TRECE

CICLOS NOMADES

Si el teniente coronel pinta la raya colorada en el pizarrón y ordena que por ahí no pueden entrar los zurdos, no entran y se acabó. ¿Para qué, si no, está el palco, ah? Para que lo cuidemos con la propia sangre, digo yo. A uno por uno va el teniente coronel pidiéndonos un estimado de la situación. ¿Y voz cómo la vez, Arcángelo?, dice ceceando (no termino de acostumbrarme a eso: que cecee). Yo la veo fácil, digo. La veo absolutamente dominada.

No tendría que haber llegado tarde a la reunión, pero ha llegado. Cuánto de tarde, no sé. Ya la explicación del operativo ha comenzado pero el teniente coronel me la repite porque me sabe de fierro, tiene fe ciega en mí. Me acomodo atrás, al lado de la puerta. En seguida se ha llenado de humo el cuarto pero ni siquiera podemos abrir las ventanas. Reserva máxima. En el hotel internacional no hay cuarto que no esté podrido para siempre, el tufo a pucho se ha pegado a las cortinas, a las alfombras, a todo. Cuánta nicotina suelta. El pulmón del fumador (decía Daniel, me acuerdo) es como un panal de cucarachas.

Aquí estamos los doce que llaman Elegidos. Lito, que ha venido detrás de mí, se sienta en la cabecera de la mesa, presidiendo, a la izquierda del teniente coronel. A la derecha está una compañera muy nerviosa, medio jovata ya, pura fibra, comiéndose las uñas. Es la única mina por la que Lito Coba se saca el sombrero. Norma se las ha jugado enteras en la resistencia, me ha contado más de una vez. Tiene unas pelotas así de grandes.

Lito es muy piola, un compinche, cuando lo veo me da... no sé, como un sudor en el corazón. Fue un poco bruto al principio conmigo, pero con la experiencia que tengo ahora comprendo que esas iniciaciones fuertes son necesarias para un hombre, lo templan a uno, le van enseñando a que uno se tenga más confianza. Al entrar me ha guiñado el ojo y me ha pasado un papelito que dice: Azí ez Eseiza, Azieze ze iza, capicúa. Y me quedo riendo solo, porque nunca el teniente coronel se queda con Eseiza y punto. Siempre la letanía, Azí ez Eseiza. Y ahora vengo a caer en que a lo mejor es como una cábala.

El palco está dibujado clarito en el pizarrón, con los accesos bien marcados y los puntos débiles por donde pueden infiltrarse los zurdos dentro de un círculo de tiza roja. Desde lo alto del palco se domina el abanico de la multitud. A las tres de la tarde tendremos ya dos millones y medio de personas, calcula el teniente coronel. Presten ahora la mayor atención, nos dice. Y yo copio:

—Zituémonoz en el palco. En la parte de atraz no hay nada: ez un área reztringida de kilómetro y medio con trez cordonez de zeguridad. Impazable. Eztudiemoz el flanco derecho: a dozientoz metroz eztá el Hogar Ezcuela N° 1... (Circulo verde: ese bastión nos pertenece.)

...que ya eztá zirviendo como punto de abaztezimiento. Comidaz, zentro de primeroz auzilioz, arzenalez, ahí eztá todo. Zi alguno tiene la mala zuerte de caer herido, ze refugia en la ezcuelita. Fijenzé aquí, junto al terraplén...

(Otros círculos verdes y una barra.)

...el pazo eztá bloqueado por una ambulanzia. No hay médicoz adentro. Hay quinze zuboficialez pezo pezado que a la menor alharaca zalen a reventar. Zon lo que llamaremoz fuerza de dizuazión. No tienen armaz. Zólo pedazoz de manguera con rellenoz de plomo. ¿Ven eza barra de tiza?: ez un cordón de militantez emponchadoz, con diztintivoz verdez. Bajo loz ponchoz llevan una ferretería completa...

(A la izquierda la cosa es igual: una pared de acero. Tenemos un Dodge blindado, un camión que podemos usar como tronera, una guardia de Halcones armados con escopetas de doble caño, y en la zona de riesgo, los famosos trescientos metros que debemos defender con la vida, ya se han tendido barreras con alambres y cables para que ahí se aposten los sindicatos de mecánicos y de la carne y los durañones de la Unión Obrero Metalúrgica. El punto neurológico es, como vuelve a insistir el teniente coronel, el palco. Ahí se jugará todo):

...Azí ez Eseiza, muchachoz. Cuando la vemoz en el pizarrón noz pareze que la tenemoz dominada. Pero no la tenemoz. Vamoz a enfrentarnoz con un enemigo de mucho calibre. Gobbi ez el rezponzable del palco. Como a ezo de laz doz, una columna de treinta mil zurdoz intentará copar la cabezera de la manifeztazión metiéndoze por loz flancoz. Ya lez conozen la conzigna. La patria zozialista. Avanzarán dezde atráz del palco con un movimiento de pinzaz...

