TREINTA
Martes, 12 de abril
Washington, D. C.
Tyrone estaba más o menos escondido en la tienda de artículos deportivos, contemplando el patio de bares y cafeterías. Había dejado de asistir a algunas clases para ir a la zona peatonal. Ahí estaba Bella, sentada en la terraza del Tor-tee-ah Mah-ree-aa, rodeada de media docena de amigas y un par de chicos. Tyrone no reconoció a los muchachos como pertenecientes al círculo de Bella, no eran más que pequeños satélites en órbita alrededor de la brillante estrella. Bella se reía y todos los demás la emulaban; cuando ella hablaba, los demás escuchaban: tenía prestigio.
Los sentimientos de Tyrone para con ella eran ambivalentes. Por una parte, la odiaba profundamente por la forma en que lo había abandonado sin previo aviso, ¡maldita sea! ¡Un tiro entre ceja y ceja, y que te zurzan, Tyrone! No estaba acostumbrada a que los chicos le dijeran que no les gustaba su conducta y él indudablemente lo había hecho. Así de simple, fin del juego, y no te molestes en introducir otra moneda, porque no habrá otra partida.
Por otra parte, no había más que verla. Era realmente hermosa, el centro de atención allí donde se encontrara, y los chicos hacían cola sólo para besar el suelo que pisaba. Y érase una vez en que le había otorgado sus favores. Le había besado, acariciado, permitido que él la acariciara y Tyrone pensaba en la posibilidad de hacerlo de nuevo, de circular sabiendo que gozaba de su atención, que era algo mágico, sin la menor duda. En un momento dado había acariciado aquel pecho perfecto, introducido su lengua en aquella boca perfecta. Era emocionante pensar en ello y afortunado de encontrarse entre dos estantes de prendas de esquí, para que nadie se percatara de lo emocionante que era.
Prácticamente, Bella lo había invitado. Podría salir de la tienda, acercarse tranquilamente a ella y comprobar lo que sucedía. ¿Le sonreiría y lo invitaría a unirse al rebaño, a sentarse junto a ella, porque en el fondo lo respetaba por haberle cantado las cuarenta? ¿O se trataba de algún tipo de perversión enfermiza para dejarlo en ridículo ante sus amigos? Tyrone no creía que lo hiciera. Podría haberlo hecho mucho antes, ¿por qué ahora? Pero no estaba seguro.
En otra época, no hace mucho, habría corrido a toda velocidad sin la menor preocupación. Él la quería. Y creía que ella también lo quería. Pero eso era entonces. La vida da muchas vueltas en pocos meses, qué duda cabe.
Cuando pensaba en Bella se sentía como un trapo mojado, retorcido, escurrido, arrojado a un rincón del fregadero, sin que nadie lo hubiera tendido siquiera a secar. Éste podría ser el momento de comprobar la situación, de saberlo con seguridad.
Pero ¿realmente quería saberlo? Había sido horrible que lo abandonara. Verse humillado en público podría ser infinitamente peor. Ya imaginaba los comentarios de Jimmy Joe y del resto de la pandilla: «¡Eh, tío, he oído que Belladonna te puso verde en medio del paseo! ¡Donna, donna, ah, ah, ah! Restregado por los suelos como un trapo sucio. ¿Cómo te sientes?».
Tyrone meneó la cabeza. No quería intervenir en ese escenario en el mundo real ni en la realidad virtual, muchas gracias.
Quien nada arriesga, nada gana. Pero tampoco pierde, ¿no es cierto?
Por otra parte, si eso servía para recuperar a Bella, volver al sofá de su casa, acariciar su cuerpo perfecto y besar sus labios, ¿no valía la pena arriesgarse?
Desde luego.
Tyrone respiró hondo y soltó lentamente el aire. En el peor de los casos, quedaría como un auténtico imbécil. ¿Y en el mejor…?
