31

El alba despuntó en un cielo sombrío y gris tras la tormenta nocturna y el suelo chamuscado, lleno de surcos y tiznado del Valle de Rhenn humeaba bajo la luz tenue. Los elfos habían recuperado la formación y aguardaban, con las armas en ristre y oteando la penumbra con los ojos bien abiertos, prestos al asalto que sabían que se cernía sobre ellos. Sin embargo, no se alzó ningún ruido en la niebla densa que cubría el campamento del ejército del Señor de los Brujos desde el paso oriental del valle y no había nada que se moviera en el paisaje inhóspito y vacío que se extendía ante ellos. La luz aumentó cuando el sol se elevó en el cielo, pero la niebla se negó a diluirse y todavía no había indicios de que se fuera a producir un ataque. Que aquel ejército descomunal hubiera reculado era inconcebible. Se había pasado la noche rasguñado, lamiéndose como un animal herido, mientras los alaridos de dolor y angustia brotaban entre la niebla y la lluvia y retumbaban sobre los truenos que se alejaban y la tormenta que amainaba. Se había pasado la noche atendiendo a sus necesidades y reagrupando las fuerzas. Se habían afianzado en el paso oriental, tanto en el suelo como en el terreno elevado. Habían arrastrado hasta allí las máquinas de asedio, las provisiones y los equipos y los habían colocado entre las filas del campamento erigido en la ancha entrada del paso. Tal vez progresara despacio y a trompicones, pero seguía siendo un gigante imparable e inexorable.

—Están ahí fuera —musitó Arn Banda el Tuerto, de pie a la izquierda de Bremen, con una expresión contrita y el ceño fruncido con preocupación.

Jerle Shannara asintió, inmóvil cuan alto era.

—Pero ¿qué están tramando?

—Ciertamente, algo están tramando —concedió Bremen mientras se arrimaba la cogulla negra al cuerpo delgado para protegerse del frío del amanecer.

Eran incapaces de distinguir el otro extremo del valle, no podían ver a través de la penumbra, pero a pesar de todo percibían la presencia del enemigo. La noche se había llenado de ruido y furia mientras los norteños se preparaban para una nueva batalla, pero durante la última hora se habían sumido en un silencio que no presagiaba nada bueno. El ataque del día que nacía tomaría una nueva forma, sospechaba el anciano. El día anterior, habían repelido al Señor de los Brujos y habían provocado numerosas bajas, y este no estaría dispuesto a revivir la experiencia. Incluso el poder que poseía tenía límites, y tarde o temprano el yugo que ejercía sobre los que luchaban en su nombre flaquearía si no conseguían ganar. Había que hacer retroceder a los elfos o vencerlos pronto si el Señor de los Brujos no quería que los norteños empezaran a cuestionarse la invencibilidad de su señor. Si se caía una carta del castillo de naipes, caería todo sin remedio.

Bremen percibió un movimiento a su derecha, disimulado y sutil. Era el muchacho, Allanon. Lo miró de soslayo. El chico tenía la cabeza hacia adelante, con el rostro tenso y los ojos fijos en la nada. Sin embargo, veía algo: su expresión lo delataba. A través de la niebla y la penumbra, estaba examinando algo que había más allá, esos ojos tan peculiares penetraban hasta lo que les estaba vedado al resto.

El anciano observó en la misma dirección que la mirada del chico. La niebla se arremolinaba y formaba un manto cambiante que cubría todo el extremo oriental del valle.

—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja.

Sin embargo, el chico sacudió la cabeza. Lo percibía, pero todavía no era capaz de identificarlo. No apartó los ojos de la neblina, exhibía una concentración plena. Bremen ya se había dado cuenta de que al muchacho se le daba muy bien depositar toda su atención en una cuestión. De hecho, era todo un experto. La intensidad con la que lo hacía era aterradora. No era algo que hubiese aprendido mientras crecía o que hubiera adoptado como consecuencia de la experiencia traumática que había sufrido con la destrucción de Varfleet. Era algo inherente, como los ojos peculiares y el intelecto agudísimo. El chico era duro como una piedra y de ideas fijas, pero poseía una inteligencia y unas ansias de conocimiento que no tenían límites. Tan solo hacía una semana, la noche siguiente del asalto nocturno al campamento del ejército de las Tierras del Norte, Allanon se había acercado a Bremen y le había pedido que le enseñara a usar la magia druida. Así, sin más. «Enséñame a usarla», le había exigido, como si cualquiera pudiera aprender, como si esta habilidad se enseñara con facilidad.

—Hay que invertir años en dominar incluso la parte más ínfima —había replicado Bremen, demasiado anonadado ante aquella petición como para rechazarla de plano.

—Deja que lo intente —había insistido el muchacho.

—Pero ¿de verdad quieres? —El druida estaba perplejo de verdad—. ¿O buscas vengarte? ¿Crees que la magia te ayudará a conseguirlo? ¿Por qué no inviertes el tiempo en aprender a dominar armas corrientes? ¿O en aprender a montar a caballo? ¿O en estudiar el arte de la guerra?

—No —había respondido el chico enseguida, rápido y seguro—. No quiero nada de eso. No quiero vengarme. Lo que quiero es ser como tú.

