DIECISEIS
LA CARA DEL ENEMIGO
¿Como habra sido el viejo en la cama?, preguntó Diana Bronstein cuando ella y Nun recalaron en la lúgubre quinta del Camino de Cintura, ya casi a medianoche, el 3 de junio. Tiraron en el suelo un colchón de estopa, Nun prendió la estufa, Diana tendió las sábanas de flores amarillas, y mirándose los cuerpos desamparados, se tuvieron amor y lástima, buscaron calor en las fogatas que les brotaban de cada poro, se abrazaron y se libaron hasta que les cayó encima el amanecer. Afuera, para variar, los árboles destilaban broma.
(Ahora los gallos rompen el día con otras gargantas. A la cabeza de la columna sur, Diana y Nun avanzan tomados de la mano entre los eucaliptos. La excitada muchedumbre que los sigue ha dejado atrás las casas últimas de Monte Grande y cubre todo el anchuroso piélago de la ruta 205, cuya desembocadura es el altar del palco, en Eseiza. Hay más de veinte mil y van creciendo. En las encrucijadas les llueven limos, islotes, manantiales, afluentes de toda laya. Cantan, vuelan a la luz de los bombos, dejan que la felicidad les salga por donde quiera. Y vos sos otra, Diana. No la que preguntaste):
¿Cómo habrá sido Perón en la cama? Claro que no te hablo de estos últimos años, che, bruto, cara de vidrio molido, por burlarte así te meto la punta de la lengua en el ombligo. Te quiero decir antes, cuando él estaba en la flor de la edad. ¿Con quién se había enganchado entonces? Aquélla, Nun, la que tenía un apodo de lo más sensual. Eso: la Piraña. Vaya a saber por qué la llamarían Piraña tendría el apetito abierto entre las piernas.
Pero eso no te da derecho a tocarme. Quieto. Voy a untarte con chocolate frío y a derretírtelo. Mirá cómo te has puesto. Ni siquiera se puede hablar con vos. Para un cacho. ¿Te lo representaste al Viejo alguna vez así, tieso, acariciando, boyando con la lengua? Qué querés. Son lujos que hasta el más desgraciado puede darse pero no un personaje de la historia. A ellos sólo se les escribe la virtud. Los libros no se acuerdan de Freud en ese punto, como si el sexo fuera mierda, Nun. Error, error. Sin la libido no llegas a ninguna parte.
Así, milico frustrado. Acariciame despacito. Gracias a Dios frustrado. Si fueras un milico realizado ya me estaria muriendo de aburrimiento. Cuando soñaba con el infierno, era la esposa de un milico. Fregaba y fregaba sables el día entero, quiero decir el sueño entero, sólo para consolarme. O era la esposa de un historiador, con toga, rascando con la uña la última verdad. Yo era una ratita con un gorro frigio y me sentaba en la puerta de la vereda gritando: Que nadie pase, porque adentro está mi marido y la verdad no se comparte. Y yo que comparto cualquier cosa que no seas vos, me despertaba sudando hielo. Ahí, tocame ahí. No te movás de ese lugar. Ven. Ahora.
A las tres de la mañana, el olor a sexo sublevó a Nun otra vez, y como Diana estaba ya recostándose sobre los sopores de su lava roja, volviéndose un ovillo dentro de los larguísimos hilos de su lava, Nun le lamió la oreja y la fue atrayendo con un susurra artero: No creo que sucediera nada especial con el viejo en la cama. Lo cual bastó para poner a Diana en súbita disposición de amor, enhiestos los sentidos, e ir desperezándose de su deseo bajo el follaje cada vez más tierno de Nun, así, cuidáme. Bueno, enloquecéte de una vez, ya, todavía no te vayas, ahora, todavía no, quedáte hasta mañana.
Diana se propuso estar alerta y acordarse de cómo avanzaba en ella la felicidad pero cuando llegó a puerto no tuvo nada para recordar, el límite de la felicidad era un río, un desconocimiento de sí, una orilla de olvido, una levitación hacia la propia hondura. Y cuando empezó a recobrarse, lo único que sintió fueron versitos de caramelos y letras de tango. Estupideces como:
Que no renazca el sol, que no brille la luna,
si un tirano como éste siembra nueva infortuna.
