CUATRO

PRINCIPIO DE LAS MEMORIAS

—He pertenecido a los otros durante toda mi vida, Cámpora —está diciendo el General—. ¿Cómo pretende usted que ahora, a los setenta y siete años, no tenga ni derecho ya de pertenecerme a mí?

Afuera, en Madrid, la noche del sábado 16 de junio se agrieta: la sequedad y el calor son un escándalo.

Desde hace por lo menos quince minutos el presidente Cámpora escucha de pie, con el mayor respeto, la reprimenda del General. Viste el jacquet de ceremonia que no quiso estrenar ni aun el día en que asumió el mando, y junto a la faja celeste y blanca que le cruza el pecho, bajo el bolsillo del saco, lleva prendido un gran escudo peronista. Perón, en cambio, repantigado en la poltrona de su escritorio, se desmerece con el conjunto más chillón de su vestuario: una guayabera roja, zapatos combinados y pantalones brillosos como un helado de crema. Mantiene la gorra con visera puesta. De vez en cuando, un repertorio de perras caniches le salta a las rodillas. Los pensamientos del General, entonces, se distraen de Cámpora por completo: y juegan, como escarabajos, entre los rulos de las perras.

—Usted ha venido a pasar puras fiestas en Madrid —recrimina Perón—. Yo, por dar el ejemplo, he tenido que negarme: imaginesé, hasta finjo, por su culpa, que me molesta una fístula. Usted ha venido a oír y decir una sarta de discursos. Para mí, Cámpora, ésas son indigestiones del alma. Mire el pobre país que acaba de abandonar: sólo para tener, como usted dice, el privilegio de venir a buscarme. ¡Vaya con el privilegio! No me hablan sino de fábricas tomadas y desbordes guerrilleros en la Argentina. Hubiera cumplido mejor con su deber quedándose a deshacer esos entuertos: gobernando. Le di el poder. Ejérzalo. Yo para qué lo necesito aquí, Cámpora. Estoy amortizado. Puedo volver perfectamente solo. Me había reservado está semana para ocuparme de mí, pensar, estar sereno. Pero a usted se le ocurre viajar con un montón de ociosos que me piden audiencias personales: quieren que los reciba de a uno en fondo. ¡Y son cientos! Llaman a todas horas. Los vecinos se quejan porque las líneas telefónicas de la zona están bloqueadas. Y a mí no me dejan descansar. Pareciera que lo hace adrede, Cámpora. Que me ha echado encima esta jauría para que me acobarde y no quiera volver.

El presidente baja la cabeza con desconsuelo.

—Usted me mal entiende, mi General. No soy yo quien ha querido buscarlo en Madrid. La patria me ha mandado...

Llaman a la puerta. La perra que el General aún tenía en las rodillas baja de un brinco y patina entre los muebles, ladrando.

—¡Adelante, adelante! —convida Perón. Y entra en escena un periodista de la agencia W, a quien el secretario ha tomado del brazo. Cámpora se sorprende: ¿Acaso el General no ha prohibido los testigos? Y sin embargo—:

—Tomen asiento, por favor. ¿Quieren un cafecito?

Contrariado, el presidente mira la hora.

—Yo me disculpo —dice—. Ya estaba retirándome. El generalísimo Franco llegará de un momento a otro a la Moncloa. Llevo por lo menos quince minutos de retraso. Vine con la esperanza de que usted pudiera acompañarme, mi General; pero me resigno a que no sea así.

Perón abre los brazos. Una vez más —explica con la mirada— Cámpora no lo ha comprendido.

—¿Ahora se da cuenta de que la patria no ha venido a buscarme? La patria no tendría ningún apuro por llegar al banquete de la Moncloa. —Y quitándose la gorra, el General se vuelve hacia el reportero.— Estaba precisamente diciéndoselo a Cámpora: que con tanta descomposición y caos en la Argentina no podemos darnos el lujo de andar por el mundo tomando champán. Por eso tengo que volver a mi pobre país: para que todos aprendan a caminar derechitos.

Ya el presidente había iniciado una reverencia, en señal de retirada, cuando la última frase devuelve a su corazón la dignidad que tanto se le ha desquiciado en este viaje a Madrid.

—Tiene usted razón, señor —replica, con la barbilla temblorosa—. El que debe mandar en la Argentina es usted. —Retrocede un paso, se quita la faja presidencial, y poniéndose en puntas de pie trata de cruzarla sobre el pecho de Perón—: Esto no es mío. Si acepté la faja fue para servirlo. Y como usted es el dueño, se la devuelvo.