Y así, con esa facilidad, había expuesto la cuestión. El muchacho quería ser druida. Se habían visto atraídos mutuamente porque eran más similares que lo que el anciano había sospechado. La cuarta visión de Galáfilo era otro destello del futuro, una advertencia de que había lazos que ataban al chico con el druida, la promesa de un destino común. Ahora Bremen ya lo sabía. Una fortuna que no comprendía le había mandado al muchacho. He aquí, tal vez, el sucesor que había buscado durante tanto tiempo. Era extraño que lo hubiese acabado encontrando de este modo, pero no era sorprendente. No había ninguna regla que determinara la elección de un druida y Bremen sabía que era mejor no empezar a hacerlas ahora.

De modo que le había enseñado a Allanon unos truquitos, minucias que básicamente requerían concentración y práctica, y le había dado tiempo para que los dominara. Había creído que con eso mantendría al chico ocupado durante una semana más o menos. Pero Allanon los había dominado todos en cuestión de un solo día y había regresado a pedirle más. Así que, durante los diez días que habían transcurrido desde entonces, Bremen le había ofrecido una nueva pizca de conocimiento druida para que lo trabajara, había dejado que él mismo eligiera la mejor forma de enfocar el aprendizaje y en qué aplicarlo. Absorto como estaba en las preparaciones contra el ataque de los norteños, apenas había tenido tiempo para reflexionar sobre lo que el chico había logrado. Con todo, al verle ahora, al observarlo en la tenue luz del amanecer mientras este examinaba la otra punta del valle, el anciano se sorprendió de la evidente profundidad e inmutabilidad de la resolución del muchacho.

—¡Allí! —gritó Allanon de pronto mientras abría los ojos de par en par, sorprendido—. ¡Los tenemos encima!

Aquello dejó tan sobrecogido a Bremen que por un momento se quedó sin palabras. Unas cuantas cabezas se irguieron como consecuencia de las palabras del chico, pero no se movió nadie. Entonces, Bremen alzó el brazo hacia el cielo, inundó la oscuridad de luz druida con un ancho arcoíris y, de repente, quedaron al descubierto las figuras oscuras que los sobrevolaban. Los Portadores de la Calavera dieron media vuelta bruscamente cuando quedaron expuestos y desaparecieron entre la bruma con las alas extendidas.

Jerle Shannara se colocó al lado del druida en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó.

Bremen no apartó los ojos del cielo vacío mientras la luz druida se extinguía. La penumbra regresó, fija y omnipresente. De pronto, se dio cuenta que había algo raro en la luz. El aspecto que tenía no era el correcto.

—Están explorando —susurró. Entonces, se volvió deprisa hacia Allanon y le ordenó—: observa el otro lado del valle de nuevo. Ve con mucho cuidado. No trates de ver nada en particular. Contempla la bruma y el aire gris. Observa los movimientos de la niebla.

Así lo hizo el chico, cuyo rostro se contrajo en una mueca debido al esfuerzo. Clavó los ojos en la nada, con una mirada fija y penetrante. Dejó de respirar y se quedó inmóvil. De pronto, abrió la boca de par en par y dio un grito ahogado de sorpresa.

—Así me gusta. —Bremen pasó el brazo por la espada del muchacho—. Ahora yo también los veo. Pero tú tienes una vista más aguda. —Se volvió para mirar al rey—. Nos atacan los seres oscuros que sirven al Señor de los Brujos, las criaturas que ha invocado del averno. Hoy ha escogido usarlas a ellas, en vez de al ejército. Se acercan por el suelo del valle. Los Portadores de la Calavera otean el camino para ellos. El Señor de los Brujos está usando la magia para esconder el avance, cambia la luz y hace la niebla más densa. No nos queda demasiado tiempo. Despliegue a los comandantes y que los hombres se pongan firmes. Haré lo que pueda para contrarrestarlo.

Jerle Shannara dio las órdenes y los comandantes elfos se dirigieron hacia sus unidades respectivas: Cormorant Etrurian al flanco izquierdo y un Rustin Apt herido, pero que aún se podía mover, al derecho. Kier Joplin ya estaba en posición, la caballería se había situado tras la infantería. Arn Banda fue corriendo hacia la pendiente meridional para advertir a los arqueros que estaban colocados allí. Prekkian y la Guardia Negra y Trewithen y la mayor parte de la Guardia Real se habían quedado como reservas.

—Venid conmigo —dijo Bremen al rey.

Se alejaron hacia la punta derecha de las primeras filas: el rey, el druida, Allanon y Preia Starle. Caminaron a paso ligero entre unos asustados elfos cazadores hasta llegar a la primera fila del ejército y, una vez allí, el druida giró sobre los talones.

—Haced que los que están más cerca alcen las armas y mantengan posiciones —ordenó el druida—. Decidles que no hay que tener miedo.