Imaginó a Bella desnuda, con el cabello desparramado sobre la almohada. La imagen era tan real, que olvidó respirar. Tenía catorce años y aquella imagen era como para dar la vida por ella, aunque también como para ir a la cárcel, a pesar de que ella fuera mayor que él. Bella. Desnuda…
¡Cielos!
Cuando recordó cómo volver a respirar, Tyrone se dirigió a la puerta. Adelante, actuar o morir. Actuar o morir.
Martes, 12 de abril
Londres, Inglaterra
John Howard estaba frente al edificio del MI-6, observando a su jefe, que se acercaba desde el otro lado de la calle. Lo saludó con la mano y Michaels le devolvió el saludo.
—Coronel. ¿Cómo está usted?
—Bastante bien, señor, dadas las circunstancias.
—¿Alguna novedad en la busca del asesino?
—Sí y no —respondió Howard—. Sabemos que llegó aquí el miércoles, en un vuelo desde Seattle. Lo confirma una grabación de pasajeros en la aduana. Fiorella comprobó las llegadas de Estados Unidos el jueves. Disponemos de una prueba fotográfica.
Le mostró una foto en color de un hombre que paseaba por el aeropuerto. Sobre la fotografía se había sobreimpreso una fina cuadrícula.
—¿Está seguro de que es él?
—Lo parece; la hora y el lugar coinciden. Según el ordenador, las orejas y las manos corresponden a nuestras referencias. A no ser que tenga un hermano gemelo, no cabe duda de que se trata de él.
—¿Entramos? —preguntó Michaels, moviendo la cabeza en dirección al edificio—. De esto hace casi una semana —agregó cuando cruzaban el vestíbulo después de pasar frente a los guardias—. Ahora podría estar en cualquier lugar.
—Sí, señor, es cierto. Pudo haberse marchado antes de que se estropearan los sistemas informáticos. Estamos utilizando el Baby Huey y, con la cooperación de los británicos, la teniente Winthrop examina la información de vuelos, trenes, alquiler de coches, e incluso de embarcaciones, desde Londres a cualquier otro lugar. Incluso la fotografía de un pasaporte falso debe guardarle cierto parecido.
—Podría llevar una barba postiza y una peluca —dijo Michaels.
—Examinamos detenidamente a todos los varones que viajen solos, de edad, altura y peso adecuados.
—Podría haber contratado a una acompañante para el viaje.
—Sí, señor, y también podría haber encontrado a un brujo que lo convierta en un gorila. Por alguna parte hay que empezar.
Michaels sonrió.
Llegaron al despacho donde Howard había dejado a Toni Fiorella. En su interior, Toni y una atractiva rubia alta de pelo corto examinaban la ampliación de una imagen holográfica, con docenas de rostros alineados.
—Hemos recibido la primera colección de fotos de Jo Winthrop, coronel —dijo Toni—. Todos con orejas que corresponden al tamaño especificado, o cubiertas por el pelo sin que puedan verse claramente. Hola, Alex. ¿Has dado un buen paseo?
—Sí, gracias —respondió Michaels, pálido e incómodo.
—Lo siento, disculpe mis modales —dijo entonces Toni—. Coronel Howard, le presento a Angela Cooper, nuestro enlace con el MI-6. El coronel Howard es el jefe de los equipos de ataque de Net Force.
La rubia le tendió la mano a Howard y sonrió.
—¿Cómo está usted, coronel? Encantada de conocerlo.
Howard le estrechó la mano y le devolvió la sonrisa. Detectó de reojo una sonrisa forzada en el rostro de Michaels y le dio la impresión de que su jefe estaba a punto de vomitar.
Cuando Cooper soltó la mano de Howard, el coronel se percató de que miraba fugazmente a Michaels y comprobó que éste desviaba la mirada. No era nada, todo había sucedido en apenas medio segundo y podría haberlo imaginado, pero…
Vaya, vaya.
Howard solía ir los domingos a la iglesia, con su esposa e hijo, pero no se consideraba a sí mismo como un profeta, capaz de ver más que cualquier otro. Pero también era verdad que tenía cierta experiencia de la vida y creía comprender bastante bien a la gente.
