ONCE

ZIGZAG

(...) A los mencionados efectos personales de Abelardo Antezana (a) Nun y de Diana Bronstein (a) la Flaca (a) la Colorada (a) la Pecosa se acompañan recortes de la revista semanal Horizonte, edición especial del 2061973, artículo titulado

LA VIDA ENTERA DE PERÓN EL HOMBRE. EL LIDER. DOCUMENTOS Y RELATOS DE CIEN TESTIGOS,

con anotaciones manuscritas de las personas antedichas. Todos estos efectos fueron requisados en el allanamiento que se practicó a las 16.00 horas del día de la fecha en la finca denominada "Playa de Noche", sita en avenida de la Noria, partido de Esteban Echeverría, provincia de Buenos Aires (...).

5. YA NUNCA MAS SEREMOS COMO ERAMOS

Un domingo de 1922, cuando volvía de visitar a la abuela Dominga, el teniente 1° Perón compró en un kiosco de la estación Retiro cierto folleto mal entrazado, que parecía otro de los novelones por entregas tan de moda en aquella época. En la portada se desvanecía, marchita, una corona de laureles. Eran las ciento quince máximas de Napoleón sobre el arte de la guerra.

Juan Domingo se precipitó sobre aquellas sentencias con la voracidad de un amor que ha esperado demasiado tiempo. Le desataron una necesidad desconocida, y no sabía de qué.

Una de las máximas iba con él por las mañanas al polígono de tiro y sonaba por las tardes en su silbato:

En la guerra, nada es más importante que la unidad de mando. El ejército debe ser único, las acciones deben tender a un solo fin, el jefe sólo puede ser uno.

La otra se le confundía tanto con los sueños que, al despertar, aún se le quedaba pegado el olor de la máxima en la memoria:

Las grandes acciones de un gran general no son el resultado de la suerte o del destino. Son el resultado de la planificación y del genio.

Tal cual: Perón quería planificar el futuro, tomarle la delantera, adivinarlo.

En los casinos de oficiales se hablaba entonces con reverencia y sigilo de la logia General San Martín, que parecía haber impuesto al coronel Agustín P. Justo como ministro de Guerra y en cuyas listas negras figuraban muchos oficiales yrigoyenistas. Perón quería saber a toda costa qué se pensaba de él en esos círculos inaccesibles y buscó al único que podía decírselo: su protector, Bartolomé Descalzo. Lo encontró disgustado.

—He oído a un teniente coronel quejarse de usted, Perón. Es un capitoste de la logia y la opinión adversa de ese hombre podría malograrle la carrera. Cuidesé, che.

—Yo hago todo lo que se me ordena, mi mayor. ¿Cómo voy a cuidarme de la injusticia?

—Si fuera una injusticia no se la hubiera contado. Ese teniente coronel ha dicho que usted pasa el día metido con los deportes. Y que no entiende cómo, ya casi a punto de cumplir treinta años, no se preocupa por sentar cabeza. La logia desconfía de los oficiales solteros.

Perón acusó el golpe. Llevaba varios meses dándole vueltas a la idea de casarse. En sus andanzas no había conocido sino a mujerzuelas gritonas, impresentables, que se arrojaban sobre los divanes con las piernas abiertas y echaban escupitajos en el piso. Le rogó a Descalzo que lo ayudase a encontrar una candidata decente.

—Precisamente —dijo el protector— mi señora y yo tenemos puesto el ojo en tres o cuatro chicas que le convienen. a la primera ocasión se las vamos a presentar.

Pero el infortunio cayó en aquel momento sobre la familia Perón. Juan Domingo lo esperaba. La madre le había enseñado desde muy niño que los destinos son cíclicos, y que la suerte obedece a una ley de compensaciones: toda felicidad se paga, tarde o temprano con desdichas. Perón, que para no exponerse se había esmerado en mantener los sentimientos siempre tibios, no imaginó que también el éxito tenia su reverso. Era campeón militar de esgrima, profesor de cultura física, autor de unos consejos sobre higiene y moral para uso de aspirantes a suboficiales. Al año de ascender a capitán, lo aceptaron en al Escuela Superior de Guerra. Demasiada bonanza en poco tiempo. Hacia fines de marzo de 1926 la llegó un telegrama de la madre: "Papá muy delicado. Favor esperarnos lunes tren Bahía Blanca".

