UNO
ADIÓS A MADRID
Una vez mas, el general Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar. Cuando despertó, tuvo la sensación de no estar en ningún tiempo. Sabía que era el 20 de junio de 1973, pero eso nada significaba. Volaba en un avión que había despegado de Madrid al amanecer del día más largo del año, e iba rumbo a la noche del día más corto, en Buenos Aires. El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte?
Ni siquiera tenía prisa por llegar a parte alguna. Estaba bien así, suspendido de sus propios sentimientos. ¿Y eso qué era? ¿Los sentimientos?: nada. Cuando mozo, le dijeron que no sabía sentir, sino representar los sentimientos. Necesitaba una tristeza o una señal de compasión, y ya: las pegaba con un alfiler sobre la cara. Su cuerpo vagaba siempre por otra parte, donde los afanes del corazón no pudieran lastimarlo. Hasta el lenguaje se le iba tiñendo de palabras ajenas: mozo, de prisa. Nada le había pertenecido, y él mismo se pertenecía menos que nadie. De un solo hogar disfrutó en la vida —estos últimos años, en Madrid—, y también acababa de perderlo.
Levantó la cortina de la ventanilla y adivinó el mar debajo del avión: es decir, la tierra de ninguna parte. Arriba, unas hebras amarillas de cielo se desplazaban perezosamente, de un meridiano a otro. El reloj del General señalaba las cinco, pero allí mismo, en ese punto móvil del espacio, ninguna hora llegaba a ser la verdadera.
Su secretario lo había retenido en la cabina de primera clase, para que se mantuviera fresco al llegar y la muchedumbre que lo aguardaba lo viese como al otro: el Perón del pasado. Disponía de cuatro butacas, sofás y una pequeña mesa de comedor. En la penumbra, observó a la esposa distrayéndose con una revista de fotos: era menuda como un pájaro y tenía la virtud de ver sólo la superficie de las personas. Al General le habían aterrado siempre las mujeres que iban más lejos, abriéndose camino entre sus no sentimientos.
Poco antes del almuerzo, el secretario lo llevó a dar una vuelta por la clase turista, donde viajaba una corte de cien hombres. A casi nadie reconocía. Le deslizaban en el oído apellidos de gobernadores, diputados, dirigentes sindicales. "Ah, si, saludaba él. "Cuento con ustedes. No vayan a dejarme solo en Buenos Aires..." Estrechó la mano aquí y allá, hasta que se le clavó un dolor en la boca del estómago y tuvo que detenerse a tomar aliento. "No es nada, no es nada", lo apaciguó el secretario, mientras lo devolvía a su butaca. "No es nada", repitió el General. "Pero quiero quedarme solo."
La esposa le envolvió las piernas con una frazada y reclinó el asiento, para que la sangre perezosa del General fuera avivándole el temple.
—¡Qué hombre tan bueno es Daniel! ¿Viste, Perón, qué hombre tan servicial nos ha mandado Dios?
—Si —admitió el General—. Ahora déjenme dormir.
El secretario se llamaba losé López Rega, pero en la primera ocasión de intimidad pedía seriamente que lo llamaran Daniel, ya que por ese nombre astral lo conocería el Señor cuando tronara el escarmiento del apocalipsis. Parecía un carnicero de barrio: era retacón y confianzudo. Se posaba como una mosca sobre todas las conversaciones, sin preocuparse en lo más mínimo por la tolerancia de la gente. En otros tiempos se había esforzado por caer simpático, pero ya no. Ahora se vanagloriaba de su antipatía.
Un par de veces, mientras el General dormía la siesta en el avión, López había tratado de medirle el espesor del aire en los alvéolos de los pulmones. Lo penetraba con el pensamiento e iba siguiendo, de un alvéolo a otro, la marcha lánguida y entrecortada de las corrientes. Al tropezar con un ronquido en el diafragma, el secretario se a larmó. Decidió montar guardia sentado en el brazo de la butaca, ayudando con la voluntad a que el aire se moviera. La señora, entretanto, harta de haber releído la historia de unos esponsales sevillanos en la revista Hola, se quitó los zapatos y olvidó la mirada en el paisaje de acero puro dentro del cual se movía el avión, insensiblemente.