El General no se desconcierta. Paternal, se desembaraza de Cámpora:

—¡Por favor, hombre! ¿Cómo se le ocurre encajarme un símbolo sagrado encima de la guayabera?

Y de repente, sin transición alguna, se siente vencido por un deseo de soledad tan imperativa como una tos. Así pasa en la vejez, le han dicho: que el humor cambia sin aviso. La tristeza es el verano, la irritación es la primavera.

Quiere quedarse solo. Tal vez mañana no, pero ya mismo quiere quedarse solo.

Encomienda a López Rega que acompañe a Cámpora hasta la entrada de la quinta 17 de Octubre, donde un cortejo de limusinas y motocicletas está esperándolo con los faros prendidos. Y despide al corresponsal de la agencia: el calor y los trajines de la mudanza me tiran la presión al suelo, muchacho. Ya otro día podremos hablar largo y tendido: en Buenos Aires, sin duda.

Advierte que el presidente, avanzando entre los palomares del jardín, se vuelve para decir adiós con la mano. El General deja caer entonces sobre la escena una invitación desconcertante, que los biógrafos no sabrán, años más tarde, si atribuir a la culpa o a la ironía:

—¡Venga mañana a comulgar conmigo, Cámpora! ¡Y no se desvele: la misa es a las siete!

También él debiera acostarse ya. Tanto Puigvert como Flores Tazcón, sus médicos de cabecera, le han recomendado que se retire siempre antes de las diez. ¿Pero cómo obedecerlos si todavía su obra no está completa y siente que se le acaba el tiempo? El General lleva meses negándose a la distracción más leve. A veces, Isabelita lo tienta llamándolo para que vea en el primer programa El capitán Blood con Errol Flynn o "Llame a Unicornio", el capítulo más violento de la serie Cannon. No, señora: él debe afanarse releyendo las cartas de lord Chesterfield a su hijo Philip Stanhope, donde ha encontrado normas de urbanidad que quisiera aplicar en su Argentina indisciplinada.

"Es el fin de los tiempos", suele decirse, cuando se distrae del libro. ¿El milenio, el diluvio, las trompetas del ángel llamando al apocalipsis? "Es el fin de tu tiempo, Juan", le ha dicho la madre en los sueños del Polo Sur: el vértigo donde habrán de hundirse todos los horizontes, el desamparo donde coincidirán todas tus edades.

Y, por lo tanto, debe negarse a dormir, como ha sucedido ya en los últimos quince días. Está corrigiendo sus Memorias. O, mejor dicho, va colocándose a sí mismo en las Memorias que le ha escrito López: el General lleva meses viéndolo en el arduo trabajo de transcribir casettes y enredar documentos.

Sólo ahora, tal vez demasiado tarde, advierte que esas Memorias eran la cruz que le faltaba a la iglesia peronista. Más que los tabernáculos de sus clases magistrales sobre conducción política o que las recopilaciones de discursos, las Memorias le servirán para que se adoctrine al vulgo con el ejemplo. Se había equivocado en Santo Domingo, cuando le dijo a su lazarillo Américo Barrios: "Memorias, no: les tengo alergia. Si las escribo, pensaría que ya he dejado de estar vivo. Que otro las haga". López, entonces.

Adoctrinar, instruir, la idea lo obsesiona. Las masas deben impregnarse de sus virtudes, reconocerse en el pasado de Perón. Ya, de algún modo, lo había dicho en 1951: "Las masas no piensan, las masas sienten y tienen reacciones más o menos intuitivas y organizadas. ¿Pero quién produce esas reacciones? El conductor. Las masas equivalen a los músculos. Yo siempre digo que no vale el músculo sino el centro cerebral que lo pone en movimiento". Estaba claro: su pasado haría que la virtud brotara naturalmente de las generaciones futuras.

Evita ya lo había intuido al publicar La razón de mi vida. El pueblo necesita fábulas y sentimientos, no el mazacote gris de las doctrinas con que, muy a su pesar, él ha tenido que alimentarlo.