Así lo hizo el rey, sin molestarse en preguntarle por qué: confiaba en el juicio del druida. Dio la orden y las lanzas, espadas y picas se elevaron hacia el cielo. Bremen entrecerró los ojos, juntó las manos ante el cuerpo e invocó el fuego druida. Cuando lo hubo reunido en una bola azul que le brillaba en las manos ahuecadas, lo disparó en fragmentos que rebotaron de arma en arma, de punta de hierro en punta de hierro, hasta que a todas las armas las había tocado una parte. Los soldados, desconcertados, se encogieron cuando vieron que el fuego se dirigía hacia ellos, pero el rey les había ordenado que se mantuvieran firmes y eso hicieron. Cuando todas las armas de una unidad habían recibido el fuego, pasaban a la siguiente unidad y repetían el proceso. Recorrieron las filas de soldados inquietos mientras el druida imbuía las armas de hierro con un poco de su magia y el rey les aseguraba que lo necesitaban y, al mismo tiempo, les advertía que debían estar preparados y los informaba de que el ataque era inminente.

Cuando llegó, la magia druida ya estaba donde correspondía y el centro del ejército élfico estaba protegido. Las figuras negras surgieron a toda velocidad de la penumbra y se abalanzaron sobre las filas de los elfos, aullando y gritando como bestias enfurecidas, seres de dientes serrados y garras afiladas, de pelo negro erizado y escamas duras. Eran criaturas de otros mundos, hechas de oscuridad y demencia, y la única ley que obedecían era la de la supervivencia. Luchaban con ferocidad y fuerza bruta. Algunos avanzaban sobre dos patas, otros sobre cuatro, pero todos parecían haber salido de pesadillas repugnantes y de una imaginación retorcida.

Los elfos retrocedieron, sobre todo fue el miedo lo que les hizo ceder terreno, aterrorizados como estaban ante esas bestias que pretendían desgarrarlos miembro a miembro. Algunos elfos murieron al instante; el terror se les había afianzado de tal modo en la garganta y el corazón que fueron incapaces de moverse para defenderse. Otros murieron luchando, arrollados antes de que pudieran asestar un golpe certero. En cambio, otros cargaron contra ellos y se sorprendieron al descubrir que las armas mejoradas con la magia eran capaces de cortar los cuerpos y miembros de esos atacantes monstruosos y les arrancaban sangre y gritos de dolor. El ejército se recuperó de la sorpresa del primer asalto y se preparó para oponer resistencia.

Sin embargo, los monstruos atravesaron el flanco derecho y los siguió un ser que sobresalía incluso sobre sus compatriotas más altos. Lo protegía una piel dura como el cuero y piezas de metal que llevaba atadas sobre los órganos vitales. Tenía unas garras enormes que desgarraban a los hombres que se interponían en su camino. Rustin Apt el entrecano encabezó un contraataque que pretendía hacerle retroceder, pero el engendro lo apartó a un lado.

Bremen, al advertir el peligro, se apresuró a interceptar a la bestia.

Sin la compañía del druida, Jerle Shannara comandaba el centro y vio cómo la horda de monstruos los empujaba. Lanzando gritos de ánimo a sus hombres y olvidado la promesa de quedarse atrás, apuntó con la espada hacia adelante y avanzó entre las filas para unirse en la batalla, con Preia junto a él y la guardia protegiéndolos a ambos. En la vanguardia del centro del ejército élfico, unos lobos inmensos se agazapaban bajo las puntas de hierro de las picas y las espadas con las que los elfos los apuntaban. Los animales los esquivaban y retrocedían mientras esperaban su oportunidad. Cuando Jerle Shannara llegó, una sombra negra se abatió en picado desde la neblina y destrozó las filas del frente de los elfos cazadores. Un Portador de la Calavera alzó el vuelo y se alejó, con las garras manchadas de sangre. Los lobos se abalanzaron hacia la vanguardia de los elfos al instante, a dentelladas y arañazos. Con todo, las armas de los defensores cercenaron y cortaron a los enemigos y la magia druida atravesó la piel endurecida. Los que estaban en la línea de avanzada murieron bajo una lluvia de flechas y los que quedaban retrocedieron entre gruñidos y mordiscos desafiantes.

En el flanco derecho, Bremen había llegado hasta la horda de monstruos que habían atravesado la líneas de defensa. Al ver al anciano, arremetieron contra él en grupo. Eran criaturas que avanzaban sobre dos patas, con pechos enormes y extremidades muy musculosas, capaces de partir a un hombre en dos, con cabezas que nacían directamente de la espalda, sin cuello, envueltas en capas de piel tan gruesas que solo se apreciaban unos ojos salvajes. Se lanzaron hacia el druida mientras proferían alaridos de regocijo, pero Bremen los atacó con fuego druida y los hizo recular. A su alrededor, los elfos se congregaron para defender al druida y se abalanzaron sobre las filas enemigas. Los monstruos se replegaron y volvieron al ataque, pero las hojas de los elfos y el fuego druida arremetieron contra ellos.

Entonces, la primera bestia que había penetrado en las defensas élficas se alzó ante Bremen con aire desafiante. Los ojos le centelleaban y tenía el cuerpo de piel curtida empapado de sangre.

—¡Viejo! —siseó la criatura y se arrojó contra él.

Las manos de Bremen produjeron un estallido de fuego druida, pero el monstruo estaba tan cerca que superó la llama mortífera y agarró al anciano por las muñecas. Bremen se cubrió los brazos de fuego para tratar de liberarse, sabiendo que su fuerza no podía superar la del otro, pero la criatura no lo soltó, tenaz. Las garras lo apretaron y los brazos musculados de la bestia obligaron al druida a retroceder. Poco a poco, Bremen reculó. A su alrededor, los monstruos habían vuelto a atravesar las defensas con confianza renovada. Ya podían oler el fin de la batalla.