(El teniente coronel dibuja unas flechas coloradas que se incrustan en las defensas verdes.) Alguien pregunta:

—¿Y cómo van a meterse por atrás si está previsto que no pasen?

—Azí ez Eseiza. Dejándoloz entrar evitaremoz un prematuro derramamiento de zangre. Loz enzerraremoz dentro de nueztro zerco. Una vez adentro, ze identificarán elloz zoloz y loz podremoz neutralizar con mayor fazilidad... Uzaremoz la eztrategia de Anibal en la batalla de Cannaz... Zólo muertoz pueden zubir al palco. Hay que rechazarloz a cadenazoz, con mangueraz, piolaz... Diztraerloz zoltando laz palomaz y loz globoz. Y zólo zi haze falta, dizparar. Conviene que ahorremoz munizión. Ya he trazado un cuadro máz o menoz completo. ¿Preguntaz, dudaz?...

(Nadie habla.)

—...¿Gobbi? —reclama el teniente coronel.

—Para mí todo está claro. Yo la veo fácil —digo.

La jovata se pone de pie.

—Manos a la obra, entonces. ¡La vida por Perón!

Eso. La vida por Perón. No hay otra. Yo me pregunto qué vienen a buscar los zurdos. Para mi la cosa es volver al 55 y chau. Patria peronista. Un pueblo, un jefe. Con el General mandando, en menos de un año somos de nuevo Argentina Potencia. Por eso me dan los zurdos tanta bronca. ¿A qué viene tanta franela con Fidel Castro y Salvador Allende? Eso del socialismo irá con los subdesarrollados muertos de hambre, no con nosotros que comemos carne todos los días. Otra que palomas y globos les daría yo. Plomo. Corte de alas. Este país sólo se arregla con una mano dura. Horcas. Una hoguera en el medio y que arda todo el zurdaje. Limpieza. Purificación. ¿Cómo fue que dijo el General? El día en que se lance a colgar el pueblo, yo estaré del lado de los que cuelgan. Eso. A los amigos, todo. A los enemigos, ni justicia. Lito me ha dicho: de vos se pide que no tengás piedad, Arcángelo. Cuando llegue la hora de amasijar, con nadie tengás piedad. Si fuera necesario, ni siquiera conmigo. Lito, ¿con vos? ¿Cómo podés hablar así?

Y me ha vuelto a sudar el corazón.

Esta noche, sea como fuere, el cuerpo de Evita quedará vacío para la eternidad. Cuando llegue la hora de la Resurrección Universal, otra será su estampa, por otro nombre la llamará el Señor, las notas musicales de su signo astrológico estarán ya cambiadas. Vacío quedará el cuerpo, pero no habrá mudado de apariencia. En sus venas descansará el mismo río de formaldehído y nitrato de potasio que la mantiene incorrupta, su corazón despertará en el mismo punto del cuerpo cada mañana de la historia, nada empañará la beatitud de su cara. Pero su alma deberá entrar, esta noche sin falta, en el alma de Isabel.

Ya todo está dispuesto en el santuario. Antes de que amanezca, Tauro hallará reposo en la casa de Agua. Es propicia la Luna. En una sola línea se concentrarán Urano y Mercurio, los planetas regentes. Los cuerpos deberán quedar orientados hacia el nortenoreste. La hora del tránsito, dicen los astrolabios, ha de ser la intermedia entre la puesta y la salida del sol: once minutos antes de la una de la mañana, 19 de junio de 1973. De las siete palabras que habrá de pronunciar, López conoce cuatro: la bengalí, la persa, la egipcia y la aramea. Aún le faltan la china y la sumeria. La séptima —lo sabe— se forma combinando ad infinitum los sonidos de Eva: Vea, Vat, Ave; sólo le falta establecer el orden en que deshojará las letras.

Es preciso, por lo tanto, cambiar los planes del General: pasar por alto la siesta, sumirlo en la lectura de las Memorias hasta que caiga la noche, y luego distraerlo con visitas que no pueda esquivar. A las once, después de las noticias, López le dará un té y lo pondrá en la cama. Necesitará un cómplice ciego y sordo, alguien que no malicie ni pregunte. Ya lo tiene: nadie mejor que Cámpora.

El secretario baja las escaleras del claustro con agilidad de oso, casi colgado del pasamanos, avanzando más rápido que los suplicios de sus callos plantares. Al pasar por la cocina, ordena que demoren el almuerzo. (Yo chasquearé los dedos cuando estemos listos.) Y ya, en el escritorio, descubre a Cámpora: de pie y engominado. Con efusión, se le prende del brazo.

¿Cómo vamos a permitir que se vaya el General sin una reunioncita a solas con los amigos más íntimos? Está esperándola desde hace días y no se atreve a pedirla. Armelé una sorpresa, presidente...