A duras penas reconoció a su padre. Don Mario Tomás sufría de temblores, se arrastraba sobre los puros huesos y balbucía palabras apelmazadas, que sólo doña Juana era capaz de traducir. Estaba enfermo de arteriosclerosis y en las soledades del Chubut ya no encontraban remedio que lo aliviara.

Durante unos días se hospedaron en la casa nueva de la abuela Dominga, cerca de la estación de Flores. Luego, con la providencia de un subsidio que concedieron a Juan Domingo en el ejército, compraron en la calle Lobos un viejo caserón donde también el hijo dispuso de un cuarto propio en el que desembocaron los mapas y los banderines acumulados durante quince años de vida nómade y cuartelero.

Doña Juana se entretenía criando gallinas y amasando fideos. Por las tardes sacaba las sillas a la vereda y depositaba allí a don Mario Tomás mientras ella chismorreaba con las vecinas. Juan se presentaba los fines de semana con un sombrero de paja y un terno de color siempre oscuro. Y cuando se anunciaban retretas en el parque Chacabuco, vestía el uniforme de gala e iba del brazo con la orgullosa madre a dar unas vueltas por las pérgolas.

En vísperas de la primavera de 1926, interrumpió el calco de unos mapas napoleónicos para atender por teléfono al teniente coronel Descalzo.

—Encuentresé conmigo a las diez de la mañana en la puerta del cine Capitol —dijo el mentor—. Y vengasé preparado. Perón. Mi señora y yo tenemos ya lo que usted anda buscando.

Salió dos horas antes, de punta en blanco. Quería mostrarse tal como era —atildado, simpático, seguro de sí— y deslumbrar a la candidata, pero en ningún momento se preguntó cómo era ella. Si Descalzo la recomendaba, para qué perder el tiempo. Siempre había desdeñado el inútil gasto de fuerzas que los hombres comunes ofrendan a los sentimientos en vez de aplicar las mismas energías a misiones de poder o de trabajo. Necesitaba casarse, y Descalzo le presentaría a la persona adecuada. Nada más sencillo.

Desde la ventana de una confitería, Juan Domingo vio llegar a la esposa del teniente coronel con una muchacha bajita y menuda, que hablaba sin alzar la mirada y se reía tapándose los dientes. Antes de que se la presentaran supo, sin la más leve incertidumbre, que ella lo aceptaría como novio.

El cine estaba lleno de oficiales jóvenes y de señoras adornadas con casquitos y moños en las caderas. Perón fingía interesarse en la complicada conversación sobre volados superpuestos, faldas tableadas, cortes a la garcon y escotes en V que propuso la esposa de Descalzo. En la butaca de al lado, la candidata expresaba su admiración con obedientes vaivenes de las pestañas. No bien se apagaron las luces y el pianista desgranó una obertura que pretendía ser oriental, Juan Domingo se inclinó hacia ella discretamente:

—Señorita Tizón, ¿me permite que la llame Aurelia?

—Potota —corrigió la muchacha, mirándolo por primera vez.

—Potota. Le ruego que no baje los ojos nunca más. Tiene una mirada tan profunda que da escalofríos.

—¿Escalofríos? Disculpemé, capitán. Lo siento mucho.

—Ah, no. Capitán, no, Llámeme Perón.

Hacia el final de la película, cuando el jeque enamorado de la bailarina volvía grupas para rescatarla de un simún exterminador, Juan Domingo murmuró, valeroso:

—Le doy las gracias por haber venido. Desde hace mucho quería encontrar a una joven... amiga... como usted. ¿Me permitirá visitarla? Espero no haber llegado a su vida demasiado tarde.

Ella no despegó los ojos de la película. Vacilaba entre imponer un freno al atrevimiento del capitán o darle alas, discretamente. Un codazo alentador de la señora Descalzo la decidió:

—Para mí, cualquier cosa que pase pasará temprano. Tengo dieciocho años.