En ese momento, apareció Allanon corriendo entre las sombra, saltó sobre la espada desprotegida de la criatura y le hundió las manos en los ojos amarillos. Con un alarido de furia, el muchacho echó mano de una reserva de fuerza que no sabía que tenía y la reforzó con un poco de la magia que había conseguido dominar. Descontrolado y rebelde, incontenible como un viento huracanado, el fuego estalló en sus manos y se esparció en todas direcciones. La erupción de las llamas se produjo con tanta fuerza que echó el chico al suelo, donde se quedó, aturdido. Pero también había explotado en el rostro del atacante: lo había destrozado.

El monstruo soltó a Bremen al instante, alzó las manos en un ataque de furia y dolor y retrocedió tambaleándose. Bremen se puso de pie como pudo, sin hacer caso de la flaqueza que lo embargaba e ignorando las heridas, y volvió a arremeter contra la criatura con fuego druida. Esta vez, el fuego bajó por la garganta de la criatura hasta llegarle al corazón y la convirtió en ceniza.

Mientras tanto, Jerle Shannara se había trasladado al flanco izquierdo del ejército. Habían abatido a Cormorant Etrurian, que estaba tumbado en el suelo, rodeado de sus hombres, que trataban de protegerlo. El rey cargó contra el enemigo y lideró un rápido contraataque decisivo contra las criaturas jorobadas que constreñían el frente élfico mientras blandían hachas de doble filo y cuchillos dentados y afilados. Banda había dirigido los arcos directamente hacia la pendiente y las flechas de los arqueros barrían la niebla y a las criaturas que se escondían tras esta. Los elfos rescataron a Etrurian y se lo llevaron y Kier Joplin espoleó a los jinetes al frente para tratar de llenar el vacío. El rey dejó a Joplin al mando y regresó rápidamente hacia el centro de las filas, donde la batalla se había vuelto encarnizada de nuevo. Hasta dos veces lo alcanzaron golpes que le hicieron tambalearse, pero se sobrepuso a las heridas y, haciendo caso omiso de la sorpresa y el dolor, continuó luchando. Preia no se separaba de su lado, le protegía el flanco izquierdo. La Guardia Real luchaba con ellos, algunos murieron mientras trataban de garantizar la seguridad del rey y la reina. Las criaturas del averno penetraban las filas élficas cada dos por tres y los elfos repelían ataques que parecían proceder de todas direcciones.

Al final, Bremen consiguió que el flanco izquierdo se replegara lo suficiente para repeler a los atacantes que habían conseguido atravesarlo. Derrotados, los supervivientes se volvieron y huyeron, sus figuras deformes se perdieron entre la bruma como si nunca hubieran aparecido. El ejército avanzó contra los que todavía luchaban en el centro y estos también recularon. Poco a poco, implacables, los elfos recuperaron la ofensiva. Las bestias del averno se retiraron y desaparecieron.

En el vacío gris y neblinoso que quedó, los miembros del ejército de las Tierras del Oeste contemplaron su estela sumidos en un silencio agotado.


Los norteños atacaron de nuevo esa misma tarde con el ejército habitual. A esas horas la niebla había desaparecido, el cielo había comenzado a despejarse y la luz era brillante y clara. Los elfos observaron cómo el enemigo se les acercaba a través del territorio destrozado del Rhenn desde su nueva posición defensiva, en las profundidades del valle, cerca del desfiladero occidental y protegidos tanto por el terreno elevado como por los muros de piedra que acababan de levantar y coronar con puntas afiladas. Andrajosos, cubiertos de sangre y agotados, aunque resueltos. Habían sobrevivido a demasiado para volver a tener miedo. Mantuvieron la posición con calma, bien apiñados, ya que el valle se estrechaba bruscamente en el lugar donde ellos aguardaban. A esas alturas, las cuestas eran tan pronunciadas que solo se requería un contingente reducido de arqueros y elfos cazadores para defender el terreno elevado de un asalto. El grueso del ejército estaba desplegado en el suelo del valle, en filas compactas que se extendían de pendiente a pendiente. Cormorant Etrurian había regresado, con la cabeza y el hombro vendados y una expresión adusta cincelada en el rostro delgado. Lo había acompañado Rustin Apt, todavía más débil que el anterior, y juntos se pusieron al frente de las divisiones que comandarían hasta el centro del ataque de los norteños. Arn Banda estaba en la cuesta de la cara norte con la mayor parte de los arqueros. Kier Joplin y la caballería habían retrocedido hasta la cabeza del desfiladero, porque ya no había espacio para que pudieran maniobrar. La Guardia real y la Guardia Negra seguían como reserva.

Justo tras las filas élficas, en un promontorio que les permitía otear la batalla, se alzaban Bremen y Allanon, el muchacho.

El rey y Preia Starle montaban a Riesgo y Ceniza, respectivamente, y se alzaban en el centro de la defensa élfica, rodeados por la Guardia Real.