Apenas advirtió que el General despegaba los ojos, el secretario lo hizo ponerse de pie y caminar por el pasillo. Dobló la frazada, enderezó la butaca y acercó uno de los sofás a la ventana.
—Quedesé aquí sentado —dispuso—. Y aflojesé los botones del pantalón.
—Qué hora es —quiso saber el General.
El secretario meneó la cabeza, como si hubiera escuchado la pregunta de un niño.
—Quién sabe. Tal vez las dos. Pronto vamos a cruzar la línea del Ecuador.
—Entonces ya no podemos regresar —suspiró el General—. Era verdad lo que usted me predijo, López. Que un día yo iba a tirar mis huesos en la pampa.
Hacía dos meses que Perón estaba preparándose para volver a Buenos Aires: desde que el régimen militar había reconocido el triunfo de los peronistas en las elecciones y se aprontaba resignadamente a dejarlos gobernar. "Venga ya mismo a la patria. Instálese en su hogar", lo apresuraban cientos de telegramas. ¿Mi hogar?, sonreía. En la Argentina no hay más hogar que el exilio.
La primavera se había adelantado aquel año en Madrid. A finales de marzo, cuando abría el balcón de su dormitorio, venía de lejos un olor de fritangas y de palomas que le bastaba al cuerpo para relamerse con el pasado. El General alzaba los brazos y allí estaba, de pronto, el arrullo de la muchedumbre. Miles de palomas se estremecían con el saludo ritual, ¡Compañeros!, y lo vitoreaban agitando fotos y cartelones. Más allá, entre la plantación de rosales y las torres de los palomares, junto a la casilla donde se apostaban los guardias civiles del generalísimo Franco, se abrían las bocas del subterráneo Anglo-Argentino, que había comenzado a construirse casi ante sus ojos, en 1909. ¿No había caminado por aquellos lodazales, a la zaga de la abuela Dominga Dutey, cuando buscaba en el Ministerio de Guerra la beca de providencia que le permitiría estudiar en el Colegio Militar?
En ese punto del pasado, la imaginación del General se negaba siempre a seguir avanzando. Empezaba a sentir melancolía por lo que no había sucedido aún —perderé a Madrid, estaré demasiado viejo para andar solo por la casa que me han regalado en Buenos Aires—. Y en el repentino vacío de su corazón descubría que sólo cuando se quedaba sin país tenía tiempo para la felicidad.
En aquellos días de marzo lo acometió el presentimiento de que no debía irse. Cada vez que pensaba en Buenos Aires, el centro de gravedad se le desplazaba del hígado a los riñones y lo punzaba por dentro. El General decía que esas eran malas espinas anticipando la desgracia, y que la única manera de conjurarlas era ver una película de John Wayne por la televisión: el polvo de los westerns adonde no podían llegar las humedades de Buenos Aires. Las manos se le quedaban enredadas entre las toallas y los manteles, y cuando hasta la lencería fue embalada para el viaje, el cuerpo siguió aferrándose a las aureolas que los objetos dejaban por todas partes.
En esos desconciertos se le fueron las últimas semanas. Llevaba una agenda de seis a siete entrevistas diarias: siempre para ser el árbitro de alguna trifulca entre las facciones que se disputaban el poder a dentelladas. Escribía una que otra carta, hablaba por teléfono un par de veces al día (si no era con el médico de Barcelona que le cuidaba la próstata era con el veterinario: tenía una familia de perras caniches que daba mucho trabajo), y cuando procuraba caminar por la Gran Vía, como antes, ya no se lo permitían. Si el Padre Eterno anduviera mostrándose por la calle —lo disuadían, apelando a su propia receta—, acabarían por perderle el respeto.