Ahí había algo. Algo en la mirada que la atractiva rubia le había lanzado a Michaels y en el hecho de que él se hubiera negado a mirarla a los ojos. Algo sucedía.
Howard, al igual que la mayoría de los hombres que pasaban mucho tiempo fuera de su casa, había sentido de vez en cuando la tentación de una posible relación extramatrimonial. Había habido más de una mujer interesada en conocerlo horizontalmente y un par de ellas suficientemente atractivas como para que llegara a planteárselo. ¿Quién lo sabría? ¿A quién le dolería?
¿Cómo decía la vieja canción? Si uno no puede estar con la persona a la que ama, ¿por qué no amar a la persona con la que está?
Ningún mal, ningún pecado.
Afortunadamente, en todos sus años de matrimonio, dichas ideas se habían desvanecido siempre antes de dar los primeros pasos para convertirlas en realidad. No se consideraba particularmente superior desde un punto de vista moral, también había hecho de las suyas cuando era un joven soldado antes de casarse, pero lo había dejado todo a un lado al decir «sí, quiero». Tal vez tenía más suerte que la mayoría; no había caído en la tentación desde entonces, pero había conocido a muchos hombres que habían optado por seguir pecando. Había visto a muchos de ellos junto a mujeres, a las que fingían no conocer tanto como en realidad conocían.
No podría haberlo jurado sobre la Biblia ante un tribunal de justicia, pero aquel pequeño intercambio de miradas entre Michaels y Cooper le había revelado a Howard algo que prefería no saber: había algo entre ellos. Además, a juzgar por su forma de actuar, Toni Fiorella no lo sabía.
Dios mío. De pronto Howard se alegró mucho, muchísimo, de no encontrarse en el lugar de Alex Michaels.
Martes, 12 de abril
Londres, Inglaterra
Ruzhyó vio al pistolero en el momento de abrir la puerta de su coche.
En realidad fue una cuestión de suerte que se encontrara junto al vehículo y mirara en esa dirección, cuando seguía a Peel a unos doce o trece metros de distancia. De no haber mirado en aquel preciso instante, podría haber sido demasiado tarde, pero vislumbró el reflejo del sol en el acero inoxidable en el momento en que aquel individuo se abrochaba la chaqueta para ocultar la pistola que llevaba a la derecha de su cinturón. En otro medio segundo le habría pasado inadvertida y no habría distinguido al pistolero de cualquier otro peatón que llegara tarde a alguna cita o se apresurara para llegar a las tiendas antes de que cerraran.
El pistolero se apeó aproximadamente a un metro por detrás de Ruzhyó, que siguió caminando, al tiempo que se ladeaba ligeramente a la derecha, como si mirara el escaparate de una tienda de sombreros. El pistolero, que era un individuo alto de escaso cabello claro, con una cazadora sobre una camisa de cuello alto, pantalón caqui y zapatillas deportivas, lo adelantó rápidamente tras su objetivo.
Ruzhyó miró a su alrededor. No vio a ningún hombre de apoyo. Abandonó el escaparate y aceleró el paso tras el pistolero. Acercó la mano al teléfono móvil que llevaba a la cintura y pulsó la tecla de «enviar».
El número, uno de los dos que Peel le había facilitado, estaba programado de antemano y ahora estaría vibrando el teléfono móvil que Peel llevaba sujeto a su cinturón. Peel le había dicho que nadie más tenía aquel número y si vibraba indicaría que Ruzhyó había detectado un peligro mortal, demasiado cerca para utilizar el otro número y hablar.
Peel giró inmediatamente a la derecha y entró por la puerta de la tienda más cercana. Era una librería.
El pistolero lo siguió.
Ruzhyó aceleró el paso para llegar a la puerta de la librería, medio metro detrás del pistolero. Era fácil disparar y eliminarlo, pero lo querían vivo el tiempo suficiente para averiguar quién lo había mandado. Eso podía ser un poco delicado en la calle, pero dentro de la tienda, con menos testigos, resultaría más fácil.
