TREINTA Y OCHO

Jueves, 14 de abril

Cerca de Balcombe, Inglaterra

El MI-6 había movilizado un segundo helicóptero, que aterrizó con Alex, Howard, Fernández, Cooper y Toni a bordo. El helicóptero de la fuerza de intervención rápida estaba todavía en tierra y una docena de soldados con boina y uniforme británico de camuflaje inspeccionaban el gran cobertizo, armas en mano, cuando el equipo de Net Force se apeó del segundo helicóptero entre la gran polvareda que levantaban los rotores.

Toni había guardado bajo llave su sufrimiento personal, por respeto a su sentido del deber. Pero, a pesar de ello, durante el breve vuelo no había logrado mirar a Alex a la cara.

Se acercó un capitán británico y habló con Cooper. Toni examinó el entorno, se agachó un par de veces para observar el suelo y luego se dirigió al cobertizo. En su interior había un coche nuevo aparcado, que no había estado allí el tiempo suficiente para cubrirse de polvo. El suelo era de tierra, cubierta de una fina capa de paja. Salió y volvió a pasear por la zona. La tierra era suficientemente mullida para registrar huellas en algunos lugares, pero los soldados, con sus botas de campaña, habían eliminado muchas de ellas. Pensó en lo que debió de haber ocurrido allí, teniendo en cuenta lo que sabía y lo que había visto.

—Toni —dijo Alex, que estaba junto a Cooper y al capitán británico.

Toni podía hacerlo, era capaz de dominar sus sentimientos y hacer su trabajo.

—Éste es el capitán Ward —agregó Alex.

—¿Por qué no pone a la subdirectora Fiorella al corriente de lo que puede haber sucedido aquí, capitán? —dijo Cooper.

Una nube de ira envolvió a Toni. ¿Ponerla al jodido corriente? Sí, claro. Lo que quería era romperle a Cooper su cara de suficiencia. Pero se controló.

—Es bastante evidente, ¿no le parece?

Cooper parpadeó. ¿Había detectado una actitud desafiante en el tono de voz de Toni?

—¿En serio? ¿Entonces por qué no nos lo cuenta? Sí, lo había detectado.

—Por supuesto. Peel disponía de alguien que lo apoyaba. Ése es su coche en el cobertizo. Resultará ser de alquiler y no nos proporcionará ninguna pista. Probablemente, un apartado de correos imaginario y un documento de identidad falso.

»A sus agentes debió de pasarles inadvertido el hombre de apoyo. Con toda probabilidad, Mikhayl Ruzhyó, que debe de tener alguna clase de vínculo con Peel. Puede que fueran compañeros de estudios, o que coincidieran en alguna operación en África o en algún lugar de Sudamérica. Tienen algo en común, de lo contrario la coincidencia sería excesiva.

»Peel condujo a sus hombres hasta aquí, a una emboscada. Ruzhyó se les acercó sigilosamente… no, no fue así, uno realmente no puede acercarse con sigilo a este cobertizo desde la carretera en coche y está demasiado lejos de cualquier lugar para llegar andando, de modo que probablemente ya estaba aquí cuando llegó Peel. ¿Cómo voy por ahora?

Miró a Alex, que tenía el rostro paralizado con una media sonrisa. Toni sabía que había percibido su enojo y asintió.Lo sé, cabrón. Y sé que sabes que lo sé.

Cooper no habló. Tampoco lo hicieron Alex ni el capitán.

—Hay dos pequeñas manchas de sangre en el suelo —prosiguió Toni—, todavía visibles, aunque alguien las ha pisado, aquí y allí —dijo mientras señalaba—. ¿Iban sus hombres armados? ¿Llevaban chalecos antibalas?

Cooper se limitó a mirarla fijamente y fue el capitán quien respondió:

—Llevaban pistolas y es de suponer que también chalecos antibalas. Es lo reglamentario en esta clase de operaciones.