Perón la deslumbró, en la oscuridad del cine, con una sonrisa párvula, trabada por la melancolía.

—Yo voy a cumplir muy pronto los treinta y uno. Es una triste sorpresa para usted, ¿no es cierto?

El pianista electrocutó al auditorio con un trémolo. El jeque suspiró lascivamente sobre una oreja de la bailarina. Luego, con descaro, le lamió la mejilla. Se oyeron unas toses escandalizadas.

Dos semanas después, cuando volvieron a la misma sala con las hermanas Tizón y desde las mismas butacas vieron aquella osada simulación de beso, Juan Domingo rozó por primera vez, con la punta de los dedos, las manos enguantadas de Potota.

Durante los dos años puntuales de noviazgo, ella creyó que era locamente amada; es decir, con respeto, visitas infalibles y cartas de cumplido. Pero el último día de la luna de miel la introdujo en una rutina tan espesa que las señales del amor se le confundían.

A veces —contaría muchos años después—, iba yo hacia Perón en busca de ternura y él me rechazaba sin herirme, aunque con terrible firmeza. Siempre con tus chiquilinadas, me decía. ¿No te das cuenta de que sos una mujer casada?

Y aunque la dejaba sola casi todo el día, estaba pendiente de sus más triviales salidas. No le gustaba que hablara con nadie, ni aun con las hermanas, como si temiera que incubasen en Potota caprichos e ilusiones que luego él debería enderezar. A tales extremos llevó su afán de posesión que una tarde, cuando más abstraído estaba, redactando unos apuntes sobre el complot militar de 1930, ella salió en puntas de pie hacia la verdulería, y al darse vuelta imprevistamente para buscar unos tomates, descubrió a Perón espiándola tras un poste de alumbrado.

Sólo después del sexto año de matrimonio Potota pudo agradecer una señal de cariño. Fue obra de la casualidad. La madre, doña Tomasa Erostarbe, había muerto de cáncer. El mayor Perón, distrayéndose de sus obligaciones en el Ministerio de la Guerra, acompañó a la familia durante la noche del velorio, asistió a los responsos en el cementerio, pero de inmediato se esfumó. Durante los novenarios y misas funerales que sucedieron estuvo ausente. Llegaba tarde a dormir y se levantaba tan temprano que Potota no conseguía jamás alcanzarlo con el desayuno. Ella, para no molestarlo, se tragaba las quejas.

Las raras ocasiones en que Perón la llamaba por teléfono previniéndola que iría a comer Potota se refrescaba los ojos con algodones y se coloreaba un poquito las mejillas —lo máximo que permitía el luto— para mostrarse feliz y despreocupada.

Cierta vez el mayor olvidó unos mapas en la casa y tuvo que pasar volando a buscarlos. Cuando abrió la puerta de calle, el silencio y la oscuridad lo sobrecogieron. Entró con sigilo, mientras en su imaginación se entreveraban las más funestas sospechas. De pronto, oyó brotar del dormitorio un canto tenebroso, que semejaba tanto una letanía de monjas como el desperezo de un gato. Empujó con brusquedad la puerta y prendió la luz. Vio a Potota de bruces sobre la cama, llorando, con una foto de doña Tomasa destejida por las lágrimas.

Tanta pesadumbre le ablandó por fin el corazón. Le ofreció su pañuelo y le dio un beso en la frente. Ella esperó a que se le deshicieran los nudos de la garganta, disipó todos los sollozos con un esfuerzo de la voluntad y con los ojos avergonzados como antaño, le dijo:

—Disculpame, Perón. Soy una tonta.

El mayor esbozó una sonrisa.

—No importa. Ya pasarán esos dolores de mujeres. Ahora dejáme que busque unos mapas. Tengo que irme.

Quizá tanto zigzag en la vida de nuestro héroe desoriente al lector. Como en la historia se avecinan hechos de índole militar (¿o tal vez política?): se avecinan inundaciones donde aguas de las más variadas especies habrán de confundirse, parece prudente hacer un alto y recordar ciertos detalles de interés.

