El pasado es importante para nosotros
Como todavía estaban instalando en su propio avión un nuevo interiorismo de diseño, J.J. Cox había recurrido para viajar a Nueva York al WhisperJet ViewLiner de Bert Allenberry.
—¡Yo creía que eras un tipo listo, Bert! —le estaba gritando J.J. a su amigo.
Se conocían desde que eran universitarios veinteañeros y trabajaban de chóferes para FedEx: ambos repletos de arrojo y energía, y la cabeza rebosante de ideas. Habían juntado el dinero de sus salarios para alquilar un garaje sin ventanas en las afueras de Salina, Kansas, que se convirtió en su primer taller-vivienda. Tras tres años y medio trabajando ciento veinte horas a la semana, habían presentado un prototipo de la válvula relé digital de acceso shuffle. Para el caso, como si hubieran inventado el fuego. Treinta años y 756 000 millones de dólares más tarde, J.J. estaba enterándose en ese momento de que Bert había pagado seis millones por cabeza a una empresa llamada Aventuras Cronométricas para hacer —alucina— unas vacaciones de viaje en el tiempo. ¡Por Dios, qué locura!
Cindee, la cuarta señora Allenberry (la más joven de todas), estaba retirando la vajilla del almuerzo ella misma. Tenía práctica, pues había sido la azafata del avión hacía un año. Tuvo que darse prisa porque faltaban unos minutos para aterrizar. Los dos problemas del ViewLiner: la velocidad y el vértigo. Los vuelos de Salina a Nueva York duraban solo sesenta y cuatro minutos, apenas el tiempo suficiente para chuparte los dedos después de comerte unas costillas estilo barbacoa. El suelo transparente y las ventanillas panorámicas volvían bastante angustioso el vuelo, sobre todo si te asustaban las alturas.
—Yo creía que nos habían puesto algún narcótico —gritó Cindee desde la cocina del avión—. Te despiertas con un dolor de cabeza terrible, y la habitación tiene un aspecto totalmente distinto. Pero te vuelves a quedar frita y duermes horas y horas.
J.J. no podía creer lo que estaba oyendo.
—A ver si entiendo bien este timo. Te metes en una habitación, te quedas dormido y te despiertas… ¿cuándo?
—En 1939 —gorjeó Bert.
—Sí, claro. —J.J. sonrió, socarrón—. Pero después te desmayas y te vuelves a despertar en 1939.
—Justo en medio de la ciudad. En un hotel de la Octava Avenida. —Bert estaba mirando hacia abajo a través del fuselaje. Pensilvania empezaba a convertirse en Nueva Jersey—. En la habitación 1114.
—¿Y te pasas el día metido en una habitación de hotel? —J.J. tenía ganas de darse una palmada en la cabeza, y también de meter un poco de cordura en la de su socio y amigo.
—Todo parece real —prosiguió Cindee y, volviendo a su asiento se ajustó el cinturón para el aterrizaje—. Puedes tocar las cosas. Comer y beber. Y también oler. Los hombres llevan un aceite apestoso en el pelo, las mujeres se ponen un montón de maquillaje y todo el mundo fuma. ¡Y cómo tienen los dientes! Retorcidos y amarillentos.
—Se nota un olor a café torrefacto. —Bert sonreía—. Procedente de una fábrica de Nueva Jersey.
—Así que te despertaste en 1939 —dijo J.J.—, y oliste a café.
—Después Cindee me llevó a la Exposición Universal —replicó Bert—. Como regalo de cumpleaños. Teníamos pases VIP.
—Fue una sorpresa. —Ella le lanzó una sonrisa a su marido y le cogió la mano—. Los sesenta no se cumplen más que una vez.
J.J. tenía una pregunta:
—¿Y por qué no retroceder en el tiempo para ver la firma de la Declaración de Independencia, o a Jesús en la cruz?
—Solo puedes llegar hasta 1939 —le explicó Bert—. Hasta el 8 de junio de 1939. Pero Aventuras Cronométricas tiene una franquicia en Cleveland, y ahí puedes ir a 1927 y ver a Babe Ruth haciendo un home run. Pero yo no soy muy aficionado al béisbol.
—Babe Ruth. En Cleveland —masculló J.J.—. Jesús en la cruz.
—Él ha vuelto al pasado cuatro veces sin mí —terció Cindee—. Yo ya me había hartado de que todo el mundo creyera que éramos padre e hija.
—Mañana vuelvo otra vez. —Bert sonrió de nuevo ante la perspectiva.
J.J. ahora se tronchaba de risa.
—¡Treinta y seis millones de dólares sin contar el viaje de mañana! Mira, Bert, por la mitad te organizo un encuentro con Adán y Eva en el jardín del Edén y te monto, además, una danza erótica en pelotas. Te has de limitar a confiar en mí y no preguntar cómo voy a hacerlo.
—Mi marido se quedaría a vivir en 1939 —dijo Cindee—. Pero no puede pasar más que veintidós horas.
—¿Por qué veintidós? —preguntó J.J.
Bert le explicó el motivo:
—La longitud de onda en el continuo espacio-tiempo es finita. Solo puedes viajar por el eco ese tiempo.
—Te dan ese dinero de papel y monedas anticuadas —explicó Cindee—. Yo me compré una esfera y una aguja espacial en miniatura bañados en oro.
—El Trilón y la Periesfera[13] —la corrigió Bert.
—Sí, eso. Pero cuando nos despertamos se había convertido en un grumo reseco de masilla.
—Eso es por la singularidad molecular. —Bert no se abrochaba el cinturón para el aterrizaje. Él era el dueño del avión. A la mierda las normas de aviación.
—¿Y por qué no volver y cambiar la historia? —preguntó J.J.— ¿Por qué no matas a Hitler?
—Porque no estaba en la Exposición ese día. —El WhisperJet empezó a reducir la velocidad y el suelo fue ascendiendo hacia ellos. Los motores articulados se ladearon con precisión. En unos instantes permitirían un aterrizaje vertical en la azotea del 909 de la Quinta Avenida—. Y además, no serviría de nada.
—¿Por qué no?
—Por las tangentes dimensionales singulares —dijo Bert bajando la vista hacia Central Park, que a decir verdad no había cambiado demasiado desde 1939—. Hay un número infinito de tangentes, pero nosotros existimos solamente en una.
J.J. le lanzó una mirada a Cindee. Ella se encogió de hombros, como diciendo: «Qué voy a hacerle, no tiene remedio».
—A él lo que le gusta es ver cómo sería el futuro —dijo en voz alta—. Pero nosotros ya vivimos en el futuro. Cualquiera diría que eso lo estropea todo desde su punto de vista.
Doce minutos después, J.J. pasaba a toda velocidad con su Flotante por la HoverLine hacia su isla privada en el estrecho. Bert y Cindee habían utilizado su ascensor privado desde la pista de aterrizaje de la azotea y estaban instalándose en su apartamento, que ocupaba desde la planta noventa y siete hasta la ciento dos. Ella se cambió de inmediato y se puso un nuevo conjunto de su guardarropa. Iban a asistir a la fiesta del vigésimo quinto cumpleaños de Kick Adler-Johnson y a una actuación holográfica privada de los Rolling Stones. Bert no soportaba a Kick Adler-Johnson —la detestaba—, pero respetaba a su marido, Nick, que había hecho una auténtica fortuna comprando derechos aéreos y del agua por todo el mundo. Además, los Stones en persona ya habían tocado en la fiesta navideña de la empresa en 2019, cuando Bert se había casado con L’Audrey, la esposa número tres. Si por él hubiera sido, se habría quedado en casa. Pero eso Cindee no iba a permitirlo.
Bert habría deseado viajar en el tiempo de inmediato, directamente hasta la mañana siguiente, y luego de vuelta a 1939, a la Exposición Universal, repleta de todas las promesas de lo que el mundo habría podido ser.