—Entonces Peel o Ruzhyó les disparó, con toda probabilidad a la cabeza. Ahí es donde cayeron. Luego metieron los cadáveres en su propio coche y se marcharon con el mismo y el de Peel. Supongo que, si sus hombres no lo han pisoteado todo, encontrarán las huellas de los neumáticos de su coche y del de sus hombres cuando se marcharon. A estas alturas, sospecho que habrán llevado el coche con los cadáveres a algún lugar donde tardarán bastante tiempo en encontrarlo. Es preocupante que dos agentes desaparezcan, pero no tanto como encontrar sus cadáveres. Si yo estuviera al mando, ordenaría a la policía local que dragara todos los grandes estanques y lagos en varios kilómetros a la redonda. Las aguas profundas son un buen lugar donde ocultar un coche.

El capitán meneó la cabeza.

—En general, su teoría está un poco traída por los pelos, ¿no le parece? Salvo la sangre, no hemos encontrado ninguna otra prueba. No hay ningún casquillo de bala.

—Ruzhyó debió de recogerlos, y supongo que Peel es suficientemente listo para hacer lo mismo. En cualquier caso, cuando logremos atraparlos hará tiempo que las armas utilizadas habrán desaparecido. No sé mucho acerca de su comandante Peel, pero Ruzhyó es muy profesional; no deja mucho con que trabajar.

Ward asintió, como para indicar que no era tanto su explicación lo que le interesaba como su razonamiento.

—La situación que postula no es imposible. Al percatarse Peel de con quién trataba, habría sabido que llevaban untranspondedor en el coche y lo habría desactivado. Hemos colocado controles de carretera, pero puede que hayamos llegado tarde.

Sin duda hemos llegado tarde. Toni hizo un esfuerzo y brindó a Cooper la sonrisa más radiante de la que fue capaz.

—¿Necesita saber algo más, señorita Cooper?

—No de momento, señorita Fiorella —respondió Cooper con una fugaz mirada a Alex, en la que Toni detectó lo que podía ser preocupación. O puede que incluso compasión.

De modo que Cooper también había deducido que Toni lo sabía. Y eso inducía a esa zorra británica a apiadarse de Alex. Estupendo. Ahora formaban todos una jodida familia infeliz.

Michaels sacó su virgil, e hizo una llamada prioritaria a Jay Gridley.

—Hola, jefe, ¿qué hay?

—Si te doy una dirección, una dirección física donde el ordenador cuántico podría encontrarse, ¿facilitaría eso tu búsqueda?

—No la perjudicaría. Tal vez lograría detectar sus huellas si estoy suficientemente cerca, pero no hay ninguna garantía.

—Bien, te la mando ahora mismo. Hemos localizado a Bascomb-Coombs y el lugar donde trabaja. De momento no podemos echarle el guante, pero tal vez se te ocurra algo desde donde tú estás.

—Gracias, jefe.

—Ten cuidado, Jay.

—Recibido con toda claridad. Voy a desconectar. Michaels se acercó a Cooper.

—¿Cambia esto la situación? ¿Podemos ir a la casa de Goswell y detener a Peel?

—Puedo planteárselo al director general, pero me temo que seguimos en las mismas. Han desaparecido unos agentes, pero no hay muchos indicios que los relacionen con su señoría o con Peel. Por lo que nosotros sabemos, Peel pudo haberse marchado antes de que hablaran con él y nuestros hombres pudieron haber sido atacados casualmente por ladrones de ganado.

—Sí, claro.

—Lo siento, Alex, pero ésta es la situación. Tenemos las manos atadas.

De regreso al helicóptero, Michaels se rezagó.

—Un momento, coronel. Howard redujo la marcha.

—Cooper dice que el MI-6 tiene las manos atadas. No pueden acercarse a la finca de lord Goswell sin una invitación formal.

—Estupendo —repuso Howard con sarcasmo.

—Coronel, no sé lo que habrá oído por radio macuto, pero lo he propuesto para un ascenso.

Howard titubeó un instante antes de responder.

—He oído rumores, comandante. Gracias, le estoy agradecido.

—Sólo se lo menciono porque un incidente diplomático internacional podría estropear sus oportunidades. Probablemente lo haría.

Howard sonrió.

—Si eso sirviera para atrapar a Ruzhyó y a ese hacker demente, podría soportarlo.