1926: El héroe se instala con sus padres en un caserón de la calle Lobos 3529 (ahora Gregorio de Laferrére entre Quimo y San Pedrito) e inicia su noviazgo con Aurelia Tizón, hija de un conocido fotógrafo de Palermo, de filiación radical.

1928: En noviembre, don Mario Tomás Perón muere tras una larga y cruel enfermedad. Nuestro héroe debe postergar la fecha de su enlace hasta enero de 1929. Al regreso de la luna de miel, la flamante pareja reside en la casa de los Tizón, Zapata 315.

1930: En procura de intimidad, se mudan a un amplio departamento en la avenida Santa Fe 3641, tercer piso. Amueblan el dormitorio con un ropero estilo Luis XVI, una cama de altísimos respaldares y un toilette. Hay un par de espejos enfrentados, de dos metros, que multiplican el cuerpo hasta el infinito. En el comedor, el mueble principal es un aparador cuyos últimos estantes sólo se alcanzan con escaleras; las patas de la mesa reposan sobre cabezas de leones. El centro floral es un perro San Bernardo de cerámica sobre el que cabalga una aldeanita tirolesa. En el living se amodorra un piano que Potota no llegará a tocar.

1933: Una misión de frontera devuelve a nuestro héroe a los imponentes escenarios de su luna de miel. Es una excursión al volcán Lanín, lo acompaña su esposa.

1935: Fallece doña Tomasa Erostarbe de Tizón. A fines de año, nuestro héroe parte como agregado militar a Santiago de Chile. En vísperas del viaje, José Artemio Toledo lo visita: admiro la voiturette colorada en la que hará el cruce de los Andes y pondera el coraje de Potota, quien llevará en el bolso una pistola calibre 22, previendo cualquier emergencia.

1936: Ya en tierra extranjera, nuestro héroe se anoticia de que el general Francisco Fasola Castaño, quien fuera su jefe en el Estado Mayor del Ejército, ha sido retirado del servicio activo por difundir una proclama contra "las ideologías exóticas que pretenden enturbiar nuestra ideología y quizá mancillarla". Encendido de patriotismo, le remite una esquela de solidaridad: "Mi querido general (...) Tengo fe en su estrella y en su persona, destino y hombre. Nada más se necesita para triunfar".

Nuevo zigzag. A comienzos de 1930, el capitán Perón era más un oficial de gabinete que de acción. Las jerarquías ciegas del cuartel lo seducían ya menos que las intrigas tuertas de palacio. Jamás se dormía sin leer alguna página del conde Schlieffen y sin repetir en voz alta una máxima de Napoleón, como quien reza. El tema de casi todas sus conversaciones era un libro del general alemán Colman von der Goltz, La nación en armas, que acababan de traducir en la Biblioteca del Oficial con cuarenta años de retraso.

Enseñaba Historia Militar, y cuanto más discutía en clase a sus autores favoritos, más sumisamente aceptaba las verdades de todos ellos como dogmas de fe. "No hay peor crimen contra el espíritu que desaprovechar una oportunidad", explicó a sus alumnos. "Cuando un estratega de genio propone por escrito una nueva fórmula ofensiva, ¿con qué fin lo hace? ¡Para que otros estrategas lo imiten! Y si él nos sirve semejante posibilidad en bandeja, ¿por qué perderla? Tanto en la guerra como en la política no hay sino una moral: la moral de lo útil. Y solamente los idiotas tienen en la mano lo que es útil y lo dejan volar."

A Napoleón lo recitaba como al Credo. Schlieffen era en cambio su santo Tomás de Aquino: la traducción de todos los enigmas sobrenaturales a las luces del orden natural. Al invocar a Napoleón, lo recreaba. Partía de una frase modelo y le iba dando vueltas:

El hombre es todo, los principios son nada / Cuando los principios son todo, el hombre es nada. / Un hombre es todo, todos, todos los hombres son nada.

Las ideas de Schlieffen, en cambio, lo seducían a tal punto que, en vez de modificarlas, prefirió olvidar de quién eran. Al principio las reprodujo entre comillas; luego las subrayó; más tarde insinuó que podían pertenecer a Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, criaturas que se alejaban en la noche de los tiempos y que finalmente se resumían en Perón.