(¿Presidente?: Cámpora enarca las cejas. López, que ha entrado en el gabinete como ministro de Bienestar Social, jamás le ha concedido semejante trato.) Yo le arreglo el intríngulis doméstico. Por ese lado quedesé tranquilo. Llame a doña Pilar Franco. Aviselé al embajador Campano...

(Cámpora cierra los puños, en guardia. Nada bueno presiente. ¿A qué vendrá toda esta gentileza del secretario después de una semana de relaciones frígidas y desplantes contra su autoridad de mandatario? Poner distancias es lo mejor. Tiene un pretexto incontestable.)

Hoy, Lopecito, no. Hagámoslo mañana, la noche antes del viaje. ¿O se ha olvidado ya que el General y yo hemos pautado para las nueve y media el agasajo a Franco en La Moncloa? No podemos fallar. Sería un desaire de órdago.

Presidente: ya hemos llamado al Pardo para disculparnos. No iremos. Ellos han comprendido. Habló conmigo el jefe del protocolo español y dijo: Nos parece muy lógico que el general Perón prefiera no salir. Un conductor enfermo es un Estado enfermo. Que Dios Nuestro Señor le dé muy pronta cura. Imaginesé, Cámpora. La verdad es que hoy el General amaneció de nuevo con una fiebre de 37,4. Tiene casi ochenta años. Se nos olvida eso. Vaya usted a su fiesta de La Moncloa, qué remedio le queda. Pero mandemé aquí a doña Pilar, a don Licio Gelli, a Valori con la mamá... Y dígale a sus hijos que vengan, Cámpora. Ellos no han saludado al General todavía.

El presidente se desarma: ¿Mis dos hijos?

Hombre, claro que sí. Son de confianza. Encarguelés que a eso de las diez se lleven a los invitados para otra parte. Es bueno que hoy acostemos al General temprano. Voy a esconder la música. Si a doña Pilarica le tocan el flamenco ya no hay quien la detenga. Esa mujer es pólvora. Mañana, con más tiempo, podré ir con usted a un par de ceremonias. Como ministro me corresponde, ¿no? Anoche mismo el General me dijo: López, ¿por qué lo tiene tan abandonado a Cámpora? Ya que yo estoy enfermo, acompáñelo usted. Mire cuándo me viene a dar la orden: ¡faltando sólo un día para que nos vayamos!

Emocionado, el presidente ya no duda más. Algo ha ocurrido. El humor de la casa, hasta ayer tan adverso, sopla de pronto a su favor. Se le humedecen los ojos y aprieta un hombro del secretario: Yo sé que usted ha hecho mucho. ¡Se lo agradezco tanto!

Una vez más, todo sucede a un tiempo, como en el teatro. El secretario chasquea los dedos. Isabelita bate la puerta del comedor y llama: ¡El almuerzo, el almuerzo! Se quedará con nosotros, ¿verdad, Cámpora? Y al General la voz le viene resbalando desde los dormitorios: Hombre, ¿qué le ha pasado? Lleva ya casi un día perdido. Lo extrañábamos... Poné un cubierto más, Chabela.

¡Ay!, no, señor. Imposible quedarme. (Al presidente le tiembla la barbilla.) Por mí, yo estaría más aquí que en cualquier otra parte. Usted lo sabe. Pero me tienen de un lado a otro, desfirmando los tratados y cartas de colaboración que firmó el régimen militar antes de nuestra victoria. He venido tan sólo por una consultita de emergencia. ¿Cómo hará el protocolo en Barajas con nuestra despedida? Usted es el poder, mi General, pero no tiene rangos oficiales ni títulos. Cuando el Caudillo se dirija a usted, ¿cómo habrá de tratarlo? Yo he mandado una nota confidencial, pidiendo que le den jerarquía de jefe de Estado. Y a mí, lo que les plazca. Soy, como todo el mundo sabe, un servidor. Pero aquí son muy puntillosos. Ya me han mareado las consultas y tuve, una vez más, que recurrir a su seriedad, señor. ¿Qué camino seguir?

A las tres de la tarde, sentado entre los hocicos de sus Memorias y mamotretos, solitario en el claustro, con la frazada ovillándole las piernas tiesas (ya un poco varicosas, tan de repente azules: como si les cayera encima, adelantado, el frío de Buenos Aires), el General se conduele de aquel pobre vicario que ahora está librado a lo peor de la borrasca. Decidaló usted, Cámpora. Finja su protocolo como le dé la gana. ¿Yo qué tengo que ver con estas infecciones del poder? Estoy en otra cosa. Me amortiza la edad. Me he jubilado ya hasta del exilio. Tréncese usted con los turiferarios del Caudillo. Y a mí dejemé aparte. Con que me lleven hasta el avión me basta. Y es de sobra. De Buenos Aires no espero sino trabajo y sufrimiento.