En aquella primera visita al pasado, con motivo del cumpleaños de Bert, Cindee se había sentido ridícula con sus ropas de época. Él, en cambio, estaba en la gloria con su traje cruzado, hecho a medida por los sastres de Aventuras Cronométricas. Se maravillaba de los menores detalles y disfrutó cada segundo de las veintidós horas que pasaron en 1939. ¡Qué pequeña parecía Nueva York! Los edificios no eran nada altos y el cielo estaba más despejado. En la aceras había sitio para todo el mundo, y los automóviles y los taxis eran grandes y espaciosos. El taxista llevaba corbata y se quejaba del tránsito hacia Flushing Meadows; pero si aquello era un atasco, Bert ya habría firmado.
La Exposición ostentaba el altísimo Trilón y el inmenso globo, la Periesfera: dos maravillas únicas de la arquitectura que se recortaban, blanquecinas y relucientes, contra el cielo azul. La avenida de los Patriotas y la de los Pioneros eran una cosa seria, y —alucina— había pabellones dedicados al ferrocarril y a los barcos, ensalzando unas tecnologías que requerían motores del tamaño de su WhisperJet. También había una máquina de escribir Underwood gigante, un festival acuático y el famoso Electro, el hombre mecánico, que caminaba y contaba con sus dedos de acero. Aventuras Cronométricas les había proporcionado un par de pases VIP, de manera que Bert y Cindee no tuvieron que hacer cola ninguna vez.
Los jardines de la Exposición estaban primorosamente cuidados. Una ligera brisa sacudía las banderas y gallardetes. Los perritos calientes costaban cinco centavos. Los asistentes iban vestidos de punta en blanco. Algunas mujeres incluso llevaban guantes; entre los hombres, abundaban los sombreros. Bert quería verlo todo de «El mundo del mañana» (el tema de la Exposición), pero Cindee se sentía incómoda con aquellos zapatos tan feos y, además, no le gustaban los perritos calientes. Se marcharon hacia las tres de la tarde para tomar una copa y cenar en el hotel Astor, en Times Square. Ella estaba achispada, cansada y asqueada de tanto humo de cigarrillo cuando volvieron a la habitación 1114 para iniciar la progresión, el viaje para avanzar en el tiempo.
Dos semanas después, Cindee llenó el WhisperJet con su pandilla de amigas y voló a un spa de Marruecos, dejando que Bert pasara otras veintidós horas en 1939. Este le pidió a Percy, el camarero del servicio de habitaciones, que le trajera café. Desayunó solo en la cafetería del hotel Astor, un lugar espléndido en pleno Times Square. Seleccionó al mismo taxista de la corbata. Recorrió por su propia cuenta todas las zonas de la Exposición que se había perdido, como la «ciudad del mañana» y la «granja electrificada»; almorzó en la Cúpula Heinz, contempló el «templo de la religión» y admiró el paraíso de los trabajadores de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Prestó atención a las conversaciones de alrededor y captó el entusiasmo de los asistentes, observando la ausencia de palabras malsonantes y el vistoso colorido de las vestimentas: no se veía ni un conjunto de color negro. Parecía que los empleados de la Exposición estaban orgullosos de trabajar con sus variopintos uniformes. Y era cierto: mucha gente fumaba.
Fue en esa segunda visita, sin Cindee, cuando se fijó en una preciosa mujer bajita que llevaba un vestido verde. Estaba sentada en un banco, junto a la Laguna de las Naciones, presidida por las descomunales esculturas de las Cuatro Libertades. Mostraba una pudorosa porción de pierna y calzaba unos zapatos marrones, tipo merceditas. Lucía un bolsito y un sombrero —más bien un gorro, en realidad—, rematado con una florecita blanca. Charlaba animadamente con una jovencita, que parecía ataviada para una sesión de catecismo dominical, y no para pasar un día en la Exposición.
Las dos reían y gesticulaban, susurrándose secretos como si fuesen dos amigas íntimas en un día ideal en el mejor lugar del mundo: venían a encarnar el espíritu de la Exposición en su versión femenina.
Bert no podía quitarles los ojos de encima y observó cómo se levantaban del banco y se alejaban del brazo hacia el edificio Eastman Kodak. Consideró la idea de seguirlas, de contemplar la Exposición según lo que miraran ellas. Pero el reloj marcaba casi las cinco de la tarde, lo cual significaba que le quedaban poco más de dos horas de las veintidós disponibles. A regañadientes, volvió a la parada de taxis que se encontraba frente a la entrada norte, la Puerta Corona.
Otro taxista encorbatado lo llevó de nuevo a Manhattan.
—¿A que es extraordinaria la Exposición? —le preguntó el tipo.
—Ya lo creo —respondió Bert.
—¿Ha visto el Futurama? ¿El viaje a 1960?
—No, no lo he visto. —Bert, nacido en 1966, sofocó la risa.
—Ah, pues tiene que verlo. Está en el edificio de la General Motors. Hay mucha cola, pero vale la pena.
Bert se preguntó si la preciosa mujer del vestido verde habría visto el Futurama. Y en tal caso, qué pensaba de 1960.
Aunque para el cuerpo humano constituía una tremenda paliza viajar hacia atrás y hacia delante en el tiempo, el equipo médico de Aventuras Cronométricas autorizó a Bert para un tercer viaje. La Exposición Universal era demasiado grande para recorrerla en dos visitas, le explicó él a Cindee, lo cual era cierto. Lo que no le contó fue que, al volver al Flushing Meadows de 1939, se pasó el día entero buscando a la mujer del vestido verde.
Desde luego no estaba en ninguno de los edificios dedicados a las grandes obras humanitarias de U.S. Steel, Westinghouse o General Electric. Tampoco, en la plaza de la Luz, en la avenida del Trabajo, la plaza de la Paz o la avenida Continental, ni en ninguno de los lugares donde Bert la había buscado. Así pues, unos minutos antes de las cinco de la tarde, se dirigió a la Laguna de las Naciones, y, en efecto, allí estaba la mujer del vestido verde, sentada en el mismo banco bajo las Cuatro Libertades, en compañía de su joven amiga.
Él tomó asiento en otro banco cercano para escuchar cómo cambiaban impresiones sobre las maravillas de la Exposición; tenían un acento neoyorquino muy pronunciado. Al parecer, no acababan de decidir qué hacer a continuación, antes de que anocheciera y de que las fuentes luminosas ofrecieran un espectáculo técnico de asombroso colorido.
Bert estaba armándose de valor para acercarse a hablarles, cuando ellas se levantaron y, cogidas del brazo, se apresuraron hacia el edificio Eastman Kodak sin dejar de charlar y reír. Observó cómo se alejaban, admirando el porte femenino de la mujer del vestido verde y la gracia de su pelo ondeándole sobre la nuca. Sopesó la idea de seguirlas, pero se le estaba haciendo tarde y tenía que volver a la habitación 1114.
Durante semanas, pensó constantemente en aquella mujer: en su expresiva forma de gesticular y en su pelo ondeante. Quería saber su nombre, conocerla, aunque solo fuese durante una hora de 1939. Cuando Cindee le dijo que iba a sumarse a la excursión a caballo de Kick Adler-Johnson a través de la isla de Cuba, él concertó otra revisión con el equipo médico de Aventuras Cronométricas.
A las cinco menos cuarto de la tarde estaba en el banco de la Laguna de las Naciones, y, sí, justo al dar la hora en punto, la mujer del vestido verde y su joven amiga se sentaron y empezaron a charlar. Bert dedujo que debía de andar por los treinta y pocos años, aunque la moda de la época daba lugar a que todo el mundo pareciese mayor según los cánones modernos. Era más rellenita que Cindee y que la mayoría de las mujeres actuales, pues la dieta de 1939 no tenía demasiado en cuenta las calorías, y el ejercicio físico, entonces, era cosa de atletas y de obreros. Aquella mujer tenía una figura de verdad. Y las curvas le favorecían.
Él ya tenía planeado lo que iba decir en su primera conversación con una mujer a la que había deseado conocer durante más de ocho décadas.
—Disculpen, señoras —dijo—. ¿Saben ustedes si el Futurama está abierto hoy?
—Sí, pero la cola es muy larga —contestó la mujer del vestido verde—. Nosotras nos hemos pasado horas en el parque de atracciones. ¡Qué divertido ha sido!