Michaels le devolvió la sonrisa.

—De algún modo sabía que ésa sería su reacción. Cuando regresemos al MI-6, creo que nuestros hombres necesitarán tomarse un descanso. Podrían dar una vuelta por el campo, o algo parecido.

—Sí, señor.

Michaels dirigió la mirada al helicóptero, con los párpados entornados para protegerse los ojos del polvo que levantaban los rotores. En la mayoría de los casos se ajustaba al reglamento, pero de vez en cuando se veía obligado a traspasar los límites. Existía una diferencia entre la ley y la justicia, y a veces los fines realmente justificaban los medios. Por regla general, en su clase de trabajo, si se aventuraba en territorio arriesgado y se salía con la suya, retrospectivamente lograba racionalizarlo. Si fracasaba, lo crucificarían. Perseguían terroristas, asesinos, tanto con medios remotos como con sus propias manos. Lo peor que podía ocurrirle a Michaels si fracasaba sería que lo expulsaran deshonrosamente y lo condenaran a veinte o treinta años de cárcel.

Al ver a Toni subir al helicóptero, deliberadamente sin dirigirle la mirada, se percató de que había un precio peor por meter la pata, o en este caso, por casi haberla metido.

Tal vez, con un poco de suerte, moriría en esta operación clandestina.

Jueves, 14 de abril

Cretácico superior

En lo que sería landres

A pie, con el lanzacohetes al hombro, Jay olió el aire. Percibió los olores habituales de la jungla y otro aroma que predominaba insistentemente sobre los demás. En realidad, imposible de ignorar.

—Cielos, ¿qué es esa peste? —dijo Saji junto a él, con la nariz fruncida.

—Sin entrar en detalles, es mierda de monstruo —respondió Jay mientras señalaba.

Tenían delante otro tupido bosque prehistórico, que en la realidad virtual representaba grupos de paquetes codificados, un centro electrónico, un nexo correspondiente a una empresa informática en Londres. En el camino que conducía a dicho bosque, formando aproximadamente un triángulo con dos enormes huellas de pezuñas, había una gigantesca defecación, un montón de apestosos excrementos de color castaño, del tamaño de un contenedor, asediado por un enjambre de moscas.

A los lados del camino había aproximadamente una docena de montículos parecidos, secos y duros, que empezaban a convertirse en descomunales heces fosilizadas. Bien venidos a la Ciudad Fantástica.

Pasaron junto a la deposición reciente. A tan corta distancia, pudieron ver entre las heces trozos de hueso no digerido y percibir el calor del montículo. El hedor era tan denso que uno casi podía apoyarse en el mismo.

—No pretendo ser mejor que nadie interpretando pistas, ni nada por el estilo —dijo Jay—, pero estoy casi seguro de que ha pasado por aquí. Además, apuesto a que ha salido a hacer sus necesidades porque vive ahí.

Saji contempló el montículo y meneó la cabeza.

—No me apetece la idea de entrar ahí para cazarlo —dijo.

—Ni a mí tampoco —repuso Jay al tiempo que preparaba el lanzacohetes—. Échate a un lado.

Colocó el arma sobre el hombro, apuntó a la jungla y apretó el gatillo. Salió el proyectil seguido de una cola llameante, penetró en el bosque y estalló arrojando por doquier hojas, ramas y trozos de tronco.

—Otro par de disparos como éste deberían de llamar su atención —señaló Jay.

