TREINTA Y TRES

Miércoles, 13 de abril

Período cretácico superior

Lo que sería Europa occidental

Los helechos altos como pinos se erguían imponentes en el calor asfixiante de la selva y las libélulas del tamaño de halcones revoloteaban entre la frondosa vegetación, persiguiendo mosquitos que podían pasar por enjutos gorriones. Era un lugar mucho más primigenio, cálido y húmedo que las selvas tropicales.

El Humvee de base ancha tropezó con un bache en un montículo de humus, que dentro de veinte o treinta millones de años podría formar parte de un yacimiento petrolífero. La rueda delantera de la derecha quedó flotando en el aire, pero la tracción en los otros tres neumáticos tachonados bastó para que el vehículo superara el montículo y posara de nuevo las cuatro ruedas en el suelo.

A Jay le rechinaron fuertemente los dientes.

—¡Maldita sea, Jay! —exclamó Saji, con el cinturón abrochado en el asiento contiguo—. ¿Quieres que conduzca?

Jay aceleró el potente motor y el Humvee siguió avanzando.

—¿Crees que lo harías mejor?

—No veo cómo podría hacerlo peor, salvo si me despeñara por un barranco.

El terreno húmedo se niveló un poco, facilitando la adherencia de los neumáticos tachonados, y aumentó un poco la velocidad del vehículo.

—No es tan fácil como parece.

—Como tú lo haces, fácil no es precisamente la primera palabra que acude a la mente.

Jay intentaba encontrar una respuesta adecuada cuando vislumbró unos helechos aplastados. Redujo la velocidad, se acercó a pocos metros de las plantas derribadas, paró el vehículo, lo puso en punto muerto y miró a Saji.

—Puedes quedarte aquí mientras yo voy a inspeccionar. Colócate junto a la ametralladora, si quieres.

Montada sobre la parte posterior abierta del Humvee, había una Browning con canana del calibre cincuenta, refrigerada por agua. Sujeto a la superficie del vehículo había también un lanzacohetes antitanque portátil con mira láser y media docena de proyectiles. Jay había pensado en llevar rifles y escopetas, pero decidió no molestarse. Nada tan pequeño cumpliría su cometido. Habría preferido un tanque que disparara munición de uranio empobrecido con gran capacidad de perforación, pero relativamente hablando, el lanzacohetes era la mayor arma que podía utilizar en aquel escenario. Por desgracia, algo más potente no funcionaría.

—Prefiero no hacerlo —respondió Saji, que llevaba un conjunto de blusa y pantalón corto de color caqui, unas botas Nike todo terreno y unos largos calcetines enrollados por los tobillos.

Estaba hermosa con su atuendo de safari. Jay se preguntó cómo estaría desnuda.

—De acuerdo. Entonces ponte al volante. Deja el motor arrancado; puede que tengamos que salir a toda prisa.

Jay se apeó para dirigirse a los helechos aplastados por un terreno mullido, cubierto de lo que parecía musgo verde.

Difícilmente podría no haber visto la huella: tres dedos y una palma, sin talón. Se había depositado un poco de agua en el fondo de la huella, suficientemente grande para bañarse en la misma si se llenaba.

A Jay se le secó la garganta. Cielos, qué barbaridad. Siguió con la mirada la dirección de los dedos. A ocho metros había otra huella y un claro camino abierto delante de la misma entre la vegetación, como si alguien hubiera conducido una apisonadora por la selva, aplastándolo todo a su paso.

Jay contempló la senda de destrucción. Desde luego no había sido un camión, sino un Rex Magnum, el rey de los reyes, el Carnosaurio Supremo, el depredador máximo. A su lado, un tiranosaurio medio parecería una pequeña iguana. En una docena de zancadas, ese animal podía cruzar la longitud de un campo de fútbol. Probablemente medía unos dieciséis metros de altura, sin contar siquiera la cola.

Seguir sus huellas no supondría ningún problema. Pero al igual que cuando un perro persigue un coche, la pregunta era: ¿qué haría si lo alcanzaba? Puede que la ametralladora no bastara para llevar a cabo el trabajo, y si se acercaba lo suficiente para utilizar el lanzacohetes y fallaba, no dispondría de una segunda oportunidad.

Dio media vuelta, regresó al coche y le dijo a Saji:

—Quítate del volante.

—No parece que vaya a ser un problema seguirle la pista —comentó ella.

—No, creo que no.

Arrancó y empezó a seguir las huellas del monstruo.