Se lamió los malos pensamientos como una gata y sentándose contra la pared, brazos cruzados, ceño amenazante, volvió a la carga:
Pero vos me contaste que al Viejo lo erotizaban los pies, y eso ya es una señal de imaginación. Que se acostumbro a dormir con la Piraña poniéndole los pies en la cara y viceversa. ¿Haría lo mismo con Evita? Che, despertáte. ¿A vos qué te parece?
Yo qué sé. Depende. A lo mejor los pies de Evita no eran lindos.
Eran perfectos, resolvió Diana. No hubo nada en Evita que no fuera perfecto.
Se mantuvieron en vela, navegaron toda la noche con las carabelas prendidas, entraron y salieron de sus mutuos mares lamentándose de que aún les quedara tanto por explorar, que Nun se hubiera perdido las Siete Ciudades de Diana y ella el César Blanco de Nun, que no me tocases un poquito más el Dorado, que no te haya bebido la Fuente de la Eterna Juventud.
Cuando amaneció se bañaron juntos, Nun enjabonó los pies de Diana y emergió con una burbuja en la punta de la nariz. Ella suspiró, batiendo el cobre del pelo derretido por el agua: Suerte que no somos próceres. A dónde iríamos a parar si los libros de historia nos condenaran a un sexo de ángel como a Manuel Belgrano, a morir vírgenes como Paso y Moreno, a tener hijos por un descuido de la naturaleza como le sucedió al pobre San Martín...
(En la lontanaza, Vicki Pertini y el Cabezón Iriarte aparecen con las banderas desplegadas, a la vanguardia de una flota de Leylands. Detrás, sobre las sequedades del arroyo Las Ortegas, se oye rugir a otra multitud procelosa, el cielo sigue azul, la verdad en estado pum no ha sido corrompida por la falsía de los documentos, la vida empieza, siento un entusiasmo tan grande que hasta las ganas de fumar se me han ido de la cabeza. Todo se me ha ido menos vos, Nun, alcornoque con ojos, gato de albañal.)
Vamoz a ver la cara del enemigo.
Hay dos helicópteros aprontados en el sector militar del aeropuerto, con los motores calientes. En torno, una guardia de infantes va y viene bajo el sol. Las órdenes de los walkie-talkies se entretejen y se encabalgan en el aire donde la gasolina llueve, intermitente, y el humo raya los entendimientos.
Zoldado, avize que vamoz a zalir.
El teniente coronel monta en el helicóptero mejor anillado. La guardia se abre en abanico. Las aspas se despeinan. Lito Coba, de un salto, se instala junto al jefe. Tras los asientos hay cajas de granadas lacrimógenas, municiones, varias Itakas, dos Magnum.
La guerra, murmura Lito.
El helicóptero alza vuelo.
Zon elloz loz que la quieren. En la cabeza de un zurdo no entra maz penzamiento que la guerra.
No bien despegan, el viento va llevándolos hacia el palco. El teniente coronel viaja vestido ya con ropa de ceremonia: traje de solapas anchas y una corbata ornada de caballos. Tan férrea es su coraza de gomina que ni los ventarrones del helicóptero se han atrevido a despeinarlo.
A la vista de la muchedumbre, el piloto no puede reprimirse: ¡Dios mío, son millones!
Un río de peregrinos corre por los campos, qué fiebre. Nunca se ha visto a tantos rodar por el enorme cauce de la autopista, vadear los arroyos con los zapatos en la cabeza. Las leyendas de los estandartes no inquietan ya al teniente coronel: enarboladas, se mezclan y se anulan. Desde su tabernáculo blindado, Perón sólo podrá leer un remolino de letras. Y la acústica de los estribillos se confundirá con la melodiosa batuta de Leonardo Favio. Ahora mismo, por los altoparlantes, se oyen, abajo, los redobles del animador: Fuiste mía los muchachos / un verano unidos triunfaremos.
Las pocas carpas que aún no han sido recogidas bailan, abombadas por el viento. De los kioscos brotan lunares de humo. El olor de los chorizos asciende al cielo en cuerpo y alma. En el horizonte del ancho río una flota de camiones cierra el paso. Detrás, caravanas de taxis desesperados socavan la banquina en busca de una salida. Imposible moverse.
