TREINTA Y NUEVE
Jueves, 14 de abril
De camino a «The Yews».
El equipo de Net Force se desplazaba en lo que Howard denominaba Centro de Mando Móvil In Situ, que consistía esencialmente en un gran coche alquilado en el último momento, con Julio Fernández enojado al volante.
—¿Por qué no podrán esos estúpidos cabrones conducir por el lado correcto de la carretera? —exclamó el sargento.
El resto del equipo de intervención se trasladaba ya en coches y en camiones de la base militar al lugar de encuentro, en este caso un cuartel de bomberos en Sussex.
Howard había colocado un ordenador sobre una pequeña mesa, que Michaels y Toni observaban sentados junto a él. Howard sacó una imagen en pantalla, una vista aérea ampliada de un caserío y varias estructuras de menor tamaño.
—Esto es la finca de Goswell —señaló.
—¿Obtiene esto del MI-6? —preguntó Michaels.
—No, señor. Lo he obtenido esta mañana del «gran mirador», el satélite norteamericano.
—¿Antes de saber que se llevaría a cabo esta operación? —preguntó Toni.
—Sí, señora. Nunca está de más seguir la norma de las siete pes.
Michaels asintió. Todo el mundo sabía lo que eso significaba: «Es preferible planificar previamente para prevenir percances posteriores». Howard se limitaba a hacer su trabajo.
—Actuaríamos con mucha mayor seguridad si dispusiéramos de un par de días para estudiar esta información, explorar ejercicios tácticos y jugar con planes alternativos —prosiguió Howard—. Pero puesto que éste no es el caso, abreviamos y confiamos en el destino.
»Así es como yo lo veo. Esperamos a que anochezca antes de iniciar el asalto. Mis hombres neutralizan a los vigilantes de la finca, mientras el sargento Fernández y yo, acompañados de un par de hombres, saltamos la verja y nos dirigimos a la casa. Provocamos algunas explosiones y destellos luminosos, neutralizamos a los guardas que encontremos, entramos, reunimos a todos los ocupantes, detenemos a los que queremos y nos damos a la fuga. Ruzhyó, Peel y Bascomb-Coombs serán suficientes. Luego podemos facilitarles a nuestros anfitriones cualquier información incriminatoria sobre Goswell y dejamos que lo resuelvan ellos, si está involucrado. Con un poco de suerte, cuando las autoridades locales deduzcan lo sucedido, estaremos en nuestro avión sobre el océano, a medio camino de casa.
—Por cierto —dijo Michaels—, yo iré con ustedes. No es lo más sensato, lo sé, ya hemos hablado antes de ello, pero puesto que yo pago las consecuencias, me permito tomar esa decisión.
Miró fugazmente a Toni, dispuesto a decirle que ella permanecería en el centro de mando. Los ojos de Toni parecían los de un reptil. Sabía lo que iba a decirle, y de pronto Alex se percató de que, si lo hacía, en aquel mismo momento desaparecería cualquier oportunidad que todavía pudiera tener de hacer las paces con ella.
—Y Toni también nos acompañará —dijo en lugar de lo que tenía previsto.
—Gracias —respondió ella, inclinando ligeramente la cabeza. Su tono era frío y seco, habría servido para congelar jarras de cerveza, pero por lo menos todavía le hablaba. Algo era algo.
Cuando llegaron al cuartel de bomberos, cerca de una pequeña ciudad llamada Cuckfield, el equipo de intervención de Net Force ya había llegado. Pero cuando Toni se apeó bajo la lluvia, al amparo de la marquesina del edificio principal, se encontró con una sorpresa: allí estaba también Angela Cooper. Llevaba botas, pantalón y camisa de camuflaje.
—Mierda —exclamó Fernández entre dientes—. Parece que el juego está a punto de ser cancelado.
Se refugiaron de la lluvia bajo la marquesina. Alex se adelantó, pero antes de que abriera la boca, Cooper levantó una mano para impedirle que protestara.
—Si quisiera impedir que prosiguieras, Alex, no estaría aquí sola.
—¿Qué pretendes? —preguntó Alex.
—Oficialmente, el gobierno de su majestad no puede autorizar ninguna operación contra lord Goswell sin pruebas mucho más sólidas que las que tenemos ahora. Sin embargo, el director general y nuestro primer ministro saben lo que hemos averiguado y, extraoficialmente, comparten lo que todos creemos, que Bascomb-Coombs es con toda probabilidad el responsable del terrorismo informático y que tanto el comandante Peel como Goswell también están implicados.
—¿De modo que habéis decidido hacer la vista gorda? —dijo Alex.
—Efectivamente. Con la condición de disponer de un observador extraoficial, para asegurarnos de que nuestra posición extraoficial sigue siendo eso, extraoficial.