—¿Ha subido usted al Paracaídas, señor? —La chica no podía estar más entusiasmada.
—No —confesó Bert—. ¿Debería?
—No es recomendable para corazones delicados —dijo la mujer.
—Subes y subes y subes —dijo la chica agitando las manos—. Supones que bajarás flotando despacio, suavemente. Pero no, ¡aterrizas de un porrazo! ¡Patapam!
—Es verdad. —La mujer y la chica se miraron entre risas.
—¿Han visto ustedes el Futurama? —preguntó Bert.
—No queríamos hacer una cola tan larga —dijo la mujer.
—Bueno… —Bert buscó en el bolsillo de su traje cruzado—. Yo tengo un par de pases especiales que no voy a usar.
Sacó los dos tarjetones que Aventuras Cronométricas le había proporcionado en su primer viaje con Cindee: dos entradas en las que aparecían impresos el Trilón y la Periesfera y las letras VIP.
—Muestren estos pases a los empleados que hay al pie de la rampa (quiero decir, del Heliclinio) y ellos las conducirán por un pasaje secreto.
—¡Ay, muy amable de su parte! —exclamó la mujer—. Pero nosotras no somos VIP.
—Yo tampoco, créame —dijo él—. Pero tengo que volver ya a la ciudad. Úsenlos, por favor.
—¿Por qué no, tía Carmen? —dijo la chica, suplicante.
Carmen. Era Carmen el nombre de la mujer del vestido verde. Carmen. Le venía de perlas.
—Me siento como una vulgar intrusa —dijo Carmen, reflexionando—. Pero bueno, ¡vamos! Muchas gracias.
—¡Sí, gracias! —dijo la sobrina—. Yo me llamo Virginia, y esta es mi tía Carmen. ¿Usted cómo se llama?
—Bert Allenberry.
—Bueno, gracias, señor Allenberry —dijo Virginia—. ¡Le debemos nuestro futuro!
Cogidas del brazo, las dos mujeres bajaron por el paseo de la Constitución hacia el Edificio GM, sede del Futurama. Bert las miró alejarse, sintiéndose pletórico, contentísimo de haber vuelto a 1939.
Durante meses fantaseó con la encantadora Carmen, la vulgar intrusa. Aunque físicamente estuviera en la oficina de Salina, en la reunión del consejo en Tokio o en el yate frente a las costas de Miconos, su mente se hallaba en Flushing Meadows, en un banco bajo las Cuatro Libertades, en un día de principios de junio de 1939. Cuando una reunión de accionistas exigió su presencia en Nueva York, reservó un tiempo para hacer otra visita de seis millones de dólares a la habitación 1114.
Todo se desarrolló tal como la otra vez. Bert ofreció a Carmen y Virginia los pases VIP y ambas se alejaron tan contentas, debiéndole a él su futuro. En esta ocasión, sin embargo, quería pasar un poco más de tiempo con la mujer —no mucho, otra media hora nada más— así que se apostó a la salida del Futurama. Las saludó con la mano cuando las vio salir y, alzando la voz, les preguntó:
—¿Qué tal?
—¡Señor Allenberry! —exclamó Carmen—. Creía que tenía que marcharse.
—Bah, yo soy el jefe y he decidido cambiar las normas.
—¿Usted es el jefe? —preguntó Virginia—. ¿De qué?
—De toda la gente que tengo a mis órdenes.
—Ahora que está usted ante dos VIP —dijo Carmen riendo—, ¿puedo invitarlo a un pastel?
—Da la casualidad de que me encantan los pasteles.
—¡Vamos a Borden’s! —sugirió Virginia—. Podremos ver a la vaquita Elsie[14].
Los tres se sentaron con sus porciones de pastel de diez centavos, cortadas en cuñas perfectamente simétricas. Carmen y Bert tomaron tazas de café de cinco centavos; Virginia pidió un vaso de leche y se puso a hablar de las maravillas que traería 1960, según las predicciones del Futurama.
—Espero no seguir viviendo en el Bronx en 1960 —dijo.
La jovencita vivía en el barrio de Parkway con su madre (la hermana de Carmen) y con su padre, que era carnicero. Ella estaba en primaria, era socia del Radio Club y quería ser maestra cuando fuera mayor, suponiendo que pudiera pagarse la universidad. Carmen compartía un apartamento (un cuarto piso sin ascensor) en la calle Treinta y Ocho Este, con dos compañeras que trabajaban de secretarias en una compañía de seguros. Ella era contable en una fábrica de bolsos del centro. Los tres coincidieron en que la Exposición Universal era mejor incluso en la vida real que en los noticieros.
—¿Su esposa está en Nueva York, señor Allenberry?
Bert se preguntó cómo sabía Carmen que estaba casado, pero enseguida recordó que llevaba la alianza de boda proporcionada por Aventuras Cronométricas. Se la había puesto por pura costumbre.
—¡Ah, no! —dijo—. Cindee está con unas amigas. En Cuba.
—Allí fue donde mis padres pasaron su luna de miel —dijo Virginia—. ¡Y yo llegué no mucho después!
—¡Virginia! —Carmen no daba crédito a sus oídos—. ¡Compórtate, por favor!
—¡Es la verdad! —exclamó la joven. Ella ya se había comido todo el relleno del pastel, guardándose la corteza para el final.
—¿Está usted casada, Carmen? —preguntó Bert—. Disculpe, ni siquiera sé cuál es su apellido.
—Perry —dijo ella—. Carmen Perry. Qué modales los míos. Y no, no estoy casada.
Él ya lo sabía, en realidad, porque no le había visto ningún anillo en la mano izquierda.
—¡Mamá dice que si no encuentras pronto a un hombre, no quedará ninguno para ti! —dijo Virginia—. ¡Ya casi tienes veintisiete años!
—¡Chist! —le siseó Carmen y, extendiendo el brazo, le pinchó el mejor pedazo de la corteza y se lo metió en la boca.
—¡Serás sinvergüenza! —dijo la chica riendo.
Carmen se limpió los labios con una servilleta y sonrió a Bert.
—Es cierto. Soy la última gallina del corral.
¿Solo tenía veintiséis años? Él habría jurado que era bastante mayor.
Terminado el pastel, contemplaron a la vaquita Elsie y se dieron una vuelta por la Academia de Deportes. Después de mirar unas filmaciones de esquí acuático, Bert echó un vistazo a su reloj de pulsera de época. Eran casi las seis.
—Ahora sí tengo que marcharme.
—Lástima que no pueda quedarse a ver el espectáculo de luz de las fuentes —dijo la mujer—. Dicen que es precioso.
—Y hay fuegos artificiales todas las noches —añadió Virginia—. Como si fuera el 4 de julio todo el verano.
—Virginia y yo ya hemos elegido un sitio para mirarlo. —Carmen tenía los ojos fijos en él—. ¿Seguro que no puede quedarse?
—Ojalá pudiera. —Realmente lo habría deseado. Aquella era la mujer más preciosa que había visto en su vida. Tenía unos labios no muy delgados, una sonrisa firme y traviesa y unos ojos de color avellana con reflejos verde esmeralda.
—¡Gracias por los pases! —dijo Virginia—. ¡Ha sido divertidísimo ser dos VIP!
—Sí, gracias, señor Allenberry. —La mujer le tendió la mano—. Ha sido muy amable y lo hemos pasado muy bien.
Bert le estrechó la mano, la izquierda, la mano sin alianza.
—He pasado un día espléndido.
En el trayecto hasta Manhattan en taxi, él creía oler aún el perfume de Carmen: una fragancia a lilas con un toque de vainilla.
Después de una serie demasiado larga de bises de los Rolling Stones holográficos, la fiesta de cumpleaños de Kick Adler-Johnson se había prolongado hasta las cuatro de la mañana. Cindee estaba dormida en la cama, con la puerta cerrada y las persianas totalmente bajadas. Bert, en cambio, a las ocho ya se había levantado, duchado y vestido, y sostenía una taza de café en la mano. Desayunó una mezcla de zumos y un bollo proteínico todo-en-uno; mientras bajaba en el ascensor a la planta baja, pidió un SoloCar.