Desde que el peronismo había ganado las elecciones, el secretario lo aliviaba de todas las pequeñeces administrativas: seleccionaba a los que serían recibidos por el General y a los que, luego de haberlo frecuentado casi a diario, ya no podían verlo nunca más. En ambos casos el secretario tomaba sus decisiones según el aura de bien o de mal que exhalaban las personas y que él podía sentir con tanta claridad como un olor. Por las noches, clasificaba la correspondencia y destruía los mensajes sin importancia, para que el General no perdiera el tiempo. A menudo se salvaban del escrutinio sólo las cuentas de la luz y las ofertas de saldos de las Galerías Preciados, que tanto interesaban a la esposa.
Todas las madrugadas, el canto de los gallos despertaba al General. Con alivio descubría que aún no era hoy: que faltaba mucho tiempo para volver. Tanto se lo repitió que el 20 de junio de 1973 casi le pasó de largo.
Era tarde ya, más de las cuatro y media, cuando se le vino encima el primer canto. El General cerró los ojos con fuerza y protestó: "Ya está aquí el maldito día y ni siquiera me ha dado tiempo para prepararme". Se incorporó lentamente, y a través del balcón contempló la neblina entre las sierras. Prendió la radio y trató de sintonizar, como siempre, los boletines de noticias. Captó unas voces raras y una música, pero se le escapaban de la atención, como si desembocaran en otros oídos.
Todavía en calzoncillos, el secretario irrumpió en el dormitorio, apagó la radio y chasqueó los dedos: "¡Arriba, que ya es hora! ¡Arriba!". El General retrocedió hasta la cama. Quiso respirar el fresco, y un mareo repentino lo desconcertó. Estaba pálido. Las carnes se le habían ido aflojando con los años, y ahora se veía como una esponja que estaba hundiéndose lentamente en el agua. Soy un hombre inundado y así nomás van a llevarme, se dijo. Entonces advirtió que su dolor no venía del cuerpo sino de la siniestra claridad que ascendía por las faldas de la meseta.
La esposa le trajo la bandeja con el desayuno. "Nada de manteca ni de panecillos", pidió el General, con involuntario acento español. "Sólo quiero té de menta. Las despedidas me han echado a perder la digestión."
Se acicaló con cuidado y se puso un traje azul. Impregnó los pañuelos con el perfume que usaba desde la época en que conoció a Evita y que le recordaría para siempre la frase con que ella se le acercó: "Usted huele como a mí me gusta, coronel: cigarrillos Condal y pastillas de menta. Sólo le falta un poquito de Atkinsons". Y al día siguiente se intercambiaron frascos de lavanda y de perfume Cytrus, "para hacer de cuenta que somos novios", había bromeado ella, con toda la intención de que fuera cierto. Pero la frase con que Eva lo conquistó fue otra, impregnada de olores tan penetrantes que ya el recuerdo no podía soportarla: "Gracias por existir".
De pie junto a la cama aún destendida, con los sentimientos otra vez inmóviles, el General oyó pasar a los camiones que llevaban los baúles de ropa hacia el aeropuerto, guiados por el afanoso secretario.
—¿Qué me pongo? —lo sobresaltó la esposa, mientras se deshacía los aleros—. Fijáte aquí: he dejado estos tres vestidos fuera de la maleta.
—Vas a tener que ponerte los tres, mija. Buenos Aires queda tan lejos que hasta la ropa llega cansada.
Eran las seis y media de la mañana cuando bajaron al porche, tomados de la mano. Desde la calle, al otro lado de la verja, los atropellaron aplausos y flashes. Algunos periodistas reclamaron a gritos una declaración del General, lo que fuese: una palabra nada más para compensarlos por tantos días de extrañamiento. Pero ambos, la esposa y él, sólo levantaron los brazos y dijeron adiós.