El lector nos permitirá un último zigzag acelerado. En la primavera de 1970, casi cuarenta años después de los hechos que estamos a punto de narrar, el poeta César Fernández Moreno y el incipiente novelista Tomás Eloy Martínez interrogaron al general Perón en Madrid sobre la cuartelada que acabó con el gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen en la Argentina e inició una seguidilla de protectorados militares.

Los guardias civiles a la entrada de la quinta, las perritas caniches, el palomar, el fresno: ya conocen ustedes el escenario. La voz ronca del General invitando a pasar, López Rega disponiendo los grabadores, Isabel ofreciendo a los caballeros una tacita de café: ahorraremos todo eso. Recogeremos sólo el desnudo diálogo donde las voces se entremezclan y rearman el pasado (ese pasado) tal como fue.

Los visitantes llegaron bien pertrechados, con fragmentos de discursos, opiniones que Perón había dejado caer en el curso de los años y hasta el erudito mamotreto de un profesor gringo a quien el General se obstinaba en alterarle las vocales del apellido. El dueño de casa no disponía de más arma que su memoria, pero en ella había un fermento de vivezas largamente rumiadas.

—Permítanos decirle que a principios del 30, General, si bien era usted un oficial oscuro todavía, gozaba del respeto de los superiores. Se mostraba discreto, servicial, confiable, tenia una demoledora capacidad de trabajo y, en tiempos de tan desbocados apetitos de poder, su talento político era como una muela de leche. Por lo tanto, usted no parecía peligroso. Al presidente Yrigoyen le pesaban los años. Hablaba poco, escuchaba menos, y un cerco de aduladores lo apartaba de la realidad a tal

punto que hasta de sus sentidos sanos empezó a desconfiar: no creía en lo que veía. En 1930, el aterrador silencio que bajaba desde el poder puso a penar a ciertos militares. Ya que nadie da órdenes, ¿por qué no empezarnos a darlas nosotros, que sabemos? Un elenco de coroneles viejos sintió escrúpulos: se quería derramar sangre de conscriptos —sangre de civiles— para voltear a un gobierno legítimo, violando los reglamentos y códigos que habían jurado respetar. A los tenientes y capitanes, en cambio, se les caía la espuma de la boca. Iban a participar del primer ensayo general para los golpes de Estado. Les permitirían contemplarse, aunque fuera sólo por un instante, en el espejo del poder. Usted, Juan Domingo Perón, se cruzaría muchas veces con ellos en el camino: Ossorio Arana, Julio Lagos, Francisco Imaz, Bengoa, todos esos tenientes y cadetes de 1930 se volverían más tarde contra usted. Eran como unas grandes maniobras de entrenamiento contra la razón histórica.

—Ah, no señor. Yo en ésas no quise meterme. Fui de los últimos en desayunarme. En las mismas vísperas del golpe, el 5 de setiembre, había pedido mi pase a Uspallata porque no quería saber nada con aquellos traidores a la Constitución.

—¿Cómo pudo escribir usted entonces, en los apuntes que le confió al teniente coronel Sarobe, que fue de los primeros: que José Félix Uriburu, jefe del cuartelazo, lo apalabró en junio de 1930? Uriburu anunció —usted lo cuenta— su intención de sustituir la democracia por un Estado corporativo. Como era capitán, usted no se animó a contrariarlo. Pero se ofreció a comprometer a otros jefes de prestigio en la conjura, reuniéndolos bajo una misma tendencia y orientación.

—Esa fue la inquietud que siempre tuve: organizar. En 1943 las cosas se hicieron bien porque ya estábamos organizados. Pero en el 30...

—A usted lo incorporaron al Estado Mayor revolucionario, sección Operaciones. Le pidieron algunos trabajos menores. A pesar de sus esfuerzos, General, aquel golpe de Estado era un caos.

—Como el país, muchachos. La Argentina entera se hacía pedazos. Tener un presidente tan viejo nos envejecía. Éramos pobres, pero no dábamos lástima como damos ahora. Más del treinta por ciento de los campesinos que se revisaban para el servicio militar venían enfermos de tuberculosis. Todo el mundo vivía de prestado, tirando la manga como decíamos entonces. Cada manguero se reservaba un café o una confitería para sus chanchullos, como sucede con los mendigos en el atrio de las iglesias.