Un instante después de confirmar su destino a Aventuras Cronométricas, el coche circuló en solitario por la Quinta Avenida a una velocidad algorítmicamente segura de treinta kilómetros por hora. Cruzó la ciudad por la calle Cincuenta y Dos, evitando la Cúpula de Times Square, e hizo tres giros a la izquierda antes de detenerse en la Octava Avenida, entre las calles Cuarenta y Cuatro Oeste y Cuarenta y Cinco Oeste.
Bert se bajó del coche ante el edificio que había sido, en orden inverso, el hotel Milford Plaza, el Royal Manhattan y, en 1939, el hotel Lincoln. La mayor parte de la construcción era actualmente una zona de servicio de la Cúpula, con la que lindaba, y albergaba también las oficinas de la Autoridad Portuaria de Times Square.
Aventuras Cronométricas ocupaba las plantas nueve a trece, no por elección ni por comodidad, sino a causa de los prodigios y carambolas de la ciencia. Una buena parte del edificio conservaba exactamente las mismas líneas arquitectónicas que en su época como hotel, y una habitación en particular, la 1114, se había librado por milagro de todas las remodelaciones llevadas a cabo desde la inauguración en 1928. Con todas sus dimensiones intactas, la habitación poseía la autenticidad de volumen necesaria para generar —con precisión milimétrica— el eco de una onda por el continuo espacio-tiempo: un arco que se cruzaba con el 8 de junio de 1939. La gigantesca estructura de tuberías, cables y retículas de plasma necesarias para un viaje en el tiempo se hallaba instalada en el exterior de lo que había sido el antiguo hotel Lincoln, tanto por encima como por debajo, y desembocaba en la habitación 1114. Todo el equipo contaba con un millón aproximado de válvulas relé digitales de acceso shuffle inventadas por Bert Allenberry.
Subió en ascensor a la novena planta y oyó que una voz femenina anunciaba la sede de Aventuras Cronométricas justo antes de que se abrieran las puertas. El lema de la compañía —«El pasado es importante para nosotros»— se hallaba grabado con grandes letras en la pared. Y ahí mismo, bajo el rótulo, estaba esperando Howard Frye.
—Señor Allenberry, me alegra volver a verlo. —Howard había sido el factótum de cada una de las aventuras de Bert—. Espero que se encuentre bien.
—Perfecto. ¿Y usted?
—Acabo de salir de un resfriado. Lo trajo mi hijo del colegio.
—Una de las ventajas de no tener hijos —dijo Bert. Cindee no había manifestado nunca el deseo de ser madre; L’Audrey, su anterior esposa, habría resultado tan horrible en el papel de madre como lo había sido en el de pareja; Mary-Lynn deseaba concebir un hijo con todas sus fuerzas, pero cuando un médico le explicó que la baja concentración del esperma de Bert dificultaba mucho el proceso biológico, se buscó a otro hombre para cumplir ese deseo: volvió a casarse y, rápidamente, parió dos niñas y un niño. En su primer matrimonio, con Barb, Bert había engendrado una niña. Pero el divorcio había estado tan lleno de rencor y animadversión que el único contacto que tenía él con su hija —desde que había cumplido los dieciocho años— eran algunas cenas ocasionales en Londres, donde ella vivía con más que excesiva comodidad gracias a sus cheques.
—¿Quiere que lo acompañe a PreAv? —preguntó Howard.
—El tiempo escasea.
—Curiosa expresión, porque de hecho el tiempo abunda.
En la sala de PreAventura, el equipo médico sometió a Bert a una nueva revisión. Extrajeron y analizaron muestras de sus fluidos, registraron sus constantes cardíacas y estudiaron las otras doce propiedades físicas que se veían afectadas por la progresión/reprogresión. Le pusieron cinco inyecciones para reforzarle el cuerpo en el terreno molecular y le administraron los fármacos contra las náuseas para facilitar los momentos iniciales en 1939. Después se quitó la ropa, los anillos, el reloj y la cadenita de oro que llevaba en el cuello. Ningún objeto actual podía sobrevivir al viaje al ayer, porque sus moléculas podían desbaratar irrevocablemente el proceso. Una vez desnudo, se puso una bata con el logo de Aventuras Cronométricas y se sometió con paciencia a las preceptivas advertencias legales.
Primero pasaban el vídeo —conciso y elegante— que advertía de los peligros y explicaba los protocolos. A continuación venía la lectura de los documentos que repetían palabra por palabra las mismas cláusulas. Bert ya sabía que una persona podía morir durante la reprogresión, aunque nunca hubiera sucedido tal cosa. El aventurero tenía toda una gama de opciones —podía pasarse el día haciendo lo que quisiera—, pero ninguna que afectara a ciertos procesos clave. Poniendo la huella del pulgar, Allenberry reconoció una vez más que lo había entendido y aceptado todo. Entonces Howard entró en la sala Pre-Av con un vaso largo de una especie de batido que protegería el tracto digestivo de Bert ante cualquier germen nocivo de 1939.
—Bueno, vamos al pasado, Howard —dijo Bert alzando el vaso a modo de brindis.
—A estas alturas ya debería ser usted capaz de recitarme todo esto —dijo Howard, y carraspeó. Mientras Allenberry daba sorbos a la bebida saboreada, Howard resumió las condiciones que acababa de aceptar.
—Ha decidido voluntariamente que Aventuras Cronométricas le proporcione una reprogresión física temporal al 8 de junio de 1939, en esta misma localización, durante un período ni superior ni inferior a veintidós horas contabilizadas según el sistema horario estándar. Desde el mismo volumen, a las siete de la tarde del 8 de junio de 1939, efectuará una progresión de regreso a este lugar y a este día. Lo ha entendido, ¿no?
—Sí.
—Aventuras Cronométricas no garantiza en modo alguno que sus vacaciones en el pasado estén libres de riesgos. Su aventura se halla gobernada por las mismas leyes físicas y las normas habituales del mundo real.
—Si me caigo, me rompo una pierna. Si me dan un puñetazo, me parten la nariz.
—Así es. Usted no se hallará bajo supervisión durante esas veintidós horas. Le sugerimos que se atenga a la agenda que le hemos preparado. Otro día en la Exposición Universal, ¿verdad?
—Usted también debería ir, Howard.
El hombre se echó a reír y replicó:
—Siendo como soy afroamericano, la Nueva York de 1939 no ejerce sobre mí la misma fascinación.
—Lo comprendo —dijo Bert. Casi todos los negros que había visto en sus viajes al pasado eran mozos o porteros. Y aunque había algunas familias de color en la Exposición, admirando los mismos pabellones y vestidas para la ocasión, era evidente que andaban buscando la promesa de un futuro distinto.
—Si cambiara de planes (si quisiera ver un espectáculo o vagabundear por el parque, por ejemplo) no hay ningún riesgo siempre que se atenga a los protocolos de la progresión.
—Voy a volver a Flushing Meadows. Quizá la próxima vez vaya a pasear por el parque. —Bert pensaba pasar algún día con Carmen en Central Park y se preguntaba cómo podía arreglárselas para hacerlo. ¡Virginia podría montar en el tiovivo! ¡Y verían el zoo tal como era originalmente!
—¡Ah, sí! La próxima vez. —Howard abrió el expediente de Bert en su tableta—. Señor Allenberry, me temo que ha alcanzado usted su límite de reprogresión en esta franquicia de Aventuras Cronométricas.
—¿Cómo? —exclamó él. Aún le quedaba un tercio del batido.
—Sus cifras en la revisión PreAv del último viaje estaban un poco alteradas —dijo Howard—. Mostraba usted niveles elevados en sangre de trillium y bajos índices de fluidez celular.
A Bert no le gustó cómo sonaba aquello.
—Todo el mundo tiene una constitución distinta, señor Allenberry. De hecho, algunos de nuestros clientes solo han recibido autorización para contratar nuestros servicios dos o tres veces. En su caso, con la sexta vez alcanzará el máximo.
—¿Por qué?