A sus espaldas, en la biblioteca, junto a la colección de mates y bombillas que ha ido acumulando en el exilio, están las carpetas con las Memorias pasadas en limpio. En algunas anécdotas ya no se reconoce: pero los documentos están allí, no mienten. López tiene razón: la vejez le ha borrado muchas cosas. ¡Cuántas veces el nombre de Potota, su primera mujer, se le ha desvanecido de la lengua! ¿Era cómo, era cómo: Amelia, María Antonia, Aurelia, Amalia, Ofelia Tizón? La memoria había sido el más fiel de sus dones, y la estaba perdiendo.

A veces, con el afán de resucitarla, López le mostraba fotos manchadas de óxidos y lunares de sepia. Señalaba a uno de los personajes con el índice y lo desafiaba: "¿Quién era éste, mi General, a ver si se acuerda?". Y él meneaba la cabeza: "No sé, no sé. Aquel me resulta familiar, pero éste... a éste no lo he visto nunca...". El secretario destapaba entonces la otra mitad de la foto: "Mírese, mi General. ¿Ya no se reconoce? Es usted mismo en 1904, en 1908, en 1911... Aquí, de este oto lado, está su prima hermana, María Amelia Perón: ustedes dos vivieron en la misma casa durante casi tres años...". "¿Allá, en Camarones?", se intrigaba el General. "En Camarones no: en la escuela que dirigía Vicenta Mar tirrena, su tía." "¿Es en verdad como usted dice: que la tal Maria Amelia es prima hermana mía? ¿Y este muchacho, López? A ver: ¿de quién es esta mirada tan oscurecida?"

Ahora quiere quedarse a solas con aquellos recuerdos. Se pone los anteojos, acerca las páginas a la luz, y repasa el primer párrafo de las Memorias, con el que nunca ha estado satisfecho:

Mi padre era hijo de Tomás Liberato Perón, médico y doctor en Química.

¿Por qué no dar un paso atrás, rescatando de las penumbras mazorqueras al bisabuelo sardo, que desembarcó en el Río de la Plata hacia 1830, y a la bisabuela escocesa, de quien su padre heredó las vetas azules de los ojos? Soy un crisol de razas, la Argentina es un crisol de razas: aquí está la primero señal de identidad entre el país y yo. Vamos a subrayarla. El General escarba entre los documentos que López ha caratulado "Ancestros", y tomando notas de aquí y allá, reescribe.

Hasta donde llegan mis noticias, el primer Perón que pisó la Argentina fue un comerciante sardo, Mario Tomás. Traía un pasaporte otorgado por el rey de Cerdeña, y con tal recomendación no tardó en ser ayudado por otros sardos. Montó un negocio de calzados. Prosperó rápidamente. Hay quienes dicen que se enriqueció vendiendo botas para la Mazorca, nombre que daban en aquellos tiempos a la policía de Buenos Aires. Más bien creo que, como buen comerciante, mi bisabuelo debía de prender velas en todos los altares, sin fijarse en la cara de los santos.

No llevaba sino tres años en Buenos Aires cuando contrajo matrimonio, el 12 de setiembre de 1833, con Ana Hughes Mackenzie, una escocesa de ojos azules. Los dos hablaban mal el español, de modo que para entenderse usarían el lenguaje universal de los gestos.

Así está mejor. Desde San Juan le han escrito que un tal Pedro Perón aparece en el registro de pasajeros de 1823. Otro Perón, un tal Domingo —¿será su bisabuelo?—, tocó el puerto de Buenos Aires en 1848, procedente de Montevideo. El General resuelve pasar por alto esos detalles, para no enredar la claridad del cuento.

Tampoco se detendrá en los nubarrones de quiebra que amenazaron en 1851 el negocio familiar, hipotecado por unos usureros unitarios. Se detiene más bien a eliminar los adjetivos con que ha ornamentado López el párrafo siguiente:

De los siete hijos que los Perón Hughes dieron a su nueva patria quien más se destacó fue Tomás Liberato, el mayor, nacido el 17 de agosto de 1839. La vida de ese (ilustre) antepasado está llena de honores. Fue senador nacional, mitrista, por la provincia de Buenos Aires; presidente del Consejo Nacional de Higiene, lo cual equivalía a ministro, y (heroico) practicante mayor del Ejército en la guerra del Paraguay. Desempeñó varias misiones en el extranjero, especialmente en Francia, donde vivió algún tiempo. (Vertió su sangre) Participó también en la batalla de Pavón. En 1867, poco antes de rendir el examen final para recibirse de médico, se casó con (una dama distinguidísima, doña) Dominga Dutey. Esa abuela mía era uruguaya, de Paysandú, hija de (nobles) vascos franceses provenientes de Bayona.