Al otro lado del corredor del valle, en las llanuras, los tambores del ejército de las Tierras del Norte resonaban y el estruendo de los cascos y las botas los coreaban. Un sinfín de soldados de infantería marchaba al ataque, eran tantos que cubrían todo el suelo del valle a medida que progresaban. Tras ellos avanzaban las máquinas de guerra: torres de asedio y catapultas, arrastradas por equipos de caballos y hombres cubiertos de sudor. La caballería constituía la retaguardia, los jinetes formaban en filas cargados con lanzas y picas, con los banderines al viento. Los inmensos trolls de las rocas cargaban con el Señor de los Brujos y sus acólitos, parapetados en carruajes y palanquines de seda negra, decorados con huesos blanqueados.

«Es el fin», se dio cuenta Bremen, de pronto. El pensamiento lo asaltó motu proprio mientras observaba el avance de las tropas enemigas. Eran demasiados, los elfos estaban demasiado cansados, la batalla se había prolongado demasiado tiempo y había sido demasiado encarnizada. Era el fin.

Un escalofrío lo recorrió ante la veracidad de la premonición, pero no podía negar la fuerza de esta. Sentía que lo aplastaba como una certeza inevitable, como una verdad aterradora. Contempló la marcha de los norteños, de las máquinas de guerra y cómo llenaban la hondonada chamuscada y llena de marcas del Rhenn. En su mente se convirtieron en un maremoto que engulliría a los elfos y los ahogaría. Tan solo habían luchado durante dos días, pero el resultado de la guerra ya era inevitable. Si los enanos se les hubieran unido, tal vez habría sido distinto. Si cualquier ciudad de las Tierras del Sur hubiera formado un ejército, tal vez las cosas habrían cambiado. Pero los elfos se enfrentaban a eso solos y nadie los iba a ayudar. Ya habían perdido a un tercio de las fuerzas y, aunque habían infligido un daño diez veces mayor en el enemigo, no importaba. El enemigo podía prescindir de esas vidas, tenía soldados de sobra para imponerse por superioridad numérica.

El anciano parpadeó, cansado, y se frotó la barbilla. Que aquello terminara así casi era más de lo que era capaz de soportar. Jerle Shannara no tendría la oportunidad de probar la espada contra el Señor de los brujos. Ni siquiera tendría la oportunidad de hacerle frente. Moriría aquí, en el valle, junto a sus hombres. Bremen conocía bien al rey, sabía que daría su vida antes que salvarse. Y si Jerle Shannara moría, con él moría toda esperanza.

A su lado, el muchacho, Allanon, se removió incómodo. Él también percibía el desastre que se cernía ante todos, pensó el anciano. El chico era valiente, lo había demostrado esa misma mañana cuando le había salvado la vida a Bremen. Había usado la magia sin preocuparse por su propia seguridad, con el único objetivo de socorrer al anciano. Bremen sacudió la cabeza cana y desgreñada. El muchacho había terminado apaleado y aturdido, pero su determinación no había variado un ápice. Haría lo que pudiera en esta batalla, igual que el rey. Bremen lo veía: el chico ya estaba escogiendo un lugar desde el que oponer resistencia.

El ejército de las Tierras del Norte estaba a unos doscientos metros de distancia cuando gritaron el alto. Con una vorágine de actividad, los zapadores y los cargadores comenzaron a llevar al frente las catapultas y las torres de asedio. A Bremen se le hizo un nudo en la garganta. El Señor de los Brujos no emprendería un ataque directo. ¿Por qué iba a desperdiciar más vidas si no era necesario? En vez de eso, usaría las catapultas y a los arqueros escondidos en las torres para arrasar la defensa de las Tierras del Oeste con proyectiles mortíferos, para diezmarlos aún más, para agotarlos y mermarlos hasta que fueran tan pocos que no pudieran ofrecer resistencia.

Las máquinas de guerra sembraban la anchura del valle, alineadas por los ejes, las cucharas de las catapultas estaban llenas de rocas y pedazos de metal y todas las plataformas de las torres estaban repletas de arqueros. En las filas élficas no se movía ni una alma. No tenían adónde ir, ningún refugio en el que esconderse, ninguna defensa tras la que parapetarse. Porque si perdían el valle, habrían perdido las Tierras del Oeste. Los tambores repicaron y marcaron una cadencia incesante que coincidía con el estrépito de las ruedas que las máquinas de guerra y reverberaba en el pecho del anciano. Echó un vistazo al cielo que oscurecía, pero aún quedaba una hora para el ocaso y la negrura llegaría demasiado tarde para ayudarles.

—Tenemos que ponerle fin —susurró las palabras se le habían escapado sin querer, no quería decir nada.

Allanon lo observó en silencio y aguardó. Había clavado esos ojos tan peculiares en él y no los iba a desviar. Bremen le sostuvo la mirada.

—¿Cómo? —preguntó el chico en voz baja.

Y, de repente, Bremen lo supo. Lo supo gracias a los ojos y a las palabras del muchacho y gracias al ramalazo de inspiración que le transmitió de pronto. La musa le sopló en un arrebato espeluznante que nacía de su propia desesperación y esperanza escasa.

—Hay un modo —dijo deprisa, con ansiedad. Las arrugas que le cubrían el rostro se pronunciaron—. Pero necesito tu ayuda. Yo solo carezco de la fuerza necesaria. —Hizo una pausa—. Será peligroso.