Abre al azar una de las carpetas de Memorias y el pasmo de la guerra se le viene a los ojos. Lee:

Cuando volví de Chile ya la tensión se respiraba en todas partes. Se veía que el planeta estaba por estallar de un momento a otro...

(Mi destino insistía en los ciclos nómades. Yo emigraba, la historia retrocedía. Ya estaba acostumbrándome. Si me acostaba río, me preparaba para amanecer laguna. ¿Acaso desvarío? A ver la página de atrás, qué dice):

...y en las últimos cartas que le mandé al teniente coronel Enrique I. Rottjer le planteaba mi afán de circunvalar el país a pie, reconocer el desierto desde el lago Vilama hasta el salar de Arizaro, avanzar luego por la línea de las altas cumbres a través de los lagos, y una vez en Cabo Vírgenes, atravesar en un transporte de nuestra Marina de Guerra el estrecho de Magallanes. Me aquejó la viudez. Se postergó el proyecto.

(Me confundo. ¿Qué fue después, qué antes? Ahora que pienso en cuántas veces entré en los cementerios de Milán cuando la Eva todavía no estaba allí enterrada, me trastabilla el tiempo en las entrañas. ¿Por qué la eternidad no sucede completa en un instante? ¿Por qué no es ya un asunto terminado lo que debiera suceder mañana? ¿O es que las cosas pasan así, en ráfagas: es que ya todas las cosas han pasado y uno ni se da cuenta?

Un mes llevaba de viudez. Era octubre de 1938. El ministro de Guerra me ordenó hacer un viaje de reconocimiento por el sur patagónico. A cargo de la expedición estaba el coronel Juan Sanguinetti, quien venía de servir dos años en la embajada de Berlín. Desembarcamos en Comodoro Rivadavia y avanzamos por tierra hasta el lago Argentino, en unos automóviles destartalados. A Sanguinetti lo había impresionado Hitler vivamente: es un volcán, decía. Arrasará con todo. ¿Anibal, Napoleón? Son aprendices a su lado. No ha estudiado estrategia: ha nacido sabiéndola. Es el Pentecostés de la política: no conoce otra lengua que alemán y sin embargo, un japonés lo entiende. Hablábamos y hablábamos a través de los desfiladeros y glaciares. Yo imaginaba que Hitler era un héroe de dos metros: un coloso de Tebas. Sanguinetti me dijo: su aspecto es infeliz. Hitler es un petiso. Abre la boca y crece.

¿Por qué habrá suprimido López Rega estas fermentaciones ténebres de aquel tiempo? A ver, a ver. Por dónde le habrá dado):

A principios de 1938 me llamó a su despacho el ministro de Guerra, general Carlos Márquez, uno de los mejores militares que he conocido. Tenía bastante confianza conmigo. En mis tiempos de cadete, él había sido instructor del Colegio Militar, y luego fue mi profesor en la Escuela de Guerra

"Vea Perón", me dijo. "La guerra mundial ya se nos viene encima. No hay poder humano que la evite. Hemos hecho todos nuestros cálculos, pero la información de que disponemos es muy insuficiente. Las agregados militares nos dan más o menos cuenta de lo que pasa en su esfera, pero cuando estallen las hostilidades, el noventa y nueve por ciento de lo que suceda será un fenómeno político: un asunto de los pueblos más que de los ejércitos. Usted es profesor de Estrategia, Guerra Total e Historia Militar.

No hay hombre más adecuado para enviarme la información que necesito. Elija un lugar para ir."

Alemania o Italia: otras opciones no había. Pedí veinticuatro horas para pensar. Veamos, me dije. Hitler había convertido al Reich en un reloj perfecto. En menos de cinco años, las obras públicas y la industria de guerra habían bastado para liquidar la desocupación, aumentar la reserva de divisas y poner en marcha una industria pesada. Yo había leído Mein Kampf por lo menos dos veces y conocía otros buenos libros sobre Hitler y su doctrina. En Italia, después de la ocupación de Abisinia, el Duce se aprontaba para invadir Albania. Su popularidad y su carisma encendían la imaginación de toda Europa. Hitler mismo admitía que Mussolini era su maestro.

Pero lo que me decidió a favor de Italia fue mi dominio del idioma. Puesto que debía entrar en contacto con el pueblo, en Alemania poco tenía que hacer. Yo hablo el italiano tan bien como el castellano, y si me apuran, hasta mejor.

Caí primero a Merano, donde aprendí en pocos meses los secretos de la guerra alpina. Luego asistí a unos cursos de ciencias puras en Turín y de ciencias aplicadas en Milán. Se me aclararon muchos conceptos y se me disiparon muchos prejuicios, especialmente en economía política.

Todo me apasionaba. Yo vivía deslumbrado. Me sentía en el corazón de una experiencia histórica tan importante como la toma de la Bastilla. Tal vez más. El modelo de sociedad que se forjaba en Italia era completamente nuevo: un socialismo nacional. Veamos cómo es eso.