Peel sabía lo que era necesario y condujo rápidamente al asesino en potencia a un pasillo desierto de grandes estanterías repletas de viejos libros. Antes de que el pistolero lograra desenfundar su pistola, Ruzhyó lo alcanzó.
—Si te mueves, morirás —dijo después de colocar su pequeña Beretta contra la espina dorsal del pistolero.
El pistolero era un profesional y permaneció inmóvil.
—Campo libre —señaló Ruzhyó.
Peel se volvió, con la mano bajo su chaqueta deportiva junto a la cadera derecha y sonrió.
—¡Henry! ¿No te habías jubilado?
—Parece que debería haberlo hecho —respondió el individuo de cabello claro.
—Ahora ya es un poco tarde —dijo Peel—. Vamos a algún lugar donde podamos charlar un poco, ¿te parece?
—Eso no será posible, Terry, ya lo sabes.
—No puedes ganar, Henry. Mi hombre es un exmiembro del Spetsnaz. Puede dejarte parapléjico y todavía tendremos oportunidad de charlar. ¿Por qué no lo hacemos de una forma civilizada? Puede que lleguemos incluso a un acuerdo para que nadie tenga que alimentar a los gusanos.
—Vamos, Terry, creí que tenías mejor concepto de mí…
Y con esto Henry saltó de lado, de forma suficientemente inesperada para que Ruzhyó no le disparara en la columna vertebral y perforara en su lugar un pequeño agujero sobre su riñón izquierdo. El disparo hizo mucho ruido, que, canalizado por los libros y los estantes, retumbó sobre sus cabezas. Disponían de escasos segundos para resolver aquel asunto.
—¡Vivo! —exclamó Peel, con su propia pistola en la mano.
Ruzhyó centró la mirada en la mano derecha de Henry, consciente de que era la que más cerca estaba de su pistola escondida. Podía dispararle a la mano y, si fallaba, un tiro del veintidós al vientre sería inmediatamente fatal.
Tal vez Henry se percató de que no lograría sacar su pistola con suficiente rapidez para disparar antes que ellos. Ni siquiera lo intentó. En su lugar se llevó la muñeca izquierda a la boca y mordió la correa de su reloj. Ruzhyó sabía lo que aquel movimiento significaba y, al parecer, también lo sabía Peel, que exclamó:
—¡Maldita sea!
Ruzhyó se guardó la pistola en el bolsillo, dio media vuelta y se dirigió a la puerta tan rápido como pudo. Peel le pisaba los talones. Poco tardaría la gente, incluidos los ratones de biblioteca, en acudir para comprobar la causa del ruido.
Fuera lo que fuese el veneno que Henry acababa de morder, era indudablemente de efecto rápido, y no había forma de extraerle información mediante la tortura a un hombre que prefería suicidarse antes que revelarla. Un auténtico profesional. Henry estaría probablemente muerto antes de poder recibir atención médica y, en cualquier caso, su estado era irreversible. Ruzhyó respetaba a un hombre que sabía morir. Si uno era consciente de que había llegado su momento, era preferible abandonar este mundo en la forma prevista por uno mismo. Habría perdido la guerra, pero si en aquel momento lograba privarle de algo a su enemigo, se llevaría consigo una pequeña satisfacción a la tumba.
De nuevo en la acera, caminando relativamente de prisa pero sin correr, Peel adelantó a Ruzhyó y se dirigió a su coche.
—Me gustaba bastante el viejo Henry —dijo—. Es una pena.
Mientras lo seguía, Ruzhyó pensaba en cómo librarse de la Beretta. Debía desprenderse de ella cuanto antes. Había fallecido un hombre en una librería, y aunque hubiera muerto por envenenamiento, a veces en el agujero de la bala había suficiente información para relacionarlo con el arma que había efectuado el disparo. Y una pistola que pudiera relacionarse con un muerto era un talismán de mal agüero.