El muchacho asintió.

—No tengo miedo.

—Podrías morir. Podríamos morir los dos.

—Dime qué hay que hacer.

Bremen se volvió hacia la línea de máquinas de asedio y colocó al chico ante él.

—Escúchame bien, entonces. Debes entregarte a mí, Allanon. No opongas resistencia a nada de lo que sientas. Serás mi canal, un conducto para la magia que poseo. Como no tengo suficiente fuerza para manejarla, lo haré a través de ti. Sacaré las fuerzas de ti.

El chico no lo miró.

—¿Dejarás que tu magia se alimente de mi fuerza? —preguntó con un hilo de voz, casi con reverencia.

—Sí. —Bremen se inclinó hacia él—. Te protegeré con todas las defensas que conozco. Si mueres, moriré contigo. Es todo lo que te puedo ofrecer.

—Me basta —replicó el muchacho, todavía con los ojos hacia otro lado—. Haz lo que debas hacer, Bremen. Pero hazlo ya, cuando aún tenemos tiempo.

El ejército de las Tierras del Norte se había concentrado ante ellos, con las máquinas de guerra en primera línea, y alzaba las armas al aire. Levantaban polvo del suelo del valle reseco y chamuscado y el aire se llenaba con una nube de polvo que los aislaba del mundo que se extendía más allá con tanta densidad que parecía que hubiera dejado de existir. Las hojas y las puntas de metal reflejaban la luz, los banderines de colores vivos se agitaban con el viento y los gritos que brotaban de las gargantas de los atacantes resonaban, previendo la victoria.

Juntos, el druida y el chico se giraron hacia ellos, hacia los hombres, los animales, las máquinas, el estruendo y la actividad; estaban solos e inmóviles en el promontorio. Nadie los veía o, si lo hacía, no les prestaba atención. Los elfos tampoco se fijaron en ellos, tenían los ojos clavados en el ejército que se desplegaba ante ellos.

Bremen inspiró hondo y posó las manos en los hombros delgados de Allanon.

—Junta las manos y apunta a las torres y a las catapultas. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Sé fuerte, Allanon.

El chico unió las manos, con los dedos entrelazados, alzó los brazos flacos y los extendió hacia el ejército de las Tierras del Norte. Bremen estaba justo detrás, sin mover las manos y con los ojos cerrados. Invocó el fuego druida. Chisporroteó y se prendió en su interior. Debía ser cauteloso con el uso que le daba, se recordó. El equilibrio entre lo que se necesitaba y lo que podía permitirse entregar era muy delicado y debía ir con mucho cuidado de no desestabilizar la balanza. Si cometía un error en un sentido o el otro, estarían acabados.

En el campo de batalla, ya empezaban a bajar los brazos de las catapultas y los arqueros de las torres se disponían a tensar los arcos.

Bremen abrió los ojos de nuevo: eran blancos como la nieve.

Bajo el promontorio, como si hubiera tenido un presentimiento, Jerle Shannara volvió la cabeza de golpe para mirarlo.

El fuego druida recorrió los brazos de Bremen con brusquedad, se metió en el cuerpo de Allanon y salió disparado desde los puños apretados del muchacho, voló sobre las cabezas del ejército de los elfos que aguardaba la llegada del enemigo, sobre la planicie desgarrada, quemada y llena de surcos y fue directo hacia las máquinas de guerra del enemigo, situadas a doscientos metros de distancia. Primero dio en el blanco en las torres: las llamas las engulleron completamente, provocando que ardieran en un abrir y cerrar de ojos. De allí saltó a las catapultas y calcinó las cucharas, reventó las cuerdas y deformó las partes de metal. El fuego se movía como un ser vivo, escogía un objetivo y luego se dirigía al siguiente, era de un azul tan vivo y brillante que los soldados de un bando y del otro se vieron obligados a protegerse los ojos. Recorrió las filas del frente del ejército de las Tierras del Norte y lo devoró todo y a todo el mundo. En cuestión de segundos, el fuego se elevaba hacia el cielo con llamaradas inmensas, de centenares de pies de altura, que seguían ascendiendo entrelazadas con las columnas de humo.

El gigantesco ejército norteño prorrumpió en alaridos y gritos cuando el fuego lo atravesó. En cambio, las filas del ejército élfico se habían sumido en un silencio anonadado.

Bremen percibió que la magia menguaba, el fuego se marchitaba, pero Allanon todavía tenía poder. Incluso parecía que el muchacho se hiciera más fuerte, con los brazos estirados adelante y las manos elevadas. Bremen notó que el cuerpo delgado temblaba con el vigor de la determinación del chico. El fuego todavía brotaba de las manos del muchacho, describía un arco que sobrepasaba las máquinas de guerra y se hundía en el centro del ejército perplejo de las Tierras del Norte y forjaba un camino mortal y abrasador. «¡Basta!», pensó Bremen, que sintió una inclinación peligrosa en la balanza del equilibrio. Sin embargo, no pudo romper el vínculo entre el chico y él, era incapaz de detener el torrente de magia. El muchacho era más fuerte que él y era Allanon quien le extraía la magia.