La revolución de los soviets había ejercido una influencia profunda en Europa. Lenin y Trotski, sus ejecutores, hubiesen querido que la mecha encendida en Moscú prendiera de inmediato en Berlín y Madrid. Pero no. Las ideas bolcheviques encontraron en las fronteras de Europa occidental una muralla infranqueable. Lo que pasó al otro lado, en cambio, fue el socialismo de Lasalle y Marx, pero con las características propias de Italia, Francia y Alemania. Justamente hay que buscar allí la verdadera causa de la Segunda Guerra: en la evolución acelerada que provocaron los movimientos ideológicos de Occidente. Yo veía ya los nubarrones de la tormenta cuando se firmó el tratado de Munich. Me dije: Esto es apenas un paréntesis, Los maratonistas se han detenido para tomar aliento. Lo peor se avecina. Y así fue.

A los pocos meses de llegar yo, el Duce invadió Albania y los alemanes firmaron un tratado de no agresión con los soviéticos. La guerra se desencadenó casi en seguida. Yo aproveché para estudiar el frente oriental. Viajé a Berlín en tren. El pueblo alemán trabajaba unido y los enemigos de Hitler, que luego fueron tantos, no se veían por ninguna parte. Los oficiales de la Wehrmacht se mostraron muy amables conmigo. Yo conversaba con ellos un poco en francés y otro poca en italiano. A veces champurreaba unos gruñidos en alemán, pero a ese idioma sólo el diablo y los alemanes pueden hablarlo.

Me llevaron a la línea de Loebtzen, en la Prusia oriental. Al frente, los rusos tenían la línea de KovnoGrodno. Los jefes eran amigos entre sí y yo iba de un lado al otro con entera facilidad. Me interné bastante por la Unión Soviética en vehículos militares.

Ya de vuelta en Berlín, leí algunos comentarios mal intencionados que los corresponsales norteamericanos publicaban en su país. Describían el fascismo y el nacionalsocialismo como sistemas tiránicos, lo que tal vez fuera cierto: pero no se detenían a observar la magnitud del cambio social que estaban produciendo.

En Italia me propuse desmontar el proceso y ver cómo se iban ajustando las piezas. Verifiqué un fenómeno muy interesante. Hasta el ascenso de Mussolini al poder, la nación italiana iba por un lado y el trabajador por otro. Nada tenían que ver. El Duce sumó todas las fuerzas dispersas y las movió en una misma dirección. Las corporaciones medievales resurgían, pero ahora como auténticos motores de la comunidad. Los sacrificios del pueblo no eran vanos: se trabajaba en orden, al servicio de un Estado perfectamente organizado. Y pensé para mí, esto es lo que Marx y Engels han estado buscando por caminos equivocados. Aquí se dan, de modo más realista y acabado, las utopías de Owen y Fourier. Esta es la verdadera democracia popular: la igualdad, libertad y fraternidad del siglo XXI.

Yo no conocía entonces los campos de concentración en los que Hitler domesticaba, con una cierta crueldad, a las minorías insumisas del Este. Pero en Italia, donde todo el mundo es como nosotros —sentimental y un poco barullero—, no eran necesarios los rigores teutónicos.

Viví casi dos años esa experiencia de oro. Vi a España desolada por las hambrunas de la guerra civil. Y me quedé algún tiempo en Portugal, que era entonces un foco de espionaje. Pero no podía dejar Europa sin conversar con Mussolini.

El 10 de junio de 1940 Italia entró de lleno en la guerra. Varios batallones de "bersaglieri" se internaron en Francia. El Duce habló desde los balcones del Palazzo Venezia para dar la noticia. Yo lo escuché, confundido entre la inmensa muchedumbre. Vi a campesinos calabreses con los ojos fijos en aquel gran hombre, como si fuera un cometa que pasaba. Vi a las mujeres del pueblo abrazarse y llorar del entusiasmo, todo a un tiempo. Oí cantar Giovinezza, dar vivas a la patria, al Imperio y al Duce. Arrastrado por aquellas fiebres de júbilo, canté también unas estrofas: "Eia, da, alold".

Al día siguiente, a través de la embajada argentina, pedí una audiencia. No me la dieron sino para el 3 de julio, cuando el Duce volvió de una inspección por el frente occidental. Entré directamente a su despacho. Estaba casi a oscuras. Un quinqué alumbraba de pleno su cabeza imponente, afeitada. Escribía. Por un momento, no levantó la vista. Luego me vio, y vino a mi encuentro con la mano tendida. Me preguntó por la moral de las tropas alpinas. Le dije la verdad: que no había ejército mejor preparado paro combatir en la montaña "E vero, e vero", sonrió. "Sono bravissimi i miei Alpint" Tuve ganas de abrazarlo, pero la solemnidad del lugar me contuvo. Junté mis tacos y, por única vez en la vida, en vez de hacerle la venia, lo saludé con la diestra en alto, a la manera fascista. Hoy se interpretaría mal ese gesto. No lo hice con intención política, y podría no contarlo si quisiera porque no hubo testigos. Pero me importa reivindicarlo como un homenaje de militar a militante, de incipiente a sapiente.