Desde que su cerebro había empezado a funcionar de nuevo, aunque con cierta lentitud, Jay había examinado una y otra vez el problema en busca de una explicación, cualquier explicación, sobre la existencia de esa bestia. ¿Qué podía haberla creado? Con la tecnología que él conocía, no había respuesta posible. Pero cuando avanzaban por la senda de la realidad virtual en busca de la bestia, pensó una vez más en el lema de Sherlock Holmes sobre eliminar lo imposible y ocuparse del resto improbable. Nada de lo que conocía tenía tanta potencia, y sabía mucho acerca de ordenadores. Pero dado que eso existía, ¿a qué podía deberse? No había demasiadas posibilidades, sólo una que tuviera algún sentido y era puramente teórica; no existían los aparatos para hacerla funcionar.

¿Pero y si milagrosamente existían?

—Será mejor que aquí gires a la izquierda —dijo Saji.

—¿En serio? Pensaba ir directamente contra ese árbol.

—Sólo intento ayudar.

—Lo siento, estaba distraído —respondió, moviendo la cabeza.

—¿Algo te preocupa?

—Una teoría.

—¿Quieres explorarla conmigo?

Jay contempló la enorme destrucción en la jungla de la realidad virtual. Debía alcanzar al hermano perverso de Godzilla, pero cuanto más supiera sobre él, mayor sería su ventaja. Cualquier cosa que le aclarara las ideas sería positiva.

—Desde luego —respondió.

Miércoles, 13 de abril

«The Yews», Sussex, Inglaterra

Su señoría se había ido a su club, precedido y seguido por coches de escolta, mientras Peel permanecía en la pequeña capilla, al teléfono, ahora a la espera. Fuera, además de su personal habitual, estaba el hombre de Chechenia en un coche alquilado, atento por si aparecía algún enemigo potencial. Peel suponía que aquí debería de estar a salvo, pero no estaba tan seguro como para jugarse la vida.

¿Qué haría respecto a ese maldito científico? ¿Debería matarlo ya?

Evidentemente, lo primero que había hecho Peel cuando empezó a sospechar que tal vez Bascomb-Coombs no jugara limpio con él fue intentar retirar el millón del banco indonesio. Si hubiera logrado transferir el dinero a Inglaterra, se habría sentido mucho mejor y también habría contribuido enormemente a ahuyentar sus temores. Lamentablemente, gracias al ordenador infernal de Bascomb-Coombs, se habían desbaratado toda clase de transacciones electrónicas. Lo único que había logrado Peel a través del ordenador era una respuesta de «transferencia pendiente», a la espera de una última aprobación que nunca tuvo lugar.

Dados los problemas informáticos en el mundo entero, podía tratarse de una respuesta legítima. Era posible.

Pero también era posible que se tratara de un ingenioso engaño por parte de Bascomb-Coombs, fácilmente disimulado por el caos que él mismo había provocado. Para cuando se resolviera la situación, Peel podría estar muerto.

—Habla el vicepresidente Imandihardjo —dijo una voz—. ¿En qué puedo servirlo?

Peel dirigió su atención al teléfono. Por fin, el maldito banquero indonesio.

—Necesito comprobar el balance de mi cuenta.

Casi pudo verlo fruncir el entrecejo. ¿Comprobar una cuenta? ¿Para eso necesitaba a un vicepresidente?

—Su nombre y su contraseña, por favor.

Peel se los facilitó.

—Ah, señor Bellsong, sí, ya lo veo —dijo después de una prolongada pausa.

Peel meneó la cabeza. Bellsong. El son de la campana, una pequeña broma por parte de Bascomb-Coombs.

—¿Tiene la información de mi cuenta?

—Sí, aquí la tengo —respondió el vicepresidente, en ese tono ahora obsequioso que las grandes cantidades de dinero provocan a veces en quienes no las poseen.

Bien.

—Deseo transferir parte de mi cuenta a otro banco.

—Claro, por supuesto. ¿Le importaría darme los detalles?

Peel le facilitó el número de su cuenta en Inglaterra y su clave. Haría la transferencia, y cuando estuviera seguro de que se había realizado, respiraría mucho más a gusto.

—Señor Bellsong —dijo el banquero al cabo de un momento—, parece haber un problema con nuestro sistema informático.

—¿En serio?

—Sí, señor. Estoy seguro de que no es nada importante, pero me temo que sólo puedo acceder al saldo. El ordenador no me permite hacer la transferencia.

Peel asintió en silencio. Vaya, vaya.

—Parece que el fallo afecta a varias docenas de cuentas. Estoy seguro de que es sólo temporal.

—¿Quiere decir que no puedo disponer de mi dinero hasta que esté reparado?

—Pues sí, eso me temo.