Ante este nuevo ataque, los norteños recularon; no fue una retirada ordenada, sino que huyeron en desbandada, con el valor hecho añicos. Incluso los trolls de las rocas retrocedieron: salieron corriendo de la conflagración que consumía a sus compañeros y se dirigieron hacia la protección que les ofrecían las pendientes del valle y los desfiladeros que se extendían más allá. Incluso para ellos, la batalla de hoy había terminado.

Al final, incluso la fuerza de Allanon flaqueó y el fuego druida que salía a chorros de sus manos cerradas se extinguió. Profirió un grito ahogado y se hundió hacia Bremen, quien apenas era capaz de mantenerse en pie. Con todo, el anciano lo agarró al vuelo y lo sostuvo contra él mientras esperaba a que el pulso de los dos se acompasara y los corazones se les calmaran. Como dos espantapájaros, se apoyaron el uno en el otro mientras susurraba palabras tranquilizadoras y contemplaban el incendio devastador que consumía las máquinas de guerra de los norteños e iluminaba la espalda del enemigo que se retiraba con dedos rojo sangre.

En el oeste, el sol se puso en el horizonte y la noche avanzó con sigilo para cubrir a los muertos.


Tras la destrucción de las máquinas de guerra del ejército de las Tierras del Norte, mientras la oscuridad se extendía por las Cuatro Tierras y los fuegos del corazón del Rhenn comenzaban a menguar, Jerle Shannara se acercó a Bremen. El anciano estaba sentado en el promontorio con Allanon, cenando. Los envolvía el silencio: el ejército del norte se había retirado por la abertura que daba a la planicie oriental y los elfos todavía mantenían la posición en la angostura occidental. A lo largo y ancho de las filas defensoras, se estaba comiendo, aunque los elfos cazadores lo hacían por turnos para vigilar que no se produjera ningún asalto por sorpresa. Las hogueras para cocinar crepitaban en la retaguardia del campamento y el olor de la comida impregnaba la brisa nocturna.

El anciano se levantó cuando vio que el rey se les aproximaba y detectó en sus ojos una mirada que no supo reconocer. El rey los saludó y luego le pidió a Bremen que lo acompañara. El chico continuó cenando sin hacer ningún comentario. Juntos, el druida y el rey se alejaron hacia la penumbra.

Cuando su hubieron alejado lo suficiente del resto como para que nadie los oyera, el rey se volvió hacia el anciano.

—Necesito que hagas una cosa —dijo en voz baja—. Necesito que uses la magia para marcar a los elfos de modo que puedan reconocerse en la oscuridad para luchar contra los norteños sin matarse unos a otros por error. ¿Puedes hacerlo?

Bremen reflexionó un momento y luego asintió despacio.

—¿Qué quieres hacer?

El rey estaba extenuado y demacrado, pero sus ojos transmitían una determinación férrea y su expresión, severidad.

—Quiero atacar. Ahora, esta noche, antes de que puedan reagruparse.

El anciano se lo quedó mirando de hito en hito, mudo.

El rey apretó los labios.

—Esta mañana, los Rastreadores me han comunicado que los norteños nos quieren bordear. Han mandado a distintos ejércitos, más pequeños que el que nos ataca, pero de dimensiones considerables, hacia el norte y el sur del Rhenn para colocarse a nuestra espalda. Debieron de salir hace una semana, dada su posición actual. Avanzan muy lentamente pero nos están rodeando. Dentro de unos días, nos aislarán de Arborlon. Cuando ocurra, estamos acabados.

Clavó la vista en la oscuridad, como si allí pudiera encontrar cómo seguir.

—Son demasiados, Bremen. Lo sabíamos desde el principio. La única ventaja que tenemos es la posición defensiva. Si nos arrebatan eso, no tenemos nada más. —Volvió a fijar los ojos en el anciano—. He mandado a Prekkian y a la Guardia Negra para que avisen a Vree Erreden y al Consejo y se preparen para defender la ciudad. Pero nuestra única esperanza es seguir tus palabras y cumplir con mi deber: enfrentarme al Señor de los Brujos y destruirlo. Para conseguirlo, primero debemos lograr que el ejército de las Tierras del Norte se disperse. Y nunca se nos presentará una oportunidad mejor. Hay que hacerlo ahora que los norteños están desorganizados y agotados. La destrucción de la máquinas de guerra los ha puesto nerviosos. La magia druida los ha asustado. El mejor momento para atacar es ahora.

Bremen se tomó un tiempo para reflexionar la respuesta. Al final, asintió lentamente.

—Tal vez tengas razón.

—Si atacamos ahora, los pillaremos desprevenidos. Si lo hacemos con la fuerza suficiente, tal vez consigamos atravesar las filas hasta el lugar donde se esconde el Señor de los Brujos. La confusión que provocará un ataque nocturno nos ayudará, pero solo si logramos distinguirnos del enemigo.

El druida suspiró.

—Si marco a los elfos para que se puedan reconocer entre ellos, le estoy dando al enemigo un modo de reconocernos también.

—No podemos hacerle nada. —El tono del rey era firme—. Los norteños tardarán un buen rato en darse cuenta de lo que significan las marcas. Para entonces ya podremos dar la batalla por perdida o por ganada.