Gasté mucha saliva en explicar, cuando volví a Buenos Aires, el régimen complejo de todos esos huracanes. En una conferencia que di la víspera de Navidad, en 1940, recurrí a la metáfora del agua. Los pueblos —dije— avanzan como el agua: con esa misma táctica. Una vez que toma el agua la línea de máxima pendiente, corre. Si se construye un dique, trata de infiltrarse. Si el basamento del dique no le deja paso, entonces se cuela por los costados y rebasa los muros. Si nada puede, pega. Horada y pega, hasta que un día lo destroza todo. Cuando Alemania perdió la guerra, fue como si el dique se hubiera roto. Avanzó el agua por Europa. Y ahora la marea la trae hacia nosotros. Tal es la época que nos toca vivir.

(López, ¿qué lo impacienta? ¿A qué tanto trajín en el santuario? Yo esperaba estar solo. ¿Ahora qué hace, urdiendo de cuclillas entre las soledades de ahí arriba?

Nada es, mi General. Que pongo en orden todo antes de irnos. Quito el polvo, reviso los fusibles, inquiero por el techo buscando filtraciones. Si hago ruido, discúlpeme. Por leve que uno baje, la escalera de caracol porfía en crujir. Y no me dan descanso estos pies planos.

Huele a yerba usted, López. A canela. ¿Y aquellas serpentinas que anda cargando? Dejemé ver: la otra, la violeta. ¿Qué han escrito en el borde, con letritas tan chicas? Suena como catinga: "Saravá Oxalá / Saravá Oxum Mari / Que assim soja!". ¿Marroquí, eh? ¿Galaico?

No sé, mi General. Son cintas que andan perdiendo las criadas cuando limpian. Las riegan por la casa. ¿Cómo va su lectura? Ya son más de las tres.

Algo le falta a estas Memorias, López. No sé qué puede ser. Ya los recuerdos que fueron a la Segunda Guerra no son míos. Los leo y me parece que siguieran viviendo por su cuenta. Vea esto, por ejemplo: ¿quién soy aquí, diciendo lo que sigue?):

En 1941 tuve varias reuniones secretas para informar a los oficiales superiores sobre los cambios que se avecinaban. El nuevo ministro de Guerra, Juan Tonazzi, me comprendió de inmediato, pero los generales cavernícolas que lo secundaban me acusaron de comunista.

Intentaron sacarme de circulación. Sin darse cuenta, me hicieron un favor. Fui a parar a! Centro de Instrucción de Montaña, en Mendoza. El país se pudría y entre tanto yo, quedándome a un lado, conservaba mi prestigio intacto.

Las corruptelas desgarraban al ejército. Un sector de oficiales nacionalistas quiso sublevarse, pero la conspiración se desinfló sola, víctima de modorra El país entero parecía dormido, roncando con lentitud catamarqueña. Sólo se despertaba para la inmoralidad y el fraude. Nuestro sagrado uniforme había caído tan bajo que hasta algunos cadetes del Colegio Militar aparecieron en una redada de homosexuales. Fue un gravísimo escándalo. Se tapó como pudo, pero la institución salió de allí con un ala dañada.

Mi prédica empezó a dar frutos en el verano del 41. Diez o doce coroneles jóvenes que habían oído mi última conferencia secreta se presentaron en Mendoza y me ofrecieron su adhesión.

"No hemos perdido el tiempo", me dijeron. "Hemos organizado ya una fuerza monolítica dentro del ejército. Si usted quiere, podemos tomar el poder en veinticuatro horas." Era el núcleo inicial del GOU, Grupo de Oficiales Unidos o Grupo de Obra de Unificación, como también se llamaba. Por su idealismo, por su pureza, por el desinterés de sus miras, aquel conjunto de hombres pudo fundar una Argentina indestructible, justiciera, capaz de bastarse a sí misma por mil años. Contábamos con una ventaja que ya no se repitió: no había entre nosotros ni mentores ni aliados civiles. Y por lo tanto, disfrutábamos de orden, discreción y jerarquía. Fue la piedra materna del poder militar en el más sano sentido de las palabras: poder es lo que pone algo en marcha; militar viene de "militares": aquello que pertenece a la guerra. Eso buscábamos: resucitar la idea de la Nación en Armas.

(¿López? Ya basta, hombre. Bájese del santuario. ¿Qué menjunjes le oigo? ¿Qué músicas son ésas? A esta hora no me temple con gárgaras, que desconcentra el tiento de la lectura. ¿No ve? Me ha perturbado hasta en lo que hablo. La señora está en paz. Déjela que descanse. Ya le han dado trajines incontables para su poca eternidad. La Eva, pobrecita. ¿Qué le reza? ¿Qué dice?