—Dinámica molecular, señor Allenberry. El viaje de ida y vuelta a 1939 es un largo trecho para sus tejidos, sus proteínas corporales, su densidad medular y sus terminaciones nerviosas. No podemos correr el riesgo de desgastarlo más. Es posible, en teoría, que una séptima e incluso una octava expedición a la Exposición Universal no le causara ningún daño, pero nuestra póliza de seguros no lo permite. Esa es la mala noticia.
Bert estaba pensando en Carmen, en Virginia: en ellos tres comiendo pastel y admirando a la vaquita Elsie. Bueno, volvería a hacer todas esas cosas una vez más. Era una mala noticia, sin duda.
—La buena noticia —dijo Howard alegremente— es que sus aventuras cronométricas no tienen por qué terminar en la Nueva York de 1939. Está Nashville en 1961 donde podría asistir al Grand Ole Opry[15]. Estamos abriendo una franquicia en Gunnison, Colorado: una preciosa cabaña de 1979. No hay gran cosa allí, pero los paisajes son impresionantes.
Bert había dejado de beber. Estaba pensando en Carmen, en su fragancia de lilas y vainilla, en sus ojos de color avellana.
—Lo lamento, señor Allenberry, así son las cosas. El pasado es importante para nosotros, pero que usted goce de una larga vida lo es mucho más.
—En ese caso, necesito llevarme allí otra cosa.
Bert notó cómo se le tensaba el traje de compresión a medida que todos los átomos de la habitación 1114, incluidos los suyos, eran zarandeados por la tecnología de Aventuras Cronométricas. Ya había aprendido a no dejarse llevar por el pánico durante la reprogresión, pero todavía no se había acostumbrado al frío que se sentía: un frío tan terrible que le ocasionaba la pérdida de la concentración y el sentido de la orientación. Sabía que estaba tendido en lo que habría de convertirse en una cama en 1939, pero parecía como si todo se precipitara en el vacío. Hizo un esfuerzo para mantenerse despierto, para ver cómo iba retrocediendo la habitación en el tiempo. Pero, igual que las otras veces, se desmayó.
Cuando notó un dolor de cabeza palpitante, supo que estaba de nuevo en 1939. Esos dolores de cabeza eran brutales, pero por suerte efímeros. Se zafó del traje de compresión —como un traje de submarinista, pero más ajustado— y se sentó desnudo en el borde de la cama, aguardando a que cesara la sensación de que le machacaban el cráneo con un martillo de bola.
Como en las ocasiones anteriores, había un traje cruzado en el perchero del armario abierto, y zapatos y calcetines en la parte inferior. De una fina percha de alambre colgaba la camisa y la corbata. La ropa interior estaba en una cesta colocada sobre una silla. En la mesita de noche estaban el reloj, una alianza de boda, un anillo de sello y una cartera que contenía su documento de identidad y otros objetos propios de la época, fabricados con materiales anteriores a la Segunda Guerra Mundial. También había dinero, cincuenta dólares en total, en graciosos billetes de papel que habían sido en su día de curso legal, así como monedas sueltas: medio dólar, en el que aparecía el grabado de una dama sujetando una espiga de trigo y mirando hacia el sol poniente; varias piezas de diez centavos, con la cabeza del dios Mercurio, y otras de cinco centavos e incluso de uno, que en 1939 tenían valor real.
Recogió el traje de compresión, lo metió en la maleta vintage que se hallaba en la mesita del equipaje, y lo guardó hasta que volviera a ponérselo para la progresión. Se puso el reloj de pulsera, que marcaba la hora correcta, las nueve y tres minutos de la noche, así como el anillo de sello en la mano derecha. Se acordó, en cambio, de dejar la alianza de oro donde estaba.
Vio encima del escritorio el sobre que debía de contener sus pases VIP para la Exposición. Había pedido tres para este último viaje a 1939.
La ventana que daba a la Octava Avenida estaba entornada y entraba un poco de aire nocturno (en esa habitación que no conocía aún el aire acondicionado), y también el ruido del tráfico de Times Square. Bert quería vestirse, salir del hotel y caminar hasta la calle Treinta y Ocho Este, donde vivía Carmen en un apartamento, pero le dolía todo el cuerpo. ¡Maldita física! Se sentía muy cansado, como las otras veces. Se tumbó en la cama y volvió a quedarse dormido, como las otras veces.
Cuando despertó, entraba una luz indecisa por la ventana y reinaba el silencio en la ciudad. Se sentía totalmente normal, como si se hubiera tomado una Green Tab y hubiera dormido diez horas reparadoras. Su reloj marcaba las siete menos diez. Era la mañana del 8 de junio de 1939, y tenía doce horas enteras para encontrar a Carmen y a Virginia. Alzó el pesado auricular del teléfono, pulsó el único botón y conectó con la operadora del hotel. Una vez más, pidió café al servicio de habitaciones. Al cabo de los cinco minutos de siempre, se presentó en la puerta un camarero de uniforme llamado Percy, con una bandeja que contenía una cafetera de plata, una jarra de nata auténtica, terrones de azúcar, un vaso de agua y la edición matinal del New York Daily Mirror. En las cinco ocasiones anteriores, Bert le había dado diez centavos de propina al camarero, suscitando una respuesta educada: «Gracias, señor Allenby». Esa mañana, sin embargo, le puso en la palma de la mano una moneda de medio dólar y el hombre abrió unos ojos como platos: «¡Oh, señor Allenby, debe de estar usted forrado!».
La nata auténtica convertía el café en una densa y divina delicia. Bert disfrutó una segunda taza mientras el agua de la ducha se calentaba, lo cual, con la fontanería de 1939, tardaba unos minutos. Después de la ducha, se vistió. Le habían enseñado a atarse la corbata, que personalmente consideraba una prenda absurda; en cambio, le encantaba el traje cruzado, que se lo habían confeccionado para él casi un siglo más tarde. Las telas eran de la época; los calcetines no contenían demasiada fibra elástica, y los zapatos eran como lanchas cañoneras: anchos y pesados, pero cómodos.
Mientras bajaba, volvió a percibir el olor del tónico capilar del ascensorista. A él no le parecía tan apestoso.
—Vestíbulo, señor —dijo el hombre abriendo la puerta de rejilla.
Bert ya estaba familiarizado con todos los olores del hotel Lincoln, y le gustaban: el humo de los puros combinado con la lana de las alfombras, las flores elegantemente dispuestas por doncellas vestidas de negro, la fragancia floral de las damas ataviadas con exquisitez que se disponían a iniciar su jornada en Manhattan… Afuera, en la Octava Avenida, los taxis desfilaban lentamente y los autobuses subían hacia la parte alta de la ciudad, arrojando los humos de la gasolina.
Bert dobló a la derecha al salir del hotel y otra vez al llegar a la calle Cuarenta y Cinco Oeste, aspirando el aroma a café torrefacto transportado por la brisa del río Hudson desde la fábrica Maxwell House Coffee de Nueva Jersey: un café que valía la pena de verdad, hasta la última gota.
Esa mañana del 8 de junio de 1939, no iba a desayunar en el hotel Astor, con su famoso reloj y su opulenta decoración. Lo que quería hacer era asomar la cabeza por todos los cafés de la zona que pudiera. Carmen vivía a siete manzanas de allí. ¿Y si andaba por las inmediaciones y decidía tomarse un desayuno rápido antes de viajar en metro al Bronx para recoger a Virginia? Tal vez estaba sentada en una cafetería de Broadway ahora mismo, tomando café y donuts. Podría reunirse con ella allí mismo, sin tener que esperar todo el día a que llegara ese momento de encontrarla en el banco bajo las Cuatro Libertades.
Recorrió Times Square y las calles adyacentes, entrando y saliendo de los cafés, atisbando por las ventanas de las cafeterías, pero no había ni rastro de ella. Dándose por vencido a regañadientes, se sentó en la barra de un local de la Séptima Avenida y pagó veinticinco centavos por un desayuno a base de huevos, salchichas, tortitas, zumo y café.