Lito ha ido registrando cada zumbido sospechoso en el enjambre. Con los prismáticos, ha identificado bajo los carteles de Montoneros a un coro revoltoso de Berazategui, el Riachuelo Azul, que rompe la armonía de la concentración con estribillos hostiles al difunto general Aramburu. Y sabe que al pie del palco, junto a los atriles de los músicos sinfónicos, una barrita de Lands, la Garganta de Oro, lleva largo rato incomodando a los cordones de la juventud sindical. Que canten. Están ya condenados. Son cisnes de moribundo plumaje. Cercados por todas partes, vierten sus consignas dentro de un bolsón acústico. Nadie los oye. No son esos oponentes los que alarman a Lito. El enemigo al cual teme es el que no se ve: los zurdos emboscados que se guarecen al fondo de las cunetas, los que han de estar cavando trincheras entre las raíces de los eucaliptos, los que se aprestan a saltar desde quién sabe qué oquedad propicia contra el palco.
Ahora vuelan sobre casitas chatas, apagadas. Bordean los campos desde Tapiales hasta Llavallol. Nada parece fuera de su quicio. Detectan sólo brotes de caminantes inofensivos, con globos en alto, niños al hombro, radios portátiles. Y, sin embargo (piensa Lito), los invisibles han de estar ya muy cerca. Es casi la una y media. El General aterrizará poco antes de las cuatro. No les queda sino un par de horas para copar los primeros trescientos metros y afamarse dentro de los reductos conquistados. Si los dejan. Porque apenas se internen en la zona roja, dentro de los cordones, los asfixiará un corsé de hierro. El problema será qué hacer con ellos. ¿Disuadirlos tan sólo? ¿Amedrentarlos para que se vayan? Ya no es posible. Desde hace varios días es tarde. No queda (piensa Lito) otro recurso que aniquilar: con todo y a la cabeza, como manda el General.
Dentro del helicóptero, los trémolos del motor les trepanan los tímpanos. Sólo se hablan por señas, con los pulgares y los índices. Muerto el oído, lo único humano que les queda es la vista. Son águilas, gaviotas, buches rapaces. Al volar sobre el palco, Lito hace un rápido censo de sus fuerzas. Las ambulancias, el Dodge blindado, los cordones de ponchos, la guardia de halcones con escopetas de doble caño: todo está en su lugar, afilados los picos, erizadas las ganas. A la izquierda, divisa los cestos de mimbre con dieciocho mil palomas, a punto ya para la suelta fabulosa, mil palomas al viento por cada uno de los años de exilio que ha sufrido el Grande Hombre. Hasta Leonardo Favio está diciendo lo que se ha programado que diga en este preciso instante: "Jamás nadie, en toda la historia de la humanidad, consiguió recibir un homenaje así. Ni Julio César ni Alejandro Magno ni Pedro de Mendoza cuando descubrió Buenos Aires. Nadie. Sólo Perón". Dentro del hormiguero del palco, una sombra se aparta, maltrecha, sin cogote. La ven saludar al helicóptero, con la Itaka en alto. Lito la identifica con los prismáticos: Es Arcángelo Gobbi. Qué imprudente. Y el teniente coronel grita: ¡Láztima!
La nave se desvía hacia el oeste. Inclina las aspas, escruta los bosques de eucaliptos desde las orillas lodosas del rio de la Matanza hasta los edificios de la Comisión Atómica. Ningún vestigio del enemigo. Las gárgaras del motor parten la tarde en dos. De pronto, a la derecha, Lito avizora un golpe de oscuridad en el horizonte. Una serpiente torva viene por ahí. ¿Serpiente? Loz zurdoz, señala el teniente coronel.
Ven avanzar un vapor compacto, un hipopótamo. El animal marrón se bambolea desde la avenida Fair, apuntando con el hocico al barrio de Esteban Echeverría. Ha superado ya todos los cordones de vigilancia. Se acerca a la escuelita, donde el paso está bloqueado por barreras dobles. Pero antes de llegar, el hocico se desvía, las patas se hunden en las ciénagas del barrio, las ancas se mimetizan con los pastizales secos. Son más de veinte mil: no tantos como el teniente coronel había calculado. Y, sin embargo, atenti. Lito descubre a tres o cuatro mil más que vienen avanzando por los flancos de las piletas olímpicas, bajo las troneras de los hoteles y de las colonias de vacaciones, donde los metalúrgicos han dejado tropas de refresco. Pero que avancen, vamos (Lito aprieta los puños), que caigan en la boca de la tormenta. Zon elloz (se alboroza el teniente coronel). Vea. Caminan en zilenzio, como a hurtadillaz, huronez, en manojoz de nervioz. Llevan arriadaz laz banderaz. Zaben que loz zeguimoz y quieren engañarnoz con zu dezarmamento.