Ya voy, mi General. Ahora termino y bajo.

OGUN CHEQUELA UNDE CHEQUELÉ

CHEQUELE UNDE

OGUM BRAGADA EA

Véase la mano, López. Se ha lastimado. Vea cuánta sangre.)

El pueblo la imaginaba rubia y de ojos celestes pero Evita Duarte no era como la pulpera de Santa Lucía cuando llegó a Buenos Aires en 1935: no cantaba como una calandria, no reflejaba la gloria del día. Era (dicen) nada, o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.

Ni a mí, que la tuve tan cerca, se me pasó jamás tal cosa por la cabeza (dijo la actriz Pierina Dealessi, que la refugió en su compañía de teatro, le fue enseñando a caminar, le pulió la dicción). Cuando la conocí tenía el pelo negro, el cutis nacarado y unos ojos de tal vivacidad y asombro que por eso la gente no se acuerda cómo eran: porque miraban mucho, muy hondo, no se les veía el color. Pero en lo demás la caracha de Evita no decía nada: la nariz era fuerte, medio pesadona; los dientes un poco salidos, y aunque lisa de pechera, su figura impresionaba bien. Sólo tenía unos tobillos gruesos que la acomplejaban. Linda chica, pero nada del otro mundo. Y ahora, cuando me doy cuenta de lo alto que voló, me digo: ¿Dónde pudo aprender a manejar el poder esa cosita tan frágil, cómo hizo para conseguir tanta desenvoltura y facilidad de palabra, de dónde sacó la fuerza para tocar el corazón más dolorido de la gente? ¿Qué sueño le habrá caído adentro de los sueños, qué balido de cordero le habrá movido la sangre para convertirla, tan de la noche a la mañana, en lo que fue: una reina? Esa es la mujer que López Rega quiere instalar en el cuerpo de Isabel ahora, 19 de junio, once minutos antes de la una. Que un alma ocupe a la otra. Pero no es tan sencillo. Son almas desiguales: ¿cómo hará el océano para caber en un río? Y luego, no todas las turbulencias de Evita deberán pasar a Isabel. Si pasaran, López no podría manejarla. De nada le servirían el don de lenguas, el caudaloso amor de la difunta. Pondría un huracán en marcha, pero desobediente.

Toda la vida ha estado preparándose López para este desafió supremo a las leyes de la providencia. Una y otra vez se ha repetido que, sobrándole los conocimientos, le ha faltado la ocasión. Evita yace ahora indefensa, en un féretro de roble, a la luz de seis lámparas rojas torneadas como antorchas. En la bohardilla que le sirve de sepulcro, a la que Isabel ha dado el nombre de santuario, no entran ruidos, ni las mudanzas de la temperatura, ni los tropiezos de la oscuridad nocturna. La luz es uniforme siempre, las estaciones no van ni vienen: el aire que los purificadores depositan allí se sabe condenado a ser aire de ninguna parte. A la cabecera de la difunta, López ha ordenado que pongan un crucifijo de madera con rayos de metal, idéntico al que hace veintiún años estaba en la capilla ardiente del Ministerio de Trabajo. La imitación es admirable por fuera: el relleno de adentro es de plástico.

Ahora, cuando ha llegado casi el momento de dar el salto y saborear el triunfo, López vacila. ¿No me habrán engañado las fuerzas celestiales y estoy donde no estoy? ¿No será que subieron al santuario tan sólo mis deseos? Y aun cuando fuese real esta fingida alquimia de las almas, ¿qué me sucederá si el espíritu de Evita rechaza el trasplante? !Hay tantas sustancias inarmónicas en la naturaleza: las aceitunas y el pepino, el mango y el arroz, el aceite y el agua! Bien podría suceder lo mismo con estas dos criaturas tan dispares: la una que se alzó de la nada y terminó siendo todo, la otra que pudiendo ser todo está terminando en nada. López se pellizca. Estoy aquí. Aquí. Nada me duele. Entonces, ¿sueño?

A los matones que lo custodian les ha confiado su excitación: Voy a tener mi golem, muchachos. Todo lo que Isabel diga de ahora en adelante, saldrá de mi cabeza. Cuando la oigan hablar, miren cómo se mueven mis labios. Voy a ser su ventrílocuo. Los matones asienten. A duras penas han entendido que el amo, ya poderoso, ahora se tornará invulnerable.

