ¿cuánto por esta máquina de la selva?
Se hizo un silencio en el local. El hombre se llevó un dedo a los labios mientras pensaba la respuesta.
—Esta no es la máquina adecuada para usted. —Cogió la Royal de dos colores y la dejó otra vez en el estante—. Esa era una máquina para una jovencita de primer año de universidad, para una chica con la cabeza a pájaros convencida de que pronto encontraría al hombre de sus sueños. Estaba pensada para redactar resúmenes de libros.
Bajó una sólida máquina de escribir con una cubierta de color verde mar. Las teclas eran de un tono algo más claro.
—Esta —dijo, metiendo de nuevo dos hojas en el carro— fue fabricada en Suiza. Además de los relojes de cuco, el chocolate y los relojes de pulsera, los suizos produjeron en su día las mejores máquinas de escribir del mundo. En 1959 fabricaron esta, la Hermes 2000. La cumbre… el no-va-más de las máquinas manuales, un modelo jamás superado. Llamarla la Mercedes-Benz de las máquinas de escribir sería exagerar la calidad de la Mercedes-Benz. Por favor, escriba.
Ella se sintió algo intimidada ante aquella caja mecánica verde que tenía delante. ¿Qué demonios podía decir en una maravilla de la ingeniería suiza de sesenta años de antigüedad? ¿Hacia dónde conducir ese Benz vintage?
En las montañas de Ginebra, la nieve cae blanca y pura y los niños comen cereales de chocolate en cuencos sin leche.
—La tipografía es Época —dijo el hombre—. Fíjese qué recta y regular es. Como una línea pautada. Así son los suizos. ¿Ve esos orificios que hay en la guía, a cada lado del vibrador?
Ah, o sea que eso era el vibrador.
—Observe. —El hombre se sacó un bolígrafo del bolsillo y metió la punta en uno de los orificios. Después soltó el carro y lo deslizó de aquí para allá, subrayando lo que ella había escrito.
En las montañas de Ginebra, la nieve cae blanca y pura
—Puede usar tintas de distintos colores para señalar el grado de énfasis. ¿Y ve este botón de la parte trasera? —Había un botón del tamaño de un dedal, con un borde ligeramente dentado—. Puede apretarlo o aflojarlo para ajustar la presión de las teclas.
Ella lo apretó. Notó las teclas bastante más rígidas y tuvo que pulsarlas con energía.
Relojes de cuco.
—Cuando se empleaba papel carbón para hacer tres o cuatro copias de una carta, el ajuste más fuerte permitía que hasta la última hoja quedara marcada con claridad. —Se echó a reír—. Los suizos archivaban montones de copias.
Al girar el botón en la dirección opuesta, las teclas se volvían ligeras como una pluma.
Relojes. Mercedes Hermes 2000000
—Casi silenciosa, también —opinó ella.
—Sí, cierto —dijo el viejo. Le mostró con qué facilidad podían fijarse los márgenes apretando las palancas que había a cada lado del carro. En cuanto a los tabuladores, se fijaban pulsando la tecla TAB SET—. Esta Hermes fue fabricada cuando yo cumplí diez años. Es indestructible.
—Como usted —dijo ella.
El viejo le sonrió.
—Sus hijos aprenderán a escribir con esta máquina.
A ella le gustó la idea.
—¿Cuánto cuesta?
—Por eso no se preocupe. Yo se la venderé con una sola condición: que la use.
—Eso, permítame que se lo diga, es una obviedad.
—Conviértala en parte de su vida. En una parte de su actividad diaria. No la use solo unas cuantas veces para luego, porque necesita espacio en la mesa, meterla de nuevo en la funda y dejarla en el fondo de un armario. Si lo hace, tal vez no vuelva a escribir nunca más con ella.
El hombre había abierto un armario, bajo los expositores de las antiguas máquinas de sumar, y rebuscó entre varios estuches de repuesto. Sacó una especie de maleta verde cuadrada con cierre metálico.
—¿Usted tendría un estéreo y nunca escucharía discos? Las máquinas de escribir se deben usar. Así como una barca debe navegar y un avión debe volar. ¿De qué sirve un piano si no lo toca? Se queda criando polvo en un rincón y usted se queda sin música en su vida.
Metió la Hermes 2000 en el estuche verde.
—Deje la máquina en una mesa donde esté a la vista, con un montón de papel al lado; utilice dos hojas para preservar el rodillo; encargue sobres y su propio papel de carta. Le daré una funda también, sin cobrársela, pero quítela cuando llegue a casa para que la máquina esté a punto para escribir.