Más de un historiador ha querido corregir aquellos datos cuando el General autorizó a que los publicara la revista Panorama. Que el abuelo fue diputado provincial en 1868 y no senador de la Nación, han dicho. Que por sus abnegados servicios médicos durante la epidemia de fiebre amarilla el gobierno de Sarmiento lo becó, por apenas seis meses, en París. Pero no fue a la guerra del Paraguay; así lo han refutado. Ni siquiera pudo moverse del hospital de sangre que improvisaron en Buenos Aires para recibir a los heridos. Benemérito era, pero no prócer. ¿Por qué se ha obstinado el General en darle lustres falsos al abuelo si con los verdaderos ya bastaba? Accesos de megalómano, le reprochó un anónimo. ¿Ya no recuerda que usted mismo, cuando era dueño y señor de la República, mandó a escribir una biografía del doctor Perón, laudatoria, y sin embargo respetuosa de las verdades?

Cómo no voy a recordar todo eso. Y además, qué importancia tiene. No veo cuál es la diferencia entre el retrato de mi abuelo, que López Rega —acepto— ha mejorado un poco en las Memorias, con la carne y los huesos de la realidad. Carajo, ¿son o no son en sustancia la misma persona? Esa pasión de los hombres por la verdad me ha parecido siempre insensata. En esta orilla del río tengo los hechos. Muy bien: yo los copio tal como los veo. ¿Pero quién asegura que los veo tal como son? Alguien ha escrito por ahí que debo estudiar mejor los documentos. Ajá. Aquí están los documentos, todos los que se me da la gana. Y si no están, López los inventa. Le basta con posar las manos sobre un papel para volverlo amarillo: así me ha dicho. Tanto me ha confundido que, cuando miro una foto de la infancia, no sé si de verdad estoy en ella o es que López me ha llevado hasta ahí.

Pero en la otra orilla del río está lo que yo siento de los hechos. Y para mí eso es lo único que importa. Nadie sabrá jamás qué cara tenía la Mona Lisa ni cómo sonreía, porque esa cara y esa sonrisa no corresponden a lo que ella fue sino a lo que pinta Leonardo. Eva decía lo mismo: hay que poner las montañas donde uno quiere, Juan. Porque donde las ponés, allí se quedan. Así es la historia.

A mi abuelo Tomás Liberato yo no lo conocí. Supe que sufría de insomnio y que en los últimos años, cuando apenas podía tenerse de pie, pasaba las noches encerrado entre alambiques y sahumadores tratando de capturar el virus del insomnio. Se le ocurrió que el virus iba de un lado a otro en las patas de las langostas, de manera que hervía langostas y luego las destilaba, para analizar el agua. Dejó en aquella casa un olor tan penetrante que, cuando pasaron los primeros años de duelo, mi abuela tuvo que mudarse, porque hasta la ropa nueva, mucho después, seguía oliendo a saltamonte. No puedo saber si aquellas historias ocurrieron así o no. Pero mi abuela las sintió de esa manera, y las trasmitió con esas palabras. Si existen otras verdades, ya no interesan. La Historia se quedará con la verdad que yo estoy contando.

Ahora sí, General. Ahora puede usted avanzar sin escrúpulos de conciencia hasta el momento mismo en que ingresa en el Colegio Militar. Olvídese de los detalles incómodos. Suprímalos. Sóplelos de estas Memorias oficiales para que ni siquiera dejen un destello de polvo. Todos los hombres tienen derecho a decidir su futuro. ¿Por qué usted no va a tener el privilegio de elegir su pasado? Sea su propio evangelista, General. Separe el bien del mal. Y si algo se le olvida o se le confunde, ¿quién tendría el atrevimiento de corregirlo? Releamos entonces las Memorias, tal como López las ha pasado en limpio:

Los apellidos de mis abuelos maternos eran Toledo y Sosa. Hasta donde llega mi conocimiento, todos los antepasados de esa rama fueron argentinos. Dicen por ahí que ellos fundaron el fortín de Lobos en tiempos de la conquista A mí no me consta. Sólo sé que mi madre nació en ese pueblo, entre la gente humilde y trabajadora del campo.

Mi padre, Mario Tomás Perón, estaba destinado a una vida más urbana, pero la casualidad lo convirtió a él también en un hombre de la pampa. Nació el 9 de noviembre de 1867. Su segundo hermano, Tomás Hilario, se dedicó a la droguería. Le llamábamos "el farmachista". Al tercero, Alberto, creo que le dio por ser militar: era capitán o comandante cuando falleció.