—De modo que nosotros hacemos el trabajo sucio, resolvemos su problema y, si algo falla, ustedes no se habrán ensuciado las manos.
—Parece que a usted no le pasa nada inadvertido, señorita Fiorella. Bueno, probablemente eso no sea exactamente cierto, ¿verdad, Alex?
Años de práctica de las artes marciales proporcionan cierto nivel de autocontrol físico. Si uno sabe que puede herir gravemente o matar a alguien con sus manos, codos, pies o rodillas, tiende a reflexionar antes de actuar. Debe ser capaz de moverse casi como si sus actos fueran reflejos cuando la acción ha empezado, pero también debe saber cuándo es apropiado hacerlo. En una ocasión, en la universidad, un compañero de la residencia se le había acercado por la espalda a Toni con la intención de hacerle cosquillas. Pagó su imprudencia con una visita a la clínica y una conmoción cerebral. Había tardado varios años en superar aquella etapa de reacción instintiva para poder evaluar generalmente la situación antes de derribar a alguien que realmente no pretendía hacerle daño.
Ese autocontrol que con tanto esfuerzo había adquirido fue lo que le impidió a Toni abalanzarse sobre Angela Cooper y aniquilarla. Realmente deseaba hacerlo, pero en su lugar logró brindarle una sonrisa.
—Sí, a veces soy un poco lenta, pero acabo por enterarme —dijo.
—Bien —declaró Alex—. El coronel Howard repasará de nuevo el plan. Todavía disponemos de un par de horas.
Miró a Toni, meneó ligeramente la cabeza y se encogió de hombros, como para indicar lo mucho que lo lamentaba. Estaba pálido, casi gris, y Toni deseaba que se sintiera mal. Se lo merecía.
Jueves, 14 de abril
«The Yews», Sussex, Inglaterra
Ruzhyó estaba apoyado contra el muro de piedra de la mansión, bajo un gran voladizo. El viento había amainado con la llegada de la lluvia y los canalones conducían el agua a las alcantarillas, gracias a lo cual permanecía bastante seco a pesar del tiempo. Además, tenía su paraguas y la sensación de que debería servirse de su función secundaria antes de que terminara la noche. Los servicios de inteligencia de todos los países que conocía veían con malos ojos que alguien matara a dos de sus agentes. Era malo para el negocio. El Spetsnaz siempre se había distinguido por su venganza. En una ocasión, en uno de los siempre agitados países de Oriente Próximo, un grupo de fanáticos capturó y asesinó a uno de sus agentes. Al cabo de una semana encontraron los cadáveres de dieciséis de aquellos fanáticos nítidamente alineados en una cuneta, con los penes amputados en la boca y los ojos arrancados de sus órbitas.
«Si matáis a uno de los nuestros, destruiremos uno de vuestros pueblos». Incluso los fanáticos se veían obligados a reflexionar.
Los británicos eran más educados y menos salvajes, pero a estas alturas supondrían que sus hombres estaban muertos y sabrían quién era el responsable. Conocerían por lo menos a Peel, y si sabían lo suficiente para encontrarlo y seguirlo, indudablemente también sabrían para quién trabajaba y dónde vivía su jefe. Peel sería consciente de ello y habría puesto ya algún plan en funcionamiento para escapar sin ser capturado.
Huard, que recorría un circuito por la parte posterior de la casa, con ropa impermeable para protegerse de la lluvia, miró a Ruzhyó cuando desaparecía de su campo visual, pero no le dirigió la palabra. Ruzhyó no le gustaba, pero Huard no era más que un crío.
¿Qué haría Ruzhyó si estuviera en el lugar de Peel? Huir era realmente su única alternativa; ni siquiera Goswell podría protegerlo si se quedaba. Y la sincronización era fundamental. Peel debería desaparecer antes de que el ambiente se caldeara demasiado. En su lugar, Ruzhyó ya se habría marchado. Ciertamente antes del amanecer, cuando sus perseguidores podrían detectarlo con mayor facilidad. Y querría marcharse sin dejar ninguna pista a sus espaldas. Peel había mandado a sus hombres al perímetro de la finca, dejando sólo a Huard y a Ruzhyó junto a la casa. Tanto ellos como los que se encontraban en el interior del edificio eran prescindibles; así lo interpretaría Ruzhyó en el lugar de Peel.
De modo que, en algún momento de la noche, Peel lo llamaría para que entrara en la casa. ¿O tal vez le ordenaría a Huard por el comunicador que lo eliminara? No, no confiaría en Huard. Si el chico fallaba, Peel sabía que Ruzhyó tendría que ir a por él.