La patria zozializta, ahí la tenemoz. El teniente coronel los va marcando con el hierro de los prismáticos: Nun, Iriarte, la Colorada, Juárez, la Pertini. Y se relaja en el asiento. Vienen dizpueztoz a la pelea. Loz huelo. Loz conozco. Vamoz a darlez el guzto. Rápido, bajemoz. La patria zozializta.
Se restrega los ojos. Echa la cabeza hacia atrás y ríe a carcajadas, hasta las tortugas de la gomina se le descascaran con la explosión de risa. El piloto ríe también, sin saber por qué. Y Lito, con las mandíbulas apretadas, las alas de la nariz batientes, se pone tenso. Grita:
Mírelos, mi teniente coronel. Van derecho a la trampa.
Zí, van derecho. Zinco por uno, no va a quedar ninguno.
Che, mirá qué increíble, se exalta Diana, y sin embargo es absolutamente creíble que Pepe Juárez y el Cabezón Iriarte aparezcan allí, a la sombra de la torre de agua, en la calle Almafuerte. Pero ella, dale con lo increíble. Se desprende de la mano de Nun y corre a besarlos como si no los viera desde hace siglos, de dónde carajo vienen, mirensé, a la miseria, qué par de muertos de hambre. Rasca la nuca de Pepe, trata de abarcar la obesidad del Cabezón y no puede, nunca te llego, pibe, sos un baobab. Vicki Pertini asoma el perfil egipcio por la ventanilla de un Leyland. La recorre un vaho de tics. Vamos, qué esperan, interrumpe. Golpea las manos. La revolución empieza hoy o no empezará nunca. La frase ha sido largamente pensada. Vicki siempre sorprende con esas florescencias del cacumen.
Cada día está más flaca. Amanece arrugada y enana. En los ratos de humor malévolo, Diana dice que Vicki duerme dentro de un frasco de nicotina y kerosén. Como es ya piel y huesos, los nervios le florecen a la intemperie, mezclados con los pelos. Tiene la nariz afilada, los labios fruncidos siempre por la huella de un pucho. Sólo respira cuando se mueve. La quietud le da asfixia. De un salto baja del Leyland y secunda a los villeros voluntarios en febril montaje de los cartelones. Mastica las palabras. Despacito, muchachos. Abran la tela con cuidado. Que las letras parezcan almidonadas cuando las vea el General.
Diana, en cambio, no cesa de besar y abrazar. Siembra el despelote. Los peregrinos toman la torre de agua por asalto, como en las Cruzadas. La torre tiene almenas, simulacros de claustros, cañerías medievales. Cuando abren los grifos, el agua baja por las canaletas. Los villeros están exhaustos, sucios de la mostaza y los chorizos del camino.
Apoyado en la torre, el Cabezón no disimula el decaimiento. Se siente raro. Su consuelo único es la cercanía de Vicki, aunque sin esperanzas. La mira con sus ojos de vaca, oscuros, lacrimosos. Para ella no hay más sol que Nun. Los gordos no le mueven el piso. Y el Cabezón Iriarte es gordo sin remedio.
En la primavera de 1970, cuando el Cabezón decidió unirse al grupo, Nun le dijo: "Tené cuidado con las depresiones, che. Un depresivo no se banca esto". Y aunque las viarazas de tristeza lo agarraban dos por tres, el Cabezón no aflojaba. Para cualquier misión estaba disponible. Se curaba solo. Encerrado en el garaje, descargaba las pálidas en los carburadores y los diferenciales. Cuando volvía a la superficie, no le quedaba ni la cicatriz.
Su padre había sido pianista de bar en Bahía Blanca. Al año siguiente de la muerte de Evita, lo llevaron a Buenos Aires para que amenizara una fiesta en la quinta presidencial. Conoció a Perón y eso le cambió la vida. Serian las diez de la noche cuando el General se acercó a él para despedirse. En ese momento, el padre estaba tocando La Morocha.