(Y de su madre, le ha insistido López: ¿cuál era la fecha de nacimiento? Si ponemos la de uno, quedaría mal olvidar la del otro. Es que no lo recuerdo, ha respondido el General. Le festejábamos el cumpleaños a principios de noviembre, pero el año, el año... Déjelo así.)

Hay muchas versiones sobre los motivos que llevaron a mi padre a trabajar en el campo. Sé que empezó a estudiar Medicina por exigencia del abuelo, y que en algún momento dejó eso. He leído por ahí que la fiebre tifoidea lo hizo interrumpir los estudios, pero él no me lo contó así: dijo sencillamente que se había cansado. En 1890, un año después de la muerte del padre, ocupó en Lobos unas tierras heredadas y allí se quedó, como estanciero. En Lobos he nacido yo, Juan Domingo, el 8 de octubre de 1895. A mi hermano mayor, Mario Avelino, le faltaban pocas semanas para cumplir cuatro años.

Hacia 1900, mi padre vendió la estancia y la hacienda, porque decía que eso ya no era campo sino arrabal de Buenos Aires. Se asoció con la firma Maupas Hermanos, que poseía una gran extensión cerca de Río Gallegos, en los confines de la Patagonia. Y volvió a empezar.

(Aquí hay una señal oscura, le ha dicho López Rega. Su padre se asoció con los hermanos Maupas para explotar un campo en Río Gallegos. ¿Por qué se detuvo entonces en Campo Raso, casi mil kilómetros al norte? Cómo puedo saberlo yo, le ha contestado el General. Son historias tan remotas ya que me parecen de otro. El secretario ha meneado la cabeza: Esfuercesé. Yo no recuerdo que la historia sea como usted la cuenta, mi General. ¿Cómo lo sabe?, se ha intrigado Perón. Lo sé, ha respondido López. Cada vez que se le cae a usted un pensamiento, yo lo levanto como si fuera un pañuelo. Aquí los llevo a todos, entre estos límites: en la invisible línea de lápiz que me dibujo alrededor del cuerpo.)

Mi padre era severo en todo lo que se relacionaba con nuestra crianza. Aprovechaba cualquier cosa para darnos una lección. Y no por eso sentíamos menos su cariño. Salíamos juntos a cazar avestruces y guanacos. A menudo nos pegábamos unos buenos golpes, porque moverse a caballo en la pampa patagónica encierra muchas sorpresas. Teníamos ocho galgos que hacían el trabajo de la caza, pero para seguirlos era preciso galopar. Y mucho.

Para jinete, mi madre. Ella era una amazona. Y en la cocina, ni hablar todo lo manejaba con seguridad. Veíamos en mi madre al médico, al consejero y al amigo. Era la confidente y el paño de lágrimas. Cuando aprendimos a fumar, lo hacíamos en su presencia.

(¿He interpretado bien lo que usted pidió, mi General: que acentuara los trazos viriles en el retrato de su padre y los femeninos en el de su madre? Nada de medias tintas, para que no se confundan los lectores. ¿Así le gustan: vidas ejemplares?, le había preguntado López al completar la primera carpeta de borradores, mientras bajaban del altillo con lentitud de convalecientes. Así está bien, había respondido Perón. Tal como yo quería.)

Se encerraban a leer poco antes de la medianoche. Isabel dormía y las perras estaban apaciguadas ya en sus cuchitriles. Al principio —¿había pasado un año?— solían reunirse en el escritorio: allí donde ahora está el General, repasando cada página. Soplaba una brisa de horno, tal como en esta noche del 16 de junio. Afuera, al otro lado de las verjas, los vigilantes de la Guardia Civil abofeteaban el aire con sus linternas "Este no es lugar para confesiones", había dicho el General. Y López: "Tiene razón. Siga esa luz: los guardias nos están fotografiando".

Aún vacilaron algunos días, moviéndose con los papeles y los grabadores desde la mesa del comedor hasta un camarín oculto bajo la escalera. Por fin, osaron subir al único cuarto de retiro que había en la casa: lo que López llamaba el claustro. Estaba en el segundo piso y había servido, tiempo atrás, como desván para los enseres de limpieza. Una escalerita de caracol lo comunicaba con la bohardilla, donde solía guardar el General los atlas de guerra, los aluviones de correspondencia y los periódicos de sus años de gloria. Pero desde la tarde memorable de 1971 en que su mortal enemigo, el presidente Alejandro Lanusse, ordenó que devolvieran a Perón el cadáver de su segunda esposa —escondido más de quince años con otro nombre, en un cementerio de Milán—, todo había cambiado en la casa. Evita estaba allí. Se la sentía.