Mientras dejaba una moneda de diez centavos con la efigie del dios Mercurio, le preguntó a una camarera uniformada con un exceso de carmín en los labios:
—Señora, ¿puedo tomar el metro para ir a la Exposición Universal?
—Cariño, es la mejor manera de llegar —dijo la camarera y, metiéndose la moneda en el bolsillo del delantal, le indicó dónde debía tomar la línea IRT.
El primer viaje de su vida en metro costaba solamente una moneda de cinco centavos (la de la cabeza de indio). En el vagón había un montón de gente y todos despedían un olor peculiar, aunque tal vez se debiera al almidonado de sus camisas recién planchadas. Nadie miraba un móvil ni una tableta. La mayoría de los viajeros leían los periódicos de la mañana: unos descomunales rectángulos de papel prensa; otros, los tabloides de menor formato. También se veían revistas, cuyas páginas contenían más texto que imágenes. Mucha gente fumaba; incluso había algunos hombres que fumaban puros, y dos, en pipa. A juzgar por las guías y folletos que tenían en las manos, muchos pasajeros se dirigían, como él mismo, a la Exposición Universal.
En cada parada, Bert se bajaba un momento del vagón y recorría la estación con la vista, buscando a Carmen y a Virginia, porque ¿quién sabía? Tal vez estaban viajando en la IRT hacia Flushing Meadows. En ese caso, podía pedirles indicaciones y ellas se ofrecerían a guiarlo, ya que iban al mismo sitio; entonces podría confesarles que sus tres pases VIP le quemaban en el bolsillo: ¿por qué no le permitían obsequiarlas con un día libre de molestias, sin colas ni esperas? Y así como así, lo que en el pasado había sido una hora y pico con Carmen se convertiría, en el presente, en un día entero juntos.
Pero Carmen no subió al metro.
—¡Caramba! ¡Mira! —gritó un pasajero. Por la ventanilla se veían el Trilón y la Periesfera: la Exposición. Bert miró la enorme esfera y la torre adyacente, que se recortaban, blancas y relucientes, contra el cielo matinal. Todo el mundo que iba en el vagón echó un vistazo a aquellos dos monumentos únicos.
La IRT dejó a los visitantes en la puerta del Bowling Green, donde Bert pagó los setenta y cinco centavos de la entrada y otros diez por la guía.
Eran las diez y media. A menos que intercediera el destino, faltaban horas antes de que pudiera volver a ver a Carmen. Dio una ojeada al edificio destinado al hogar, donde observó divertido los sofás cama del pabellón dedicado al mobiliario para el hogar. Encontró igualmente hilarantes las exposiciones de radiadores, así como las presentaciones, deslumbrantes para la época, de la Radio Corporation of America y de la American Telephone & Telegraph en el Centro de Comunicaciones, y ante las presentaciones de estilo museístico de la Crosley Radio Corporation.
Se puso en la cola de Democraciudad, el diorama sociológico que estaba en el interior de la Periesfera. Enseguida se puso a charlar con los Gammelgard, una familia de seis miembros, incluyendo a los abuelos, que había venido en tren desde Topeka, Kansas, para pasar una semana en la exposición. Este era su primer día, y el abuelo Gammelgard le dijo a Bert:
—Joven, yo jamás habría soñado que el Señor fuera a concederme la oportunidad de ver un sitio como este.
A Allenberry le gustó que lo consideraran un «joven». Sus 756 000 millones le permitían sufragar todos y cada uno de los procedimientos del mundo para no aparentar sus sesenta y un años.
Explicó a aquellos oriundos de Kansas que tenía amigos en Salina, lo que suscitó una invitación para cenar en casa de los Gammelgard, si alguna vez pasaba por Topeka.
Durante toda la mañana, examinó a cualquier mujer que llevara un vestido verde con la esperanza de encontrar a Carmen. Visitó todos los edificios de la plaza del Poder, la plaza de la Luz y la avenida del Trabajo, donde las señoritas uniformadas de Swift & Co., hacían una demostración de cómo cortaban y empaquetaban el beicon fresco. A mediodía, gastó dos monedas de cinco centavos en perritos calientes en el restaurante Childs, y luego comparó el corte de su traje cruzado con las modas del futuro según los profetas del atuendo masculino. Recorrió a pie todo el trecho hasta el parque de atracciones, y se dirigió a la altísima torre de hierro del Paracaídas. Las atracciones constituían la zona más popular de la Exposición y la multitud era densa y variopinta. Bert deambuló en círculo por la zona una y otra vez, deteniéndose repetidamente en la torre del Paracaídas, con la esperanza de divisar a Carmen y a Virginia, ascendiendo hacia lo alto, y luego ver cómo caían y aterrizaban de un porrazo, ¡patapam! Pero no las vio ninguna vez. Emprendió un último y lento paseo por la zona para dirigirse después hacia los jardines centrales.
¡Y entonces la vio! Al principio no descubrió a Carmen, sino a su sobrina. Él estaba cruzando el puente del anfiteatro, donde se celebraba el festival acuático, cuando pasó por su lado una vagoneta múltiple: ¡Virginia iba sentada en la barandilla, y, sí, Carmen estaba a su lado! Así que habían estado en el parque de atracciones, después de todo, y ahora iban hacia la plaza de la Luz. Bert consultó el reloj. ¡Si pillaba la vagoneta, podría encontrarse con la mujer casi una hora antes! Echó a correr.
Siguió al vehículo a lo largo de toda la avenida del Trabajo, pero las acabó perdiendo de vista en el Centro Schaefer, en la avenida Arcoíris. No podía mantener el ritmo. La vagoneta siguió adelante, pasando por la plaza de los Estados, y se detuvo en el paseo de la Constitución, donde se vació y subieron nuevos pasajeros. ¡Tenían que estar cerca! Sudando profusamente debido a su traje cruzado, Bert miró en Beech-Nut (la empresa de chicle), en la Palestina judía, el YMCA, el templo de la religión y en la Administración del Progreso en el Trabajo, pero no hubo suerte. Resignado ante la singularidad del continuo espacio-tiempo, ya se daba media vuelta hacia los bancos de la Laguna de las Naciones cuando la vio justo delante de él.
Carmen salía de Brasil, llevando a Virginia de la mano. Iba riéndose. Dios bendito, cómo se reía esa mujer y qué adorable era su sonrisa. Estuvo a punto de llamarla por su nombre, pero como recordó que aún tenían que conocerse, se situó detrás de ellas, a pocos metros, y las siguió por la pasarela tendida sobre el río artificial que alimentaba la Laguna de las Naciones. No entró tras ellas en Gran Bretaña, sino que se dirigió al banco. Unos minutos después, ella apareció de nuevo con Virginia. Justo a la hora.
—Disculpen, señoras —dijo Bert de inmediato, cuando ambas mujeres aún se estaban sentando—. ¿Saben ustedes si el Futurama está abierto hoy?
—Sí, pero la cola es muy larga. Nosotras nos hemos pasado horas en el parque de atracciones. ¡Qué divertido ha sido!
—¿Ha subido usted al Paracaídas, señor?
—No. ¿Debería?
—No es recomendable para corazones delicados.
—Subes y subes y subes. Supones que bajarás flotando despacio, suavemente. Pero no, ¡aterrizas de un porrazo! ¡Pata-pam!
—Es verdad.
—¿Han visto ustedes el Futurama?
—No queríamos hacer una cola tan larga.
—No me lo quiero perder. —Bert buscó en el bolsillo de su traje cruzado—. Yo tengo unos pases especiales.
Bert les mostró tres entradas en las que aparecían impresos el Trilón y la Periesfera y las letras VIP.
—Me han dicho que con estos pases podemos acceder al Futurama a través de un pasaje secreto. Sin esperar. Tengo tres. Y estoy solo. ¿Quieren acompañarme?
—¡Ay, muy amable de su parte! Pero nosotras no somos VIP.
—Yo tampoco, créame. No sé cómo tengo estos pases.
—¿Por qué no, tía Carmen?
—Me siento como una vulgar intrusa. Pero bueno, ¡vamos! Muchas gracias.