En pocos minutos, Ruzhyó sencillamente podía desaparecer en la oscuridad de la noche lluviosa. Ninguno de los hombres de Peel lo encontraría, ni lo detendría en caso de encontrarlo. Podía echar a andar, conseguir que alguien lo llevara, robar un coche y llegar a Francia al día siguiente. Aquel juego ya casi había terminado, ¿qué sentido tenía esperar su previsible fin?
Se encogió de hombros. En realidad, no tendría ningún sentido. Y puede que ésa fuera la razón. No había ningún otro lugar donde debiera estar. Un lugar era tan bueno como cualquier otro. ¿Importaba dónde le llegara a uno la hora? A fin de cuentas, ¿había algo que importara?
Junto al camión aparcado, Howard se colocó el casco y comprobó su comunicador LOSIR.
—Equipo del perímetro, identifíquense por número.
Los miembros del equipo de intervención respondieron obedientemente. Todos listos para entrar en acción.
—Equipo de penetración, identifíquense.
—Aquí E1, Cooper.
—E2, Michaels.
—E3, Fiorella.
—E4, Fernández.
Y él era E5. Cinco personas deberían ser suficientes si todos cumplían con su deber. Él y Fernández se ocuparían de lo más duro, y aunque Michaels y Fiorella no estuvieran entrenados como comandos, los había visto en acción lo suficiente para saber que tenían agallas. La única incógnita era Cooper y, como agente de campo del MI-6, debería conocer por lo menos ciertos movimientos básicos. Era todo precipitado, improvisado, atado con cordeles y chicle, pero estaban a punto de entrar en acción. Todos llevaban un equipo ligero SIPE, que consistía esencialmente en armadura corporal, comunicador y un ordenador táctico para el casco. Iban armados con metralletas H K de nueve milímetros, sencillas pero fiables, además de sus pistolas reglamentarias, salvo Howard, con su revólver del calibre 357. Y en el momento que lo sacó de su bolsa, Julio soltó un alarido.
—¡Dios mío! ¿Qué es lo que veo? Se me ha nublado completamente la vista. ¿Qué es ese feo bulto sobre el antiguo talismán del coronel? ¿Una mira electrónica? ¡No puede ser!
—Julio…
—No, debo de haber mezclado medicamentos, o puede que sencillamente me haya vuelto loco. El coronel John Howard al que yo conozco ni en un millón de años perfeccionaría el armamento, sólo para mejorarlo y aumentar su utilidad.
Empezó a escudriñar el cielo lluvioso.
—¿Qué busca, sargento?
—No lo sé, señor. Algún augurio del más allá. Un gran meteoro que esté a punto de caer sobre nosotros, un coro de ángeles, una lluvia de fuego, algún indicio de que el fin se acerca.
—Que no se diga que su comandante es un enemigo acérrimo de la modernización —sonrió Howard.
Ahora estaban todos listos. A unos tres kilómetros de allí se dividirían en dos grupos, el equipo del perímetro asaltaría la puerta y ellos saltarían la verja. Howard respiró hondo y soltó lentamente el aire de sus pulmones.
—Adelante —exclamó.
Peel echó una ojeada a su reloj. Eran casi las nueve. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad que antes, a juzgar por el ruido sobre el tejado de pizarra. Bascomb-Coombs no había salido del estudio; permanecía agachado sobre su ordenador, con casco y aros en los dedos, plenamente inmerso en algún escenario de la realidad virtual. Por lo que concernía a Peel, podía morir sin siquiera haberlo imaginado. ¡Adiós y buen viaje!
Goswell se había trasladado al comedor para una cena tardía y Peel estaba solo en la sala de estar, con su tercer whisky en la mano, ahora menor que los anteriores. No quería beber demasiado. Debía pensar en Ruzhyó.
Pronto tendría que empezar, pero no dejaba de darle largas. Evidentemente debía hacerlo, pero sentía cierta reticencia. Una nueva página, e importante, en el libro de su vida. Bueno, así eran las cosas. Unas veces se gana, otras se pierde, pero lo importante es vivir para seguir luchando otro día.
Jueves, 14 de abril
Cretácico superior
En lo que sería Sussex, Inglaterra
El monstruo, que parecía una mezcla de Godzilla y una gigantesca ave de rapiña concebida por Spielberg, salió al claro que le servía de retrete y soltó un rugido que sacudió los helechos. Estaba bastante lejos, a unos doscientos metros. Probablemente era capaz de cubrir dicha distancia en cuatro o cinco segundos, cuando acelerara. Un disparo, tal vez dos.
—Ahí está —dijo innecesariamente Jay.
—No me digas —repuso Saji.
Jay tragó saliva y colocó la cruz de la mira láser en el pecho del monstruo. La cruz bailó un poco, pero por fin la imagen holográfica parpadeó en rojo para indicar que estaba fija en el objetivo. Apretó el gatillo y sintió un pánico momentáneo, por temor a que le hubiera temblado el pulso. El cohete salió disparado, alcanzó el pecho del monstruo y estalló.