Iriarte, lo felicito, dijo Perón. Nunca he oído a nadie aporrear tan bien esa música.
El padre no supo cómo agradecer.
Entonces, mi General, voy a batir el record mundial de piano tocando La Morocha en su homenaje.
Perón le tomó la palabra y le ofreció el Palais de Glace para la prueba. El padre se entrenó obsesivamente. Al fin, un día de octubre se declaró listo. Durante ciento ochenta y cuatro horas ejecutó La Morocha con variaciones rítmicas, para no dormirse. Al principio había mucho público. Unas señoras le regalaron al Cabezón chupetines y cajas de bolitas. Pero al cuarto día, los visitantes comenzaron a ralear. Quedaron sólo la madre y los fiscales. Al Cabezón le armaron una cuna en la tarima, junto al piano. La noticia del record mundial salió en los diarios. Uno de los ministros recibió al padre y en nombre de Perón le ofreció una medalla. Ese verano, pasaron dos semanas gratis en una colonia de Claromecó. Conocieron un tiempo de bonanza.
Pronto derrocaron al General, y el padre se quedó sin trabajo. Figuraba en las listas negras de todos los bares. Tuvo que ir a tocar en los prostíbulos. Varios años vivieron como nómades en los pueblos del sur de Buenos Aires. El Cabezón nunca podía terminar un grado en la misma escuela. Por fin, lo emplearon como aprendiz en un taller mecánico. Limpiando carburadores, tenía tiempo de sobra para pensar. Un día, se dijo que si de niño había conocido la felicidad con Perón, Perón era el único que podría devolvérsela. Ahorró hasta el último centavo que ganaba para viajar a Madrid y conocerlo. Se alimentaba con las sobras de las pizzerias. Engordó. Un sábado a la noche, en el taller, alguien lo desmayó con un golpe de cachiporra y le quitó la plata que llevaba cosida al forro del pantalón. Pasó una semana en cama, desolado. Al levantarse, decidió buscar trabajo en Buenos Aires.
Tuvo suerte. Lo conchabaron en seguida, cerca de Retiro. Al mes, Pepe Juárez lo presentó a Nun. Entonces conoció a Vicki. El Cabezón era sedentario como una vaca y el frenesí de abeja con que ocupaba ella todos los espacios lo deslumbró a primera vista. Empezó a soñarla. Amanecía con los calzoncillos empapados de deseo. Pepe le aconsejó que se metiera en la cama de Vicki sin tantas vueltas. Con tal de no dormir, a ella le daba lo mismo cualquier actividad. Pero el Cabezón sintió pudor y la invitó al cine. Intentó acariciarle las manos. Vicki las retiró, iracunda, y siguió con la mirada fija en la pantalla. A la salida le dijo: No te hagás el vivo, Cabezón. La próxima vez voy a encajarte un sopapo.
Cuando Diana apareció en el horizonte y se convirtió en el centro de gravedad del grupo, Vicki comenzó a gastar los días fregando las unidades básicas y cosiendo ropa con las villeras. El Cabezón, fiel, volvió a la carga. En vano. Para ella era un asunto de principios: acostarse podía, con el que viniese. Pero que nadie la jodiera con historias de amor.
En una de las grabaciones que Nun trajo de Madrid, el General contó la fábula de los perros y los gatos. Todos la encontraron cínica y se divirtieron. Al Cabezón, en cambio, lo dejó taciturno. Decía el General:
"Los pueblos están formados por un noventa por ciento de materialistas y un diez por ciento de idealistas. Los materialistas son como los gatos. Si uno les quiere pegar, no los alcanza. Y cuando los arrincona, los gatos se ponen en guardia y hacen frente. Reaccionan por desesperación. Los idealistas se parecen al perro. Reaccionan por instinto. Si se les pega una patada, retroceden, y luego vuelven para lamer al que los pateó. El único modo de sacarse a un idealista de encima es matándolo. Y aun entonces, el perro es capaz de dar las gracias. Observen a los gatos. No es que sea un animal de siete vidas. Es que quiere profundamente la única vida que tiene. A mí los peros me gustan más, pero a quienes admiro es a los gatos".