—¡Sí, gracias! Yo me llamo Virginia y esta es mi tía Carmen. ¿Usted cómo se llama?
—Bert Allenberry.
—Bueno, gracias, señor Allenberry —dijo Virginia—. ¡Le debemos nuestro futuro!
Siguieron charlando mientras caminaban por el paseo de la Constitución, bajo la enorme estatua de George Washington, y alrededor del Trilón y la Periesfera. Virginia le explicó todo lo que habían visto de la Exposición, aunque la mayor parte del tiempo la habían pasado en el parque de atracciones.
—¿Han visto ustedes el Electro, el hombre mecánico? —les preguntó Bert—. Es capaz de sumar con sus dedos de acero.
El edificio de la General Motors estaba situado junto al de la Ford Motor Company. La Ford mostraba a los visitantes cómo se fabricaban los automóviles y les permitía conducir por una endiablada y sinuosa carretera que rodeaba el edificio. La GM trasladaba a los visitantes al futuro, ascendiendo por una larga rampa —una tan moderna que se llamaba Heliclinio—, hasta una hendidura que se abría en la estructura majestuosamente, como si fuese la puerta de la Tierra Prometida. La cola de gente que esperaba para ver el Futurama parecía compuesta por millones de personas.
Sin embargo, les bastó mostrar las tarjetas VIP para que una guapa empleada con el uniforme de la GM los llevara a los tres a una puerta de la planta baja.
—Espero que no estén cansados —dijo la joven empleada—. Tenemos unas cuantas escaleras que subir.
La maquinaria del Futurama resonaba a base de golpes y zumbidos en torno a ellos. A través de las paredes, les llegaba una música y el murmullo de un locutor.
—Observarán que la narración grabada coincide exactamente con lo que están viendo —dijo la joven—. La General Motors se siente muy orgullosa de toda la ingeniería introducida en el Futurama. Es absolutamente moderna.
—¿Conduciremos un coche? —preguntó Virginia.
—¡Ya lo verá! —La chica abrió la puerta, que daba directa al punto de partida del recorrido. A través de la abertura, entraba la luz del sol y la riada de gente—. Disfruten de su estancia.
No había automóviles propiamente dichos, sino un larguísimo tren con vagones que venían a ser como sofás tapizados y encerrados en cápsulas. Los visitantes iban subiendo a los vagones, que no cesaban de moverse y pasaban a través de la abertura de un túnel.
Los tres intrépidos viajeros se subieron a uno de esos vagones: primero Virginia y luego Carmen, seguida por Bert. En un instante se hallaron a oscuras. Sonó una música y una voz les dio la bienvenida a la Norteamérica de 1960. La voz se oía con tal claridad que era como si el locutor estuviera con ellos en el vagón.
Apareció ante ellos una ciudad: un mundo en miniatura que se extendía hasta el horizonte. Los rascacielos del centro se alzaban como trofeos, algunos conectados entre sí por puentes elevados. El narrador explicaba que dentro de pocas décadas las ciudades americanas serían planeadas y construidas a la perfección hasta en sus últimos detalles. Las calles estarían limpias y ordenadas. Por las autopistas fluirían modernos automóviles —coches de la GM, todos ellos—, sin que se produjeran atascos de tráfico. El cielo estaría a rebosar de aviones que transportarían mercancías y pasajeros a terminales situadas tan estratégicamente como las estaciones de servicio. El campo estaría salpicado de granjas, viviendas y centrales eléctricas, que proporcionarían toda la comida, el espacio y la electricidad que necesitarían los americanos de 1960.
Las casas, las torres, los coches, los trenes y los aviones estaban llenos de una feliz e invisible población que había domado el caos del pasado: no solo habían descubierto cómo construir el futuro, sino también cómo habitarlo en paz todos juntos.
Virginia permanecía clavada en su asiento mientras el futuro iba desfilando ante sus ojos. Carmen le sonrió y también miró a Bert. Se inclinó y le susurró al oído:
—Ella vivirá allí. Y le está gustando lo que ve.
Estas palabras le llegaron a Bert como otros tantos besos de inaudita suavidad. La narración se había interrumpido y la había sustituido el sonido de los violines y los chelos de la banda sonora. Captó el perfume de Carmen, ese leve aroma a lilas y vainilla, y sintió la proximidad de aquellos labios en la mejilla.
—¿Cree que todo eso sucederá? —le preguntó ella en voz baja—. ¿Exactamente así?
Bert se inclinó sobre el oído de la mujer, que estaba rodeado de rizos negros, y respondió también susurrando:
—Si sucede, será maravilloso.
Cuando salieron, las sombras de la tarde se incrementaban. Mientras cruzaban el puente de las Ruedas sobre la autopista Grand Central Parkway, Virginia dijo que ella tendría treinta años en 1960.
—¡Me gustaría poder saltar en una máquina del tiempo ahora mismo y plantarme allí!
Bert consultó la hora. Faltaban cuatro minutos para que fueran las seis de la tarde. En las ocasiones anteriores, a esa hora ya estaba metido en un taxi, volviendo a la habitación 1114; y a las siete ya se había desvestido y quitado los accesorios que le habían proporcionado para la aventura, como los anillos y el reloj de pulsera; había vuelto a ceñirse el traje de compresión y estaba tendido en la cama, cuidadosamente situada, para efectuar la progresión y abandonar el año 1939. Debería marcharse ahora mismo; la parada de taxis estaba justo frente a la verja, al otro lado de la Chrysler Motors. Pero en lugar de irse, le preguntó a Carmen cuándo empezaba el espectáculo de las Fuentes de Luz.
—No empieza hasta el anochecer —dijo ella—. Bueno, y ahora que está ante dos VIP, ¿puedo invitarlo a un pastel?
—Da la causalidad de que me encantan los pasteles.
—¡Vamos a Borden’s! —sugirió Virginia—. Podemos ver a la vaquita Elsie.
Mientras tomaban pastel y café, Bert redescubrió los detalles de la vida de Carmen y de su sobrina: el Radio Club, las compañeras del piso de la calle Treinta y Ocho Este… Todo era tal como la vez anterior. Pero entonces el pasado dio un giro.
—¿Hay alguien especial en su vida, señor Allenberry?
Él la miró a los ojos. Enmarcados por la decoración de Borden’s, adquirían en ese momento el matiz más intenso de los reflejos del verde.
—¡Quiere decir si está casado! —exclamó Virginia, burlona.
—¡Virginia! Disculpe, señor Allenberry. No quiero ser indiscreta, pero veo que no lleva alianza y, bueno, he pensado que un hombre como usted seguro que ha de tener a alguien especial.
—Así lo he creído muchas veces —dijo Bert con tristeza—. Estoy buscando eternamente, supongo.
—Ustedes, los solteros, son afortunados. Pueden esperar y esperar a que aparezca la chica adecuada sin que nadie se burle. —Recitó toda una lista de nombres de estrellas del cine y del deporte que todavía no se habían casado: nombres que Bert no reconoció—. En cambio, nosotras, las mujeres… Si esperamos demasiado nos convertimos en solteronas.
—¡Mamá dice que si no encuentras pronto a un hombre, no quedará ninguno para ti! —dijo Virginia—. ¡Ya casi tienes veintisiete años!
—¡Chist! —le siseó Carmen y, extendiendo el brazo, le pinchó el mejor pedazo de la corteza del pastel y se lo metió en la boca.
—¡Serás sinvergüenza! —protestó Virginia riendo.
Carmen se limpió los labios con una servilleta y sonrió a Bert.
—Es cierto. Soy la última gallina del corral.
—¿Qué edad tiene usted, señor Allenberry? —preguntó Virginia—. Yo diría que es como el señor Lowenstein, el director de mi escuela. Tiene casi cuarenta. ¿Usted ya los ha cumplido?
—¡Jovencita, te voy a tirar a la Laguna de las Naciones! Disculpe, señor Allenberry. Mi sobrina tiene que adquirir todavía un poco de tacto. Tal vez en 1960.
Él se echó a reír.
—Verá, yo soy como su tía Carmen. El último gallo del corral.