—Comprendo.

Eso era todo lo que Peel necesitaba oír. Se le revolvieron las tripas y sintió un escalofrío. De pronto tuvo la fuerte sospecha de que, cuando lo examinara detenidamente, el banco indonesio encontraría dinero electrónico: dólares endiablados de un brillo deslumbrante a nivel superficial, pero que se convertían en humo y se desvanecían cuando uno intentaba tocarlos. Bascomb-Coombs lo estaba engañando.

—Estoy seguro de que esto se solucionará muy pronto. Si me da un número donde pueda localizarlo, se lo comunicaré en cuanto se resuelva el problema.

Bien.

Peel le dio su número de teléfono, pero no contendría la respiración a la espera de ese dinero. Había sido víctima de una estafa y además sabía quién era el responsable.

Había llegado el momento de charlar con el señor Bascomb-Coombs. Sin lugar a dudas.

Pero casi en aquel mismo instante sonó su teléfono. La línea privada.

—Diga.

—Hola, Terrance.

Vaya, vaya. Hablando del rey de Roma…

—Hola.

—Me temo que tenemos un pequeño problema. Parece que su señoría ha dado órdenes, prohibiendo mi acceso a… mi juguete. Ha cerrado todas las líneas externas aparentes y ha puesto un guarda para impedir mi acceso físico al edificio.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Sospecho que el viejo no confía en mí.

Y tiene muy buenas razones para hacerlo, pensó Peel.

—¿Has dicho líneas externas aparentes? —preguntó de pronto.

Bascomb-Coombs tenía el modo visual desconectado, pero Peel casi alcanzó a ver su sonrisa.

—Muy bien, Terrance. Naturalmente dispongo de varios vínculos digitales y de microondas cuidadosamente escondidos en el sistema. Incluso una línea fija conectada a la fuente de alimentación, por si a alguien se le ocurre generar interferencias. Tendrían que levantar el suelo para cortar esa línea y no lo harán porque desconocen su existencia. Y si lo desconectan, puede que nunca logren volver a hacerlo funcionar.

—Comprendo. ¿Y eso qué significa?

—Creo que tendremos que ocuparnos del viejo. Sirviéndonos de tu campo de experiencia.

—¿Tú crees?

—Eso me temo. Ahora debo colgar, pero pronto volveré a llamarte. Piénsalo, ¿de acuerdo?

El científico colgó y Peel se quedó con la mirada fija en la pared de su despacho.

Maldita sea, aquel individuo tenía muchas agallas. Al tiempo que intentaba eliminar al propio Peel, fingía que nada ocurría y le ordenaba matar al hombre para el que ambos trabajaban. Era realmente muy intrépido.

Peel se percató de que para él sería ventajoso que ambos desaparecieran. Bascomb-Coombs debía abandonar el mundo terrenal; no podía permitir que siguiera vivo alguien que había intentado que lo asesinaran. Y puede que Goswell chocheara, pero no estaba completamente senil. Tarde o temprano podría percatarse de que su jefe de seguridad le había vendido al científico loco y eso sería sumamente grave. Dudaba de que el viejo echara mano de su escopeta de pólvora negra para eliminarlo, pero indudablemente podría asegurarse de que Peel no volviera a trabajar nunca en el Reino Unido. Con un millón en el banco, eso no le preocupaba, pero si el dinero no había sido más que una estratagema por parte de Bascomb-Coombs, Peel estaba, en una palabra, jodido.

Si Bascomb-Coombs desaparecía y su señoría fallecía de un infarto o un paro cardíaco, Peel estaría a salvo, sin que nadie tuviera nada que contar. Puede que no fuera rico, pero su experiencia todavía tendría un valor en el mercado. Con su impecable historial al servicio de su señoría, algún otro imbécil adinerado desearía utilizar sus habilidades.

Una victoria era mejor que una derrota, pero había momentos en los que uno debía aceptar sus pérdidas y retirarse, con el fin de sobrevivir lo suficiente para lanzar otro ataque. Había involucrado a Ruzhyó porque necesitaba a alguien para eliminar al viejo, pero ahora, dado el cambio de situación, era preferible que Goswell muriera por causas naturales para que no quedara mal su jefe de seguridad.

Bascomb-Coombs simplemente desaparecería, de tal modo que nunca nadie pudiera encontrarlo.

Peel sonrió. Sí, todo aquello era una pena, pero no irreparable. Había llegado el momento de actuar y remendar la situación. Matarlos a todos y dejar que Dios elija a los suyos. ¿No había sido uno de los antiguos papas quien lo había dicho? «Mejor ellos que yo».