En el patio del Palacio de la Moncloa, el generalísimo Francisco Franco los esperaba en uniforme de ceremonia. Tres meses antes había consentido, al fin, que Perón lo visitara, luego de tantos años sin atender a las solicitudes de audiencia ni contestar a los saludos de Navidad. Pero entonces, como ahora, había marchado a su encuentro con una escolta de almirantes y caballeros, entre los pendones de las guerras napoleónicas y de las guardias moras de Marruecos, con la mano tendida hacia él tan blandamente que el General sólo pudo estrecharle las falanges.
"¿Qué ha pasado con Franco?", se le escapó a Perón mientras avanzaba. "Me lleva sólo tres años y parece que lo hubieran sacado esta misma mañana de un frasco de formol."
Y a la vez, el generalísimo le iba diciendo a su edecán: "Vea usted lo que ha hecho el exilio con ese hombre. Tiene mi edad y ya está vuelto una ruina".
Pero el 20 de junio se asomaron el uno al otro con curiosidad, para ver con qué nuevas adversidades los había dañado el poder. Les sorprendió que todo fuera lo mismo y que no se hubieran dado cuenta. Firmaron unos protocolos de amistad y partieron en caravana hacia el aeropuerto de Barajas. La carretera estaba moteada de gallardetes azules y blancos que deseaban buen viaje. Un escuadrón de húsares montaba guardia, en semicírculo, a la entrada de la pista. El generalísimo reparó en el nombre del avión:
—Ah, Betelgeuse: la estrella moribunda... Un astrónomo me la señaló en el cielo de Galicia, cuando estábamos pescando. Pero qué va, no pude verla. Había miles de estrellas sobre un mismo punto. Allí está, insistía el hombre: ¡La Betelgeuse es casi mil veces más grande que el sol! Pero yo nada. Qué va, nada.
—El nombre fue idea de López, mi secretario. Es porque la Betelgeuse cambia de intensidad cada cinco años, como el destino de las personas. Cuando llegue a Buenos Aires voy a mandarle un telescopio de regalo, caudillo.
Se acercaron para los abrazos, pero sintieron al mismo tiempo que el otro podía desmigajarse. Franco le acercó las mejillas:
—Esta es su casa, General.
—Ojalá fuera cierto —dijo Perón.
Apenas el avión alzó vuelo y se perdió entre las sequedades ocres de Castilla, pidió que lo dejaran tranquilo y se adormeció. La esposa le quitó los zapatos y se puso a hojear los diarios de la mañana. Había tanta calma y una penumbra tan bien lavada que si cerraban los ojos podían imaginarse aún en el dormitorio de Madrid, mecidos por aquellas turbinas que más bien parecían las gárgaras de una tía vieja. Al poco rato, el General despertó sobresaltado:
—¿Qué hora es? —quiso saber.
—En Madrid son ya las nueve y cuarto —respondió la esposa—. Pero en Buenos Aires falta mucho todavía para que amanezca Aquí arriba no puede saber uno en qué hora está viviendo. Ya has oído a Daniel: este avión va en dirección contraria a la del tiempo.
El General meneó la cabeza.
—Cómo ha cambiado el mundo, mija. Todas son puras confusiones de Dios.
El avión hizo escala en las Canarias bajo un sol tan blanco que hasta el paisaje se borraba. El gobernador de las islas se presentó a bordo con unas Flores de cerámica para la señora y un manojo de medallas que fue colgando al azar, en los cuellos que tenía más cerca. Luego, en puntas de pie, pronunció un discurso que correspondía a un visitante equivocado, porque ponderaba la estrategia victoriosa del General en guerras donde no había estado ni siquiera de paso. La ceremonia se interrumpió cuando una horda de moscas se metió en el avión y cayó sin misericordia sobre la concurrencia.
Tardaron un largo rato en despegar. Ya más avanzado el día, después de haber sorteado una borrasca en Cabo Verde, el General fue al baño. Se observó en el espejo. Tenía las ojeras hinchadas y unos repentinos brotes de canas en las mejillas. Salió a buscar el neceser para afeitarse y los algodones de las tinturas. Canas de mierda, se dijo. Debo de estar sufriendo una tristeza muy grande para que la barba me crezca de semejante manera.