Isabel dispuso que mi arquitecto ensanchara el desván, abriera una ventana, lo alfombrara y lo amoblara con dos sofás, un reclinatorio y un retablo con los retratos clásicos de la difunta. Arriba, en la bohardilla —ahora encalada, pulcra, con purificadores de aire—, estaba Ella en su ataúd: bajo la lumbre perpetua de seis lámparas rojas, torneadas como antorchas. Isabel había insistido en que iluminaran el cuerpo con velones de verdad, pero el embalsamador dijo que aquellos tejidos muertos se conservaban sin mácula de corrupción gracias a unas sustancias inflamables. Y recomendó que hasta las luces del altillo fueran protegidas contra el riesgo de cortocircuitos y chisporroteos.

Al claustro llegaban escasos visitantes, los íntimos. Al sepulcro casi nadie: las hermanas de Evita cuando pasaban por Madrid, e Isabel los domingos, para dejarle flores.

Habían forrado de terciopelo las puertas del claustro, para que nada se oyera. Allí López anotaba los recuerdos del General, y ambos leían, sumidos en sí mismos.

En los primeros meses de aquel trabajo, Perón cerraba los ojos y se dejaba ir: iba soplando una historia tras otra, y era como si el cuarto se llenara de plumas. A veces, al recobrarse, no encontraba al secretario. Inmediatamente se le impregnaba el cuerpo con un olor de flores y bencina. Ella —decía—, es la Eva que quiere bajar de la bohardilla. Y lo sacudía el pavor. ¿López?, iba llamando por las escaleras. Sorprendía siempre al secretario sentado en su escritorio, transcribiendo con afán las grabaciones.

Aunque tenía la cara rayada por el desvelo, la corriente de la escritura lo sostenía. No sólo sembraba las Memorias de pensamientos propios; también les incorporaba historias que el General había omitido y que él, en cambio, recordaba al dedillo: "Lea esta página: ¿por qué hemos suprimido aquel verano?", solía exaltarse. "Piense, mi General: remóntese. Enero de 1906. Nos vistieron de negro, y por si fuera poco, nos ensartaron en el brazo un moño de luto. Así, las tías Vicenta y Baldomera nos llevaron a rezar en la capilla ardiente del general Bartolomé Mitre: usted y yo caminábamos adelante; la prima María Amelia y el primo Julio nos seguían muy serios, tomados de la mano. Baldomera se atrevió a besar la frente del grande hombre. Los demás fuimos a firmar el libro de dolientes, recuérdelo..." Y el General respondía: "Ahora que usted lo ha dicho, lo recuerdo como en una bruma. Pero no veo sino a los primos. Yo iba solo adelante, abriéndome paso entre las muchedumbres que lloraban. Buenos Aires parecía un camposanto. Sudábamos a chorros y nos ahogaba el calor de tantas flores. Y usted, ¿qué hacia usted allí, López? ¿Cuántos años tenía?".

El secretario nunca contestaba.

A Perón le caían en gracia aquellas ocurrencias, pero por las mañanas, cuando la voz de López recitaba frases ya corregidas de la grabación: "Mi padre, Mario Tomás..." o "...mis mejores amigos eran los perros...", sentía que un cuerpo ajeno procuraba desalojarlo de su cuerpo, y se agarraba entonces a las barandas de la escalera para no perder el instinto de identidad. "Así es como mejor lo cuido, mi General", lo tranquilizaba López. "Así es como atraigo hacia mi organismo los males que van pasando por el suyo."

Ahora que relee las páginas de los primeros días, Perón percibe con cuánto esmero el secretario ha reparado los deslices. Ha interpretado la historia verdadera: la que debió suceder, la que sin duda prevalecerá. Bien puede ya, tranquilo, repasar las Memorias que siguen:

Todo cambió cuando llegamos al extremo sur. Aunque la nueva estancia —llamada Chankaike— había sido preparada para el frío, la vida era difícil. En invierno, el termómetro bajaba hasta los 28 grados bajo cero. La lucha con la naturaleza era el pan nuestro de cada día, pero todas las aventuras nos parecían pocas. Crecimos en libertad absoluta, sometidos tan sólo a la dirección y control de un viejo maestro que se encargaba de nuestros estudios primarios.