Todos se rieron a carcajadas. Carmen lo cogió de la muñeca.
—¡Menudo par estamos hechos! —dijo.
Bert tendría que haberse excusado en ese mismo momento. Ya pasaba de las seis de la tarde. Suponiendo que encontrara un taxi, llegaría a la habitación 1114 justo a tiempo para la progresión. Pero este era su último día con Carmen. Nunca volvería a ver a la mujer del vestido verde.
Ahora bien, Bert Allenberry era un hombre inteligente; muchos decían que un genio. Su invención de la válvula relé digital de acceso shuffle no solo había cambiado el mundo, sino que le había granjeado la embelesada atención de los asistentes a las grandes convenciones de emprendedores y líderes de opinión celebradas en Davos, Viena, Abu Dabi y Ketchum, en Idaho. Tenía equipos de abogados a sus órdenes, investigadores y promotores que convertían sus ideas y fantasías en realidades. Su fortuna era superior al Producto Interior Bruto de la mayoría de las naciones del mundo, incluidas aquellas donde él poseía fábricas e industrias. Había hecho donaciones a las mejores causas y había dado nombre a edificios que ni siquiera se había molestado en visitar. Poseía todo lo que se suponía que un hombre —un hombre rico— podía poseer, necesitar o desear.
Excepto tiempo, claro.
Aventuras Cronométricas le aseguraba que disponía de veintidós horas del 8 de junio de 1939 para hacer lo que quisiera. Pero ahora lo que él quería era quedarse un poco más. Tenía que haber un cierto margen, ¿no? A fin de cuentas, la progresión —¿o era la reprogresión?, nunca lo recordaba— no podía empezar hasta que su cuerpo, todos sus átomos y moléculas, estuvieran situados en la habitación 1114 del hotel Lincoln de la Octava Avenida. Ya sabía por qué Aventuras Cronométricas ponía todas aquellas condiciones… ¡para cubrirse las espaldas! ¿Por qué debía ponerse ese ajustado traje de compresión y estar en esa cama a la hora en punto? ¿Acaso era la Cenicienta? ¿Por qué no podía volver tranquilamente a la habitación, digamos, a medianoche, colocarse ese traje de goma y salir disparado hacia el futuro? ¿Cuál era el problema?
—¿Ha visto la Cápsula del Tiempo? —le preguntó a Virginia.
—He leído sobre ella en la escuela. Estará enterrada durante los próximos cinco mil años.
—Tienen expuesto su contenido en la Westinghouse. Y también el robot Electro. ¿Sabe lo que es la televisión? Tiene que ver la televisión sin falta. —Bert ya se levantaba de la mesa—. ¿Qué?, ¿vamos a la Westinghouse?
—¡Vamos! —Los ojos de Carmen sonreían de nuevo.
La Cápsula del Tiempo estaba llena de tonterías: historietas de Mickey Mouse, cigarrillos y colecciones enteras de libros impresas en microfilm.
Aunque la Cápsula del Tiempo y el Electro eran impresionantes, fue la televisión lo que de verdad entusiasmó a Virginia. Vio a su tía y al señor Allenberry en una pequeña pantalla, en blanco y negro, como si fueran dos actores en una película, aunque sus imágenes aparecían en miniatura, en un aparato no más grande que la radio de su casa. En realidad, ellos se hallaban en otra habitación, ante un tipo de cámara que no había visto en su vida y, al mismo tiempo, estaban delante de ella. La visión era fascinante. Cuando cambiaron de lugar, Virginia saludó con la mano y habló por el micrófono:
—Hola, soy yo, en la televisión. ¡Estoy saludando desde aquí y vosotros podéis verme desde ahí!
—¡Mírate! —dijo Carmen—. ¡Estás preciosa! ¡Y qué mayor! ¡Ay, Bert! —Se volvió hacia él—. ¡Parece imposible, pero es cierto!
Él no miraba a Virginia en la pantalla, sino a Carmen. Le encantaba no ser ya el «señor Allenberry».
Al echar un vistazo a su reloj, vio que pasaban seis minutos de las siete de la tarde. El plazo límite había concluido, ya se habían agotado las veintidós horas, y, mira por dónde, ¡sí que había margen de maniobra!
Visitaron los edificios DuPont, Carrier y Petroleum Industry, ninguno de los cuales exhibía nada tan impresionante como la televisión. El Edificio de Cristal, la exposición Tabaco Americano y la de la Continental Baking, de productos de pastelería, eran meros pasatiempos. Cuanto más tiempo pasaran allí, más pronto llegaría el anochecer y tendría lugar el espectáculo de luz.
Después de mirar las filmaciones de esquí acuático proyectadas en la Academia de los Deportes, Bert compró tarrinas de helado, que devoraron los tres con cucharillas de madera.
—¡Ese es nuestro sitio para el espectáculo! —exclamó Virginia señalando un banco para los tres. Bajo la luz índigo vespertina, abarcaban desde allí todo el trecho desde la Laguna de las Naciones hasta la gigantesca escultura de George Washington, cuya silueta se recortaba contra la Periesfera como pasando revista a la gran nación que él había engendrado. Al caer la noche, los edificios de la Exposición se convirtieron en otros tantos trazos intensamente iluminados en medio de la creciente oscuridad. Al fondo, los rascacielos de Manhattan titilaban en el horizonte, mientras que los árboles de los jardines, adornados con luminarias, parecían resplandecer desde su interior con luz propia.
Bert Allenberry quería que esa noche durase siempre, toda la eternidad. Quería sentarse junto a Carmen en la Laguna de las Naciones y escuchar el murmullo de la Exposición, con ese aroma a lilas y vainilla flotando en el aire cálido de 1939.
Cuando Virginia recogió las tarrinas de helado y las fue a tirar a una papelera, ellos dos se quedaron solos por primera vez. Él le cogió la mano.
—Carmen —dijo—, ha sido un día perfecto. —Ella lo miraba fijamente. ¡Oh, Dios, esos ojos de color avellana!—. Pero no ha sido por el Futurama. Ni por la televisión.
—¿Por la vaquita Elsie? —musitó Carmen, casi sin aliento, con una acogedora sonrisa.
—¿Me permitiría que las lleve a casa después, cuando cierre la Exposición?
—¡Oh, no, sería abusar! Mi hermana vive en las profundidades del Bronx.
—Iremos en taxi. Luego puedo dejarla a usted en su casa. En la calle Treinta y Ocho Este.
—Sería muy amable de su parte, Bert.
Él deseaba estrecharla entre sus brazos, besarla. Tal vez lo haría en el taxi hacia la calle Treinta y Ocho Este. O tal vez en la habitación 1114. O mejor aún, en la planta cien de su edificio del 909 de la Quinta Avenida.
—Me alegro de haber venido hoy a la Exposición. —Bert sonrió—. Así he podido conocerla.
—Yo también me alegro —susurró ella sin retirar la mano de la suya.
La música empezó a sonar por unos altavoces ocultos alrededor de la Laguna de las Naciones. Virginia regresó corriendo al banco justo cuando los chorros que lanzaban los surtidores hacia el cielo se iluminaban y se convertían en columnas de color. Todos los visitantes se detuvieron a contemplar el espectáculo. Unos proyectores transformaban la superficie de la Periesfera en un baile luminiscente de nubes.
—¡Uau! —Virginia estaba embelesada.
—Precioso —dijo Carmen.
Los primeros fuegos artificiales estallaron en lo alto y, derramando una cascada de cometas, se disolvieron en humo.
Fue entonces cuando Bert sintió en la frente el golpe de un martillo de bola. Los ojos se le estaban secando por momentos y le escocían espantosamente. Empezó a sangrar por la nariz y las orejas. Se le entumecieron las piernas. Tuvo la impresión de que la parte inferior de la espalda se le separaba de las caderas. Un dolor ardiente le atravesó el pecho, como si las moléculas que componían sus pulmones estuvieran disgregándose. Le dio la sensación de que caía en el vacío.
Lo último que oyó fue la voz de Virginia gritando: «¡Señor Allenberry!». Lo último que vio fue el terror en los ojos de color avellana de Carmen.