En la butaca le habían dejado algunos mapas con los derroteros de Aerolíneas Argentinas marcados en líneas de puntos, las bases navales de la Antártida, las redes ferroviarias abandonadas desde 1955. Abrió el plano de Buenos Aires. Recorrió con el índice la autopista que se abría paso desde las fábricas de Villa Lugano hacia el aeropuerto de Ezeiza, a través de monobloques, piletas populares y plantaciones de eucaliptus. Trató de imaginar dónde estaría el puente al cual iban a llevarlo para que arengase a la multitud. López le había contado que casi un millón de personas lo esperaba. Familias completas estaban abandonando sus casas sin trancar las puertas, como si aquello fuera el fin del mundo. Un cantante famoso, que aún recorría las carreteras para dar ánimo a los peregrinos, se había exaltado al recordarlo: "¡Un rayo misterioso nos ilumina! ¡Esta es la fe que mueve las montañas! ¡Dios está con nosotros! ¡Dios es argentino!".
AL pasar de un hemisferio a otro, el avión entró en una turbulencia violeta y las a las temblaron. Los pilotos informaron al General que la costa del Brasil se veía a lo lejos y le ofrecieron pasar a la cabina de mando. "No estoy con espíritu", les agradeció. "Lo único que me ha dado el Brasil son disgustos y mala suerte." Quiso, en cambio, que vinieran a sentarse con él los pocos amigos en los que aún confiaba.
—Tráigamelos de una vez —le dijo a López—. Se ha hecho tarde ya y tenemos que prepararnos.
Consintió en que los primeros fuesen la hija y el yerno del secretario, quienes solían divertir a la señora contándole historias de los artistas de cine. El yerno, Raúl Lastiri, era un pícaro de barrio, diestro en hacer asados y en levantarse con un ademán reo a las mujeres de cabaret; Norma, la hija, tenía veinticinco años menos, pero trataba a Lastiri con la suficiencia de una suegra.
Entre las cortinas que daban a los baños el General distinguió a José Rucci, el esmirriado secretario general de la CGT. Estaba comiéndose las uñas, a la espera de que lo dejasen pasar. Perón sentía inclinación por él.
—¿Mijo? —lo llamó. El hombrecito asomó la cabeza con precaución. Gastaba unos bigotes espesos, que se movían al compás de su enorme nuez de Adán. Para no despeinarse, llevaba el jopo empastado de laca—. Venga, sientesé. ¿Es verdad que hay un millón de personas ahí abajo? Cuando lleguemos será el doble. ¿Y si se desbocaran, como los caballos?
—No se preocupe, mi General —entró Rucci, sobrador—. Hemos tomado el aeropuerto y toda el área del puente. Tengo a miles de muchachos fieles repartidos en las rutas de acceso. Si hace falta, van a dar la vida por Perón.
—Eso es: la vida por Perón —se oyó despertar a la señora.
El General bajó la cabeza. Era extraño. Cada vez que lo hacía, el tiempo se le volvía agua, escurriéndose del cuerpo. Bajaba la cabeza, y al subirla, habían pasado ya muchas cosas que no podía recordar, como si el atardecer de hoy se hubiera convertido repentinamente en un atardecer de mañana.
Al lado de la señora vino a sentarse un italiano que a cada rato la obsequiaba con figurines de moda y anteojos de sol. Decían que, antes de morir, el papa Juan XXIII lo había gratificado con sus más virtuosas confidencias. El propio General solía oír cómo el italiano bromeaba por teléfono con los cardenales de las congregaciones vaticanas y conversaba sin intermediarios con Mao Tsétung y con Su Santidad Pablo VI, aun a las horas en que no atendían a nadie.