Jueves, 14 de abril

«The Yews», Sussex, Inglaterra

Peel se apeó de su coche y cerró la puerta un poco más fuerte de lo necesario. Controló su irritación, saludó con la cabeza a Huard, que estaba de vigilancia en la parte trasera de la casa principal, y luego se volvió para ver cómo Ruzhyó se apeaba del vehículo. El coche con los dos agentes muertos, así como la pistola utilizada para su asesinato, estaban en el fondo de una fosa de diez metros de profundidad que formaba parte de una cisterna en una de las fincas de su señoría en East Sussex, no muy lejos de donde les habían disparado. Bueno, donde Ruzhyó les había disparado. Casi con toda seguridad, el servicio de inteligencia o la policía local acabarían por encontrar el coche y su cargamento, pero probablemente no de inmediato. Dispondría de tiempo sobrado para atar los cabos sueltos y abandonar el país. Lástima, pero indudablemente el ambiente se caldearía demasiado para quedarse. Y aunque no recibiría aquella fortuna fantasmagórica del banco indonesio, Goswell tenía una caja fuerte en la casa que sin duda contendría suficientes fondos para financiar su huida. Su plan consistía en eliminar a Goswell, a ese cabrón de Bascomb-Coombs y a Ruzhyó, a este último con mucho cuidado, por la espalda, cuando no se lo esperara. Después de amañar ingeniosamente los cadáveres, parecería que el exmiembro del Spetsnaz habría matado a los otros dos antes de ser abatido por uno de sus hombres, por ejemplo Huard, que también debería ser eliminado, y entonces él se marcharía. Su situación era mala, pero no fatal, y aunque hubiera preferido que las cosas evolucionaran de otro modo, la superaría. Era un soldado profesional, un oficial con experiencia de mando en el campo. Siempre habría mercado para sus servicios en algún lugar del Tercer Mundo; podría entrenar un ejército en algún país de la CEI, o dirigir un batallón en África central, u ocuparse de la seguridad de un príncipe árabe. Los guerreros no pasaban nunca completamente de moda, por muy pacífica que fuera la situación. Nunca sabías cuándo tu vecino se disponía a apoderarse de tu territorio y debías estar dispuesto a protegerlo, por muy radiante que fuera su sonrisa, o muy abierta que pareciera estar su mano.

No era su alternativa predilecta, pero sí preferible a las demás.

—Quédese ahí y mantenga los ojos abiertos —ordenó Peel, dirigiéndose a Ruzhyó.

Ruzhyó lo saludó con su paraguas plegado, que probablemente pronto lo necesitaría. Procedentes del Atlántico norte llegaban los oscuros nubarrones de una borrasca y parecía que iba a llover; perfecto, una tormenta haría incluso más lúgubre la situación.

Peel se acercó a Huard.

—Dígales a los muchachos que tomen posiciones en el perímetro —dijo Peel—. Puede que tengamos compañía. Usted vigile la puerta trasera.

—Sí, señor.

Peel entró en la casa. Se ocuparía de todo, y esperaría hasta bastante después de que hubiera oscurecido, para salir andando a campo traviesa por si alguien vigilaba la finca. Debía suponer que si le conocían, por lo menos lo suficiente para mandar tras él un equipo de los servicios secretos, sabrían también para quién trabajaba. Evidentemente no tomarían «The Yews» por asalto, claro que no, pero podrían esperarlo a la salida. Si caminaba suficientemente lejos por el campo, podría apropiarse de uno de los coches de algún vecino, conducir hasta la costa del sur y coger uno de los barcos de Goswell para cruzar el canal. No era vergonzoso retirarse ante una fuerza superior. Siempre cabía la posibilidad de reagruparse y volver más adelante. Perder una batalla no significaba necesariamente perder la guerra.

Goswell estaba tomando una copa en el salón.

—Hola, comandante.

—Señoría. ¿Dónde está Bascomb-Coombs?

—Creo que está en el estudio, en el pasillo, jugando con su ordenador portátil. He prohibido su acceso a la unidad especial, pero estoy seguro de que sabe cómo burlar ese impedimento. Su ordenador portátil soltó un pitido, él se puso bastante nervioso y se disculpó para ocuparse de lo que fuera. ¿Una copa?

—Estupendo —respondió Peel.

Apareció Applewhite, lástima que también tuviera que morir, porque a Peel le gustaba, y el comandante levantó dos dedos para indicar la cantidad de whisky. Qué diablos, agregó un tercer dedo. ¿No debía resistir hasta que anocheciera? Y había sido un día largo y duro; nadie podría reprocharle que necesitara una buena copa.

De pronto, una brisa sacudió el marco de la ventana y las primeras gotas de lluvia salpicaron el cristal. No cabía la menor duda de que sería una noche tormentosa en todos los sentidos.