Nuestro refugio normal eran dos enormes vegas. Los vientos alisios, que en esa zona soplan a más de cien kilómetros por hora, frenaban nuestros entusiasmos camperos. Cuando había menos de veinte grados bajo cero nos recluían en la casa. Cierta vez me agarró uno de aquellos fríos terribles y se me congelaron los dedos de los pies. Al calentármelos, se me cayeron las uñas. Pero Dios sabe lo que hace. Las uñas crecieron de nuevo, mejor que antes.

Mis mejores amigos eran los perros, tan abundantes en el sur debido al trabajo con las ovejas. Algunos de ellos valen más que varios peones en las faenas de campo. Los perros han dejado en mi cuerpo un recuerdo indeleble: un quiste hidatídico que tengo, calcificado en el hígado.

Después del terrible invierno de 1904, mi padre compró dos o tres leguas de terreno en el centro del Chubut, al pie de la famosa meseta basáltica. Allí están las únicas aguadas de ese enorme paraje. Desde Chankaike regresamos otra vez al norte, a Cabo Raso, y allí nos quedamos algún tiempo, a la espera de que construyesen la casa en el nuevo campo. A fines de 1905 nos mudamos.

Aunque vi. a mi padre muy poco desde entonces, la impresión que me ha dejado es muy vívida. Era un antiguo de los que ya quedan pocos. Fue comisario y juez de paz "ad honorem" en todos los lugares donde vivió: eran cargos que se conferían a los pobladores de mayor prestigio. Se comprenderá, pues, que mi casa fuera tanto una estancia como una oficina pública. Desde allí ejercía él su patriarcado, gozando del respeto y la amistad de todo el mundo.

En marzo de 1904 me enviaron a Buenos Aires para que continuara los estudios...

(Un concierto de gárgaras, en el baño de arriba, profana la lectura. El General reconoce los estruendos con que López Rega anuncia sus aseos al filo de la medianoche. A cada gárgara le sucede un desgarro de mocos y, casi de inmediato, el redoble de pedos con que el secretario se alivia el estómago.

Su estómago, mi General, lo ha corregido López. Yo nada tengo que ver con eso. Son los vientos que se le cuelan a usted en la boca y usan después mi cuerpo para soltarse. ¿Cómo es posible?, le ha preguntado Perón. He tenido siempre una digestión perfecta. Pero el secretario insiste: las gárgaras sí son mías. A los otros ruidos me los transmite usted.

¿Marzo de 1904?, recapacita el General. Algo está mal ahí. Fui en aquel año a la escuela de Buenos Aires, pero también me acuerdo del famoso invierno que despobló la Patagonia en esos mismos meses. Son dos recuerdos que no pueden juntarse: pareciera que uno de los dos se ha sentido incómodo y ha cambiado de posición. López lo tranquiliza. En estas cosas, mi General, no hay fallas de la memoria sino desaciertos de la realidad.

¿Fue en 1904 entonces? ¿O el verano siguiente? Aún podía verse llegando al caserón de la calle San Martín, con las manos manchadas por el azul de las moras. Llevaba una mochila al hombro, y, colgando del cinto, un jarro en cuya base la madre había pintado flores de coirón, para que el niño jamás olvidara la tierra de donde venia. La abuela lo recibió con indiferencia. Puso la mejilla para que la besara, sin dejar de mecerse en la hamaca, y las dos tías de enorme porte, con los brazos en la cintura, lo mandaron a lavarse en la pileta del fondo. ¿Fue de veras en 1904? El General tacha la última frase y escribe en los márgenes una versión más difusa:

Pero las enseñanzas de mi padre y del viejo maestro no satisfacían las ilusiones que la familia depositaba en mí. Tuve que viajar a Buenos Aires, donde mi abuela paterna se encargaría de completar mi educación. Aprobé como estudiante libre los primeros grados de la escuela primaria, y enseguida me puse al día.

(Ahora sí, en ese punto puede retomar el hilo:)

El cambio fue tremendo. El gauchito curtido y duro fue transformándose en uno de los tantos mozos de la Capital. A los diez años yo pensaba casi como un hombre. En Buenos Aires me manejé solo y las faldas de mi madre o las de mi abuela no me atraían como a otros chicos de la misma edad. Pretendía ser una persona mayor y procedía como tal.