Se llamaba Giancarlo Elia Valori. Visitaba con frecuencia la quinta de Madrid, siempre afanoso por conseguir una condecoración para cierto amigo banquero, Licio Gelli, quien lo acompañaba también en este vuelo a Buenos Aires. Gelli era un caballero sombrío, de pocas palabras. Cuando hablaba con el General sonreía con facilidad, pero manteniéndose a distancia, como si temiera que le contagiasen alguna plaga. Seducido por Valori, el secretario había garantizado que conseguiría la condecoración. Pero el General vacilaba: "La gran cruz de la orden del Libertador, Valori... ¿Para qué quiere tanto?". Y el italiano insistía: "Puse a la Iglesia del lado suyo, excelentísimo. Ponga usted a Gelli del lado mío".
De todas las amarguras y fastidios que el General había debido afrontar durante el viaje, ninguna era tan insufrible como la compañía de Héctor J. Cámpora, el presidente de la República. En los tres años pasados, cuando era su delegado personal y no tenía otra obligación que la de obedecerle, Cámpora había sido fiel, discreto, maravilloso. A veces, al caer la tarde, el General lo extrañaba y hasta le daba unas palmaditas de amistad, sin advertir que Cámpora no estaba allí sino en Buenos Aires. Pero al sentirse con mando, el presidente se había echado a perder. Tomaba en serio su papel: lo representaba con demasiado entusiasmo. Quería ser popular. Le encantaba que lo llamaran tío: el hermano del líder. Cada vez que pensaba en esas necedades, el General sentía un ardor de cólera.
Por fortuna, Cámpora se había dejado ver poco durante el viaje. Un par de veces, cuando aún volaban sobre España, había tratado de acercarse. "¿Está cómodo, señor? ¿Se le ofrece algo?". Pero el General lo rechazaba: "Quédese tranquilo, Cámpora. Descanse. Aproveche estas últimas horas muertas para descansar".
Habían compartido el almuerzo en silencio. Ya llevaban casi una semana distanciados. Por momentos, Cámpora sentía ganas de pedir perdón, pero no sabía por qué.
Tenía sesenta y cinco años y los sentimientos transparentes: cada felicidad se le prendía en la cara como una vela. Estaba orgulloso de su dentadura y del bigotito fino que le patinaba sobre los labios; sus modales eran ceremoniosos y gentiles como los de un cantor de tangos. Caminaba gallardamente, con unas espaldas más jóvenes que el cuerpo. Pero delante del General se transfiguraba: los temblores que le bajaban del corazón iban encorvándolo a tal punto que parecía un camarero con la servilleta en el brazo.
Cuando Perón lo mandó a buscar, se había sentido mal, descompuesto. Al entrar en la cabina advirtió que el sol incomodaba a la señora en los ojos y se apresuró a cerrar la ventanilla.
—¿Qué hace, Cámpora? —lo reprendió el General—. Deje esos menesteres para las azafatas. Y siéntese de una vez. Ya lleva muchas horas de vida social.
El secretario mandó a servir té con galletitas. Hubo un largo rato de silencio, o tal vez de confusión, hasta que la señora, inadvertidamente, atropelló con los zapatos una hojarasca de revistas. Fue como una señal. Perón se puso de pie. Cámpora, que había logrado relajarse, se tensó de nuevo. Todos pudieron sentir cómo la tarde iba cayendo en un orden perfecto. El General extendió los brazos con una expresión de profunda pena.
—Yo estoy amortizado ya, muchachos. Nada espero de la vida sino quemar los últimos cartuchos al servicio de la patria... —Suspiró. La voz cambió de registro y se tiñó de una súbita ira—:...es que cada día me traen de Buenos Aires noticias que me a larman... Oigo que sin razón alguna entran desconocidos a las fábricas y las ocupan en nombre de Perón, desalojando a los propietarios legítimos... He sabido que molestan y golpean a los gremialistas que me han sido más fieles, invocando un peronismo que no es el mío... Hasta me han dicho que llaman por teléfono a los generales, en medio de la noche, para amenazarles a las familias... ¿Qué locuras son esas? Los ultras están infiltrándonos el movimiento por todas partes, arriba y abajo. No somos violentos pero tampoco vamos a ser tontos. ¡Esto no puede seguir! El desorden trae caos, el caos acaba en sangre. Cuando querramos darnos cuenta ya no tendremos país. No habrá más Argentina. Viendo tanta torpeza, los militares volverán a conspirar. ¡Y con razón! Pero yo no estaré ahí para frenarlos. A mi edad, nadie se sacrifica para morir entre ruinas. No, señor. Les advierto que al primer desmán, Chabela y yo hacemos las valijas y nos volvemos a España.