—¿O sea que ahora sí vamos a hablar del precio?
—Supongo.
—¿Cuánto?
—Ah —exclamó el viejo—. Estas máquinas tienen un valor incalculable. La última la vendí por trescientos dólares. Pero para una joven como usted… cincuenta.
—¿Qué tal si me da algo por esta otra? —dijo ella señalando la máquina de juguete que había llevado. Quería regatear.
El hombre la miró como echándole mal de ojo.
—¿Cuándo ha dicho que pagó por ella?
—Cinco dólares.
—Se la pegaron. —El hombre frunció los labios—. Cuarenta y cinco. Como se entere mi mujer de que he hecho semejante trato, se divorciará de mí.
—Que sea un secreto entre nosotros, entonces.
Una de las características de la Hermes 2000 es que era mucho más pesada que la de juguete. El estuche verde le chocaba contra las piernas mientras caminaba hacia casa. Se detuvo dos veces, dejando la máquina en el suelo, no tanto porque necesitara un descanso como porque tenía la palma sudada.
Una vez en su apartamento, siguió las instrucciones del viejo, como le había prometido. La máquina de color verde mar quedó instalada en la mesita de la cocina, con un montón de papel al lado. Se preparó un par de tostadas con aguacate y una pera cortada en cuatro: esa era su cena. Sacó el móvil, lo conectó a su iTunes y lo metió en una taza de café vacía para amplificar el sonido, dejando que Joni cantara sus viejas canciones y Adele, su nuevo disco mientras ella mordisqueaba las tostadas.
Se sacudió las migas de las manos y, embargada por la emoción de poseer una de las mejores máquinas de escribir que habían descendido de los Alpes, metió dos hojas en el carro y empezó a teclear.
TAREAS:
MATERIAL DE ESCRITORIO: SOBRES Y PAPEL DE CARTA
¿ESCRIBIR A MAMÁ UNA VEZ A LA SEMANA?
Súper: yogur / miel / leche descremada
Zumos
Frutos secos
Aceite (griego)
Tomates, cebollas y cebolletas. ¡PEPINOS!
Tocadiscos barato alta fidelidad. ¿En la iglesia metodista?
Esterilla de yoga
Cera de depilar
Cita dentista
Clases de piano (¿por qué no?)
—Muy bien —dijo en voz alta en el apartamento vacío—. Ya he hecho un poco de mecanografía.
Se apartó de la mesita y del verde mar de la Hermes. Sacó la lista de tareas del rodillo y la fijó con un imán en la puerta de la nevera. Entonces abrió el congelador, sacó el molde Tupperware y lo hundió en agua caliente en el fregadero, para liberar uno de los polos de piña. Sabiendo que se tomaría otro, dejó el molde en la nevera para que se mantuviera frío.
Abrió las ventanas de la sala de estar para que entrara un poco de aire. Ya se había puesto el sol y las primeras luciérnagas de la noche empezaban a relumbrar. Sentada en el alféizar, disfrutó el polo de piña y miró cómo correteaban las ardillas por los cables del teléfono, trazando sinusoides perfectas con sus cuerpos y sus colas. Ahí mismo, se tomó su segundo polo hasta que las luciérnagas flotaron mágicamente por encima de la acera y de los trechos de hierba.
En la cocina, se lavó las manos y volvió a meter el Tupperware en el congelador. Le quedaban seis polos para el día siguiente. Echó un vistazo a la máquina de escribir, que reposaba sobre la mesita.
Se le ocurrió una idea. ¿Por qué será, pensó, que la versión habitual de una mujer soltera, tras una ruptura, suele presentarla bebiendo vino sola, en un apartamento triste y vacío, hasta acabar desmayada en el sofá con la tele encendida (donde ponen, digamos, Real Housewives)? Ella, por lo pronto, no tenía televisión, y el único vicio que conservaba eran los polos. Nunca en su vida se había desmayado bebiendo vino.
Volvió a sentarse a la mesa y metió otras dos hojas de papel en la Hermes 2000. Redujo mucho los márgenes, como en una columna de periódico, y el interlineado a 1,5.
Escribió:
Una meditación de mi corazón
Llevó el carro a la siguiente línea y empezó un párrafo. Su tecleo casi silencioso resonó suavemente en el apartamento y por la ventana abierta hasta mucho después de medianoche.