Mi abuela era ya viejita. Por lo tanto, yo la sustituía como jefe de la familia. Eso tuvo enorme influencia sobre mi vida, porque así comencé a sentirme independiente, a pensar y a resolver por mi cuenta. No fui muy estudioso ni aplicado. Los deportes, sí: nada me gustaba tanto.

Cuando años más tarde ingresé al Colegio Internacional de Olivos me aficioné bastante a la canchita de fútbol que teníamos allí mismo. Era uno de esos institutos para hijos de familias ricas, con grandes comodidades. En Olivos cursé hasta tercer año inclusive, con un régimen de estudios nada común por la libertad y responsabilidad que nos concedían. Fue ahí donde me inicié como futbolista. Eran los tiempos del famoso equipo de Alumni, cuyos jugadores nos parecían héroes.

Como todo "ragazzo qualunque" aprendía lo que no me gustaba ejercitando la memoria; en lo demás, aplicaba el criterio. La enseñanza ordinaria se dedica más a la memoria. Y al final de la vida,

(Aquí el General se detiene. Muchas veces ha rondado en su cabeza la frase que sigue. Pero, ¿alcanzó a decirla? ¿Es de veras suya la frase o bien el secretario, leyéndole el pensamiento, la ha dejado posar sobre la página?)

el hombre sabe tanto como recuerda. El hombre sabe tanto como recuerda.

Pero la exacta memoria de las cosas no es lo que importa, sino lo que uno aprovecha de ella: el color con que se la tiñe.

Cuando terminé el segundo año del secundario en Olivos ya tenía que ir tomando una decisión sobre mi futuro. Pensé aceptar el consejo de mi padre y seguir la carrera de Medicina. En la familia Perón, ésa había sido la profesión dominante. Dicen que mi tatarabuelo fue cirujano en Alghero, un pequeño puerto al oeste de Cerdeña. Y mi abuelo alcanzó fama y honores como médico. Yo estaba casi convencido de mi destino. En tercer año empecé a darle duro a la Anatomía, que era la materia más exigente para entrar a la Facultad. Pero por entonces me visitaron unos compañeros que acababan de incorporarse al Colegio Militar. Me hablaron con entusiasmo de lo formidable que era esa vida y de cuánto empeño ponían los profesores en templar el carácter de los muchachos. Dije: "esto es lo que quiero". Y descubrí en mí al militar que nunca he dejado de ser. Rendí en 1910 mi examen de ingreso. Por fin, a comienzos del año siguiente me incorporé como cadete.

(Todo estaba en orden, entonces. López había podido limpiar de las Memorias el manchón de primos y tías que las empañaban. Al eludir a Vicenta y Baldomero Martirena, en cuya casa se crió el General, no era ya necesario hablar del primer matrimonio de la abuela Dominga. Una viuda que se casa por segunda vez no es mártir ni ejemplar. También se habían esfumado del horizonte las sombras de los primos Julio y María Amelia. (¿Con qué argumento, López? ¿Para soslayar el vergonzoso suicidio del tío Alberto y eliminar así toda flaqueza en la sangre de los Perón? ¿O para insistir que él, Juan Domingo, fue libre y responsable desde niño, un verdadero jefe de familia como lo había escrito con tanto tino?)

—¡López! —lo llama. Más allá de las mamparas, a la derecha del escritorio, el secretario está esperándolo de pie, en un descanso de la escalera. Lleva una bata tornasolada y desde lejos huele a colonia Lancaster—. Este primer capítulo está muy bueno, López —se alza el General—. Hay que seguir así. ¿Cómo se siente para esta noche? La conversación con Cámpora me ha desatado muchos nudos de adentro. Quiso ponerme la faja presidencial, ¿se da usted cuenta? ¡Como si bastasen los pequeños gestos para enderezar el país! Quiero ver más a fondo estas Memorias, López. Ahora que ya está seca la humedad del pasado, tengo deseos de hablar.

—Yo estoy para eso, mi General: para que lo recuerde todo —le tiende un brazo el secretario, en la negrura de la escalera: Perón se apoya en él—. Vaya subiendo despacio por aquí. Despejesé. Eso: avance. Venga poquito a poco. Así: el otro escalón. Agarresé de la baranda con aquella mano, para que pueda guiarlo. Uno, dos, uno. Concéntrese en mí. Suba. No le tenga miedo a la noche. Yo estoy arriba, en el claustro, ¿me siente?