El secretario asentía con énfasis, copiando con los labios cada palabra del General. Sin poder contenerse más, intervino:
—Estas tragedias pasan porque usted es demasiado bueno:
porque no ha querido darles a los culpables su merecido.
—...Y sacarlos a patadas del movimiento —completó Rucci.
—A patadas —aceptó el General.
Fue en ese punto de la historia cuando sucedió. Uno de los pilotos abrió la puerta de la cabina, ofuscado. Apuntaba desesperadamente con el pulgar hacia abajo. Debía de tener ya las palabras casi afuera de la boca porque no supo qué hacer con ellas cuando vio la majestad del General alzada sobre aquel cónclave. Vaciló un instante y se las tragó. El secretario lo tomó del brazo y fue a encerrarse con él en la proa.
—Ahora digamé qué pasa —lo apremió.
—La torre de control de Ezeiza nos aconseja operar en otro aeropuerto, señor. —Desde el tablero de mando, la radio emitía silbidos histéricos. El copiloto, también excitado, contestaba con largas aaes y ooes a las informaciones de tierra.— Parece que han atacado el palco donde estaban esperando al General. Hay mucha confusión. Muertos, ahorcados, aplastados por las avalanchas... Los partes son terribles.
—Cuenteseló así mismo al General —vociferó López, abriendo la puerta de la cabina. Todos se volvieron. Hasta Gelli, que estaba echándose gotas en los ojos, atendió con asombro.
Ni bien el piloto empezó a repetir la historia, la señora se desesperó:
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué horrores son esos?
Valori, el italiano, se apresuré a consolarla acercándole un pañuelo impregnado de perfume. El General, mientras tanto, no había perdido ni por un segundo su instinto de gravedad. Quiso saber si los pilotos se hablan comunicado con el teniente coronel Jorge Osinde, que era jefe del comité de recepción, y cuál era la opinión del vicepresidente Solano Lima, a quien los terribles sucesos debían de estar angustiando en el aeropuerto. Sí, lo habían hecho todo:
—Recibimos el primer aviso a las 15.05: una llamada del teniente coronel Osinde. Fue una comunicación muy confusa. Se oían gritos... Alguien que no se identificó volvió a llamamos a las 15.23. Estaban tomando declaraciones a los detenidos: así dijo. Y creían que se trataba de un complot para asesinar al General.
La señora no pudo más y soltó el llanto.
—¡Distensione, distensione! —recomendó Valori, con voz histérica.
—¿Y ahora, qué hacemos? —encaró el secretario al presidente Cámpora—. ¡Hombre, a ver si por una vez se le ocurre algo!
—A las 15.32 hablamos con el doctor Solano Lima en persona —siguió el piloto—. Venía de recorrer el área en helicóptero. Recomendó descartar el aeropuerto de Ezeiza. Coincidió con el teniente coronel Osinde, que nos aconseja ir a Morón. El vicepresidente prometió volver a llamar. Quiere comunicarse directamente con el doctor Cámpora.
—¿Y han averiguado quién empezó todo? —preguntó el General.