A los pies del ataúd, en una palangana, yace degollado el picaflor que López sacrificó a la tarde, mientras el General leía las Memorias. Ha verificado ya que cuando a estos pajaritos se les clava un alfiler en el buche, la sangre brota rápida como el fósforo. Hay que estar muy atento, porque no se puede recoger sino medio dedal. Otro picaflor, vivo, espera su turno en una jaula, con las patas amarradas. A medianoche, López convocó a Isabel en el santuario. Beba una taza de té, señora, y disipe su miedo con unas gotas de hipnótico. Póngase una bata de seda, baje los pensamientos hacia el yo profundo, incorpórese y rece. Bien sabe usted que sufriremos en Buenos Aires los más terribles contratiempos, que allí morirá Perón y cuando quedemos viudos caerán los buitres sobre nosotros. Vamos a prepararnos. Nos hace falta auxilio de un ánima sagrada para escapar sin daño de los peligros. Tiéndase sobre la camilla, señora, junto al ataúd de la difunta, y trate de dormir. Repose con cuidado. Los sueños son aquí muy frágiles y cualquier traspié los puede hacer pedazos.

Cuando siente a Isabel ya relajada, punza el gaznate del otro colibrí y pinta los párpados de la durmiente con la sangre fresca. Mancha los labios de Evita con una huella de sangre. Y se sienta a esperar la hora. Ha dejado su propio cuerpo en varios lugares a la vez. A través de la ventana del dormitorio de la señora descifra las señales del cielo, oye latir a Sirio, desperezarse a Marte, siente la colosal agonía de Betelgeuse: todo presagia muerte y retorno, arca y ascenso, diluvio y vida. De pie junto a la cama del General, le vigila el sueño. Las visitas se han marchado temprano, felizmente. Y aquí, en el santuario, hueles los olores de tu ansiedad, López Rega, te secas con el pañuelo tu terror al fracaso. Si sólo estás soñando, si estás vistiendo apenas de bulto bello a unas formas sin fondo, pronto se desbaratará tu representación, López, te correrán con burlas de todas partes.

Ya no me queda tiempo. Ahora me concentro. ¿En qué orden haré que fluya el moira de Evita hacia el otro cuerpo, cómo pasar a la ignara Isabel los árboles de soma, las alegrías de Kinvat? Húndete, sueña, húndete: aprende a ser, como la muerta, puente entre el General y los descamisados, abanderada del verticalismo.

A la una menos cinco reza López la primera invocación: BA, en egipcio antiguo, la vocal larga, la consonante respirando a medias para no desgajarse, B A, o sea la potestad de un alma que regresa para vaciarse dentro de una nueva apariencia, B A, soy tu cuerpo, Isabel, te lleno. La discípula, dormida, arruga el entrecejo, exhala un aire amarillo: es el dolor de las agujas que le cosen el alma.

López sigue: la palma izquierda sobre la frente de Eva, la derecha en el corazón de Isabel, médium, cuerda de cobre, López de agua, va recitando en sumerio An An, en arameo bajar, en bengalí samsara, en chino dóongo, en persa fravasi, ángeles del cielo y de la tierra, seres sagrados del universo, vean a esta elegida encontrar el fin de sus existencias sucesivas, óiganla, imprégnense de su música de musa, mañana cantara la masa:

Isabel Evita la patria es peronista

Evita Isabel Perón un solo corazón.

A la una en punto, seca ya la sangre del colibrí. López aspira el aliento de la difunta y lo vierte sobre los labios de la viva. Jamás ha sido más diáfana la expresión de Evita. A Isabel, en cambio, la cara se le ha llenado de rasguños y ronchas que titilan. Se le transparenta la tensión de los sueños. Parece una guitarra.

De pronto, López se contorsiona y hunde la cabeza dentro del tronco. Asoma sólo el verdor malicioso de los ojillos, como un lagarto. Y vuelve a levantar el cuello. Y a hundirlo. Se calla un instante. Se yergue. Extiende los brazos y lentamente va envolviendo a las dos mujeres con las oraciones rituales de umbanda, las amortaja con las mariposas hipnotizadas de una letanía candombé, salve Shangó, salve Oshald, va evaporándose la pintura de sangre de los párpados de Isabel, salve a lei de quimbanda, salve os caboclos de maiord, ogum mare. ogum, la huella de sangre desaparece de repente de los labios de Evita. Que assim seja!

Al mediodía siguiente López se acerca lentamente a Isabel en el dormitorio del primer piso. Afuera ladran las perras. El sol se atropella en las ventanas. Retirado en algún ultramundo de la casa, el General sigue leyendo las Memorias. Isabel revuelve atareada en unos cajones. Todo está en desorden. Hay papeles de seda tirados, enredaderas de ropas, tripas de cosméticos.

En el sopor de aquel revoloteo, López suelta la última invocación que le ha quedado en la garganta, la definitiva, la que probará para la eternidad cuánto del ánima inmortal de Evita se ha instalado ya en Isabel. Ella tendrá que responder tan sólo Que assim sejd!, y entonces se sabrá por fin si los dos espíritus son uno.

—¿Eva? —la llama López—. Ave, vaé a e, aev a, la morte e vita, Evita. ¿Ah?

Isabel se vuelve hacia él.

—¿Cómo dice, Daniel? Venga, hombre, un momentito. Ayúdeme. No puedo encontrar por ninguna parte las chinelas rosas.