Bremen asintió sin mediar palabra. Era una estrategia audaz, que tal vez condenaría a los elfos, que podía comportar su aniquilación por completo. Pero la necesidad de una táctica era evidente desde el principio y el druida vio que el rey era el único hombre que podría ponerla en práctica con éxito, porque los elfos seguirían a Jerle Shannara donde fuera y la fe en su líder era lo que más los ayudaría.

—Pero temo —susurró el rey, de repente, mientras se inclinaba hacia el anciano— que no seré capaz de invocar el poder de la espada cuando lo requiera. —Hizo una pausa, lo miraba de hito en hito—. ¿Y si no me responde? ¿Qué voy a hacer?

El druida alargó el brazo, le agarró las manos al rey y se las estrechó.

—La magia no te va a fallar, Jerle Shannara —respondió, bajito—. Tienes un corazón demasiado fuerte para que ocurra eso, demasiado tenaz, demasiado acorde con el rey que tu pueblo necesita. —Le ofreció una sonrisa desoladora—. Debes tener fe.

El rey inspiró hondo.

—Acompáñame —le pidió.

El anciano asintió.

—Te acompañaré.


Al norte del Rhenn, donde las nubes sobrevolaban los pastos y los llenaban de sombras y las llanuras se extendían, vacías y en silencio, Kinson Ravenlock se alejaba, sigiloso, del griterío y el despliegue del campamento de las Tierras del Norte y regresó por donde había venido. Tardó una hora, no se alejaba de los barrancos y los lechos secos de los ríos para no adentrarse en la planicie elevada y en campo abierto. Caminó deprisa, ansioso por reunirse con quienes lo esperaban, mientras pensaba que, al fin y al cabo, tal vez no habían llegado demasiado tarde.

Habían transcurrido más de diez días desde que Mareth y él habían partido de las Tierras del Este con lo que quedaba del ejército de los enanos. Estos aún contaban con una fuerza de casi cuatro mil hombres y habían realizado la travesía a buen ritmo. Sin embargo, habían optado por una ruta poco corriente. El viaje los había conducido por el norte, habían cruzado las llanuras de Rabb, el paso de Jannisson y habían terminado en Streleheim, que habían cruzado a la sombra de la foresta que rodeaba al malaventurado Paranor. Los ancianos y el rey de los enanos habían debatido largo y tendido sobre la mejor ruta e incluso si de los enanos debían siquiera emprender el camino. Respecto a la última cuestión, Kinson había sido convincente al exponer los argumentos de Bremen y Risca se había posicionado con firmeza de su lado. Cuando hubieron persuadido a Raybur, el asunto se zanjó. Elegir el mejor camino era menos crucial, pero había comportado los mismos problemas. Risca estaba convencido de que tendrían más oportunidades de acercarse sin ser vistos si bajaban desde el norte por el territorio enemigo: el ejército de las Tierras del Norte ya habría llegado a las Tierras del Oeste y estaría sitiando a los elfos en el Rhenn, de modo que sus exploradores estarían pendientes de asaltos que procederían del este o del sur, en caso de que alguien lo intentara. Al final, este había sido el argumento decisivo.

El grueso del ejército de los enanos había tomado posiciones en el norte a medio día de camino, en el borde de los Dientes del Dragón. Risca, Kinson, Mareth y doscientos hombres se habían avanzado para evaluar la situación. Con la llegada del ocaso, Kinson Ravenlock se había adelantado para verla más de cerca.

Ahora, cuando apenas habían transcurrido tres horas desde que se había ido, el fronterizo emergió de entre las sombras y se reunió con sus compañeros.

—Hoy han lanzado un ataque —informó, sin resuello. Gran parte del camino de vuelta lo había hecho corriendo, impaciente como estaba por comunicar las nuevas—. Ha fracasado. Las máquinas de guerra de los norteños están en el Valle de Rhenn, quemadas. Pero están construyendo más. El enemigo ha acampado en la entrada oriental del valle. Es una fuerza inmensa, pero parece desorganizada. Todos están pululando por ahí y no he visto ni rastro de los seres oscuros. Ni siquiera los Portadores de la Calavera han salido esta noche.

—¿Has cruzado hasta llegar a los elfos? —le pidió Risca deprisa—. ¿Has visto a Bremen o a Tay?

El fronterizo tomó un largo trago del odre de cerveza que Mareth le había ofrecido y se secó la boca.

—No. El valle está bloqueado. Podría haber cruzado, pero he decidido que era mejor no arriesgarse. He creído que era mejor volver a buscaros.

Los dos hombres se observaron y luego contemplaron las llanuras.

—Hay muchos muertos —dijo el fronterizo con un hilo de voz—. Demasiados, y una décima parte son elfos.

Risca asintió.

—Mandaré un mensajero a Raybur para que traiga el ejército al romper el alba. Que él escoja desde dónde atacar. —Su rostro campechano estaba en tensión y le refulgían los ojos—. Mientras tanto, se supone que debemos esperarlos aquí.

El fronterizo y la muchacha intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza despacio.

—Yo no voy a esperar —notificó Kinson Ravenlock.

—Yo tampoco —dijo Mareth.

El enano levantó el hacha de batalla.

—Eso me temía. Creo que Raybur tendrá que alcanzarnos, ¿no os parece? Será mejor que vayamos tirando.