—Así lo han informado, señor, que ya lo saben. —El piloto leyó unas notas—: A las 14.03 se registró en la ruta 205 el paso de unas tres mil personas que avanzaban hacia el palco, llevando carteles de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y de los montoneros. A las 14.20 esas personas trataron de romper los cordones de seguridad y de invadir el área más cercana al palco, justo al pie del puente, donde ya no cabía ni un alfiler. Como los cordones se mantuvieron firmes, los de las FAR abrieron fuego. Usaron armas de procedencia soviética, con caño recortado. Cuando el ataque fue repelido, el tiroteo se generalizó... Nos han transmitido cifras muy cambiantes de bajas: cincuenta, cien, quinientos. Parece que los equipos de sanidad no dan abasto, y que algunos heridos son trasladados a los hospitales de Lanús y Monte Grande. Lo más terrible... —El piloto estaba por contarlo y se retrajo.—Son detalles demasiado fuertes para la señora...
—Adelante... —dijo ella—. Ya qué más da.
—Han encontrado a varios hombres colgados de los árboles, en Ezeiza. Por las pistas del aeropuerto se arrastran muchachones destrozados a cadenazos. Según explican en la torre de control, el pueblo está enardecido y hace justicia por su propia mano.
Rendido, el piloto entregó las notas al secretario y se masajeó la efervescencia de las sienes con la punta de los dedos.
—Aquí hay un mensaje último de Osinde —dijo López—. Ya todo está preparado para que bajemos en Morón. Espera órdenes del General y de nadie más.
—¿Y yo qué puedo hacer aquí, tan lejos, tan inerme? —se lamentó Perón—. Dejenmé solo un momento.
—No se puede —lo cortó el secretario—. No hay tiempo. Estamos llegando a Buenos Aires.
—Ya me lo presentía. Han estado sembrando vientos y ahora recogen la tempestad.
Ella asintió:
—La tempestad.
El General cerró los ojos y se desplomó en la butaca.
—Volver así... qué triste.
—Qué tristeza tan grande —repitió la señora, meneando la cabeza.
—Entonces no hay nada que hacer —decidió el secretario—. No habrá ninguna ceremonia en Ezeiza. Que dispersen a la gente de una vez. Que la saquen de ahí como sea. Aterrizaremos en Morón.
El presidente Cámpora sintió que había llegado su momento. ¿Al General lo disgustaba su manera de gobernar? Pues bien: actuaría como si fuese Perón. Ejercería el poder que le habían confiado.
—No, señor —desautorizó al secretario—. Tenemos que ir a Ezeiza como sea. El pueblo ha viajado días enteros para ver al General de cerca. ¿Cómo lo vamos a desilusionar? Algún recurso habrá... Llevamos más de doce horas en este avión. Nada cuesta seguir dando vueltas hasta que resolvamos el problema... –Mientras hablaba se fue sintiendo único, irrefutable, al fin poderoso. Se volvió hacia el piloto—: El comandante en jefe de las fuerzas armadas soy yo, canijo. Adviértale a Osinde que voy a grabar un mensaje desde aquí, tranquilizando a la gente. Y si el General está de acuerdo, también él hablará. Eso es: dos mensajes. Que adviertan a las radios para transmitirlos en cadena. Necesitamos diez minutos, eso es todo. Vayan avisando por los altavoces que ya el General y el tío Cámpora harán un llamado de paz. Esto se acabará. Entonces podremos bajar en Ezeiza.
El piloto abrió la puerta de la cabina, con ánimo de obedecer.
—No llame nada —lo contuvo el secretario—. ¡Ni se le ocurra llamar! Hay miles de inconscientes matándose ahí abajo porque un inconsciente de aquí arriba les ha dado a las. Con la seguridad del General no se juega. Si bajamos en Ezeiza, la multitud se nos echará encima. Están todos enfermos, enloquecidos. ¿O acaso los partes de Osinde no han sido claros?
Las miradas de todos se posaron sobre Perón, esperando su señal. Una oscura fuerza los puso de pie. Nada pasó: el General se había adormecido. La señora le acariciaba el pelo, tal vez con ternura.
—Daniel tiene razón —murmuró ella—. Daniel tiene razón... —Haga lo que le ordeno, comandante —alzó la voz el secretario—. ¿O es que no sabe todavía quién manda aquí?