Cuando el fuego cesó y se despejó el humo, el monstruo yacía en el suelo.
—¡Bien, Jay! —exclamó Saji.
Poco duró la alegría: ante sus propios ojos, el monstruo rodó, utilizó la cola para hacer palanca, se levantó y miró a su alrededor en busca de la procedencia del ataque.
¡Oh, mierda!
Saji introducía ya un nuevo proyectil en el lanzacohetes estilo bazuca antes de que Jay lograra hablar.
—¡Cargado! —exclamó, al tiempo que le daba una palmada en el hombro.
El cohete alcanzó de nuevo a la bestia. Estalló. Volvió a desplomarse.
Luego se incorporó de nuevo y rugió con la fuerza suficiente para despertar a todos los seres muertos desde el principio de los tiempos. Se inclinó hacia adelante, levantó la cola y avistó a Jay y a Saji. Parecía un gigantesco sabueso contemplando una nidada de perdices.
Por lo menos surtía efecto. El caso era que sólo les quedaba un proyectil y la fiesta habría terminado. Podían abandonar la realidad virtual si se acercaba demasiado, e indudablemente tendrían que hacerlo. Dado el daño que el pequeño tigre había causado en el cerebro de Jay, tenía la sensación de que si esa bestia los atrapaba entre sus garras, realidad virtual o no, correrían un grave peligro físico. Si se veían obligados a salir, el monstruo habría vencido, y Jay quería evitarlo. Más que cualquier otra cosa que hubiera deseado en su vida, quería derrotar a esa bestia; no sólo derrotarla, sino propinarle una soberana paliza, dejarla para el arrastre. Pero las perspectivas no eran halagüeñas para el equipo local; no, señor.
—¡Cargado!
Jay respiró hondo y se preparó para el último disparo.
Bascomb-Coombs estaba efectivamente en el estudio, agitando los brazos, meneando los dedos y dirigiendo algún tipo de magia informática invisible. Peel miró de un lado a otro del pasillo: nadie a la vista. Entró sigilosamente en la sala. Sacó una pequeña navaja Cold Steel Culloden de la vaina de su cinturón; la hoja era corta y puntiaguda, con una fuerte empuñadura antideslizante. Se acercó al científico por la espalda, agarró su frente con la mano izquierda y le introdujo la daga en la nuca con la derecha. Bascomb-Coombs se puso rígido.
El monstruo abrió sus aterradoras fauces, con colmillos de la longitud de un antebrazo humano, y soltó otro escalofriante aullido. Entonces quedó paralizado, con las mandíbulas abiertas de par en par.
—¿Qué estás haciendo?
—Yo qué sé —repuso Jay—. Pero ahí está mi objetivo.
Alineó la cruz de la mira en la boca del monstruo, contuvo la respiración y apretó el gatillo.
Bascomb-Coombs se estremeció varias veces antes de desplomarse, con un peso de pronto excesivo para que Peel pudiera sostenerlo. Se agachó, retiró la daga del cerebro del cadáver, limpió la hoja con la camisa del muerto y guardó de nuevo el cuchillo en la vaina.
—Lo siento, viejo, pero si juegas con un toro, a veces recibes una cornada.
El cuchillo era sin duda lo más indicado. No deseaba llamar la atención. Cuando terminara en la casa, utilizaría la pistola para eliminar a Ruzhyó. No quería acercarse demasiado a él.
En la casa quedaban Goswell, la sirvienta, la cocinera y el viejo Applewhite, y luego estaba Ruzhyó. Podía dejar a Huard para el final; el joven no tendría la menor idea. A continuación podría abrir la caja fuerte, cuya combinación conocía desde hacía varios meses, coger el dinero y demás chucherías, dar un buen paseo por el campo bajo la lluvia y desaparecer. Había sido un largo día de duro trabajo, que aún no había terminado, pero uno hacía lo que debía y Dios salve al rey.
Avanzó por el pasillo hacia el comedor para hablar con su señoría.
En esta ocasión, cuando el proyectil estalló, también lo hizo la cabeza del monstruo. Sucedáneos del cerebro, de los huesos y de la sangre se esparcieron por doquier, salpicando a Jay y a Saji, aunque a ninguno de los dos les importó demasiado.
—¡Lo has logrado! ¡Lo has logrado!
—Pareces muy contenta para ser una budista, dadas las circunstancias.
Saji le dio un abrazo.
—¿Por destruir un programa informático? ¿No es eso realmente lo único que has hecho?
—¿Lo único que he hecho? ¡Válgame Dios, mujer, eso no era un programa corriente!
Pero él también la abrazó. Lo había logrado; se había redimido. Y se sentía más que bien, se sentía de maravilla.
¡Jay Gridley había regresado!