Cerraron los quilombos y nació un negocio nuevo, el de las amuebladas. Por dos pesos, una manicura prestaba el servicio completo: no dejaba uña sin tocar. Los jovencitos de familia se acostumbraron a debutar con las pobres sirvientas. Todos los días llegaban a Retiro vagones llenos de muchachas para todo servicio, que se conchababan cama adentro por veinte pesos mensuales, y que si se negaban al apremio del patrón o de los hijos, adiós pirula. Esas desdichadas no tenían más entretenimiento que ir al zoológico los domingos y oír a Nick Vermicelli por la radio. Yrigoyen era popular, claro, pero ya estaba muy viejito. El fuego revolucionario se le había mojado. No quedaba más remedio que voltearlo. ¿Pero quién lo volteó? ¿El ejército? ¡No! Fue la oligarquía, que había sido desalojada del poder en 1916 y esperaba su oportunidad para pegar el zarpazo.

—Sin embargo, General, óigase decir el 8 de abril de 1953, déjese ir hacia su pasado y oiga: "A Yrigoyen no lo echó abajo la revolución sino sus propios correligionarios. Esos que andan haciendo ahora discursos por ahí: ésos lo traicionaron...".

—¿No ven, muchachos? Al pobre viejo lo derrocó la oligarquía en alianza con los radicales. ¡Si hasta el propio Alvear, que era como hijo de Yrigoyen, brindó con champán cuando le dieron la noticia del derrocamiento! La gratitud humana es como el pájaro que pasa: no deja otro recuerdo que la bosta.

—¿Usted lo admiraba, entonces?

—¿A Yrigoyen? ¡Claro que lo admiraba! ¡Si él pensaba lo mismo que pienso yo!

—¿Por qué se metió entonces en el golpe?

—Porque me engañaron, muchachos. Me dijeron que el gobierno robaba, que tal ministro mantenía una querida vendiendo los durmientes del ferrocarril y que tal otro negociaba con los lápices del Consejo de Educación. Y el gobierno, calladito: nada decía. ¿Qué más pude haber hecho yo, un capitán de morondanga?

—Usted describió las muchas cosas que hizo. Narro cómo, al caer la tarde de aquel 6 de setiembre, se abrió paso en un auto blindado, siguiendo a los escuadrones de granaderos. Dijo que a su alrededor la gente saltaba de alborozo y arrojaba flores desde los balcones. ¡Viva la patria! ¡Muera el peludo Yrigoyen! Contó que, al llegar a la Plaza de Mayo, vio en las azoteas de la Casa Rosada un mantel que flameaba como bandera de parlamento.

—Así fue, muchachos. Y oí a Enrique Martínez, el vicepresidente, pedirle a Uriburu que lo matara. El pobre hombre, arrinconado, se puso histérico. ¡Yo no renuncio, mi general! ¡Matemé si quiere! ¿Saben por qué lo vi? Porque dejé a los granaderos como a las cinco y media de la tarde, caminé hasta la calle Victoria y allí di alcance al auto del general Uriburu. Me subí al estribo y entré con él en la Casa de Gobierno.

Fin del zigzag. Comienza un nuevo capitulo con música del tango que Discépolo escribiría cinco años después: Cambalache.

(...) Se reproducen a continuación anotaciones efectuadas por la antedicha Diana Bronstein en los márgenes del ejemplar secuestrado del semanario Horizonte.

NOTA DEL OFICIAL SUMARIANTE: Las frases al pie son prueba concluyente de la ideología extremista imperante en los cabecillas inculpados. Elévense a la Superioridad a título informativo.

El Viejo tenía olfato napoleónico.

Tenía un gran naso. ¡Oh, naso!

"Ya nunca más seremos cono éramos." Rebusque plagiado de "Las alas de la Paloma" Henry James, frase final.

Zigzag. Zigzag.

Fasola Castaño, también conocido como Fa Sol La Tacaño, precursor de la patria nacional—fasolista.

Pasame un faso, Nun. Pasame un Te quiero.