El Cabezón sintió la fatalidad de ser perro un sábado, cuando Vicki se quedó con él casi hasta el amanecer, tomando mate a la luz de una vela. Hacía frío. Del techo colgaban flores grises, telarañas de humedad. Disponían de una sola frazada y ella lo cobijó: Vení, acercáte. Podemos estar juntos, pero platónicos, ¿eh? Se sintió incómodo porque su corpachón era un ovillo de ternura y no sabia cómo separar una cosa de la otra, en qué rincón esconder la ternura. Ella le preguntó qué papel jugaría Nun en la reorganización de los cuadros dentro del gobierno popular, y el Cabezón, lamiéndola con sus ojos de vaca, le ofrendó un organigrama minucioso, trató de acercársele a través de los pronombres, primero fueron ellos y después vos, finalmente la trenzó con nosotros, pero Vicki se mantuvo a distancia, logarítmica. Insistió en saber cómo disolvería Nun las estructuras del movimiento que ya estaban penetradas por el lopezrreguismo, enredó a la pobre boa con su espuma de sapo, lo fue cercando con su jerga de manual revolucionario, hasta que al baobab se le prendieron las luces y se dio cuenta de que Vicki no estaba en aquel cuarto sórdido para oírlo sino para recoger de su boca los ecos de Nun, las sobras de Nun que el Cabezón traía pegadas a la memoria. Y aunque le dio una rabia infinita, aunque se sintió enmierdado y vejado, el pobre boa nada le reprochó: se puso de pie, dijo que lo vencía el sueño, y al irse subrayó que su corazón le reclamaba quedarse pero no puedo, Vicki, tanta franela platónica sólo me trae sufrimiento.
Ahora están juntos, al pie de la torre de agua y en las orillas de la muerte, como si no tuviesen historia en común y perdiesen la última ocasión de tenerla: Vicki sumida en sus berretines de orden, ya ordenada la frente con una vincha azul y blanca que declara su credo, Montoneros, encolumnando a los villeros voluntarios en brigadas de a doce, todos del brazo, férreos, alcemos los carteles y marchemos.
El helicóptero agorero vuelve a pasar. En el campanario de la iglesia, a un par de cuadras, el viento arrebata unos tañidos. Nun ordena esconder la ferretería en las mochilas y adelante, muchachos. Le ha crecido la barba. A su lado, Diana salta como una piragua, los ojos frescos y ardientes, vaya a saber hacia dónde uno va, cuántas muertes se salvarán ahora de la vida.
Al desviarse hacia la placita del barrio descubren un caserón descascarado a cuyos balcones se asoma una ristra de chicos impávidos, con uniformes grises. Huérfanos, murmura el Cabezón. Y se acuerda de las flores mohosas que caían del techo mientras él tomaba mate con Vicki. Huérfanos, dice Diana. ¿Quién los ha traído aquí? Los chicos agitan banderitas patrias. Unas monjas espían detrás, en los refugios de la penumbra. Mala espina me da todo esto, se queja Nun.
El helicóptero ha desaparecido. El cielo, sin embargo, está lleno de manchas. Globos, humo, gorriones: un poco de noche pasa por allí. Vamos, muchachos, empecemos a cantar, se anima Nun. El griterío, a lo lejos, lo tranquiliza. Nadie puede adivinar que la lengua del hipopótamo se abrirá en dos cuando llegue al palco. Que las brigadas de Pepe Juárez y de Vicki lamerán el riñón derecho, y las de Nun y Diana el hígado izquierdo. El Cabezón, al mando de la escuadra villera, se quedará atrás, en las amígdalas, amparándolos en la eventual retirada y desplegando sobre la autopista, en el área vedada, un descomunal cartel de bienvenida montonera.
El señor nos ilumina. La hora llega. Desde las barandas del palco, Arcángelo Gobbi ve cómo se aproxima, en cámara lenta, la cara del enemigo. Y se siente invencible, histórico, sediento de ser ya mismo lo que será mañana, héroe o mártir, Perón o muerte. A sus espaldas, el cortejo de los Elegidos vigila, Itakas en mano, con un repertorio de cadenas punzantes al pie del tabernáculo blindado. Arriba, como un ave nueva, la foto jubilosa de Isabel deja caer sobre el Arca el diluvio de su protección. Ella se acerca. Todos vienen. Y esta vez no es un sueño.